El alma se pasea…
… Entre las tumbas del cementerio, aunque quizá decir se pasea sea decir demasiado, porque no es más que un hálito que permanece, una transparencia de lo que fue viva. No tiene apenas memoria de lo que la ha llevado a ello, no es mucho más que vapor de vida arrastrando hojas a su paso y recuerdos que no puede comprender. Se pregunta si es eso la paz eterna, no sentir apegos, no tener emociones, vagar sin rumbo. Sabe sin embargo que murió muy asustada. Incluso sabe que tenía miedo antes de que la amenaza se hiciera patente y existiera en forma de puñalada. Se pregunta las razones para ese miedo. Tiene la imagen de ella, ¿era rubia?, sentada en el restaurante. Y si se fija la imagen en la mente puede sentir la decepción que sentía entonces. Una decepción que se arrastraba lenta e inexorable por sus miembros, una decepción pesada, como un barro pegajoso del que no se pudiese desprender.
«Me falló mi medicina», piensa, pero es más como si las palabras se le presentasen solas, se le expusiesen delante recubiertas de humo y de misterio. Se pregunta qué medicina. Se ve a sí misma por toda respuesta sacando el teléfono y leyendo un mensaje. Se volvió loca, se guardó el cuchillo en el bolso. «Él dijo que no venía».
A veces es un reflejo el que hace las cosas por nosotros. Ella, cuando todavía se llamaba Luján, salía del teatro cansada, pero estaba contenta porque iba a cenar con Arturo, su medicina. Estaba decidida a aprender a quererlo. Sí, era eso, decidida a quererlo. Luján, esa mujer que era su envase, creía que si se lograba convencer lo bastante podría llegar a cualquier cosa. A amar a quien no se ama, por ejemplo. Su corazón estaba tan triste, tan roto por Pedro, que hubiera hecho lo que fuera por reconstruirlo. Amar a otro, incluso. Se supone que esa es la forma más rápida de pasar del dolor a algo nuevo, ilusionarse por otro cuerpo, otras caricias, otra sonrisa. Pero Arturo no vino. ¿Por qué se guardó el cuchillo?, ¿pretendía hacerle daño por no haber llegado? No, no fue eso.
El alma intenta reconstruir los fragmentos de lo que fueron sus últimas horas, pero le resulta complejo no confundir el escenario y los focos con la calle desierta y primaveral y después con el charco de sangre. Sigue paseando entre las tumbas, atravesando ángeles de piedra de ojos gachos y manos cruzadas sobre el pecho. Para ante cada una de las que tienen grabado el nombre de alguien que murió joven. ¿Y para qué reconstruir cuando ya es irreparable? Ya nunca volverían ni la música ni los labios calientes buscando los suyos, no habría más terrazas en las que beber cerveza ni palabras que doliesen o hicieran feliz. Piensa en Pedro y en la facilidad que tenía él para lo uno y para lo otro. Le cuesta concretar su rostro, pero los largos retazos que le llegan de pelo y manos de dedos cuadrados le devuelven la sensación amarga en el paladar cuando lo notaba distante y sabía que él la quería pero no era capaz ni siquiera de reconocérselo a sí mismo. Era tan fácil abrir la boca y dejar que fluyesen hacia fuera los sentimientos, aunque a veces fueran confusos, pero eran reales, eran algo. Algo cierto al menos en ese momento. Y sin embargo qué complicado le resultaba a Pedro, aquel hombre al que Luján una vez amó. Y puede que todavía el alma lo ame porque al pensar en él, al completar los trozos de rostro que se le han presentado, siente la misma amargura, la misma desazón, las mismas ganas de lanzarse a sus brazos y jurar por todo lo jurable que esta vez todo sería diferente. Pero ya no habrá más esta vez, no quedan veces que sostengan la pareja mutilada en la que se convirtieron. Porque ya no hay futuro, no hay mañana, se han perdido en definitiva.
¿Y cómo sabía ella lo que pasaba en el alma de Pedro? ¿Era una especie de adivina? No, no era eso. Pero las sensaciones le llegaban, claro, eso sí lo recuerda. Podía saber qué acontecía en el alma de las personas, en el corazón, incluso cuando el cuerpo estaba próximo a morir. ¿Pudo entonces saber que aquella noche moriría? Sí, puede que fuera eso. Sintió la amenaza que suponía salir a la calle sola, la amenaza de llegar hasta la Exquisita por su propio pie y por eso cogió el cuchillo.
Lo ve claro. Luján pensó que esa amenaza era el mismo Arturo y por eso el cuchillo y la rabia. Era miedo. Se aterró cuando se dio cuenta de qué iba a suceder. Al coger el móvil y leer el mensaje sintió la presión de una mordaza que le secaba el grito, el peso de un cuerpo sobre el suyo, la herida punzante de un cuchillo. Cerró los ojos. Desestimó que la amenaza fuera Arturo, se portaba tan bien con ella… Pero entonces, ¿por qué a veces se le antojaba que entregaba su cuerpo a un demonio? Lo mejor sería buscar resguardo bajo su ala, ir donde él estuviera, fumar como él le pedía. Esconderse contra su cuerpo del miedo que le helaba los huesos y dejarse mecer por su dulzura hasta quedarse dormida y que todo pasase. Esperar que se disolviese el pánico con las primeras luces del día y que con él también el peligro. Porque habría un mañana, siempre habría un mañana en el que remedar los errores cometidos. Y si era necesario lo defendería con uñas y dientes.
Pero su medicina tampoco apareció en esta ocasión y la decepción unida al miedo se le presenta al alma con imágenes de la Luján niña que lo tuvo siempre todo menos amor. Ve claramente a sus padres en el salón de la casa, sus actitudes frías de autómatas, las caras torcidas por la hipoteca y el peso del trabajo, las ganas de huir de aquello y no ser jamás así, nunca aspirar a tener para vivir para poder tener para vivir para poder vivir para poder tener… No hay tiempo para las caricias en esa casa. No hay aliento cálido que camine por el pasillo de la mano de la niña de cinco años que tiene cientos de muñecas que se convierten en sus amigas invisibles de ojos fijos y sentimientos de plástico. Son más reales para ella las muñecas que las personas que la rodean sin verla, inconscientes de que no sobrevive un niño solo a base de comida, vestido y cosas. Las muñecas no abrazan, la ropa no calienta el corazón, la comida no alimenta más que la tristeza de tener que sentirse agradecida por haber nacido y tener lo necesario: cosas. Cosas para ella que necesitaba tan poco. Fue así como aprendió a escuchar lo que nadie decía, a sentir llegar las enfermedades propias y ajenas, a interpretar las caídas de ojos. Buscaba amor en ese ambiente cerrado al vacío y lo que encontró fue una especial sensibilidad a lo que no se dice. Su mente llegó a adelantarse. Se juró tantas veces que no sería como ellos… Prefería mil veces despreciar su envoltura, drogarse, matarse poco a poco pero ir viviendo intensamente que quedarse con los ojos fijos de amargura, aburrirse como los cipreses del cementerio, siempre cumpliendo su cometido recordatorio pero infelices por ser alargados y proyectar sus sombras sobre el vacío y la humedad de las tumbas que los alimentan. Huyó de sí misma y de ese destino que le deparaba la clase media acomodada, que le depararían los bancos adueñándose de su futuro con promesas de siempre lo mismo: cosas. Ella no necesitaba cosas. Solo quería que la quisiesen de verdad.
Supo que Pedro era profesor y por primera vez sintió que le era útil su capacidad de observación. Ella, Luján, solía llamarlo así: capacidad de observación. Aunque a veces no pudiera explicarse que supiera a ciencia cierta algo, que alguna cosa sucedería sin que ningún indicio visible se lo indicase. Es por eso que sintió llegar el peligro, sintió el nudo en la boca del estómago y se centró en pensar lo agradable que era abrazar alguien al dormir, abrazar un cuerpo caliente y fragante antes de cerrar los ojos, aunque fuese un cuerpo que no se amaba. Pensaba eso cuando retomó la dirección de su casa, cansada, disfrazada y con un cuchillo de mesa en el bolso. Un cuchillito robado que le hacía sentirse un poco aislada de ese pánico que se le iba agarrando a los miembros, ese dolor que ya soñaba a puñalada antes siquiera de que ese hombre se le acercase.
El alma lo siente de nuevo como una sombra y si tuviese ojos que cerrar, los cerraría como los niños cuando esperan que algo que les da miedo desaparezca al abrirlos. Como ella misma, pareciera que hace una eternidad, hacía cuando sus padres se peleaban porque no podían llegar a fin de mes. Pero al abrirlos siempre seguía la discusión y la palabra hiriente y el olvido de que la niña estaba presente, absorbiendo cada insulto y apropiándoselo como si así pudiera salvarlos de ellos mismos. Los padres ajenos, el hombre que se acerca y asusta con una pregunta inocua, pero tampoco importa porque el cuchillito ha parecido saltar a sus manos y se agita en el aire, oscilando entre los dedos agarrotados por el miedo. Las manos sudaron entonces, y también el miedo y el saber que sí, ese hombre común y corriente, en mitad de la treintena, un tanto desaliñado, ese hombre con las manos vendadas era la amenaza. Si no hacía algo no habría un mañana, ¿pero qué? Tan absurdo era estar agitando el cuchillo delante de las narices, tan inútil. ¿Correr?, pero, ¿dónde? Además las piernas se habían anquilosado, estaban ancladas al asfalto a través de los tacones demasiado altos de la obra de teatro. El sudor, la electricidad, la parálisis. Y después la nada, aquellas manos vendadas atenazando las muñecas de aquella Luján que al alma le parece otra, derribándola. Y tener tal conciencia de lo que iba a suceder después que el pánico se mezcló con una especie de paz infinita. Porque había visto el monstruo en los ojos del Asesino y estaba claro que no podría parar a tiempo. El alma recuerda que pensó: «No va a poder controlarse». Y eso fue todo. Sus manos blancas y bonitas fueron inútiles para mantenerla amarrada al cuerpo.
Luego se vio a sí misma en el charco de sangre, la cara desfigurada por el dolor, los ojos azules tan abiertos, la peluca teñida de rojo medio desprendida de la cabeza, los brazos flojos alrededor del cuerpo pero en una postura difícil de aguantar para alguien que hubiera estado vivo. Y no sintió nada. De hecho comenzó a olvidar allí mismo, como si el trauma la obligase a desprenderse de Luján y a seguir vagando, como espuma de viento entre el mármol y los cipreses.
Tanto olvidó que no supo quién era la chica que, con pasitos cautelosos, se acercó al cuerpo y lo miró, tan aterrada como ella misma. Tan helada que ni siquiera era capaz de llorar.