Madrid I

Lo tienen aislado de los demás. A los presos no les gustan los pervertidos, por eso separarlo. Pero claro, ahí está, parado contra su reja como un dedo acusador. Es un tipo que no se distingue de ningún otro, que no se distingue del policía que lo mira y le sudan las manos porque el tipo le da miedo. Ese miedo antiguo que producen las cosas incomprensibles se instala en el corazón de los guardias. Casi ninguno se le quiere acercar. Dicen que es un enfermo, aunque no, está claro que solo es un Asesino. Pero puede que esa paz de su rostro tan común sea lo que les hace retroceder. Es un hombre sin miedo, un hombre que se ha realizado a través del crimen.

La primera noche se esperaba de él que llorase, que hiciera algo que denotase su humanidad. Pero no, durmió como un niño. Aquí lo saben todos. Dicen que la primera noche que pasas encerrado es la peor, pero claro, cualquier cosa si estás tranquilo. Ese hombre lo está. Es como si esta celda fuese el fin que estaba esperando y no pudiese preocuparse por nada más. Eso lo hace más terriblemente culpable si cabe. Terriblemente es la palabra, aunque los adverbios terminados en «mente» sean como un veneno para una descripción justa.

Hay un tipo que está aquí por tráfico de estupefacientes que dice que lo oyó gritar uno de los primeros días. Que se la había sacado del pantalón y se la meneaba delante de todo el mundo. Le echaba la culpa de su frustración a su incapacidad amatoria, a tenerla pequeña, a ser impotente, a ser solo medio hombre. Luego se reía. El policía que lleva el caso, sin embargo, le pregunta si eso es cierto y que, en tal caso, por qué no había abusado sexualmente de la víctima.

—Abusé de la víctima en todos los sentidos —dice él con tranquilidad.

—No me diga, ¿y eso por qué? Creí que solo la había estrangulado.

—No se equivoque, no fue una cuestión de «solo» hacer algo, sino de poder. ¿Entiende? La estrangulé con mis propias manos y así me fui apoderando poco a poco de todo lo que esa chica fue, amé a sus amantes, lloré con sus frustraciones, me emocioné con sus triunfos. Y conforme ella respiraba con más y más dificultad, también abusé de su futuro, cogiéndolo entre mis manos y destruyéndolo.

—¿Es usted homosexual?

—¿Por quién me ha tomado? Claro que no. Entonces supongo que hubiese matado a un hombre y no a una chica.

—Pero matar a una mujer es más fácil. No es usted un hombre muy fornido y con un hombre hubiese podido fallar, las fuerzas podrían haberse puesto en su contra.

—No tiene nada que ver con eso. Tengo una novia, pregúntele a ella si soy homosexual o no.

—¿Es cierto que dice que ha hecho todo esto porque es un inválido sexual?

—Y aunque lo dijera, ¿cree que sería cierto? El problema es que no he tenido ninguna razón para hacerlo. En esta cárcel ya salen bulos por todas partes que les ayudan a dormir tranquilos, una excusa para que un hombre común y corriente como yo haga algo semejante. Pero sabe muy bien, usted que es un tipo listo que me pilló con lo de los cristales, que todo es mentira, que no hay razones para matar. Es excitante, solo eso. Es como si le diesen el poder de comerse un alma humana, ¿usted no querría saber a qué sabe?

—Creo que yo no.

—Pues yo creo que cualquiera querría en cuanto reflexionase un poco. Al principio diría que no, horrorizado. La primera noche no dormiría dándole vueltas al asunto. Y luego, al final, se daría por vencido a la evidencia de que siente curiosidad. Y la curiosidad es una cosa que hay que satisfacer, ¿sabe? Porque si no a uno se le clava dentro y ya no le sale en toda la vida. Y quizá luego sea peor. Si siente curiosidad por matar es mejor que lo haga de inmediato o al final cometerá un acto mucho más sádico, tortura, violación, qué sé yo.

—Es usted un enfermo.

—No, no lo soy, y ese es el problema: que razono con cordura, que me siento poderoso porque estoy satisfecho y ahora me da igual qué pase. Total, aquí hace años que no hay pena de muerte.

—Porque hay cosas peores que la muerte. O eso espero, por lo menos.

—En el fondo creo que, en contra de su voluntad, me está dando la razón.

La psicóloga dice que el tipo ha desarrollado un trastorno narcisista de la personalidad en el que él es el centro de todo lo que le rodea. Se toma a sí mismo por ejemplo para justificar sus actos y juzgar a los ajenos. El problema es que al policía que lleva a Orwell en el coche para no perder la perspectiva, este Asesino le parece el colmo de la cordura. Su discurso es correcto y coherente y su rostro es sereno y calmo, como la visión de un campo de trigo. No hay rabia en él, no hay nada que lo descontrole. Es curioso hasta ver cómo hace la cama por las mañanas, con qué cuidado dobla la sábana.

—Se ha confundido a usted mismo con Dios, creo yo. Y también creo que no es la primera vez que mata.

—Pero no va a conseguir pruebas ni de lo uno ni de lo otro o ya me habría acusado de algo más, ¿no?

—Quizá las consiga.

—No lo creo, pero lo puede intentar. Usted mismo. Yo tengo un montón de tiempo aquí metido. Creo que hasta me voy a hacer un curso universitario o algo así. ¿Sabe? Creo que usted me tiene miedo.

—¿Y por qué piensa eso?

—Porque soy demasiado normal. Al resto de los internos les provoco pavor, tanto que quisieran quitarme del medio con una paliza o una puñalada. Los guardas me miran raro. Y usted es tan inteligente que es el único que me mira de frente, pero también me teme. Me estudia porque soy como el caos, soy impredecible, violento y estoy muy sano aquí —se da unos golpes en el cogote pelado—. Soy como usted, soy como su lado oscuro.

—¿Qué le hace pensar que tengo un lado oscuro?

—Por el amor de Dios, todos tenemos uno más o menos controlado. Y hay personas que nos lo evidencian. No me diga que su señora no le ha sacado alguna vez tan de quicio que hubiese querido pegarle un tiro.

—No, nunca, yo amo mucho a mi mujer.

—Bueno, y no hablo solo de pegarle un tiro a su esposa o madre, sino también a esas chicas insinuantes que se cruzan todos los días en la vida de uno. Mujeres que huelen bien y que no llevan ropa interior en sus fantasías, mujeres a las que le gustaría arrastrar a un callejón…

—Está bien, basta, creo que ya he oído bastante por hoy.

El Asesino sonríe. Es posible que el policía se haya sonrojado porque recuerda una piel que no era la de su mujer, un perfume que le volvía loco, un error que duró demasiado y que casi acaba con su matrimonio. Eligió a su esposa, pero siempre recordará a la otra, su risa, su deseo ardiente, su ropa demasiado estrecha…

—¿Sabe? Déjeme que le diga algo antes de marcharme: yo antes era estúpido. Era un tipo aburrido y más bien tonto. De casa al trabajo y de ahí a beber cerveza con los amigos o a casa de nuevo. Fútbol, bocadillos de calamares, colesterol subiendo, una mierda de vida sin sustancia. Pero luego asesiné. Y matar clarifica la mente, señor madero. De repente ves el mundo con otros ojos y te gustaría tomarlo por asalto. Te preguntas qué habías hecho todo ese tiempo sin saber lo que otros ya sabían: el ser humano debe ser libre y esto es la selva, qué joder, nadie juzga a un león cuando se come a un bicho de esos que pegan saltos en los reportajes que veo para dormir la siesta.

—Pero eso es diferente, el león mata para alimentarse.

—No se equivoque. El león mata porque la gacela es débil.

Es espeluznante ver cómo sonríe ese hombre que siempre come solo, que pasa tanto tiempo en su celda sin hablar y que hace la cama con tanto cuidado. Los que friegan los pasillos lo hacen más deprisa cuando pasan por ese ala. No quieren verse reflejados en los ojos calmos y un tanto acuosos de ese Asesino en concreto, de ese hombre tan como cualquier otro que desasosiega el ánimo.