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Andrew estaba de pie con Mary Hardy en el Salón de Ganaderos de Miles City, junto a una barandilla baja que separaba la pista de baile del elevado semicírculo donde los miembros de la Asociación de Ganaderos de Montana se sentaban en bancos frente a mesas de tablones, esperando a que empezara la música. Al otro extremo de la pista, el batería, los violinistas y guitarristas charlaban entre sí.

Se les acercaron Machray y James Freling, dos hombres corpulentos, Machray esplendoroso con su falda escocesa y sus condecoraciones, Freling de etiqueta, con una cadena de oro macizo surcándole la abultada panza. Era un ganadero de la parte occidental de Montana, viejo amigo de Machray, quien lo presentaba como el hombre que le había descubierto el Lejano Oeste, para su sempiterno quebranto. Freling se tiró de los extremos del bigote negro de curvadas puntas y se inclinó sobre la mano de Mary Hardy, igual que Machray hizo después. El rostro de la muchacha se encendió de rubor.

Ella preguntó al escocés si ya había terminado el matadero.

—Afortunadamente, no, querida mía —contestó Machray.

—¿Afortunadamente? —repitió ella.

—Este invierno he visitado una serie de los más modernos mataderos de Inglaterra y Alemania, y he visto mejoras que por suerte aún estoy en condiciones de incorporar en la estructura. Pero tengo un proyecto nuevo que me gustaría describirle, señorita Hardy.

Empezó a contarle su plan para establecer una línea de diligencias a las Black Hills con la terminal en Pyramid Flat y no en Mandan, lo que era mucho más lógico porque las diligencias ya conectaban allí con el ferrocarril. Describió con entusiasmo las voluminosas Concord avanzando suavemente tras su excelente tronco de caballos, cargadas de mineros y mercancías en dirección oeste, y volviendo con oro de las minas. El contrato del correo podría conseguirse fácilmente, y a medida que fueran explotándose nuevos yacimientos mineros se expandirían tanto las líneas postales como las de mercancías y pasajeros.

Mary Hardy miró boquiabierta a Machray, como si no estuviera segura de si hablaba en serio. Llevaba un complicado vestido de terciopelo azul, la mano oculta en un bolsillo con flecos de encaje.

—¡Pero Lord Machray! —saltó de pronto—. ¡Eso costaría muchísimo dinero!

Machray se inmovilizó como si le hubieran dado una estocada, lo que hizo reír a Freling.

—Sí, querido amigo, ¿es que no estás lo bastante ocupado con tu colosal matadero?

—¡Evidentemente no! —exclamó Andrew. Machray le lanzó una mirada recelosa. La luz refulgía en sus medallas, y destacaba rubicundos ángulos en sus abruptos rasgos.

—La oportunidad sólo llama una vez a la puerta —repuso, un tanto amoscado—. Como dijo Will Shakespeare, «Pues más atrae al ojo lo que se mueve que lo que está inerte».[17]

—¡Entonces, Geordie, siempre tendrás que estar en movimiento para atraer las miradas! —dijo Freling. Mary Hardy rió nerviosamente con él.

—Bueno, he estado muerto, ya sabes —observó Machray—. Quizá deba mantenerme en movimiento para estar seguro de mi condición mortal.

Freling abrió la boca, y luego la cerró, frunciendo el ceño. Andrew carraspeó y preguntó:

—¿Qué quiere decir, Machray?

Machray suspiró.

—Gravísimamente herido en Egipto, ya sabe. Un tipo me atravesó con una enorme lanza, y se quedó colgando al otro extremo. Me despacharon para casa tan vivo como carne de cordero. De mal en peor. Me acabé muriendo.

—Estás de broma —protestó Freling.

—Ni mucho menos. Me morí.

En medio del silencio Andrew podía oír el susurro de su aliento al escaparse de sus labios. Uno de los violinistas empezó a pasar el arco por las cuerdas, un sonido ligeramente rechinante que recorrió sus nervios como electricidad. Un segundo violín se unió al primero.

—Lo estoy viendo tan claramente como la luz del día —prosiguió Machray—. Mi anciano padre junto a la cama, el matasanos piándolas como un ratón de campo, y yo allí tumbado. Había estado flotando por encima de la escena, ¿sabes…? Ah, no te interesa esta historia tan rara.

—Por favor… —dijo Mary Hardy.

Freling, con el ceño fruncido, había cruzado sus gruesos brazos sobre el pecho.

—Flotando sobre la habitación —continuó Machray—. Y sabía que estaba muerto. El matasanos no dejaba de pedir cosas, abriendo frascos y metiéndomelos por el gaznate, frotándome las muñecas. Yo allí tumbado con la nariz apuntando hacia arriba y la boca abierta. Pálido como…, ¡pálido como la muerte! Mi anciano padre rezando con todas sus fuerzas. Le oía. Debo decir que estaba muy tranquilo allá arriba. Y la luz…, ¡qué luz tan clara! Ya me iba acostumbrando, diciéndome, muchacho, esto no está tan mal, cuando los rezos parecieron llegarme de extraña forma. Entonces me vi de vuelta, estornudando y jadeando por las sales aromáticas, y con las muñecas en carne viva. ¡Milagro!, decían. ¡Es un milagro! Había vuelto, pero no me sentía muy complacido. —Se puso un dedo a un lado de la nariz, miró a Andrew entornando los ojos y añadió—: Porque siempre me ha gustado mucho la ausencia de preocupaciones. Como a todos, supongo.

Andrew se fijó en un hombre moreno que, sin embargo, al volverse hacia su acompañante, resultó ser un desconocido en vez de Boutelle.

—¿Qué sintió en esos momentos? —preguntó a Machray.

—Miedo, no, si se refiere a eso. Fue un instante terrible, pero no en ese sentido.

—Parece un poco morboso —observó Freling.

Machray se encogió de hombros.

—Señorita Hardy, me pregunto si está comprometida para esta polca.

—¡Ah! —exclamó ella—. Pues… no.

Machray la condujo a la pista y se alejaron con airosos giros. Andrew se quedó junto a Freling contemplando sus evoluciones. Con el ceño fruncido, Freling hacía resonar unas monedas en el bolsillo.

—Es bien sabido —sentenció— que una virgen conseguirá que un hombre normalmente sensato se ponga a decir tonterías.

Se alejó a grandes zancadas a reunirse con otros amigos.

Cuando acabó la polca, Machray condujo a Mary Hardy entre las parejas que abandonaban la pista y volvió junto a Andrew, que vio cómo agachaba la cabeza para decirle algo a Mary. Ella rió y se quitó de la encendida frente un mechón de pelo, pero dejó de sonreír de pronto y su rostro mudó de expresión. Su padre se acercaba con su paso ladeado y sinuoso.

—¡Lord Machray! —le espetó—. Le ruego que no saque a bailar a mi hija nunca más. Nuestros principios son diferentes de los suyos. ¡Mary, ve inmediatamente con tu madre!

Ella se humedeció los labios, como si fuera a hablar. Movió los ojos a un lado y su mirada se encontró con la de Andrew. Luego se marchó apresuradamente, con el pelo castaño oscilando sobre los hombros, la cabeza gacha. Una vez se detuvo para mirar atrás, y Andrew se sorprendió, dentro del apuro que sentía, al ver que su expresión era de triunfo.

Con la cabeza inclinada y cruzado de brazos, Machray miraba al hombre mayor.

—Parece usted decidido a odiarme, señor Hardy. ¿Por qué ha de ser así?

—¡Sin duda ha de saber que su conducta en Pyramid Flat está en boca de todos, Lord Machray!

—¡Esa crítica procede de una fuente muy curiosa, señor!

A Hardy se le salían los ojos de las órbitas. Con un movimiento brusco, dio la espalda a Machray y empezó a alejarse.

—¡Un momento, por favor! —le pidió el escocés—. Me gustaría saber si su desagrado se debe al hecho de que haya comprado mis tierras, tal como pronto se verán obligados a hacer los ganaderos de ésta y otras regiones, o porque da la casualidad de que usted y yo, señor Hardy, hemos nacido en la misma isla, pero pertenecemos a clases sociales diferentes. ¡De esto último yo no tengo la culpa, caballero!

—¡Ambas cosas son una y la misma! —repuso Hardy en tono contenido—. La clase a que usted pertenece jamás ha reconocido la necesidad de colaboración entre iguales precisamente porque no reconoce la igualdad. —Lanzó una mirada a Andrew como si no lo conociera—. ¡Una clase que utiliza el dinero cuando no puede expropiar por la fuerza, y considera que sus privilegios prevalecen frente a los derechos de los demás!

—Por Dios, señor, ¡cuánta admiración me causa la más descarada hipocresía! —replicó Machray—. Resulta que estoy al corriente de lo que se cuece en la Asociación de Dakota Occidental. De ciertos comités dentro de los Comités, debería decir. De los cuales están prudentemente excluidos algunos miembros. En los que se discute animadamente de derechos y privilegios, y del recurso a la violencia. ¡Incluido, si se me permite ir tan lejos, el tiro de precisión en sus diversos aspectos!

Hardy dio media vuelta y se alejó cojeando por la pista casi desierta.

Con una mueca de disgusto, Andrew vio cómo se reunía con su hijo; Mary Hardy y su madre no estaban a la vista. Machray se enjugaba la sudorosa frente con el pañuelo.

—¿Qué es lo que he hecho para indignar tanto a ese venenoso individuo, Livingston?

—Me parece que es como ha dicho usted. Eso, y su hija.

—Protegiendo a la chica, claro —dijo Machray, encogiéndose de hombros. Soltó una furiosa carcajada y añadió—: Preocupado por si me atrevo a mancillarla.

Freling se reunió con ellos, y juntos salieron sin prisas a encender unos puros en la oscuridad. Había otros grupos de hombres: habanos y cigarros cortados sobresaliendo de las mejillas y destellando pálidamente, resplandor de cerillas, risas, fragmentos de conversaciones. Freling y Machray empezaron a charlar sobre la campaña de Abisinia.

—Completamente loco, ya sabes, el emperador Teodoro —decía Machray—. Se suicidó cuando se hizo evidente su derrota. Conseguí perderme en su grandioso palacio de adobe en Magdala, y tras dar muchas vueltas me encontré en los aposentos de las mujeres. Chicas yendo atropelladamente de un lado para otro con sus túnicas blancas, como agua corriendo. Di con una de sus hijas. No era negra exactamente, más bien negra azulada. Una cara preciosa, de halcón. ¡Sangre noble que se remontaba al mismísimo Cam!

»Debo confesar que estaba un poco asustado —prosiguió Machray—. A esos guerreros del Negus nada les gustaba más que desfilar con las pelotas de sus enemigos colgando de sus lanzas, y allí me encontraba yo, en territorio triplemente prohibido. ¡Difícil concentrarme en lo que me traía entre manos! Además, ninguno entendía una palabra de lo que decía el otro. ¡Ah, pero ella sí comprendía que la poesía era algo sagrado! ¡Despojé del shamma[18] a su gloriosa poesía! —Soltó una picante carcajada y anunció con jactancia—: ¡La convencí de que se quitara la ropa sin siquiera hablar su idioma! Era larga y esbelta de arriba abajo; pies estrechos, de corredora, calzados con zapatillas doradas. Toda negra azulada y temblando como gelatina en el molde. ¡Por Dios santo, qué cosa más encantadora! ¡Eso es algo que le ocurre a un hombre una sola vez en la vida! ¡Una princesa virgen!

Freling rió apreciativamente mientras Andrew pensaba que el profesor Rudolph Duarte también debía de tener historias parecidas, impropias para los oídos de sus estudiantes.

—¡Repugnante! —exclamó tras ellos una voz tensa, siseante. Entre las sombras apareció Hardy con su hijo—. ¡Despreciable y asqueroso!

—¿Le he ofendido, hombre? —repuso Machray alzando la voz.

—¡Y a todo el que ha podido oírlo! —aseveró Hardy—. ¡Pura obscenidad!

Jeff estaba a su lado, pálido, con ojos como platos, pasando la mirada de Machray a Andrew y a Freling. Los grupos que estaban cerca guardaban silencio.

—En ciertas clases sociales es costumbre buscar satisfacción por cualquier ofensa recibida —prosiguió Machray con voz intimidante—. Sin duda debo exponer el protocolo. Se elige como padrino a un amigo del ofendido, que convoca a un amigo del causante de la ofensa. Se organiza un encuentro, y se obtiene satisfacción. O no.

Hardy pareció encogerse visiblemente. Cuando la voz de Machray cesó había una tensión como un cable de telégrafo estirado hasta el límite, y Andrew sintió un sudor frío que le corría por la frente. Jeff había cogido a su padre del brazo.

—Vámonos, padre —le dijo.

Dieron media vuelta, arrastrando los pies; desaparecieron en la oscuridad. Machray permaneció con las piernas separadas, viéndolos marchar, la anaranjada punta del cigarro iluminando sus duros rasgos.

—Impertinente curioso que escucha conversaciones ajenas —dijo el escocés.

—Oye, ¿no te parece que has estado un poco severo? —observó Freling.

—¡Ha sido imperdonable! —sentenció Andrew.

—Creo que es uno de esos cobardes de por aquí que manda a sus vaqueros a que disparen emboscados a su seguro servidor —acusó Machray, aún sin bajar la voz—. Les haría frente uno a uno, si pudiera. —Volviéndose hacia Andrew, añadió—: Se ha puesto de su lado, ¿verdad?

—¡Me pondré de su parte y en contra de esa especie de intimidación!

—Bueno, entonces… —empezó a decir Machray, pero en ese momento volvió a aparecer Jeff Hardy. Venía hacia el escocés con la cabeza echada hacia delante como un animal acorralado, encogido.

—¡Si quie-quie-quiere pelearse con alguien, a mí no me asusta usted! —musitó Jeff—. ¡Pero deje a mi padre en paz!

—Yo no quiero peleas con usted, joven Hardy —repuso Machray.

—Pues, de-de-deje en paz a mi padre. —Jeff se contuvo; Andrew le oyó jadear.

—He dicho que no quiero pelearme con usted —repitió Machray en tono más tajante.

—Mi joven amigo —terció Freling en tono nasal, como si estuviera resfriado—, le ruego que no intente provocar una pelea cuando no hay necesidad.

—Déjalo ya, Jeff —dijo Andrew.

—¡Pues que se disculpe!

—Yo me disculparé en nombre de Lord Machray —se ofreció Andrew. En la oscuridad no distinguía si el joven iba o no armado. Jeff se enderezó. Sacudió la cabeza como para aclararse las ideas. Luego se marchó.

—¡Por amor de Dios! —gimió Machray—. ¡Qué asunto tan trivial y monstruoso! ¿Y todo por bailar con su hija?

—Creo que por eso cayó Troya —observó Freling—, porque alguien se puso a bailar con la mujer de otro.

Machray soltó una sonora carcajada y Andrew dejó escapar despacio el aliento, sintiendo lo mismo que cuando el cornilargo que cargaba contra él se convirtió en carroña inofensiva ni a dos metros de donde él yacía atrapado por el caballo caído. Igual que había odiado a Machray por haber intimidado a Hardy, sintió ahora aún mayor simpatía por el hombre que había sabido capitular. Pero la violencia había estado muy cerca.

* * *

A la mañana siguiente Andrew se encontraba entre una multitud apiñada en las aceras de la calle principal para ver la carrera de yeguas ponis: cuatro jóvenes vaqueros que pasaban como una exhalación en sentido paralelo, agachados en la silla con el ala del sombrero doblada por el viento, chillando y agitando la fusta, seguidos a los cinco minutos o así por otro cuarteto. Se encontró con Mary Hardy, tocada con un bonete azul; su madre no andaba lejos, pero no podía oírlos.

—Tiene que contarme lo que pasó anoche —musitó ella y, mientras se lo contaba, la muchacha asentía con una expresión que no parecía cuadrar con las palabras de Andrew. Cuando él acabó, Mary dijo—: Sí, eso es lo que me ha contado Jeff. Mi padre nos amenazó con llevarnos a casa. Para que todo el mundo fuera castigado por mi delito, ¿comprende? No es adecuado bailar con un hombre como Lord Machray. —Se echó a reír y, lanzando una mirada hacia su madre, añadió—: En realidad, no hay muchos hombres adecuados. El señor Yarborough, el comandante Cutter…

Siguió con una serie de nombres que a él no le decían nada.

—Deben de haberme incluido en esa lista —sugirió.

—Ni que decir tiene, desde luego. Por parte de mi madre, en cualquier caso.

Andrew sintió que le ardía la cara y ella rió con gran deleite.

—Anoche no vi en el baile al joven Matty Gruby —observó él—. Pero supongo que tampoco se le considera adecuado.

—Estuvo allí. No, no lo es. Si restamos los que yo considero apropiados de los que ellos piensan que no lo son, quedan muy pocos. ¡Y ésos, mucho me temo, no me consideran adecuada a mí!

—Lamento oírla hablar así.

—¿Por qué? Es la verdad. —Rió como si acabara de contar un chiste muy divertido—. ¡Empiezo a comprender que ningún joven Lochinvar[19] vendrá en su caballo para llevarme lejos de las Bad Lands! ¡Ah, ahí viene Matty!

Otro grupo pasó como un torbellino, con uno de sus integrantes adelantándose para gritar provocativamente mientras se erguía sobre los estribos y cruzaba vencedor la línea de meta. Recorriendo de nuevo la calle entre la admiración de sus amigos, Matty saludó con la mano y llamó a Mary Hardy, pero su expresión se endureció al ver a Andrew.

Más tarde, cuando Andrew ya se había separado de Mary Hardy y su madre, Matty Gruby, con zahones, un pañuelo de seda azul al cuello y un revólver remetido en el cinturón, se encaró con él en la acera, deteniéndose con las piernas abiertas y las manos en las caderas, el labio inferior sobresaliendo bajo el ralo bigote.

—Quiero decirle algo. ¡Aléjese de Mary Hardy si sabe lo que le conviene!

—Le aseguro que no estoy interesado en la señorita Hardy en el sentido en que parece usted pensar.

—Pues acabo de verlo en su compañía. ¡Y anoche bailó con ella!

—También bailé con su madre, así como con otras señoras. Soy amigo de la familia Hardy, no de la señorita Hardy en particular.

—Su padre ni siquiera me dirige la palabra —se quejó Matty, pasándose el dorso de la mano por los labios—. Hace como si no existiera. La madre piensa que es usted el mejor partido que haya existido nunca para Mary. Pero déjela en paz. ¡Usted no le importa nada!

Antes de que pudiera contestarle, el muchacho giró la cabeza, escupió, le lanzó otra mirada sulfurada y resentida, pasó por su lado, y se alejó contoneándose por la acera.

Llevaba demasiado tiempo negándose a afrontar el hecho de que los Hardy lo consideraban un espléndido pretendiente para su hija. Además, había tenido la arrogancia de tener lástima a Mary Hardy por el papel que desempeñaba en Miles City, cuando ahora parecía la reina de la fiesta y el centro de diversas emociones.