El alma…
… Se pregunta quién es ella en realidad y a qué se ha reducido después del accidente. Ella lo llama accidente porque es la única que sabe a ciencia cierta qué pasó, pero no puede contarlo. Los muertos no hablan. Solo en la imaginación colectiva se aparecen a los vivos y susurran secretos, pero eso no es cierto o ella habría encontrado ya la forma.
Solía llamarse Luján pero ya no tiene nombre, es veintiún gramos de espíritu que vagan entre imágenes del pasado, el presente y el futuro. Mira a su alrededor y piensa en sus manos. En esta sapiencia inútil que da la muerte, una se pone a reprocharle al tiempo su vanidad. La vanidad del tiempo, claro, es culpa nuestra, por supuesto. No paramos de asignarle virtudes de las que carece: «el tiempo todo lo cura», «tiempo al tiempo y ya se verá», «es cuestión de tiempo», «el tiempo hace el olvido», «aún estamos a tiempo», «dame tiempo», ¿el tiempo puede darse? El tiempo es el que es: es injusto, implacable y todo lo estropea. El tiempo no nos enseña nada. Al final estamos como al principio, mirándonos las manos. Extrañándonos de tener manos. Y esas manos últimas se acaban pareciendo a las primeras, las tiernas y arrugadas que podemos mover a nuestro antojo (si pudiéramos recordar después la fascinación que nos produjo este descubrimiento). Las enjutas y estropeadas por nuestro vanidoso tiempo, o las cubiertas de sangre como las mías, son prácticamente idénticas, solo que al final lo que nos sorprende es su inutilidad a la hora de agarrarnos al cuerpo. Mierda.
El alma asiste a su entierro y ve rostros pero no los reconoce como suyos. Algunos nombres vienen a su mente y supone que en algún momento amó a aquellas personas que derraman lágrimas de impotencia ante un cuerpo vacío que tampoco reconoce como propio. Se va a las manos y las insulta, pero nadie puede escuchar estos insultos ásperos a ese envase vacío e inútil, tan imperfecto y tan fácil de romper. La han lavado con cuidado y le han cerrado los ojos. Han maquillado la piel mortecina y fría con mimo, para que pudiese tener un aspecto aceptable en la tumba. Pero no se dan cuenta de lo inútiles que son sus ritos, lo vacíos de significado para el alma que suspira por volver a tener sentimientos.
Si al menos hubiese valorado lo que fueron las pieles humanas que besé, su tacto cálido y arrogante, fundido en pliegues imposibles, ese milagro que es la vida, la electricidad del tacto de alguien a quien se ama, si es que alguna vez amé. ¿Amé? No puedo recordarlo. Vienen fragmentos de palmas de mano entrelazándose en un suspiro y gotas de sudor refrescando la carne ardiente, pero no puedo retenerlos ni unirlos ni llegar a conclusión alguna. Todo recuerdo es cuchillo bajando contra mi pecho, sentir mi corazón dejando de latir, pensar que mis manos podrían sujetarme al cuerpo y ver que no… que escapo y dejo de ser otra cosa que aliento, veintiún gramos exactos de vapor de vida, de recuerdo que se disolverá tarde o temprano porque ya me siento inestable y pronta a la desaparición. Lo que daría por ser ese último recuerdo de carne enredada, por poder retener eso antes de evaporarme en el infinito y cesar porque los muertos no hablan, no pueden decir a los que lloran ¡recordadme! ¡decidme cómo era mi piel cuando se erizaba, qué me gustaba al besar, a qué olía mi pelo! Decídmelo porque necesito saber, porque la muerte es el olvido y no recuerdo. Si pudieseis escucharme, si yo fuera capaz de pronunciar palabra, quizá me diríais qué fui para vosotros y me volvería de nuevo corpórea, tendría un nuevo nacimiento, unas nuevas manos de las que fascinarme, un nuevo tiempo al que volver vanidoso y embaucador.
Reconoce al Asesino entre los que le llevan flores y no le importa reconocer en él los ojos enajenados y la fuerza bruta, la violencia gratuita que ha terminado con Luján lavada, maquillada y vestida en una caja de pino y el alma rogando que la recuerden. Le resulta curiosa la cantidad de perdón y entendimiento de la que es capaz en estos instantes en los que ya es tarde y no hay indulgencia que valga para el sufrimiento causado en vida ni para el que se evapora en la muerte. Uno se convierte en sus máscaras después de muerto y sé que a alguno de los presentes hice sufrir y sin embargo me lloran y me traen flores y con el tiempo el olvido se llevará los momentos malos y dejará la mitad de lo que fui, el encanto, las buenas cosas. Lo demás se pierde. Y es curioso cómo quizá al final seré solo una fotografía en un cajón o una vieja carta o un sombrero que alguna vez me puse. Seré la memoria de los objetos, y cuando desaparezcan los que me conocieron viva seré la incógnita guardada detrás de la dedicatoria de un libro que ha terminado sus días en un rastrillo de libros de segunda mano. Y esa mano ajena, futura, potencial, cogerá el libro y leerá «con amor, Luján» y prefigurará en su mente una historia, una mujer que no seré yo, o sí, seré yo para el que la esté inventando o nada quizá. Cada vez hay menos gente curiosa, cada vez la gente imagina menos y puede que el último dueño de lo que representaré en forma de dedicatoria de libro, de letra por mi mano ahí puesta en un tiempo pretérito, no se pregunte nada, no me imagine, no me figure, no sueñe conmigo. Y será entonces cuando no seré nada, menos que un soplo, menos que un recuerdo, menos que todas las flores que se marchitarán sobre mi tumba. Seré menos que el olvido.
Y manos y condolencias y se entrecruzan lágrimas y mejillas besadas y arrugas en frentes y te acompaño en el sentimiento y flores y voces que son ecos y voces que no dicen nada y personas que se mueven todavía vivas y dolor y el recuerdo último del cuchillo y flores y tierra a la tierra y miradas conmiserativas y sacerdote bendiciendo y flores y ojos azules de madre que se inundan y flores y recuerdos de un tiempo mejor en el que todavía respiraba y alguna risa nerviosa y flores y tierra y caja y cementerio y flores, flores, flores…