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Hardy llevaba el traje cubierto de polvo con un sombrero de ala estrecha echado sobre los ojos. Se quitó los lentes y limpió los cristales con un pañuelo, montado en un castrado pardo frente a la cerca del corral, mientras Chally traía una silla de montar y Andrew esperaba para cogérsela.

—Buenos días, Andy, Chally.

Lo saludaron. Chally dejó la silla en el travesaño más alto de la cerca.

—He visto que viene un rebaño de Texas, se está instalando al oeste de Box Creek —anunció Hardy.

—Me he pasado a verlos —repuso Chally, cruzándose de brazos.

—Puede que vengan más de camino.

—¿A qué se debe eso, Yule? —preguntó Andrew.

—Hay mucha tirantez en las reservas indias donde los ganaderos del sur arrendaban derechos de pasto.

Chally soltó despacio el aliento mientras Andrew se extrañaba del aire de urgencia que Hardy parecía transmitir.

—Bueno, como dice mi padre, siempre hay sitio para uno más en el banco de la iglesia —apuntó Chally.

—Hasta cierto punto, quizás —repuso Hardy.

Cambiaron impresiones sobre el incendio y sobre si Machray reconstruiría o no, Chally afirmando que le habían dicho en la ciudad que había venido de fuera una gran cuadrilla de carpinteros. Estaba claro, sin embargo, que Hardy venía por algún asunto privado, y Chally se disculpó, cogió la silla y se la llevó hacia la Casa Grande.

—Me preguntaba si habrías visto a Mary —dijo Hardy con una voz extrañamente cantarina.

Andrew contestó que la había visto el día anterior. Sintió que un sudor frío le invadía la frente.

—Por lo visto se ha marchado de casa —explicó Hardy—. Su hermano ha ido a la ciudad a buscarla. Yo he decidido venir aquí. Me temo que a su madre se le han metido unas ideas desafortunadas en la cabeza.

—¿Puedo preguntarte cuáles son?

Las rosadas facciones de Hardy parecían insípidas, sin expresión.

—La señora Hardy se ha enterado de que Mary y tú os visteis a solas. Creíamos que su hermano la acompañaba.

—Le pedí que posara para mí. La señora Hardy lo sabía.

—Me gustaría ver tus dibujos.

—Sólo son bocetos. Me temo que aún no tengo nada para enseñar.

Hardy hizo girar al castrado y lo puso en movimiento con un chasquido de la lengua. Montaba en una postura rígida, inclinado hacia atrás, los estribos echados hacia delante, en dirección a Palisades; no miró atrás.

Volviendo de la Casa Grande, Chally se apoyó en la cerca del corral, junto a Andrew.

—Nunca he visto a ése tan cabreado. ¿Tanto le fastidia el ganado de Texas?

—Su hija se ha marchado de casa.

Chally emitió un silbido.

No sabía adonde podría haber ido Mary Hardy salvo a Pyramid Flat, si es que intentaba fugarse de las Bad Lands. Sintió que le faltaba extrañamente el aire al pensar en los presentimientos que había tenido de algo así. No deseaba hablar de ello con él, pero sabía que Chally pensaría en las visitas de la muchacha, asociándolas con la que acababa de hacer Hardy. Y ahora estaba seguro de que Yule Hardy no era amigo suyo.

—¿Qué pasará si nos excluyen del rodeo de la Asociación este otoño? —le preguntó.

Chally se encogió de hombros.

—Puede ser, y también que no reconozcan la marca Lazy-N.

—¿Pueden hacerlo?

Chally se encogió de hombros de forma más elaborada.

Volvió a preguntar lo que podría ocurrir.

—Perderíamos algunas cabezas. Tendríamos que ver si podemos formar una alianza con otros. Hay más en el mismo barco. Los de Texas son dos hermanos llamados Crowe. Parece que tienen un rebaño de buen tamaño. Ya han recibido una amenaza para que se marchen, firmada con esos números de los Reguladores. Hablé con uno de ellos, que se llama Davey, y dice que no cederán, que pelearán si es necesario. No cree que la hospitalidad de las Bad Lands sea precisamente maravillosa.

—Me temo que ésa ha sido también nuestra experiencia.

—Las cosas van a peor —sentenció Chally.

* * *

A la mañana siguiente estaba sentado solo a la mesa en la Casa Grande bebiendo una taza de café caliente con azúcar y leche de la Bossie de los Finney, cuando oyó ruido de cascos que se acercaban. Salió y vio a Jeff Hardy, que desmontaba ágilmente. Jeff se apresuró hacia él, con las botas obligándolo a caminar con los pies hacia dentro, sacudiéndose el polvo de brazos y piernas con el sombrero.

¡Andy! ¡Mary está en esa casa de la ciudad!

Sintió como una patada en el estómago. El orejudo rostro de Jeff, lleno de polvo, estaba frenéticamente contraído.

—¡Andy! ¡No sé lo que va a hacer mi padre!

Recordó a Mary preguntando si podría ganarse la vida como modelo. No había muchas formas de ganarse la vida para una mujer joven como Mary Hardy. Maestra de escuela. ¿Qué más? La casa de la señora Benbow.

—¡Se dedica a tocar un órgano que tienen allí, y nada más…, según dice! En fiestas, y así. Pero mi padre va a…

—¿Vive allí?

Jeff asintió exageradamente.

—Le dije que tenía que volver a casa, pero, Andy…, ¡se echó a reír!

* * *

Entró a caballo en Pyramid Flat a última hora de la tarde, cuando la sombra de los acantilados caía sobre la ciudad. Con el pulverulento olor del camino en las ventanas de la nariz, recorrió al trote la calle principal. Ya se oían las notas del órgano cuando ató a Brownie a la barandilla entre los demás caballos y se apresuró por el resonante entarimado de la acera. Se detuvo frente a la puerta de la señora Benbow, escuchando. La canción era «Vete, olvídame», pero debía de tener un acompañante, porque la tocaban a dos manos.

El hombrecillo de rasgos duros y bombín lo dejó entrar y le cogió el sombrero. Al final del oscuro vestíbulo resplandecía la iluminación del salón, tapizado al fondo con cortinones de encaje. Notó que avanzaba de mala gana. «Vete, olvídame» concluyó con un aplauso.

Había ocho o diez hombres en la sala, y otras tantas chicas, instalados en butacas y sofás para escuchar cómodamente, las chicas con sus enaguas blancas sentadas en las rodillas de los hombres, o de pie, apoyadas en sus parejas detrás del órgano y la organista. La señora Benbow se mantenía apartada; alzó la vista hacia él cuando se colocó en un sitio desde donde podía ver a Mary Hardy, sola al teclado. La muchacha, moviendo con fuerza los pies, empezó a tocar «Las horas más preciosas para el recuerdo».

La luz de la lámpara destellaba en su pelo castaño. Llevaba un complicado vestido blanco bastante escotado. Le veía la mano derecha; encogida como la garra de un pájaro, tocaba y presionaba las teclas del pequeño órgano.

Maizie lo tomó del brazo, lo miró a los ojos y le sonrió con sus labios rojos.

—¿Vamos a dibujar otro poco, señor? —musitó, insinuando su cuerpo contra él.

Ahora uno de los hombres que estaban detrás del órgano empezó a cantar con voz grave; la de Mary Hardy, delicada y precisa, se unió a la suya. El doctor Micklejohn cabeceaba al ritmo de la música.

Se acercó a la señora Benbow.

—Quiero hablar con ella —le dijo.

Observó que cuando Machray estaba ausente el rostro de la madam resultaba anodino y sin interés.

—No hay nada de qué preocuparse, señor Livingston —repuso ella.

—No debería hacer esto.

—¿Hacer qué?

Él hizo un gesto. Las facciones de ella se contrajeron un poco.

—¿A quién? —dijo ella.

—¡A su padre, para empezar!

—¿Porque ahora tendrá que ir a Mandan, a casa de la señora Grindle, quiere decir?

Él no sabía a lo que se refería la madam. Insistió en hablar con la muchacha.

—Suba a mi despacho —lo invitó la señora Benbow—. La enviaré arriba dentro de un momento.

Al subir las escaleras se detuvo a mirar abajo, a las putas y a los hombres, a ninguno de los cuales conocía salvo al médico, que ahora formaban un grupo junto al órgano cogidos de la cintura. Mary Hardy no levantaba la vista del teclado, su voz de soprano resonando por encima de otras más fuertes. Observó la mano encogida, presionando las teclas.

Esperó en el despacho, sentado en una silla baja frente al pulcro buró de la señora Benbow, poniéndose en pie cuando Mary apareció. Cerró la puerta al entrar.

—¿Otra visita? —dijo ella.

Él encontró su risa intolerable. Sus mejillas brillaban con su color natural, pero se había enrojecido artificiosamente los labios.

—No puedo creer que estés haciendo esto a tu padre —dijo, sintiéndose tan falso como la risa de la muchacha.

—¿No? —dijo ella, mirándolo de frente y frotándose el brazo con la mano izquierda como si tuviera frío—. Entonces te equivocas.

—Me gustaría darte dinero para que te fueras al Este y empezaras allí una nueva vida.

Ella sacudió la cabeza.

—Aquí estoy muy a gusto.

—El ofrecimiento sigue en pie, de todos modos.

—Gracias, caballero —repuso ella, haciendo una breve reverencia—. Pero aquí me gano la vida haciendo aquello para lo que me han educado. —Le pareció que le estaba tomando el pelo. Mary añadió—: Tocar el órgano. Es mucho más fácil para mí que el piano. Me han dado consejos sobre cómo entretener a esos hombres de manera que sea tolerable para mí. De todos modos, te agradezco que te preocupes por mí. No creía que te interesara mi bienestar.

—Eso es injusto.

Ella asintió con la cabeza, reconociéndolo o manifestando su acuerdo, no estaba claro.

—¿Has visto lo que ha venido en el tren de carga? —le preguntó con entusiasmo—. ¡Qué muebles tan bonitos! Hemos visto pasar los vagones. Sillones con una tapicería elegantísima, y mesas, y lámparas. ¡Hasta estatuas! ¡Y hemos visto a Lady Machray!

Él dijo que la había conocido.

—¡Qué mujer tan pequeñita! También hemos visto a la niñera con el crío. ¡Y a Lord Machray cabalgando junto a la calesa, tan orgulloso! —Lo miró expectante. El silencio se extendió hasta que ella lo rompió con otra carcajada—. ¡Y ahora, si me lo permites, debo volver a mis obligaciones!

Salió rápidamente de la habitación. Cuando Andrew se marchó, las chicas de la casa y los clientes estaban agrupados en torno al órgano cantando «Días de ausencia», con la voz de Mary Hardy dirigiendo a las demás.

* * *

Chally le entregó una hoja enrollada de papel basto.

—Mira lo que han clavado en la puerta cuando no había nadie por aquí.

Desenrolló el papel con manos torpes. Unos números grandes ocupaban la parte superior de la hoja: 3-7-77.

Bajo las dimensiones de la sepultura habían escrito con caligrafía rudimentaria:

MÁRCHATE DE ESTOS PASTOS

O ATENTE A LAS CONSECUENCIAS

COMITÉ DE REGULACIÓN

El sudor le picaba en los ojos. No miró a Chally a la cara.

—¿Quién es el Comité de Regulación?

—Hay muchos rumores. Diferentes nombres. No lo sé, Andy.

—¿Es el mismo aviso que recibieron los Crowe?

—El mismo. Degan se ha largado. Calculo que ahora debe de estar llegando a la cumbre de las colinas, en dirección oeste.

—¿Qué me dices de ti?

—Yo no huyo de los encapuchados —declaró Chally.