Prólogo

El padre de Andrew Livingston comparaba las diversas vidas que lleva un hombre con el ferrocarril. «En cada tren hay que arreglárselas un poco sobre la marcha», decía su padre.

Andrew había hecho muchos de tales arreglos a lo largo de su vida, como pianista, banquero, pintor, ranchero y político. Últimamente sólo seguía ajustando sus proyectos en el ámbito de la política, esa profesión de la que tan orgullosos y a la vez tan a la defensiva están quienes la ejercen. Como muchos de sus colegas del Senado, no habría cambiado su condición de socio del club más selecto de la nación por la aún más selecta de inquilino de la blanca mansión que se veía al final de la calle H.

«Si sólo dispones de cinco minutos para esparcirte en la estación del museo, has de tener libres esos cinco minutos», añadía su padre. Él ya no podía encontrar con frecuencia más de cinco minutos para hacer una parada en el museo, pero sí procuraba tener los momentos necesarios para admirar los dibujos que le gustaban: el Rafael a la tiza roja, el Hogarth escarlata y azul, el pequeño y encantador Veronese que era el preferido de su esposa, el boceto de Watteau de la muchacha descalza dormida en el sofá, y el monotipo de Blake sobre Nabucodonosor en su locura, a cuatro patas y el rostro atormentado. En su estudio también contemplaba dos de sus propias obras: un paisaje de las Bad Lands[1] con ganado pastando en un valle que descendía suavemente hacia un río medio oculto por los álamos; y un amistoso antilocapra, llamado Rufus, con la cabeza atentamente vuelta hacia su retratista.

En esos escasos minutos salía también al pequeño porche cerrado que le servía de estudio. Sobre el caballete reposaba su último cuadro, que seguramente nunca acabaría, si bien de cuando en cuando cogía el pincel y la paleta y se inclinaba sobre él, tal vez sólo para difuminar la sesgada luz del sol que había añadido en un esfuerzo anterior para aliviar lo sombrío del ambiente. Aunque no sabía explicarlo, pensaba que la representación de la muerte de un hombre no tenía por qué ser lúgubre.

El pie de la cama del cuadro estaba adornado con volutas de bronce que recibían un poco de luz de la ventana, cubierta por los pesados pliegues de una cortina granate. La figura ocupaba la cama entera, un hombre corpulento con una camisa blanca. En realidad el tejido blanco había sido un vendaje, pero él decidió representarlo como una camisa abierta en el cuello, a lo Byron. El hombre yacía con los brazos a los costados. Tenía la cabeza echada hacia atrás sobre la almohada, de modo que no se distinguían sus facciones. Su cuello era musculoso. Junto a la cama se sentaba una mujer con el aire paciente del dolor, toda vestida de negro, con la espesa cabellera oscura recogida en forma de capucha, y el pálido triángulo del rostro inclinado hacia el torso del moribundo con una energía dinámica que fascinaba y repelía al pintor. Los colores eran manchas de trazo grueso: el religioso y absoluto negro del vestido femenino; la pared gris a su espalda; el blanco de la cama y la camisa del hombre; el rojo oscuro de las cortinas. Entre todo aquello las volutas del pie de la cama parecían alegres, casi frívolas; y, aunque no estaba bien, tampoco quedaba del todo mal.

Los años pasaban y en el porche se oía ahora el ruido de los automóviles en vez del repiqueteo de los cascos de los caballos y el chirrido de las ruedas de los carruajes, pero aquella escena pintada seguía desalándolo y suplicándole. Tras ella se erguía en su memoria otra imagen, una que nunca se había atrevido siquiera a esbozar: el muchacho colgando de la cuerda como un signo de interrogación, con los asistentes al acontecimiento en una disposición perfecta y ceremoniosa. Y tras aquélla, aún más instantáneas poderosas, como un desfile de espectros invocando la violencia y la poesía, la ignominia y la generosidad, las cuestiones suscitadas y las injusticias sufridas, que, según sabía ya, no viviría para ver respondidas ni enmendadas.