Pacífico

(Reflexiones del policía al mando)

Se llama casualidad. A veces también coincidencia. Es cuando un conjunto de circunstancias desembocan en un hecho concreto y nos parece que tenía que ser así y no de otra forma. Podemos llamarlo de muchas maneras distintas. A veces también lo calificamos como destino.

El porqué de este calificativo es un misterio. Nos da la impresión de que el tiempo y el espacio se pliegan para dar un hecho concreto. La concreción de ese hecho es lo desconcertante, lo que al hombre le hace plantearse si no habrá una fuerza superior que todo lo controla y lo organiza. Muchos lo llaman Dios. Yo no soy creyente. Soy de los que dicen casualidad, coincidencia. Incluso sale por mi boca la palabra error. Pero si un error no va unido a algo, no es nada.

Esa mañana fue especialmente movida. Un montón de papeles atrasados en la comisaría, el callejón sin salida del caso Luján Menéndez, releer sin éxito los informes por milésima vez, comprobar si había un ínfimo hecho que había pasado por alto, alguna declaración contradictoria. La decepción humedecida por el primer café de la mañana y la otra chica muerta. Ir hasta Pacífico, esperar a la científica (siempre llegando tarde), ver a aquel despojo estrangulado que una vez fue una mujer atractiva, el pintalabios corrido, las manos desvencijadas, la lengua amoratada. De nuevo marcas de dedos (esta vez en el cuello), nada de huellas. Pensar que en los últimos tiempos pareciera que todo se resume a eso, a chicas muertas sin ningún lugar para empezar. Observé que esta se parecía a la otra, pero eso no tenía que significar algo por fuerza. A lo mejor me estaba obsesionando con el extraño caso del cuchillo de mesa y se me iban a empezar a parecer todas las unas a las otras. Pero juraría que la complexión era la misma, el pelo fino y negro estaba cortado de la misma forma, aunque a la primera la encontráramos con una peluca rubia medio desprendida. Pero esta chica iba a decirnos más que la anterior, aunque no sería por el ADN. Había restos de saliva y sudor por todas partes. Bien, eso está muy bien si tienes con qué comparar. Si no, no sirve. Es lo mismo que nada. Esto no es América, donde da la impresión de que hay una base de datos donde estamos todos. El control aquí no ha llegado a tanto. Como máximo, cámaras de seguridad en sitios insospechados, no mucho más. En algunos momentos desearía que de veras el Gran Hermano nos vigilase. Siempre llevo un ejemplar manoseado y sucio de 1984 en la guantera del coche. Me hace sentir seguro. No me permite caer en la tentación de desear un mundo constantemente controlado. Porque en ocasiones, cuando aparecen chicas jóvenes muertas y ningún detalle lleva a una pista, es fácil dejarse llevar y desear que todos tuviésemos la obligación de registrar nuestro ADN y nuestras huellas al nacer. Eso haría que la gente se lo pensara dos veces antes de matar. Si estuviéramos vigilados de continuo… pero claro, Orwell y los peligros de mutilar la libertad del hombre. No se puede dejar a la gente sin derechos.

Es tan agotador ver cómo se acumulan los casos sin resolver… Pero si no hay testigos, si el asesino no es lo fácil, es decir marido-novio-primo-hermano-padre, es casi imposible determinar la concatenación de los hechos, qué llevó a qué, hacer que cualquier rastro de saliva sea determinante. Es mucho más espeluznante un asesinato que en apariencia es aleatorio, un asesinato que no parece unido a nada, porque es mucho más probable que vuelva a repetirse y nadie puede estar seguro de quién será la siguiente víctima.

Quizá Luján Menéndez me afectó demasiado. Hacía tiempo que no veía una masacre de semejantes características, con un ensañamiento similar. Y todo con un cuchillito apenas mayor que una mano. Me estaré haciendo viejo. Mi mujer no deja de sugerir que pida la jubilación anticipada y nos vayamos a hacer turismo por el mundo ahora que podemos. Quizá lo haga. Tampoco es tan mala idea retirarse. Cuando uno se afecta tanto por estas cosas es que está mayor para hacer el trabajo sucio. Ya he llegado donde tenía que llegar, no hay nada de malo en admitirlo. Y si esto fuera alguna cacareada película hollywoodiense, me quedaría poco para morir en escena con el consiguiente disgusto del protagonista que diría algo como: «Solo le quedaban dos semanas para jubilarse», qué coño, menos mal que la realidad es mucho más sucia y menos lacrimógena.

Me gusta mirar a los limpiacristales. Me parece un trabajo hipnótico, cuando enjabonan toda la superficie con esa especie de medio rodillo y luego pasan esa otra cosa para escurrir, con cuidado, arrastrando el agua con jabón y haciendo sutiles dibujos en su recorrido, caminos de una extraña blancura. Me encanta mirarlos, cómo mueven sus brazos en una danza interminable, con una coreografía que pareciera aletoria pero que en realidad no lo es en absoluto. Ellos saben con exactitud cómo girar las muñecas para que el agua jabonosa vaya en la dirección adecuada. Qué irónica es la vida a veces.

Al salir para fumar un cigarrillo negro, no haría mal del todo en dejar esto con lo otro si me decidiera a abandonar viejos hábitos, vi que había un limpiacristales haciendo su trabajo en los escaparates de un comercio cercano. Me lo quedé mirando mientras fumaba, observé su danza ritual como se observa el baile de la llama de una vela. Eso me llevó a pensar (a veces observar cosas que tienen un ritmo concreto, algún tipo de cadencia especial, hace que piense con más claridad o que lo que estaba en mi cabeza se ordene) en el caso de Luján Menéndez, en la ausencia de testigos a pesar de haber sido un crimen cometido en plena calle y en lo extraño de las personas que interrogué. Primero los que encontraron el cuerpo, aquellos turistas que por suerte eran hispanohablantes y cuyo niño tuvimos que ir a buscar al hotel y que se negó a separarse de su madre mientras esta hablaba con la policía. Llegué a pensar que constituían alguna especie de trío amoroso por lo violento que se ponía el hombre cuando se le preguntaba qué les había traído hasta Madrid. Enrojecía, balbuceaba, parecía olvidar el castellano de golpe y hacía un esfuerzo inconmensurable para decir algo tan sencillo como «turismo». Lo hubiera encontrado sospechoso si las dos mujeres no hubiesen estado tan calmadas y tan de acuerdo en que él solo se había separado de ellas para ir al baño.

Después vino el novio de la chica, ese rico heredero al que incluso llegué a considerar, pero que desestimé por lo afectado que estaba, con todas aquellas lágrimas rodándole por su cara de niño consentido de Velázquez.

Y sin duda lo más desconcertante fue la historia de aquella pareja un tanto sadomasoquista en la que él la denunció a ella por el asesinato sin ningún tipo de prueba.

Y lo peor de todo, lo más grave, es que las pistas terminan ahí. Los padres de la criatura llevaban años sin saber de ella y sin embargo se dedicaron a moquear de televisión en televisión insultando a la policía. Aquella madre diciendo que habían encontrado piel bajo las uñas de su hija y que la policía no le decía nada, realmente partía el corazón. Señora, no estamos en los USA (qué hartito estoy de las comparaciones con lo que se ve por la tele) ni vivimos en alguna especie de Gran Hermano. No hay un registro de piel de todos nosotros. Ojalá, a veces no estaría de más haber escupido en un bote si así no pasaran estas cosas. Pero el control es poder y uno nunca puede fiarse de qué van a hacer los poderosos.

Aquella piel bajo las uñas en Luján era el equivalente al trozo de tela que se había encontrado en la mano cerrada de la estrangulada en este caso. Era un jirón de tejido de algodón azul marino de la longitud de un bolígrafo bic y unos tres centímetros de ancho, con un pequeño botón blanco y un trocito de bandera de España en una esquina. Sin duda pertenecía a un polo. Pero, ¿qué íbamos a hacer?, ¿recorrernos todos los armarios de la comunidad buscando un polo azul marino al que faltase un trozo de cuello? Somos pocos para eso. Cuando no se puede, no se puede y hay que saber reconocerlo.

Seguía viendo al limpiacristales subido en lo alto de su escalera mientras un agente se llevaba a comisaría a la portera del edificio, que había encontrado el cuerpo, y otro localizaba al novio y jefe de la difunta en un bar de copas del centro para informarle de la mala noticia y tomarle declaración. Recuerdo que pensé: «Tampoco esta vez será el novio» mientras observaba a aquel limpiacristales haciendo su trabajo. Y puede que no hubiese pensado lo que pensé después si no hubiera visto a un caballero uniformado salir del comercio, cuyos cristales limpiaban con tanta aplicación, con cara de pocos amigos, para intentar disuadir al trabajador de que terminase su trabajo. Bien pensado era la tercera o cuarta vez que repasaba aquella zona. Fue cuando el tipo finalmente accedió a bajar de la escalera cuando empecé a cruzar la calle. La estaba cruzando antes incluso de que la idea se perfilase del todo, antes de que las palabras: «En las malditas películas americanas el asesino siempre vuelve al lugar del crimen aunque en la realidad no sea una máxima infalible» apareciesen en mi mente del todo. Y para cuando logré llegar del otro lado y escuché al hombre uniformado decir que él no iba a pagar por un servicio que no había solicitado, el limpiacristales se había desabrochado el mono y mi intuición se vio recompensada. Casualidades. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, que dicen los sabios. Si yo no hubiera estado agobiado y un tanto decepcionado, si no hubiese salido a fumar, si no hubiera sentido predilección por el trabajo de limpiacristales, si aquel hombre se hubiera dedicado a otra cosa, si no hubiese visto salir al dueño del comercio, jamás hubiera pensado lo que pensé, no hubiera cruzado la calle y jamás habría visto aquel polo azul marino al que le faltaba un trozo de cuello. Disimulé mi euforia como mejor pude cuando los tuve cerca y observé a aquel hombre, seguro ya de que era el Asesino. Parecía un tipo normal, algo huraño, tenía las espaldas anchas, no era muy alto y estaba algo calvo. Qué fácil sería todo si aquellos ojos ordinarios, iguales a otros cualquiera, tuviesen escritos la palabra «culpable» en las pupilas. Sería todo más sencillo auque quizá la captura resultaría menos satisfactoria; todo tiene sus contras.

Es curioso que no desconfiara cuando le propuse que limpiara los cristales de la comisaría. El hombre uniformado no cesó en su indignación hasta que lo apoyé en que no debía pagar por un servicio que no había contratado. Sonreí al Asesino con complicidad y le dije que le pagaría doble, que nos habíamos quedado sin el de confianza y que aquello estaba hecho un asco por las obras del intercambiador. Le ofrecí un cigarrillo que rehusó. Aún así vi sus dedos quemados y comprendí la ausencia de huellas. El arañazo del cuello parecía también sospechoso. Incluso pensé en comparar su ADN, ahora que lo tendríamos, con la piel de las uñas de Luján Menéndez, pero desestimé la idea por absurda. Ya hubiera sido demasiada coincidencia. Una suerte así se tiene una vez, no se puede esperar una repetición. Quizá sea el destino, quizá el dios de los creyentes, no sé, el caso es que no creo que se deba abusar.

Informé en baja voz a García. Nos siguió a la comisaría manso como un cordero. Hasta me resultó curioso que le sorprendiera que una vez allí lo detuviésemos y le pidiéramos el polo. Estaba tan seguro de su impunidad que no opuso resistencia de ningún tipo. Estaba tranquilo cuando le dijimos que teníamos pruebas que lo acusaban del asesinato de la chica de Pacífico. No hubo problema, confesó. Hasta me pareció que se reía por lo bajo como quien guarda un secreto. Pero si era así jamás lo dijo. Temí entonces, y todavía temo, que aquella chica estrangulada no hubiera sido la primera, sino solo la casualidad que estábamos esperando, su error. Pero no he hallado la forma de implicarlo en ninguno de los casos por estrangulamiento por resolver que han llegado a mis manos. Y el de Luján Menéndez sigue abierto, esperando la casualidad que le dé consistencia. Cada día confío menos en resolver el puzzle, aunque en ocasiones siento que he estado muy cerca.

Mientras, el Asesino continúa a la espera de juicio. Ha contado cómo la eligió, la siguió, la engañó y mató. No demuestra el menor remordimiento. Solo sus ojos oscuros inundan todo de una negrura irónica e insensata, como si se hubiera instalado en ellos una bestia de la que uno no pudiera librarse. Su mirada da escalofríos. Espero que lo encierren y pierdan la llave porque estoy seguro de que si sale matará más y matará mejor y jamás seremos capaces de implicarlo.

—¿Sabe? —me dijo en aquella primera confesión—. Cualquier hombre es capaz de matar, pero no lo sabe. Una vez que se empieza, que se ha probado el sabor de la sangre, no se puede parar porque siempre es diferente, siempre se quiere más.

—¿Habías matado antes?

Entonces se apoyó en la silla, guardó silencio unos segundos, sonrió malévolamente y me dijo:

—Eso debería decírmelo usted, ¿no cree?

Su solo recuerdo me da escalofríos. Y es por una razón muy simple: es un hombre como cualquier otro. Nada, salvo el hecho de haber asesinado al menos a una mujer, lo hace distinto de mí por ejemplo. Uno nunca se habitúa a esas cosas, uno nunca se acostumbra a la violencia gratuita, a ver que han matado a una mujer por el simple hecho de haberla elegido para ese fin. Uno espera que sea el amante, el marido, el padre, que haya una razón o mil, aunque sea la locura, pero jamás se está preparado para tener delante a un hombre cuerdo, vulgar, con un oficio cualquiera, que siente placer al matar.

Quizá mi mujer tenga razón y deba jubilarme. Apuro mi café, apago mi cigarro. Me llevo a casa el archivo con el caso de Luján Menéndez para volver a buscar algo a lo que agarrarme, aunque sé perfectamente que no lo encontraré si no es por casualidad y eso me entristece.