1

Hubo un tiempo en que las Bad Lands habían sido el mayor territorio de caza que nadie hubiera conocido jamás. Bill Driggs recordaba el cielo de otoño lleno de pájaros en formación de V, inmensas bandadas a diferentes alturas apuntando en ángulos distintos, pero todas en dirección sur. Ahora seguía habiendo pájaros, pero no como en los viejos tiempos. Todas esas vacas de cabezas semejantes a cráneos cubiertos de pelo con cerebros del tamaño de un perdigón habían pisoteado las charcas hasta convertirlas en barrizales, y las multitudes de aves se habían desplazado a otra parte del país donde hombres y vacas no lo habían enfangado todo.

A veces hervía de rabia al pensar en lo que habían hecho con las Bad Lands, en ocasiones se emborrachaba pensando en ello, y no faltaban momentos en que simplemente se decía a sí mismo que sería mejor pensar detenidamente adonde debería mudarse, pero aún no lo había hecho.

Le parecía que por naturaleza los hombres destrozaban todo lo que tocaban. Pero era más fácil echar la culpa a las vacas. Más de una vez había desenfundado el rifle para matar a uno de aquellos bichos, sólo porque los odiaba con todas sus fuerzas. Se los veía avanzar pesadamente de una charca a otra cuando todo empezaba a secarse. Pisoteaban los pastos hasta convertirlos en pistas, que, cuando llegaban las prolongadas lluvias, se hacían torrenteras, y por supuesto con los castores capturados y sus presas desaparecidas —él había hecho eso, y los de su especie—, los torrentes convergían directamente en los arroyos, que se desbordaban, y el río parecía una enorme y tumultuosa extensión de barro. Podía verse cómo las aguas se llevaban las Bad Lands al Missouri y el Misisipi hasta arrojarlas al mar. Se podía ver cómo las Bad Lands desaparecían justo delante de tus ojos, esa tierra que en un tiempo había sido un sitio espléndido.

Tipos como Conroy, Cletus y Boutelle se reunían y hablaban de los viejos tiempos de la caza del búfalo. Él recordaba el búfalo antes de los cazadores, antes de que el animal quedara dividido en el rebaño del Norte y el del Sur, para que luego el del Norte resultara masacrado como si fuera un insulto a la raza blanca que había que borrar del mapa. Él mismo había matado a muchas bestias sólo para asar la lengua y dejar que se pudriera todo lo demás, pero jamás los había exterminado a centenares, a millares. Sin embargo, los búfalos exterminados de esa manera habían dejado a los sioux hambrientos y en la reserva. Eso parecía compensar la pérdida del búfalo, porque le encantaría ver cómo esos diablos pieles rojas se iban muriendo de hambre hasta que tampoco quedara ni uno.

Una vez vio cómo las cabezas de ocho indios pasaban frente a unas zarzamoras donde él se había ocultado, y aún ahora se despertaba casi gritando al recordar su hedor y sus sucias caras pintarrajeadas, así de cerca pasaron, mientras se preguntaba a cuántos podría eliminar antes de tragarse la estricnina. Porque para entonces ya había visto lo que habían hecho a Banty Howard en Yellowstone, y sabía lo de otros que habían capturado.

De modo que no era tan malo, lo que había pasado en las Bad Lands, los pieles rojas muriéndose de hambre en las reservas, y los osos pardos desaparecidos hasta el punto de que no se encontraba uno al este de los Big Horns. Odiaba a los osos tanto como a los sioux, pero pensaba que había llegado a odiar a las vacas con la misma intensidad. Aunque en el fondo el ganado sólo lo habían llevado los hombres a las Bad Lands para que pastara. Al final, según llegó a comprender, había una especie de principio según el cual todas las cosas llevaban la ruina consigo.

A lo mejor le pasaba lo mismo a él, y acabaría encerrado como los indios, o lo echarían hacia el Oeste, a las montañas. Lo más probable es que terminara siendo un borracho necio y apestoso, aburriendo a todo el mundo con historias de los viejos tiempos que nadie creería, y con el hígado como un arroyo envenenado.

En tiempos había sido el hombre más fuerte y musculoso que había conocido. En aquella época sabía lo que estaba bien, y lo que estaba mal, también. Nunca había sido de los que salían a pasar el día masacrando búfalos con un par de rifles Sharp y una cuadrilla para desollarlos. Se ganaba mucho dinero en eso, aunque era un trabajo agotador. Nunca se había propuesto ganar más dinero del necesario para mantenerse, le bastaba con tener para alcohol y mujeres cuando iba a la ciudad. Ahora tenía que pedir prestado para comprar munición y salir de caza con objeto de venderla a los carros de cocina de los vaqueros, que por lo que pagaban casi no merecía la pena.

Le parecía que quienes acababan de llegar lo estaban echando a él, que había llegado antes que nadie, porque ya no contaba. Había corrido grandes riesgos, y padecido hambre, frío y calor sofocante, en soledad tan extrema que se sorprendía hablando con los perros de la pradera, viendo cómo asesinaban a su amigos, tan acribillados a flechazos que parecían puercoespines, o atados a un poste y con tantos hachazos que ya no guardaban forma humana. Y entonces, justo cuando se empezaba a respirar un poco, apareció el ferrocarril, que desde luego acabó con ciertas cosas, y trajeron rebaños para dar de comer a la gente que trabajaba en las vías, y más rebaños después, y gente que venía en el tren, uno de ellos vestido de la forma más rara exhibiéndose por la ciudad con otro tipo detrás tocando una música chillona propia de almas en pena.

De buenas a primeras levantaron en la ciudad un edificio de ladrillo de dos plantas, y una casa en los acantilados del tamaño de un barco fluvial, y cercas en todas partes por donde antes podía transitarse durante una semana sin ver a un ser humano, y mucho menos vacas ni alambres de espino, con ciervos y alces y búfalos pastando, y antilocapras tan mansos que si te quedabas quieto, movidos por la curiosidad, se acercaban con pasos furtivos y podías degollarlos con el Bowie[24] para la cena.

Así que había llegado a odiar a Machray lo mismo que a los pieles rojas, los osos pardos y las vacas. Pero además estaba Cora Benbow. Eso simplemente demostraba la madera de que estaba hecha una mujer, que valoraba a un individuo simplemente porque era lord en Escocia, con vistosos uniformes y faldas para enseñar las piernas desnudas y una elegante manera de hablar. Y demostraba cómo era un hombre, que podía volverse loco de celos cuando una puta con buen culo se encaprichaba de otro que no fuera él.

Cuando Machray llegó a las Bad Lands la gente pensó que era lo mejor que podía haber pasado. Pero él sabía que Machray y sus planes eran tan maravillosos como una estampida derecha a un gallinero, o los granjeros desperdigándose por el territorio tal como empezaban a hacer ahora. Porque todo el mundo llevaba la ruina consigo, o justo detrás, dando al principio una impresión simpática y animada como ese hombre orquesta que acompañaba a Machray.

De manera que el escocés trajo un tren lleno de gente y material, agrimensores, ingenieros y arquitectos, un regimiento de carpinteros y albañiles suecos, una tropa de vaqueros, capataces y supervisores. Se levantó polvo aquella primavera. Hubo troncos de mulas con cuadrillas limpiando caminos y solares para construir, albañiles poniendo ladrillos y carpinteros dando golpes y parloteando en sueco, individuos con planos enrollados y un desagradable y menudo gallito llamado Grogan que corría de un lado para otro en una calesa gritando a todo el mundo.

Entonces llegó en el ferrocarril un extraño ganado de pelo largo de Escocia. Nadie hasta entonces había visto reses que vinieran en dirección oeste, y se dedicaron con tal empeño a hacer chistes de aquellas vacas de extraño aspecto que no observaron el resto de lo que venía en aquel tren: alambre de espino, vagones llenos de rollos del tamaño de barriles de cerveza. Los operarios empezaron a cargarlos y llevárselos en carros, y fue entonces cuando la gente entendió que Machray no sólo había comprado tierras sino que también iba a cercarlas.

Y en ese momento todos empezaron a tener dudas sobre lo estupendo que era Machray. Consideraron una ineludible obligación moral comprar unas cizallas y salir a cortar alambre. Entonces Machray contrató a Boutelle y a un grupo de tipos sin escrúpulos para poner fin a tal actividad, o eso se rumoreaba, y las cosas empezaron a calmarse. Machray se salió con la suya, cercó sus tierras y la gente se acostumbró, o sólo algunos.

Y ahora Machray lo había derribado en aquella pelea en casa de Cora, lo que le llenaba de vergüenza al pensarlo, que era a menudo, quedándose siempre a punto de estallar de ira. Por la noche, a veces la cólera le hacía gruñir en sueños. Estaba convencido de que la única manera de curar ese dolor era matando a Machray como a un perro. Acabaría con él por haber destruido las Bad Lands.

Cuando ahorcaron a Matty Gruby corrió el rumor de que Machray estaba detrás de todo aquello. Decidió que mataría a Machray sólo por eso. Pero cuando lo pensó seriamente comprendió que no había sido él, sino la implacable Asociación de Ganaderos que mandaba emboscarse a sus vaqueros en los barrancos para disparar contra Much-a-caca. De modo que si mataba a Machray sería por motivos personales. El impulso de marcharse de allí lo asaltaba cada vez más, Norte, Sur u Oeste, con las Bad Lands echadas a perder. Pero nunca se ponía a pensar adonde podría dirigirirse.

* * *

No lejos de la estación estaba el salón de Bohannon adonde sólo se iba a beber, y pasando el hotel, el local de Evers, donde se podía jugar al billar tomando una copa, aunque el whisky de Evers era peor que el de Bohannon, y cuando se tropezaba con la mesa había que realizar una considerable operación para nivelarla de manera que las bolas no se desviaran siempre por la esquina delantera derecha. Se encontraba en el local de Evers echando una partida con Conroy cuando entró Jake Boutelle, con aquella despreocupada manera suya de andar, las manos apoyadas en la canana y moviendo los ojos de derecha a izquierda.

Jake no era precisamente un tipo joven, porque llevaba más de diez años en las Bad Lands, pero tenía un rostro suave y agraciado, sin una sola arruga, de modo que, menos a la luz, parecía un muchacho con bigote. No gozaba de buena reputación entre los tipos con los que había trabajado recogiendo huesos,[25] cuando eso era rentable. Descubrieron que era más lucrativo para Jake que para ellos. Y también tenía fama de matón y hombre sin escrúpulos.

—Vaya, pero si son Bill y Connie —dijo Jake, mientras las puertas batientes se cerraban a su espalda.

—Lo eran la última vez que miré, en cualquier caso —dijo él, agachándose y guiñando un ojo para tirar. Observó que las bolas avanzaban despacio hacia la esquina delantera derecha. Probablemente era cosa de Boutelle, sólo con entrar por la puerta. Connie estaba erguido, dando tiza al taco.

—¿Qué tal, Jake? —saludó Con.

—Tirando —le contestó Jake, desviándose hacia el mostrador, donde Evers puso con estrépito una botella y un vaso—. Te has hecho un buen arañazo en la cabeza, según veo.

Connie se tocó el sitio despellejado y explicó que se había dado un golpe con la rama de un árbol, volviendo una noche a caballo de ver a un amigo en el Double-eight.

Boutelle asintió con la cabeza como si estuviera bastante seguro de que había sido algo más que eso.

—¿Tú cómo vas, Bill?

—Tirando —repuso a su vez. Se preguntó qué querría Boutelle de ellos. De él. Lo sentía como una presión en el ambiente, pero no era probable que Jake lo dijese a las claras. Cuando tomó puntería sobre la mesa, Evers salió de la barra con el nivel y la caja de puros llena de cuñas. Se puso en cuclillas junto a la pata de la mesa, gruñendo.

Boutelle dio un trago de whisky y se limpió el bigote.

—Mal asunto —dijo, sacudiendo la cabeza, refiriéndose a Matty Gruby, naturalmente. Era como si cada habitante de las Bad Lands tuviera que comentarlo personalmente con todos los demás.

—Mal asunto —repitió Connie, meneando la cabeza.

—Bueno, ¿qué pueden hacer? —continuó Jake—. Si les roban los cuatreros, ¿qué otra cosa pueden hacer sino dar un escarmiento?

—¿Te refieres a la Asociación? —preguntó él.

Boutelle no contestó, como si hubiera hablado más de la cuenta.

—Me han dicho que están pensando en contratar inspectores de ganado —prosiguió—. Una brigada. Inspectores de pastos, detectives de la pradera, algo así.

—¿Algo parecido a unos Reguladores? —preguntó él.

Connie soltó una risita nerviosa y Jake frunció los labios como el hocico de un gatito. Pero Bill ya sabía lo que Jake estaba haciendo: reclutar gente.

—He oído que Ash Tanner ha vuelto a lo de antes —dijo Connie.

Hablaba como si estuviera resfriado. Jake sacudió la cabeza.

—Está muy viejo, para empezar. No tiene ganas, además, o eso dice.

Connie se quedó callado, haciendo una extraña mueca, y tocándose el arañazo. Evers se incorporó.

—Creo que con eso quedará bien —afirmó, dirigiéndose de nuevo al otro lado del mostrador con la caja y el nivel. Se oyó el ruido de una carreta que pasaba por la calle, y por la puerta entró polvo flotando en la luz. Cuando Jake lo miró, Bill sintió la tensión en el aire.

—Ned —dijo Boutelle—. ¿Por qué no vas a ver si es otro grupo de condenados granjeros? Sirve una copa a mis amigos antes de salir.

Evers puso otros dos vasos, los llenó, y salió apresuradamente. Boutelle se apoyó en el mostrador.

—¿Sabes de alguien que estuviera interesado en inspeccionar ganado, Bill?

—Supongo que dependerá de la paga, Jake.

—La paga es bastante buena, según me han dicho. Me parece que podría interesarte a ti, Bill. —Jake lo miró de arriba abajo como comprobando que se encontraba en forma—. Me parece que pagan cuarenta mensuales, más una prima por lo que se encuentre.

—¡Vaya, sí que parece interesante! —repuso—. Pero no para mí.

No le gustaba que Jake lo presionara de aquel modo.

—¿Por qué no? —soltó Boutelle.

—Estoy viejo. Como Ash. Y me faltan ganas, también. No, señor, creo que estaré mucho más a gusto si no cuentan conmigo. Me parece todo complicado. Me confundo enseguida.

Esa empresa parecía la clase de asunto que empeoraría aún más las cosas en las Bad Lands. Demasiado difícil para explicárselo a Jake y si lo intentaba probablemente acabarían viendo quién gritaba más.

Jake lo fulminó con la mirada y luego desvió la vista como si hubiera perdido interés en él.

—A algunos les vendría bien borrarse de la lista que tiene la Asociación y entrar en su nómina —advirtió Jake.

A Bill se le estaba calentando la cabeza y pensó que si estornudaba soltaría presión.

—¿Te refieres a mí? —dijo entre dientes.

Jake no le hizo caso y siguió mirando a Connie, que se había hecho una gota de sangre de tanto rascarse el arañazo.

—¿Tú qué dices, Con?

—Podría interesarme —dijo Connie—. Si es que pagan tan bien.

—A lo mejor puedes convencer a Bill para que venga con nosotros.

—¿Por qué, Jake? —dijo él—. ¿A qué viene tanto interés por mí?

—Eres buena persona, Bill —contestó Jake, los negros discos de sus ojos fijos en los suyos—. Y necesitas trabajo.

—Ya tengo bastantes problemas mirándome a la cara cuando me afeito.

Jake se encogió de hombros, se acabó el whisky y apartó el vaso de un empujón.

—Me han dicho que quieres matar a Machray —dijo al cabo de un tiempo.

Le tocaba a él encogerse de hombros.

—Siempre viene bien tener cerca a los amigos, por si se te ocurre alguna barrabasada como disparar a ese tiarrón —advirtió Jake, que soltó una carcajada y prosiguió—: Anoche vi su calesa en casa de Cora. Seguro que arma mucho jaleo, cuando sube. Como una locomotora acoplándose con un ténder.

Jake lo tenía acorralado. Si le contestaba diciendo que cerrara la sucia boca saldría perdiendo, y también quedaría mal si lo dejaba pasar. Que era lo que debía hacer.

Jake había sacado el monedero y contaba algunas monedas para pagar a Evers.

—Hasta luego, chicos —dijo, saliendo con aire despreocupado justo cuando Evers entraba a toda prisa, diciendo que, desde luego, eran granjeros.

De vuelta a la mesa de billar con Connie, cogió el taco y golpeó el extremo contra el suelo, aún furioso por lo que Jake había dicho sobre Machray y Cora, y acerca de que su nombre estaba en alguna lista. Su nombre no tenía por qué estar en la lista de nadie. Luego se preguntó si Jake no se habría referido a Connie, porque sospechaba que Connie se había dedicado un poco al robo de caballos en cierto tiempo.

—Es una paga muy buena para despreciarla, Bill —observó Connie—. Será mejor que te lo pienses.

—Me acuerdo de aquellos Reguladores de antes, que eran pura basura —repuso él, sacudiendo la cabeza—. Una pandilla asquerosa.

Con no contestó nada. Seguían a la mesa de billar cuando Wax se asomó a la puerta. Cora quería verlo. Un día perfecto en todos los sentidos.

Estaba frente a su escritorio, en la oficina del piso de arriba. Se apoyó en el umbral y se quedó mirándola, recordándola desnuda, la mujer mejor hecha que había visto en la vida.

—Hola, Bill —lo saludó.

—¿Querías verme, Corrie? ¡Vaya, qué bien hueles hoy!

Tenía la cara más pálida que de costumbre y la boca torcida hacia un lado

—¿Qué piensas hacer?

—¿Sobre qué?

—Ya sabes.

Se frotó la zona de la mandíbula donde Machray le había dado un puñetazo como la coz de una mula.

—Ya sabes —dijo él.

Ella se puso en pie y avanzó hasta la mitad del escritorio con su falda negra y su blusa camisera, deteniéndose para apoyar la cadera contra la mesa.

—Serás hombre muerto —le aseguró—. Entiéndelo. Puedo hacer que te maten por cien dólares.

Logró dirigirle una sonrisa.

—¡Vaya, qué horror! Te apuesto a que encuentro a alguien que lo haga por cincuenta. En invierno, por menos.

—Pagaría lo que tuviera que pagar.

—Corrie, ¿crees que puedes asustarme a mí? ¿A Bill Driggs?

Ella sacudió la cabeza en silencio. Él pensó que Cora iba a echarse a llorar, cosa que primero le sorprendió y luego le enfureció. Se había propuesto no enfadarse con ella.

—Tanta historia por un escocés cobarde y descomunal.

—No se enteró de nada de lo que pasó aquella noche. Estaba muy borracho. Tú también has cogido borracheras parecidas. Ni siquiera se acuerda de lo que ocurrió.

—Yo sí lo recuerdo. Corrie, me parece que tendré que matarlo, y tengo la impresión de que no es cobarde: responderá si vuelvo a desafiarlo. El odio que le tengo me corroe continuamente las entrañas. No sólo porque te hayas encaprichado de él, Cora, como antes de mí. Le odio a muerte porque cree que el mundo entero le pertenece. No hay más que ver cómo se pasea por ahí en esa calesa, con ese enorme puro entre los dientes. Mujeres, tierras y ganado: lo que se le meta en la cabeza que debe ser suyo, a por ello que va. Corrie, yo sentía por las Bad Lands lo mismo que sentía por ti, y él se ha apropiado de todo.

—No sé lo que quieres decir —repuso ella, frotándose los brazos como si tuviera frío.

Él se apoyó en el quicio de la puerta, sin dejar de mirarla, y pensó que no debía hablar tanto porque no se explicaba bien.

—Voy a pedirte un favor —dijo ella.

—Suéltalo.

—Déjalo en paz.

Ahora sólo sentía cansancio.

—¿A cambio de qué?

—¡Quinientos dólares!

—Yo no cojo dinero de putas.

Ella alzó las manos y las dejó caer. Dijo algo en un murmullo.

—Venga, quítate los pantalones, a ver la mercancía que tienes disponible. A lo mejor lo arreglamos por ese lado.

Dejó caer la falda y se la quitó levantando los pies. Él se sentía tan mal que pensó que si en ese momento se miraba al espejo seguramente se haría añicos. Carraspeó.

—No te molestes —le dijo. Ella dejó caer las manos de la nuca, por donde empezaba a desabotonarse, y se quedó mirándolo, las mejillas con un tinte rosáceo—. No te preocupes. Me voy de las Bad Lands, Corrie. Ya he tenido bastante por aquí. Gente que quiere contratarme para hacer un trabajo indecente. Putas ofreciéndome dinero. Teniendo que pedir prestado a recién llegados. Esto se ha echado a perder y cada día va a peor; fue un sitio espléndido en otros tiempos. Me iba a marchar de todos modos. Pero puedes decirle que está en deuda contigo.

Dio media vuelta.

—Bill.

Siguió andando. Luego tuvo que volver a pedir dinero de putas para un billete de tren a Indiana, a casa de su hermana, adonde había decidido ir para empezar de nuevo.