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Con el sol naciente calentándole la mejilla izquierda, se mantenía en la silla como si un movimiento de más fuera a quebrarle el cuerpo congelado. A su lado cabalgaba Joe, con el cuello del chaquetón alzado sobre el rostro. Detrás iba el viejo, refunfuñando a los mulos de carga, dos de ellos, con los trofeos de caza, erizados de cornamentas. Andrew aspiraba profundamente el aire frío y cortante exhalando un vaho lechoso mientras el sol se encogía al ascender en el cielo.
Joe los detuvo con la mano en alto y señaló al grisáceo suelo arcilloso: una serie de huellas de pezuñas hendidas, algunas de ellas claramente definidas. El rastro, fácil de seguir, cruzaba en ambos sentidos el lecho seco de un arroyo, para subir luego la pendiente de un barranco, por donde las marcas en el suelo se volvían cada vez más infrecuentes hasta desaparecer del todo. Durante una hora deambularon por la parte alta del barranco, Joe Reuter en cabeza con Andrew detrás, aferrando el Winchester con la mano izquierda, la culata apoyada en el muslo.
Al principio pensaba en el búfalo únicamente como una montaña de extraña forma. Pero se trataba verdaderamente del ya casi legendario animal, de raído aspecto, gruesa lana rizada cubriéndole la cabeza y los hombros, y estrechos cuartos traseros de pelo corto, como si se hubieran unido dos animales de especies diferentes, igual que el carne-leopardo o el grifo. En cuanto Andrew se dio cuenta de lo que era, el animal se puso en marcha como si hubiera estado esperando que lo reconocieran, gateando rápidamente por un talud y cruzando un trecho de terreno accidentado. Él permaneció inmóvil sobre la yegua, la boca abierta, jadeando de emoción. El viejo bisonte, de ridícula hechura pero impresionante, parecía surgido de una pesadilla.
—Le ha entrado la fiebre del búfalo, ¿eh, señor Livingston? —dijo el viejo alzando la voz, con una risita socarrona.
Joe también se había detenido. A unos cuatrocientos metros de distancia el animal se volvió a mirarlos, con algo leonino y majestuoso en su postura. Luego continuó su marcha, al galope. Siguieron su pista durante kilómetros, sin alcanzar a verlo de nuevo.
A mediodía Andrew cazó una liebre. La asaron al fuego, a la sombra de unos cedros atrofiados, rebañando los huesos entre un silencio desanimado. Hizo una serie de bocetos de memoria, captando en uno de ellos algo de la combinación de rapidez y torpeza, fuerza y fragilidad del búfalo, así como la arrogancia de la mirada que lanzó el animal al volverse.
—Para acertarle en el corazón, debe apuntar a un punto amarillo que tiene justo detrás del hombro —dijo Joe, chupándose los dedos—. Si es que damos con él.
—No es probable que lo alcancemos ya —opinó el viejo con satisfacción.
—Puede que sí —repuso Joe—. Si el señor Livingston está de suerte.
—Ese grandullón ha sobrevivido hasta ahora arreglándoselas para que nadie lo alcance.
—Alguna vez tiene que morir —sentenció Joe.
A media tarde avistaron de nuevo al viejo macho, pastando en un prado a menos de un kilómetro. Desmontando, Joe y Andrew bajaron cautelosamente por una pendiente rocosa, a gatas durante un trecho. Joe se topó con unos cactus y soltó un juramento en voz baja mientras se arrancaba con los dientes las espinas de la mano. Andrew prosiguió el difícil descenso entre la maleza y los peñascos hasta encontrarse a cincuenta metros del animal, que seguía pastando. Se incorporó despacio, apoyó en el hombro la culata del rifle, sintiendo la suave madera contra la cara, y aspiró profundamente para afirmarse. El punto de mira bailó, luego se estabilizó; distinguió el punto detrás del lanudo hombro del animal. La culata dio un fuerte retroceso. Brotó polvo de la rizada piel; oyó el chasquido de la bala al penetrar en la carne. Alzando el rabo, el búfalo salió corriendo y se perdió tras una pequeña loma. Decepcionado, Andrew casi arrojó el rifle al suelo.
Miró atrás y vio a Joe, que se chupaba el canto de la mano, y al viejo cabalgando hacia ellos y conduciendo a los mulos entre el escabroso terreno.
—Son bastante difíciles de matar —observó Joe.
Montados, volvieron a seguir la pista. De cuando en cuando lograban avistar su presa a lo lejos, y en una ocasión Joe señaló unas gotas de sangre que salpicaban la erizada hierba parduzca.
El sol rojo se desinflaba frente a un horizonte sembrado de picos cuando se encontraron de nuevo con el búfalo. Hubo un grito del viejo cuando la peluda joroba se alzó al otro lado de una protuberancia arenosa. El toro parecía galopar en una trayectoria paralela. Joe gritaba instrucciones que Andrew no oyó mientras alzaba bruscamente el rifle, accionando la palanca y preparándose para disparar. El promontorio se aplanó y el toro herido cargó directamente hacia él. La yegua relinchó y se desmandó. Cuando logró enderezarla el búfalo perseguía a Joe. Picó espuelas tras ellos, la yegua jadeando y resbalando por el áspero terreno. A unos veinte metros disparó pero creyó fallar. Ahora, por mucho que la espoleara, no había forma de que la yegua acelerase el paso. El búfalo avanzó pesadamente por una elevación y desapareció. Joe se había detenido, su montura humeante, jadeando.
—No entiendo por qué tenemos tan mala suerte —se quejó Joe en tono suave. Una sombra pasó sobre ellos; se había puesto el sol.
Andrew chasqueó la lengua, incitando a la yegua a subir el montículo. El viejo toro estaba plantado frente a ellos, las pezuñas bien separadas. Le chorreaba sangre de los hocicos. Dio una embestida hacia delante, con ánimo de cargar, pero se le vencieron las patas delanteras. Se desplomó de costado con un golpazo que hizo retemblar el suelo.
Al desmontar, Andrew sintió que se le doblaban las piernas a él también. Se arrodilló junto al animal moribundo y lo cogió del pelo, grueso como alambre. Sintió el calor bajo la piel. Percibió la presencia de sus guías, que con actitud deferente permanecían en pie a unos seis metros de él, el viejo con el sombrero en la mano, viendo cómo enterraba el rostro en el hombro de la bestia, su mano tirando de las crines y retorciéndolas mientras se iba apagando el calor de la vida.
* * *
Por la noche, junto a la hoguera del campamento, después de un atracón de tajadas de lengua de búfalo asadas al fuego, hizo un bosquejo del animal muerto, recordando la ocasión en que su padre rindió un homenaje semejante. El enorme setter rojo, Poody, ya con el hocico gris, de movimientos cada vez más lentos, al fin sólo podía estar tumbado sobre su raído edredón en el rincón de la cocina con la cabeza sobre las patas y el sedoso rabo dando golpecitos en el suelo cuando alguien pasaba cerca. Una mañana había desaparecido, y el edredón también.
Más tarde, en la biblioteca, su padre le cogió de las manos y, mirándolo a la cara, le habló de la muerte y le explicó, arrancándole lágrimas, por qué era necesaria, como descanso que coronaba la vida.
Enterraron solemnemente al setter bajo los rosales en donde le gustaba dormir, con una placa de madera: POODY BUEN PERRO. Y en su siguiente cumpleaños su padre le regaló una acuarela del enorme perro rojo, robusto y erguido, cabeza y rabo orgullosamente en alto, aunque con el hocico gris de sus últimos años. ¿Adónde habría ido a parar aquella pintura con su marco dorado que durante tantos años colgó sobre su cama?
Aquella noche escribió a su hermana:
Bad Lands,
6 de octubre de 1883
Querida Cissie:
Sé que estás muy preocupada por mí, pero no te he escrito hasta que no he tenido algo positivo que contar. Bueno, cuando te dije que mi vida se había terminado, tú me contestaste que estaba equivocado, y por supuesto tenías razón. Las palabras «¿por qué a mí?» ya no atosigan mi cerebro en egocéntrico estribillo y, Cissie, ¡no he tenido un ataque de asma desde que llegué a las Bad Lands!
Ya he cazado un ejemplar de todas las especies existentes en las Grandes Llanuras, incluyendo un carnero de las montañas, un alce «real» (lo que significa un animal de al menos siete puntas) y un búfalo, con la única excepción del oso pardo, que según mis guías ha desaparecido de las Bad Lands, debido a las muchas partidas de caza. A lo largo de nuestra propia expedición hemos encontrado u oído por lo menos una docena de otros grupos, o bien del Este o de ingleses. ¡Esta gran región de caza empieza a abarrotarse de gente!
Estoy seguro de que pocos han tenido el éxito que nos ha acompañado a nosotros. Ello se debe sobre todo a que en su mayor parte los «novatos» insisten en cazar a caballo, con mucho el modo menos fatigoso. Mis guías y yo hemos cazado a pie todos los días, siguiendo las presas hasta los barrancos más profundos e inaccesibles, o cabalgando durante muchos kilómetros.
Así que he hecho mucho deporte, lo que me ha resultado muy saludable. La conmoción y la fatiga han sido grandes, de modo que frenarán mis cavilaciones hasta que me encuentre preparado para afrontar de forma sensata y positiva la dolorosa meditación.
Supongo que el hecho de haberme enamorado de las Bad Lands es señal de que estoy recobrando la salud. Ahora aprecio aspectos muy hermosos en los detalles que antes me parecían feos y sombríos. Me encantan los anocheceres, cuando los escabrosos y grises perfiles de los cerros se suavizan y se tiñen de púrpura (¡y carmesí!) mientras el crepúsculo refulge y se esfuma. ¡Y los amaneceres! Nunca me he perdido ni uno solo de esos derroches de color. Hay una «luz que nunca hubo en tierra o mar».[2] Me encanta cabalgar solo durante horas y horas por las ondulantes praderas o las escabrosas «Malas Tierras». No me asusta la soledad.
Creo que jamás volveré a sentirme satisfecho dedicándome a calcular intereses al tres por ciento.
Da un beso al pequeño Lee de parte de su «Papaíto» y susúrrale en la orejita que me acuerdo mucho de él.
Tu hermano que te quiere,
ANDY