A menudo se preguntaba quién había tenido razón, Yule Hardy y los violentos intransigentes de la antigua Asociación de Ganaderos, o la que llegó a conocerse como Asociación de Granjeros, que Machray y él contribuyeron a crear aquel verano turbulento. El Progreso había ganado la partida al Dragón del Inmovilismo, y el Populacho a los Aristócratas; pero la victoria quizá no había sido justa. Quizás, al final, sólo la historia tendría razón. Porque 1885 fue otro año de sequía, pero a pesar de las teorías de Adam Smith, el precio de la carne descendió y continuó bajando. El Filón del Buey se había agotado.
Aquel otoño un joven menudo con una levita negra que parecía una talla mayor de la suya apareció en Fire Creek para visitar a Andrew. Se llamaba Adams, y acababan de nombrarlo fiscal de Mandan. Sus vehementes ojos negros estaban tan juntos que le daban aspecto de cíclope encolerizado.
—¡Tiene usted fama de ser un tipo animoso, Livingston! —dijo Adams, proyectando hacia delante su beligerante mentón.
Le dio un vuelco el corazón. Supo de qué se trataba incluso antes de que Adams se lo dijera. No habían llevado a nadie ante la justicia por el asesinato de los hermanos Crowe, y, de los veintisiete pistoleros «sin nombre», sólo John L. Boutelle, fallecido, había sido identificado. Pero ahora los invasores, finalmente, irían a juicio.
El juez emitió citaciones por conspiración para los quince miembros de la Asociación de Ganaderos que formaron parte de la invasión y que seguían vivos y residiendo en el Territorio de Dakota. Andrew iba a ser uno de los testigos principales contra ellos. ¿Querría colaborar?
Pidió tiempo para pensarlo y salió a contemplar la hilera de álamos que bordeaban las orillas de blando barro del río. Había llegado a la conclusión de que todo aquello había terminado para siempre, que era mejor no revolver el asunto, y sabía que así lo habría querido Machray. Lo asesinarían si aceptaba testificar y no se marchaba de las Bad Lands. Pero había personas a quienes no podía decepcionar. Entró a decir a Adams que estaba dispuesto a colaborar.
—No dudé de usted ni un momento, Livingston —declaró Adams, con una sonrisa rapaz—. ¡Les arrancaremos la cabellera y la clavaremos en la pared!
Los preparativos para conseguir tal trofeo avanzaron despacio. Se produjeron muchos retrasos, durante los cuales Andrew se horrorizó de la necia rectitud de Adams. La vista de la causa se había fijado para junio de 1886, en Mandan, pero la defensa pidió un cambio de sede judicial en razón de las violentas emociones que suscitaba la invasión en la parte occidental del Territorio. La nueva sede se fijó en Jamestown, en el Este. Al mismo tiempo relevaron a Adams del cargo y nombraron a un nuevo fiscal. Andrew estaba seguro de que los encapuchados quedarían sin castigo.
En Jamestown la elección del jurado se prolongó durante todo el mes de septiembre. Para cada acusado se permitió a la defensa recusar doce veces a un miembro del jurado, y seis al ministerio fiscal, además de las exenciones normales. Se examinó a unos quinientos designados, pero al final no se confeccionó la lista del jurado. El nuevo fiscal propuso el sobreseimiento de la causa, pero la defensa se opuso argumentando que un nolle prosequi dejaría a los acusados expuestos a un nuevo proceso. Si el juicio no se celebraba, la doctrina de la doble exposición no impediría que apareciese otro Adams en la oficina del fiscal y volviera a abrirse la causa.
Los letrados opuestos mantuvieron consultas, se encontró rápidamente a los jurados necesarios y se celebró el juicio. La defensa pidió la absolución de oficio, que el tribunal denegó. El fiscal pidió de nuevo el sobreseimiento. La objeción se desestimó. Seguidamente comprendieron que de todos modos no podría volver a juzgarse la misma causa, porque con arreglo a la ley, una causa juzgada en sede cambiada, aun sobreseída, no podía volver a juzgarse. Los encapuchados quedaban libres. Al final los únicos invasores que cumplieron condena en la penitenciaría fueron Bill Driggs y Jeff Hardy, a quien acabaron trasladando al Manicomio de St. Paul.
Andrew no asistió al juicio, del que sabía que iba a ser una farsa. Su alivio fue considerable y pensó que también sería general, porque en aquel otoño en las Bad Lands había otras preocupaciones.
La agitación en el sur, en Territorio Indio, se había incrementado.
Hubo colonos que tras ocupar tierras ilegalmente, fueron expulsados por la caballería, para volver enseguida; los ganaderos sureños se pelearon con los Consejos Tribales; los colonos y los ganaderos también tuvieron sus disputas. Hubo incendios en los pastos, y asesinatos. Y el Presidente Cleveland llevó a cabo su amenaza, cancelando todas las concesiones tribales y ordenando sacar a los rebaños de las reservas, incluida las de los cheyenes arapahoes, cerca de las Bad Lands.
Los grandes ranchos del sur sólo podían conducir su ganado hacia el norte, donde aún abundaban los pastos libres. Y nadie podía detenerlos. La antigua Asociación de Ganaderos de Dakota Occidental estaba desorganizada y había caído en el descrédito, y la nueva Asociación de las Bad Lands se encontraba en desventaja ideológica para cortar el paso a los rebaños que se dirigían al norte.
A lo largo del otoño de 1886 siguieron llegando rebaños, de pronto cinco mil cabezas, otras seis mil justo detrás, levantando una polvareda que el viento arrastraba durante kilómetros. A finales de temporada había un rebaño de treinta mil reses en los pastos, el peor año de forraje que nadie recordara. Con la hierba seca pisoteada y pulverizada, los vaqueros se tapaban la cara con los pañuelos, en los que practicaban dos agujeros para los ojos, y parecía que llevaban antifaces. Circularon chistes sobre el regreso de los encapuchados y los pistoleros sin nombre, pero a medida que transcurría el otoño se iban haciendo cada vez más raros. Los incendios en la pradera fueron especialmente graves aquel año.
Había señales de que el invierno sería duro. Las orugas estaban revestidas de una gruesa capa algodonosa, los avispones eran agresivos, y los pocos castores que quedaban en las Bad Lands estaban haciendo gran acopio de ramas. La corteza de los álamos jóvenes era especialmente gruesa y dura, y las aves silvestres emigraban temprano.
Aquel invierno terrible acabó arruinando la industria del ganado en los pastos.
En febrero, cuando estaba claro que la situación del Lejano Oeste era desastrosa, Andrew volvió a unas Bad Lands completamente congeladas. Jamás olvidaría al ganado entrando en Pyramid Flat para comerse el cartón alquitranado de las cabañas, y metiéndose con gran estruendo en el vertedero de latas de conserva tratando de introducir la lengua en cualquier cosa que pudiera contener algo de alimento. El termómetro descendió a cuarenta bajo cero durante semanas seguidas, y el ganado moría de pie, congelado. Cuando llegó el deshielo, la temperatura volvió a bajar enseguida, helando la nieve de tal manera que había que romperla con palancas a fin de descubrir un poco de hierba para los desesperados animales. Del norte llegaban ventiscas aullando como manadas de lobos.
Cuando fue en el tren a Miles City a una reunión de ganaderos, siempre que llegaban a un túnel tenían que bajarse de los vagones para espantar a los animales que allí se refugiaban, y el balasto estaba salpicado de sangrientos cadáveres arrollados por las enormes máquinas.
Los vaqueros parecían tan escuálidos como el ganado, rostros como calaveras, las cuencas de los ojos ennegrecidas con humo de lámparas para no quedarse ciegos con el resplandor de la nieve. Hacían lo que podían, practicando agujeros en el hielo para dejar hierba y agua al descubierto, e intentando acercar a los animales a los refugios para guarecerlos de la ventisca, porque, dejadas a su albur, las reses se movían a favor del viento hasta que se amontonaban en un barranco y morían asfixiadas. Andrew juró, junto con muchos otros ganaderos, que nunca criaría más ganado del que pudiera resguardar en invierno.
Cuando empezó a soplar el chinuk,[40] en marzo, y el agua manaba a raudales por las quebradas, pudieron apreciar la magnitud del desastre. Los torrentes estaban llenos de animales muertos. Cuando se rompió el hielo del río, el atasco, de la altura de un árbol, corrió aguas abajo arrasándolo todo a su paso; en el cenagoso torrente, bajo la superficie de hielo, los cadáveres se bamboleaban y revolvían con las patas tiesas mientras se precipitaban aguas abajo. Andrew oyó decir después a un ranchero que había visto una pradera por la que podían recorrerse quince kilómetros sin dejar de pisar cadáveres. Lo consideró una exageración.
La mayor parte del ganado muerto del Lazy-N estaba amontonado en pequeños barrancos. Los moscones eran una pesadilla. Una res muerta se convertía en un hinchado cascarón negro donde se criaban, toda la masa temblando como si estuviera viva por los insectos que devoraban su interior.
Los grandes rebaños que llegaron del sur en último lugar, no acostumbrados al frío y debilitados por el viaje, quedaron mermados en más del noventa por ciento. Su propio rebaño, aunque más hecho a inviernos severos, quedó tan disminuido por la falta de forraje que apenas resistió mejor aquel verano de sequía. El recuento de primavera mostró que había perdido la mitad de los bueyes, y el ochenta por ciento de las vacas. Todo el mundo sufrió pérdidas similares.
Fue la venganza de la naturaleza, no del hombre, la que hizo insostenible las Bad Lands. Y cuando Widewings, vacía y cerrada con tablas, ardió hasta los cimientos varios años después, fue a causa de un rayo, no de la amarga enemistad que había consumido el matadero de Machray.
Intentó seguir un año más con la cría de ganado, pero las Bad Lands ya no le procuraban placer alguno. La tierra estaba tan llena de cicatrices que parecía que jamás iba a recuperarse; y la gruesa hierba que antaño cubría el territorio libraba una batalla perdida contra la maleza. Casi todos los animales de caza mayor habían desaparecido, mientras proliferaban los coyotes y perros de la pradera. Muchas variedades de aves migratorias ya no transitaban por allí.
Aún había sitio para pequeños ranchos que hicieran pastar en manada a su ganado. Venían trenes cargados de alambre de espino, y de molinos de viento para el riego. Los ranchos dedicados a la cría de caballos prosperaron durante un tiempo, hasta que la red de tranvías de las ciudades empezó a mecanizarse. Pero los grandes ranchos ganaderos de antaño se encontraban en bancarrota. Los colonos tomaron el relevo. Así que Andrew lo vendió todo, se marchó de las Bad Lands y no volvió hasta después de muchos años.
Pero siguió preguntándose quién había tenido razón. Yule Hardy y aquellos hombres violentos y egoístas habían estado en lo cierto, porque aquel territorio era más adecuado para los pastos libres. Pero también estaban equivocados, porque, en justicia, no había modo de prohibir la estancia a los recién llegados. Las oleadas de nuevos pobladores lo arruinaron todo, aquel precioso lugar y la vida que allí existía, los indios, el búfalo, los animales salvajes y las aves silvestres, y la hierba, condenada por el enjambre de colonos que emigraban al Oeste. Fue aquella inquieta gente con sus carretas, el «esqueleto y el nervio» de la nación, con su cuadrilla de niños con cara sucia, un par de animales, un hacha y un rifle, quien destruyó el territorio.
* * *
Volvió a Nueva York y asumió sus deberes de padre, concluyó la «casa de la colina» y la vendió, y lo eligieron para la Asamblea del Distrito Veintiuno. Ocupó cargos en la Comisión del Puerto de Nueva York, y en la Comisión de la Función Pública. Durante la guerra con España fue nombrado Viceministro del Ejército y a finales de siglo, en una victoria arrolladura de los Republicanos, se encontró en Washington, como senador de más reciente elección en el estado de Nueva York. Se casó con una guapa viuda de Virginia, regordeta, con dos hijas preciosas, y compró una casa en la calle H con buenas vistas a la Casa Blanca que, sin embargo, año tras año fueron desapareciendo por el tráfico, la construcción de nuevos y más altos edificios, una estatua ecuestre y, finalmente, por simple indiferencia.
Se interesó por los complejos problemas de los territorios occidentales. Por experiencia personal, y por la tragedia vivida, sabía que la ruina del Oeste se derivaba de la Ley de donación de tierras públicas, que concedía sesenta y cinco hectáreas a los colonos. Se llegó a esa cifra en la época de las políticas antiesclavistas, cuando se consideró que la esclavitud sólo podía existir en plantaciones de gran extensión: las sesenta y cinco hectáreas constituirían una nación de pequeños propietarios libres y fuertes. En cambio, la Ley de donación de tierras hizo fracasar a los colonos y delinquir a los ganaderos, que se vieron obligados a cometer toda clase de ilegalidades a fin de obtener pastos suficientes para sus rebaños.
El Congreso no había estado en condiciones de aceptar las recomendaciones de John Wesley Powell sobre parcelas de mil hectáreas de tierra de secano. Los legisladores del Este consideraron que esa cifra representaba una propiedad señorial, mientras que a los ganaderos apenas bastaba para que pastara un centenar de reses. Las leyes que gobernaban el Oeste fueron escritas por habitantes del Este sin conocimiento de los problemas de los territorios occidentales.
De modo que Andrew buscó y encontró su puesto en el Senado, esperando conseguir lo que no había podido realizar por los granjeros que habían depositado en él su confianza, ni tampoco por los ganaderos que le habían mostrado su desconfianza. Desempeñó un papel decisivo en la aprobación de la Ley Kinkaid de 1904, que en determinados casos permitía la reclamación de doscientas sesenta hectáreas en lugar de sesenta y cinco. A ésa siguió la Ley de donación de los tres años, plazo después del cual podían reclamarse las tierras explotadas. Poco a poco fue capaz de convencer a sus colegas de la similitud entre la situación del minero y el ganadero. El Gobierno reconocía de tiempo atrás los derechos prioritarios de los mineros no sólo con respecto al mineral extraído, sino al agua necesaria para el procedimiento, mientras que nunca había reconocido los derechos de los ganaderos a la hierba y el agua.
Llegaron a conocerlo como amigo del Oeste, y conservó amistades en las Bad Lands, aunque sólo volvió a Pyramid Flat en una ocasión, para hacer campaña a favor de su amigo el senador Byrum. Mantuvo correspondencia con Jeff Hardy, en el manicomio de St. Paul, y participó decisivamente en su puesta en libertad. Bill Driggs, tras quedar en libertad bajo palabra, fue a verlo a Washington en diversas ocasiones, dos de ellas en compañía de su esposa, Cora. Cruzó también un considerable número de cartas con Lady Machray, cuando los restos de su marido fueron trasladados de Pyramid Flat a Escocia, cinco años después de su muerte.
Y un día de primavera de 1911, un joven alegre, de rostro rubicundo, apareció en su despacho de Washington para presentarse como Tim Scarff, alcalde de Pyramid Flat. Tras admirar desmesuradamente el cuadro colgado en la pared —una escena de rodeo, hombres derribando a un ternero, otro blandiendo un hierro de marcar con jinetes al fondo, envueltos en una polvareda—, el alcalde Scarff le dio recuerdos de Bill Driggs, que le había recomendado que pidiera consejo sobre cierto problema al senador Livingston.
Por lo visto, Pyramid Flat había cuadruplicado su tamaño desde los viejos tiempos, se necesitaba desesperadamente un embalse y faltaban fondos.
—Estuve en Frisco durante un viaje, así que me detuve a hacer una visita a la señora Gilligan, pensando que podría ayudarnos —dijo el alcalde, encorvándose en la silla. Sonrió y continuó—: Pero me dijeron que estaba en Europa. Vaya mayordomo tan estirado que tiene.
—No creo que la señora Gilligan profese mucha lealtad hacia las Bad Lands —repuso Andrew.
Mary Hardy se había casado con el hijo de un magnate de Comstock, unos veinte años mayor que ella. No había vuelto a casarse cuando él murió a causa de la bebida, pero pasaba la mayor parte del tiempo en Italia, aunque seguía manteniendo la mansión de San Francisco. Preguntó al alcalde qué le parecería cambiar el nombre a Pyramid Flat.
—Vaya, hombre, ¿y cómo se llamaría entonces, Senador?
—Machray.
—¡Pues…, vaya! —exclamó Scarff, asintiendo con aire pensativo. No habría oposición alguna en la ciudad, estaba seguro: los residentes consideraban que «Flat», plano, era un término poco digno, y estaban cansados de explicar que «Pyramid» se refería a las formas de los erosionados riscos a espaldas de la ciudad—. Seguro que a los viejos buitres de las laderas no les gustará nada, pero ésos siempre están en contra de lo nuevo, de todos modos. ¿Se le ocurre algo, Senador?
Había pensado en Lady Machray, así que entabló de nuevo correspondencia con ella, en el curso de la cual la dama se ofreció no sólo a financiar el embalse, sino a ocuparse de que el viejo edificio del matadero se ofreciera como parque a la ciudad de Machray, junto con una estatua de su difunto marido, que ella encargaría.
* * *
Con su hijo, secretario de juzgado del Tribunal Supremo y de vacaciones en aquel mes en que no se celebraban vistas, Andrew volvió a Pyramid Flat, ahora Machray, en un sofocante día de julio de 1911. El tren de mediodía fue recibido por una delegación encabezada por el alcalde Scarff, entre la cual figuraba un ranchero de mediana edad con un rostro familiar, sonriente, lengüetas de bolsas de tabaco para liar colgando del bolsillo de la pechera de una camisa recién planchada a cuadros azules y blancos, vientre algo prominente pero duro, con un sombrero de ala ancha en la mano.
—¡Vaya, si es el tío importante de Nueva York!
—¡Fred Rademacher!
Una mano a la que le faltaba el dedo índice estrechó la suya.
—¡Bueno, qué estupendo es ver por aquí a un tipo famoso como tú! —Fred estrechó con entusiasmo la mano a Lee—. Vaya chaval guapo que has traído, Andy. ¡Algo más alto que su padre!
Dejó paso a Bill Driggs, con su feo rostro salpicado de intrincadas arrugas, sonriente, el rosado cuero cabelludo mostrando un escaso pelo blanco, y la manga sujeta con un imperdible. Llevaba un traje negro de etiqueta, como correspondía a un patriarca de la ciudad, y a su lado estaba la señora Driggs, también con sus mejores galas de color negro. Después de que Bill lo estrechó con su fuerte brazo, Andrew tomó las manos de Cora entre las suyas y le dijo que tenía un aspecto espléndido. El color afloró a sus mejillas regordetas, suavemente arrugadas, y los ojos negros que él había visto enternecerse hasta la belleza cuando miraba a Machray se clavaron en los suyos como diciendo: «Recuerde, recuerde…».
Lee se mostró menos reservado con los Driggs que con Fred Rademacher, porque los había conocido en Washington. En realidad, una de las pocas ocasiones en que se le cayó su máscara de indiferencia para revelar admiración por su padre fue al descubrir que dos de sus más viejos y queridos amigos eran un ex presidiario y una auténtica madam del Oeste.
—La ciudad de Machray, ¿eh, Andy? —dijo Driggs, pasándole la mano por el brazo. Guiñando un ojo, añadió—: No sé en qué estaría pensando exactamente cuándo envié a Tim a verte.
Rígidamente encorsetada y sonriendo, Cora Benbow permanecía en silencio junto a su marido.
Había que estrechar otras manos, rostros que recordar, y nombres que tantear. Luego el alcalde Scarff lo cogió del brazo y en el compartimento cerrado de un automóvil de turismo, Andrew y su hijo fueron viendo las calles pavimentadas del centro de la ciudad, la nueva pista de patinaje, el campo de béisbol y la escuela, así como el elegante edificio con fachada de ladrillo que albergaba el salón, el restaurante y la tienda, que habían construido los Driggs. Cuando el automóvil llegó al borde de un barranco vieron el emplazamiento del embalse. No se veía Widewings alzándose sobre su acantilado.
Se excusó para no asistir a una exhibición preliminar de la estatua, que ya había llegado y estaba colocada en su emplazamiento.
En el estrecho vestíbulo del hotel, con la ventana sucia de moscas y un recepcionista con gafas que leía el periódico de Bismarck mientras custodiaba el equipaje que habían traído de la estación, un hombre de mediana edad lo esperaba en un banco de roble. Se levantó cuando vio entrar a Andrew con su hijo, sonriendo y moviendo la cabeza; tenía unas orejas protuberantes, un rostro curtido por la intemperie y pálidos ojos azules.
En una ocasión aquellos ojos habían mirado enloquecidos a Andrew a lo largo del cañón de un revólver, y, justo antes de que el pálido dedo apretara el gatillo, el cañón se había desviado: Jeff sabía que debía matar al hombre que había pervertido a su hermana, pero no estaba seguro de si culpar a Andrew Livingston o a Lord Machray. Y la muerte, como la bola de una ruleta, dio un salto y se quedó en la casilla siguiente.
—Hola, Andy —dijo tímidamente. Estaba sudando con un reluciente traje azul de lana, camisa blanca abotonada en el cuello, sin corbata. Dio a Andrew un brusco apretón de manos, que repitió cuando le presentaron a Lee—. Pensé en pasarme por la ciudad para saludarte.
Él le preguntó a qué se dedicaba últimamente.
—Llevo el antiguo rancho. Las cosas han mejorado estos últimos tiempos. Claro que siempre nos vendría bien que lloviera un poco. —De pronto se dirigió a Lee—: ¡Tu papá se ha portado muy bien conmigo! Me sacó de un sitio horroroso en que me habían metido y me escribió cartas que me hicieron mucho bien, según dijo el médico. Porque tuve que contestarle, explicándole cosas que debía encontrar en mi cabeza a fuerza de mucho rebuscar. Eso también me resultó beneficioso, ¿comprendes? —Se dio unos golpecitos en la cabeza, con una sonrisa en el huesudo rostro, y concluyó—: Estaba un poco tocado de aquí.
Lee se quedó paralizado ante aquel arranque, en posición de firmes con su elegante traje oscuro, cuello alto y corbata. Pero logró murmurar algo con bastante naturalidad y Jeff pareció satisfecho.
—¿Sabes algo de tu hermana? —preguntó Andrew, cuando la pálida mirada se dirigió a él.
—Pues no suelo tener muchas noticias de ella. Envió algún dinero cuando mi madre se rompió la cadera. Pensé que podría haber mandado más, pero no sé.
Hablaba en voz muy baja, y su expresión era vaga e imprecisa; parecía que se estuviese disolviendo, volviéndose incorpóreo como un espíritu.
—Bueno, supongo que entenderás que mañana no venga a la celebración, Andy —dijo—. Pero me alegro de haber charlado contigo. Y con tu hijo.
Incluso su apretón de manos pareció menos sólido que el primero.
Había pedido una habitación en la parte de atrás del hotel, y mientras Lee quitaba el embalaje del cuadro que había traído para regalárselo al alcalde, se acercó a la ventana a mirar la gran casa cuadrada de madera que estaba en la otra acera del callejón. Había persianas echadas a diferentes alturas en pequeñas ventanas, campanillas colgando de cordones trenzados, y se veían pequeños espacios de las habitaciones. No había señales del actual uso a que se destinaba la casa de la señora Benbow.
—¿Te apetece un vaso de whisky, padre?
Contestó que sí, y que le gustaría que su hijo se lo sirviera y se lo trajese allí.
—¿Te acuerdas de ese cuadro mío de un hombre tendido en una cama? Fue en aquella habitación —dijo, señalando, y añadió—: Creo que es ésa de ahí.
Lee asentía con la cabeza.
—El hombre era Machray, y la mujer, la señora Driggs. Y ese individuo de antes es el que asesinó a Machray.
Le tocaba a él asentir con la cabeza, volviéndose hacia su hijo, con sus pulcras facciones, la esmerada compostura, la atención casi remilgada a la ropa y los accesorios. Nunca había sabido lo que pasaba detrás de la indiferente fachada de aquel hijo, ya adulto, cuya madre murió cuando tenía tres años, y cuyo padre lo había abandonado por una vida de aventuras a lo Duarte en las Bad Lands. ¿Qué huella le había dejado todo eso?
—A decir verdad, ese cuadro nunca me ha gustado —confesó Lee, sirviendo whisky en un segundo vaso. No era la clase de observación que se atreviera a formular a menudo—. Me pone los pelos de punta. Como muchas otras de tus pinturas de las Bad Lands, pero ésa es la que más.
—Pero ¿por qué?
—Un ambiente tan sombrío. De soledad. Como si no hubiera esperanza para la entera condición humana. Miedo, también…, en quien está con el moribundo. Supongo que es miedo a la muerte. O eso es lo que siento al mirarlo.
No era lo que tenía intención de decir; debía de haberlo dicho a pesar de sí mismo. Se bebió el whisky. Las moscas zumbaban, estrellándose contra el cristal de la ventana.
—No recuerdo la soledad de forma particular. Aunque desde luego me sentí solo después de la muerte de tu madre. Pero sí recuerdo el miedo. En las Bad Lands pasé miedo.
—Entonces, ¿por qué te quedaste, padre? No lo entiendo.
—Para demostrarme algo a mí mismo, supongo. Que no estaba asustado. —Soltó una carcajada—. Lo único que me demostré es que podía seguir teniendo miedo, y sin embargo… quedarme.
El rostro de Lee expresaba un mudo horror. La suya no era una relación en que pudieran admitirse emociones tales como el miedo.
—¿De qué tenías miedo, padre?
—De que alguien fuera a matarme.
—¡Santo Dios! —exclamó Lee—. ¡Qué lugar tan horroroso!
* * *
Había contratado un automóvil con chófer para la tarde, y se dirigieron al sur por un carril lleno de rodadas que bordeaba la orilla oriental del río. Identificó erróneamente una serie de caletas en donde se desmoronaban ruinosas granjas antes de que surgiera inequívocamente ante su vista lo que antaño había sido el campamento principal de Fire Creek. Pidió al conductor que se detuviera, y su hijo y él se apearon para contemplar, al otro lado del cenagoso río, las construcciones que sobresalían tras una hilera de álamos. Parecían parcialmente hundidas en el terreno, inclinadas, como flotando en una ola oceánica, la «Casa Grande», con los troncos blanqueados por el tiempo, nada grande en absoluto, y la otra sólo un cobertizo. Incluso los cerros de más allá eran más bajos de lo que recordaba. Junto a la casa había una herrumbrosa maquinaria de misteriosa aplicación. No había señales de vida.
El zumbido de los insectos era irritante. La hierba se inclinaba al viento y unas cuantas nubes alargadas navegaban sin rumbo como lanchas cañoneras por encima de sus cabezas.
—Creo que sería difícil vivir con este viento —observó Lee.
—Se mantiene así durante un tiempo —repuso él—. Y luego cambia y empieza a soplar fuego.
Sonriendo, Lee le lanzó una rápida y sorprendida mirada.
—Pero te encantaba.
—Entonces pensaba que era un lugar muy hermoso. Aunque no lo fuese. Era muy frágil. Vino demasiada gente, y demasiado ganado, hubo demasiadas discordias. No se recuperó.
Lo que había tomado por zumbido de insectos era un lejano motor.
Pensó que nunca sentiría la necesidad de volver allí. Dijo que sería mejor que regresaran para asearse antes del banquete de aquella noche. Lady Machray y su hijo, el Marqués, no llegarían hasta el día siguiente.
* * *
Para la ceremonia de inauguración, se habían construido tribunas y un estrado para los oradores, decorado con banderines, a la sombra de la vieja chimenea de ladrillo amarillo del desaparecido matadero. La estatua destacaba en las proximidades, envuelta en muselina. Cuando llegó con Lee, los habitantes de la ciudad iban llenando las tribunas, los niños jugaban a la pelota dando agudas voces; un crío berreaba, los perros se perseguían unos a otros. El sol quemaba, hasta el punto que notó la camisa empapada en la espalda y los pies sudorosos en los zapatos. Lee parecía insufriblemente sereno y reservado.
En cuanto se sentaron en el estrado de oradores vieron que el automóvil de turismo que habían alquilado la víspera venía dando tumbos por la calle. Una mujer y un joven bajaron, el Marqués esbelto y elegante con un traje beis, polainas, un vistoso sombrero, y guantes amarillos en la mano. Lanzó aburridas miradas a derecha e izquierda, muy en su papel de joven lord. Su madre ofrecía una estilizada figura vestida de verde botella, una franja de velo cubriendo la frente de un rostro insatisfecho, entrado en años. Su porte era distinguido. Su hijo la tomó del brazo al subir los escalones toscamente construidos, los arrogantes ojos verdes mirándolos a todos mientras el alcalde Scarff se movía nerviosamente dando saltitos.
—¡Senador! —lo saludó Lady Machray, jadeando por la ascensión y apartando a Scarff a un lado.
Le tendió la mano, y él recordó bien el impulso, en parte espontáneo y en parte deliberado, que le hizo llevar a sus labios los pecosos nudillos de la dama. Le presentó a su hijo, y luego fueron presentados los dos jóvenes, de quienes Machray dijo una vez que serían amigos, después de crecer rodeados por los grandes espacios de las Bad Lands. Se estrecharon la mano sin aparente interés.
—¡Hace un calor de mil demonios, aquí, en las estepas! —observó el hijo de Machray, con una sonrisa.
—¿Verdad que sí? —dijo el suyo.
Empezó la ceremonia. Andrew fue presentado con exagerada efusión. Habló de los Viejos Tiempos, cosechando aplausos; los Viejos Tiempos siempre arrancaban aplausos. Dijo que había sido vecino de Lord y Lady Machray. Lord Machray y él habían discutido por cuestión de tierras, como todo el mundo en las Bad Lands. Afortunadamente esa disputa se solucionó de forma amistosa, porque donde Lord Machray ponía el ojo, ponía la bala. Hubo risas. Vio que el joven lord lo miraba con más interés. Igual que Bill y Cora Driggs, dos figuras vestidas de negro bajo el femenino parasol.
En otra situación, dijo —una guerra, en realidad—, Lord Machray lo había rescatado de unos hombres peligrosos que pretendían matarlo. Hubo un silencio mientras el auditorio comprendía a qué guerra se estaba refiriendo, y esta vez su propio hijo lo miró con interés.
Prosiguió diciendo que habían elegido a Lord Machray como capitán de la Gran Partida, el ejército ciudadano constituido para frenar la invasión de las Bad Lands. Desde luego a Lord Machray lo habían condecorado por su valor en las campañas de Abisinia y Egipto de Su Majestad, pero también merecía una medalla por su participación en la guerra de las Bad Lands. En ella había mostrado valor, sabiduría y compasión. El hecho de curar heridas debía considerarse más noble que el de causarlas, y Lord Machray había muerto mientras intentaba sanar las heridas de las Bad Lands.
Se dirigió a Lady Machray. Le dijo que había tenido entre las suyas la mano de su marido moribundo. Lord Machray había declarado, entonces, su amor por su hogar ancestral en las Altas Tierras de Escocia, y su dolor por no volver a ver a su mujer, a quien amaba, y al hijo que quería por encima de todo lo demás. No era un orador incompetente, aunque, en raras ocasiones, algo embustero, y al concluir recibió un gran aplauso.
Al sentarse de nuevo, le agradó oír que su hijo carraspeaba. Vio brillar las lágrimas en las mejillas de Lady Machray, y el Marqués miraba a otra parte mientras se golpeaba el muslo con los guantes amarillos. Prosiguió el aplauso cuando Lady Machray subió frente al atril, asistida por la mano del alcalde bajo su codo. Se enjugó las mejillas con un pañuelo que se sacó de la manga y se sonó la nariz con el bocinazo propio de viuda de un noble.
Con voz más bien chillona anunció que ofrecía aquel lugar, en el sitio del grandioso sueño de su marido, a la ciudad de Machray. Allí iba a construirse un parque, y se había creado un fondo para su mantenimiento. El eje del parque sería la estatua de Lord Machray.
Con aquellas palabras tiró de un cordón que corría entre anillas metálicas a lo largo de la barandilla del estrado. El recubrimiento de muselina cayó. Lo que se destapó ofrecía un asombroso parecido a Machray en mármol gris, la cabeza descubierta, con aquella nariz y mandíbula de remolcador proyectadas hacia delante, la canana con el revólver enfundado a la cintura, botas altas, sombrero de ala ancha en la mano.
Se inclinaba hacia delante para divisar el río, a tamaño mayor del natural, aquel que, en vida, había desbordado la realidad. La columna sobre la que se alzaba, llevaba la siguiente inscripción:
IN MEMORIAM
GEORGE EUSTACE BALATER
LORD MACHRAY 1843-1884
MUY QUERIDO EN LAS BAD LANDS
Y FUNDADOR DE ESTA CIUDAD
QUE LLEVA SU NOMBRE