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Cuando Jeff Hardy se inclinó hacia delante en la silla de Redboy para apartar el follaje y espiar a Andy Livingston y a Mary, con los pechos desnudos reluciendo como la nieve al sol, el corazón empezó a latirle tan deprisa que se mareó. Soltó la rama como si le quemara la mano. Pensó que se había metido en un lío cuando se detuvo al ver el pinto gris de su hermana, y se quedó mirando en vez de seguir hasta el claro. Eso es lo que debía haber hecho. Pero ¿qué iba a decirles al encontrarlos así?

Lo que aún podría hacer, era seguir cabalgando hacia ellos como si no hubiera visto nada, sorprenderse al verlos en aquella situación, y entonces preguntar a Andy por sus intenciones, como un hombre. «¿Qué estás haciendo con mi hermana?» Había visto el caballete en donde Andy debía estar dibujándola. Entonces, quizá todo fuera correcto. Pero verla con los pechos desnudos le ponía enfermo.

En ese momento uno de los caballos empezó a removerse, y lo primero que se le ocurrió fue salir pitando de allí como si le persiguiera un oso pardo, jadeando, con los ojos escociéndole de sudor. Arroyo abajo, lejos, puso al paso a Redboy. ¿Qué iba a hacer? Diría a Mary: «Os he visto a Andy y a ti. ¿Qué hacíais allí?» Ella le llamaría chivato. Ni siquiera se imaginaba contando a su padre lo que había visto.

Empezó a pensar que su deber consistía en dar media vuelta y regresar, para anunciar a Andy Livingston que lo desafiaba en duelo por el honor de su hermana. «Se organiza un encuentro y se obtiene satisfacción», había dicho Machray. Su padre se puso a hablar, de forma bastante embarazosa, sobre el honor de Mary cuando Machray bailó con ella en el Baile de los Ganaderos de Miles City. Entonces pensó que su deber era matar a Machray, por su padre. Pero Andy Livingston lo tranquilizó convenciéndolo de que no lo hiciera, o quizá fue el propio Machray; no estaba seguro, después, de cuál de los dos había sido. Ahora todo aquello le daba dolor de cabeza.

La palabra «hipocresía» le vino a la mente. Era un término que Mary utilizaba mucho últimamente. Recordó las veces que Matty, Mary y él se habían bañado sin ropa en la pequeña charca con la roca en saliente, allá por Pony Creek. ¿Por qué aquello no estaba mal? ¿Porque se trataba de Matty y no de Andy Livingston, o porque Mary era mayor ahora y tenía el pecho más voluminoso? ¿Porque eran tres, y no sólo dos? Sencillamente era distinto, porque se trataba de otros tiempos.

Se acordó de que su padre y Mary hablaron precisamente de eso: de por qué algo era malo en una circunstancia y no en otra. Eso había tenido algo que ver con Matty, también. Mary se había enzarzado en tremendas peleas con su padre justo después del linchamiento. Le impresionó la furia con que Mary se había enfrentado con su padre, y entonces le dieron ganas de vomitar, igual que al ver así a Mary con Andy, pero de diferente manera.

Aquella vez ella declaró que el linchamiento era una maldad, y que cualquiera que lo aprobara era un malvado. Inmediatamente se le revolvió el estómago, temiendo que su padre se enfadara, pero se limitó a quitarse los lentes y a limpiarlos con el pañuelo, diciendo que naturalmente él no creía que de un mal saliera bien alguno, y quien quisiera justificar esa manera de pensar sólo se engañaría a sí mismo. Y entonces la apuntó con el dedo:

—¿Estás segura de que hablas del mal, cariño? Muchos actos son moralmente buenos o malos según el momento y el lugar en que se realizan. De acuerdo con sus circunstancias. ¡Guárdate de decir que algo también es malo el lunes porque lo es en domingo!

Mary dijo que ella creía que en términos morales lo que era malo un día seguía siéndolo durante toda la semana.

—Mary, cariño —terció su madre—, sabemos que Jeff y tú habéis perdido un amigo a causa de un cruel suceso…

—¡Perpetrado y aprobado por hombres crueles! —se apresuró a replicar Mary.

Su padre dejó de limpiarse los anteojos y dijo:

—Fijémonos en este ejemplo. El domingo voy de visita a casa de mis vecinos y me acogen con agrado. Pero el lunes han puesto un cartel de prohibido el paso delante de su casa, y quebrantaré la ley si ignoro la prohibición.

—Eso no es una maldad —objetó Mary—. Sólo quebrantar la ley.

—¡Hija! —exclamó su madre, porque a su padre no le gustaba que lo interrumpieran cuando se ponía a hablar de ese modo, pero Mary no hizo caso.

—¡Bueno, pues es verdad! —repuso, irguiendo la cabeza.

—Ahora suponte que voy a casa del vecino el martes —prosiguió su padre, aún en tono bastante ecuánime—, después de que haya puesto el cartel —volvió a apuntar a Mary con el dedo— ¡porque he visto que había un incendio! Y mi vecino está durmiendo y no se ha enterado. De manera que quebranto la prohibición, y la ley, para salvarle la vida y la propiedad. Observar la ley al pie de la letra y dejar que hubiera sobrevenido el desastre habría sido un acto de maldad en este caso, ¿comprendes? Te pido que te des cuenta, cariño, de que la misma acción puede cobrar diversos aspectos de bondad o maldad en función de las circunstancias.

—¡Eso no es lo que me han enseñado en esta casa! —estalló Mary.

—¡En esta casa tampoco te han enseñado a ser impertinente! —replicó su madre.

Mary se quedó allí sentada con la barbilla proyectada hacia delante y moviendo ruidosamente el cuchillo y el tenedor en el plato, de modo que a Jeff le pareció que no había sido impertinente hasta que su madre la acusó de serlo. Y siempre que su madre alzaba la voz para criticarlos, a Mary o a él, su padre se volvía indulgente y comprensivo.

—Cariño —dijo entonces—, he de hacerte comprender que ahorcar en privado a ladrones de ganado en las Bad Lands es algo muy diferente que linchar públicamente a negros en Georgia.

—¡Pues no podrás!

—¿Es que no ves la diferencia?

—¡Yo creo que la maldad es mala en Georgia y en el Territorio de Dakota, y todos los días de la semana!

Su padre se limitó a felicitarla por ocuparse de cuestiones filosóficas, lo que era señal de que su joven intelecto iba madurando, y Mary dejó ahí la discusión.

Cabalgando lenta y pesadamente hacia casa, deseó que Andy Livingston se casara con Mary. Sabía que su madre había puesto en ello sus esperanzas, y aunque Andy no era joven, tampoco era viejo. En su mayor parte, los rancheros que habían ido a cortejar a Mary eran viejos, como el bueno de Pard Yarborough, que se tiraba pedos incluso cuando sabía que podían oírle, y tenía los dientes podridos y un aliento horroroso. Mary no soportaba a hombres como Yarborough, y a su padre no le gustaban los jóvenes, y mucho menos Matty. Matty nunca había cortejado a Mary, sólo era amigo de los dos, aunque a veces se comportaba como su criado, corriendo a buscar algo que a ella se le había olvidado, y contándole historietas o tocando la armónica.

Pero Andy había aparecido como un regalo del cielo, un viudo lo bastante acomodado como para montar un rancho con ganado sin pensárselo dos veces, y asegurar que iba a duplicar su rebaño. Era un individuo extraño en algunas cosas, tranquilo y circunspecto, y nada aficionado a los chistes ni a hablar por hablar, pero Mary y él se lo pasaban estupendamente tocando juntos el piano, y mantenía vehementes discusiones con su padre, muy de su agrado, aunque no le entusiasmaba como marido para Mary tanto como a su madre.

Sin siquiera pensarlo, estaba convencido de que aquello era lo que acabaría pasando, Mary se casaría con Andy Livingston y viviría en la casa nueva de Fire Creek con su piano. Pero una vez, cuando hablaron de ello últimamente, ella se echó a reír y dijo que eso nunca sucedería. Andy no pensaba en ella de esa manera, ni ella se casaría con nadie de las Bad Lands, para acabar en un pedazo de tierra reseca o saltándose la tapa de los sesos con la escopeta como Annie Mooney, la sirvienta de Lamey.

Antes conocía a Mary mejor que a nadie en el mundo, pero últimamente era como si no supiera nada de ella. Nunca sabía cómo iba a reaccionar ante las cosas, salvo que podía estar seguro de que se pondría en contra de su padre por cualquier motivo. Pero hasta hacía poco sólo era una muchacha que se dedicaba a leer libros, recitar poesía, tocar el piano y vestir a sus muñecas. Debía de tener tres docenas de muñecas, la última más valiosa para ella que la anterior. También escribía historias, en las que siempre había una chica llamada Mary, Marilynn o Mary-Anne, cortejadas por elegantes individuos con un «bigote exuberante». Antes o después aquellos pretendientes se hincaban de rodillas y pedían la mano de la chica, pero ella siempre encontraba algún falso pretexto para rechazarlos.

Nunca olvidaría aquel caballito suyo de tan bonito paso que poco a poco se iba quedando ciego. Tenía una enfermedad en los ojos, que se le cubrían con una película. Su padre decidió poner fin a sus padecimientos pero ella no lo consintió. También tuvo un perrito de pelo ensortijado que cogió el moquillo, su padre lo mató de un tiro y ella nunca se repuso. De manera que todos los días Mary lamía la película que se le ponía en los ojos a aquel poni. Él no soportaba verlo, pero ella persistía en su empeño porque no podía hacer otra cosa mientras su padre amenazaba con matarlo. No dejó de hacerlo ni un solo día, y al final lo curó.

Siempre le había resultado difícil estar con su padre y con Mary a la vez. Ahora las cosas iban mal, pero siempre habían sido así, en todos los sentidos. Cuando vivían en Spottswood Valley, con tiendas en la vecindad donde gastar dinero, su padre nunca les daba una moneda. No es que fuera tacaño, sino que consideraba el dinero como un mal necesario, que no había que derrochar más de lo debido. En el colegio hubo un concurso de recitar poesía, y Mary lo ganó. Su padre estaba tan orgulloso que le regaló una moneda de oro de diez dólares. Después, cuando volvían a casa en la calesa, Mary rompió a llorar; su padre se volvió a preguntarle qué le pasaba, y ella contestó que su hermano le había dado un pellizco porque tenía envidia. Su padre lo castigó, y, más adelante, Mary le había pedido perdón; se había echado a llorar porque su padre le había regalado la moneda de oro, pero no podía decirle eso cuando le preguntó qué le pasaba.

Entonces ocurrió el misterioso incidente de su mano. Su padre solía castigarlos igual que lo habían castigado a él de pequeño cuando vivía en Ruthvens Hall, en Inglaterra. Extendían la mano y su padre les daba un golpe muy fuerte con la regla. Mary nunca lloraba, pero se le quedaba mirando fijamente con los labios apretados y la cara roja como la sangre. Él siempre había sido un cobarde, gritaba y suplicaba porque le parecía que eso era lo que su padre quería. Pero Mary no emitía sonido alguno. Estaba seguro de que ésa era la causa de que Mary tuviera la mano lisiada. Y sabía que de ser su padre él sufriría por lo que le había hecho a Mary, pero a veces pensaba que su hermana había ayudado a que se le estropeara la mano para vengarse de su padre por la forma que tenía de castigarlos.

Hubo una época, también, cuando empezaron a crecerle los pechos, en que su padre se ponía severo con ella, advirtiéndola de cosas espantosas que no mencionaba de manera directa, y denominando a las mujeres como «precarios navíos», como si fueran buques en mares de tormenta. En una ocasión, aunque muy posterior, Mary alzó la voz para proclamar que de existir un octavo pecado capital sería el de hipocresía, lo que encolerizó a su padre hasta el punto de darle una bofetada, cosa que no hacía desde mucho tiempo atrás. Pero él creyó comprender lo que Mary estaba diciendo. Su padre se había metido en un lío en Pyramid y su hermana había ido a la ciudad para arreglarlo, sin que su madre se enterase. Puede que fuera por el whisky, porque una o dos veces al año su padre parecía bebérselo todo de golpe. Mary se negaba a contar lo que había pasado.

En el invierno empezó a cambiar. Él pensó que se estaba volviendo loca, como aquella chica del señor Lamey. Solía decir que vivir en las Bad Lands era lo mismo que la cárcel o la esclavitud, y que todo estaba seco, yermo o helado. Decía que por nada del mundo sería esclava de un hombre, y nadie se casaría nunca con ella para llevársela de las Bad Lands porque, con la mano lisiada, era una mujer imperfecta.

Cuando llegó la primavera, y los buenos momentos de la gran fiesta de los Ganaderos de Montana en Miles City, estuvo más animada durante un tiempo, pero cuando asesinaron a Matty se volvió completamente loca, de remate. Hablaba todo el tiempo de la chica de Lamey, y una vez le dijo que Matty Gruby era el único hombre a quien amaría en la vida, porque todos los demás eran viles asesinos y animales lujuriosos. Y la manera en que a veces se metía con su padre en la mesa le afectaba tanto que tenía que disculparse para salir al corral y vomitar la cena.

Volviendo ahora a Palisades Ranch sabía que no contaría a su padre lo que había visto, porque en primer lugar le preguntaría por qué no había estado con Andy y Mary. Y no los había acompañado porque, en cambio, su madre le había encargado que fuese a buscar su caballo, lo que habría comprometido a su madre además de a Mary. Pero en cuanto llegó a casa se lo contó a su madre.

Ella se limitó a mirarlo con los labios fruncidos y le dijo:

—¿Por qué no te has plantado delante de ellos para decirles que se comportaran, Jefferson?

—Pues, porque en realidad no hicieran nada malo, ¿comprendes?

Hacían —repuso bruscamente ella, como si la gramática fuese más importante que Mary sin camisa.

Cuando su hermana volvió a casa, las dos desaparecieron en la habitación de su madre, y al cabo de un rato se oyeron gritos y alboroto, y la voz de Mary con una nota áspera e insistente. Cuando la vio después, pasó rápidamente por su lado con los ojos enrojecidos sin dirigirle la palabra.

Su padre llegó a casa poco antes de la hora de cenar. Cenaron solos, sin invitar a la mesa a ninguno de los empleados, como siempre que surgían problemas familiares. Mary no ayudó a poner la mesa, se quedó sentada en su sitio con el vestido de algodón a cuadros azules y blancos, sin moverse, con su lustrosa melena castaña colgando y la mirada fija delante de ella. Él empezaba a sentir retortijones y pensó que, si decía que le dolía la tripa, quizá le darían permiso para ausentarse. Su padre preguntó enseguida cuál era el problema.

—Mamá cree que el señor Livingston debe declararse —anunció Mary.

—¡Ah! —exclamó su padre, juntando la punta de los dedos y mirando alternativamente a Mary y a su madre.

—Ya es hora de que Andrew Livingston aclare sus intenciones.

—No las tiene —aseveró Mary.

—Pues yo diría que ya lo ha hecho —dijo su padre—. Ha dejado claro que pretende instalar su hogar en las Bad Lands, con lo cual nunca será aceptable para Mary. —Su padre sonrió de un modo que a él no le gustaba—. Aunque quizás encuentre incómodo quedarse aquí si persiste en su empeño de adquirir otro rebaño.

—¿Y qué van a hacer? —inquirió Mary—. ¿Lincharlo?

Hubo un largo y ominoso silencio. Él removió los macarrones en el plato con el tenedor. Su padre empezó a limpiarse los lentes.

—Me parece que ya entiendo —prosiguió Mary—. En las Bad Lands no se lincha a los jóvenes porque roben, sino porque caen en desgracia.

—¡Déjate de impertinencias! —exclamó su madre. Su padre se inclinó hacia delante con su sarcástica sonrisa.

—No, cariño, por robar.

—En cuanto a mí, prefiero robar a ser hipócrita —advirtió Mary. Lanzó a Jeff una mirada severa, de soslayo—. Y a mirar a escondidas y cotorrear.

—¿Qué significa eso, por favor? —preguntó su padre. En su rostro había feas manchas pálidas y encarnadas.

Él sintió que la bilis se le subía a la garganta, pero se le volvió a bajar.

—Ve a tu habitación, Mary —ordenó su madre, y su hermana se levantó y se marchó sin decir palabra, sujetándose la mano.

Pero al cabo de unos minutos volvió a aparecer en el umbral. Llevaba en alto un guardapelo de oro que pendía de una cadena, el mismo que había dado a Matty el verano anterior, con un rizo de sus cabellos. Miró fijamente a su padre con los labios pálidos y apretados.

La silla de su padre chirrió cuando él la echó atrás para levantarse.

—Cariño —dijo—, no puedo creer que hurgues en mis efectos personales.

—Estaba buscando dinero para marcharme de una vez de esta casa —explicó Mary. Seguía sosteniendo el guardapelo, con los ojos fijos en el rostro de su padre—. ¿Que por qué hurgo en tus efectos personales? Porque tú registras los míos. Lees mi diario.

Su madre se levantó a su vez, llevándose la mano a la garganta. Él se apretó los codos contra el vientre para suprimir la agitación que sentía. Aquello debía ser realmente grave, con Mary tan tranquila. Ella extendió la mano con el guardapelo.

—Cariño… —empezó a decir su padre.

—Lees mi diario para ver lo que digo sobre los hombres —aseguró Mary—. Te diré lo que voy a escribir sobre ti, para que esta vez no tengas que rebuscar entre mis pertenencias. «Mi padre fue quien envió a los hombres que asesinaron a Matty Gruby. Le trajeron el guardapelo que yo había dado a Matty para que supiera que se habían cumplido sus órdenes.»

Alargó aún más la mano, proyectando el guardapelo hacia su padre, como retándole a que se lo arrebatara.

—Cariño —dijo su padre con la voz quebrada—. El chico fue castigado por ladrón. Como aviso para los demás. No debes pensar…

—¿Quién lo hizo? —lo interrumpió Mary—. Sé que no fue ninguno de los vaqueros de este rancho. Sé que no fuiste tú. Tuvo que ser ese comité secreto de la Asociación. No importa, averiguaré quiénes fueron. Los asesinos —afirmó con calma. Jeff veía cómo se estiraban sus labios, quizá tratando de sonreír—. ¿Recuerdas cuando quemaron la cruz en el jardín? ¿Te acuerdas, padre? ¿Justo antes de que nos fuéramos del Valle? Los Jinetes Nocturnos. ¿Acaso pensasteis tus jinetes nocturnos y tú quemar una cruz para asustar al pobre Matty, padre? Antes de que decidieras asesinarlo.

—En tu diario busqué la confirmación de una cosa que te voy a decir —repuso su padre—. Que mi hija colaboraba en el robo de caballos con objeto de marcharse de esta casa. ¡Con un cuatrero!

Mary osciló sobre el marco de la puerta, como si se hubiera quedado sin apoyo, dejando caer poco a poco la mano contra el costado.

—¡Me parece mejor robar para salvar la vida que asesinar para salvar la propiedad!

Su padre se abalanzó hacia ella, abofeteándola tan fuerte que su cabeza rebotó contra la jamba de la puerta. Volvió a darle otra bofetada, y otra. Ella no emitió sonido alguno, pero alzó la mano para mostrarle el guardapelo una vez más, hasta que, arrastrando los pies, su padre dio media vuelta y se alejó de ella.

Mary salió entonces del comedor. Jeff oyó sus rápidos pasos por el vestíbulo, y la puerta de su habitación al cerrarse. Su padre y su madre se quedaron sentados en extremos opuestos de la mesa, uno enfrente de otro.

Le dolía tanto la cabeza que le rechinaban los dientes mientras se apresuraba por el pasillo hacia la habitación de su hermana. Cuando abrió la puerta, la vio sentada en la cama. Con las cortinas echadas, estaba en penumbra.

—¿Convenciste a Matty para que robara caballos? —inquirió. Antes de que pudiera contestarle, le gritó—: ¡Sí, lo hiciste!

Ella se levantó de un salto de la cama, con la cara descompuesta, cogió el candelabro de la cómoda y lo blandió por encima de su cabeza como si quisiera romperle la crisma. Él retrocedió y salió.

Ella cerró la puerta de golpe y echó el pestillo. La oyó llorar dentro de la habitación.