5
Dos días después de volver de la ciudad estaba sentado frente a la cabaña al sol de la mañana, en la butaca que había logrado arreglar con cuerda y alambre, trabajando en uno de sus bocetos del rodeo, cuando oyó un tintineo de arneses. Dos jinetes lo observaban inmóviles a menos de veinte metros de distancia.
—¿Quién es usted? —preguntó uno de ellos.
Dijo que se llamaba Livingston. Los dos jinetes se acercaron, el que había hablado apuesto y de aire sombrío, bigote negro, ojos oscuros y mirada profunda, el otro un feo y achaparrado bulldog, de mandíbula sobresaliente y barba de varios días.
—¿Está acampando aquí? —inquirió el primero.
Al acercarse, su sombra cayó sobre él. Dijo que había reclamado tierras allí.
—Chally Reuter y yo.
—¡Chally Reuter! —exclamó el más bajo—. ¡Ja!
—¿Terreno cedido por el Gobierno? —preguntó el otro.
El hecho de que aquellos dos lo asustaran, lo enfureció. Poniéndose en pie, se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
—¿Piensa criar ganado, entonces?
Volvió a mover afirmativamente la cabeza.
—¡Ja! —volvió a exclamar el más bajo. Desmontó con un tintineo de espuelas, soltando las riendas al suelo. El jinete moreno permaneció en la silla, mirando fijamente a Andrew con una especie de total concentración.
—No es usted bienvenido —declaró.
Su compañero se había acercado aún más, para escudriñar el rostro de Andrew. Luego pasó sigilosamente por su lado, las manos en las caderas, para quedarse mirando el cuaderno de bocetos abierto en el asiento de la silla. Llevaba un revólver enfundado a la cintura.
Andrew intentó hablar con calma.
—Eso no lo admito. Son tierras públicas.
—Resulta que yo estaba pensando en reclamar estas tierras —replicó el moreno, resoplando por la nariz.
—Challis Reuter está ahora en Mandan, reclamándolas.
—A mí se me había ocurrido primero.
Andrew se encogió de hombros, irritado, más por la presión que imponía la quietud de aquel hombre que por su insistencia sobre la reclamación.
—Entonces se trata de un asunto para los tribunales —concluyó.
—No, es una cuestión entre usted y yo.
—Oye, es ese tío dibujante que estuvo en el rodeo —dijo el hombre bajo—. Un boxeador impresionante, según me han dicho. —Volvió a situarse frente a Andrew, alzando los puños y agitándolos con rapidez—. Enséñenos un poco de ese boxeo elegante, ¿quiere?
Andrew sintió que se le encendía el rostro. Maldijo la hora en que había dejado el rifle dentro de la cabaña. El jinete moreno no le quitaba la vista de encima.
—¿Me oye? —dijo el más bajo. Sacó el revólver de la funda—. Le diré lo que va a hacer, sólo haga unas poses y dé unos pasitos para que lo veamos. Con eso bastará.
Una voz serena le dijo en su cabeza que hiciera lo que le decían. Aquellos hombres, fueran quienes fuesen, eran realmente capaces de hacerle daño, aunque no, concluyó, sin que mediara provocación. Eso era lo que andaban buscando. Sin hacer caso al bajito con el revólver, preguntó al otro:
—¿Qué quieren de mí?
—Adivínelo —contestó tranquilamente el hombre moreno. Sintió un golpe en el hombro y perdió el equilibrio. El bajito empuñaba el revólver apuntando hacia abajo. Tenía la mandíbula inferior proyectada hacia delante, descubriendo unos dientes de color parduzco.
—¡Le he dicho que dé unos pasitos para que lo veamos! ¡O lo hace, o le vuelo un pie!
Sentía la cabeza hinchada, a punto de estallar, mientras, con los puños en alto, movía las piernas, hacía fintas con la derecha y la izquierda, se echaba atrás, adelante, fingía traspiés, hasta que dejando caer el hombro proyectó el puño desde el costado para aplastarlo contra la punta de aquella desproporcionada mandíbula. Con un grito sofocado, el bajito cayó tendido de espaldas. Andrew saltó hacia el revólver.
—¡Quieto!
Jadeando, se irguió y se volvió. El hombre moreno lo apuntaba con un revólver.
—Monte en ese caballo. —Se lo indicó con el arma. Cuando Andrew no se movió, la amartilló con un sonoro chasquido.
Andrew subió a la montura. El bajito estaba ahora sentado, soltando juramentos y moviendo la mandíbula de un lado a otro. Recogiendo el sombrero y encajándoselo en la cabeza, se puso en pie, gruñendo y tambaleándose.
—Átale las manos —ordenó el otro.
—Qué cabrón. Me ha saltado los dientes del porrazo —refunfuñó el bajito. Dio unos pasos sin rumbo durante unos momentos, antes de llegar junto a Andrew y decirle—: Ponga las manos a la espalda si no quiere que le rompa el brazo.
Le ataron las manos a la espalda. Sentía un brusco tirón cada vez que apretaban la cuerda para hacer otro nudo.
—¡Será tramposo, el hijoputa! —rezongó el bajito.
El jinete moreno emprendió la marcha, llevando el caballo que montaba Andrew, mientras el bajito iba detrás, sujetando el extremo de la cuerda que le ligaba las manos. Se aseguraba a la silla con los muslos, procurando mantener el equilibrio mientras el sol le quemaba los ojos y le venían oleadas de desfallecimiento. No podía creer que le estuviera sucediendo aquello. Probablemente nos buscarán las vueltas, había dicho Chally. Se negaba a creer que fuera algo más que eso. El cabecilla moreno se dirigía hacia los álamos que bordeaban el arroyo. Había cogido el lazo de la silla y lo llevaba colgado al hombro.
Se detuvo a la sombra de los árboles y lanzó el extremo de la cuerda sobre una rama. Quedó colgando sin que se deshicieran las espirales del rollo. El hombre moreno se dio la vuelta, echando el lazo, y Andrew se encogió involuntariamente de hombros al sentir que caía sobre su cabeza. Allí quedó sin apretarse, con una especie de delicada presión. El hombre moreno permanecía inmóvil, medio vuelto en la silla, mirándolo con fijeza.
—Me parece que ya es suficiente —dijo una voz desconocida.
Era la de un hombre a lomos de un enorme caballo gris, parado entre la maleza de la otra orilla del arroyo, con un rifle apoyado en el antebrazo. Llevaba una grasienta chaqueta de gamuza y un maltrecho sombrero, bajo el cual se veía un rostro tan surcado de arrugas que parecía desgarrado por algún animal. Hizo un movimiento con el cañón del rifle.
—Quítale la cuerda a ese tipo, Jake.
—Esto no es asunto tuyo —replicó el hombre moreno.
—¡Quítasela! ¡Tú, Bob, desátale las manos!
Maldiciendo entre dientes, el bajito empezó a dar tirones a la cuerda que ataba las manos de Andrew.
—Si cualquiera que al pasar por aquí os viera colgar a un tipo y no pensara que es asunto suyo, yo diría que la raza humana se ha echado a perder —sentenció el recién llegado.
Con las manos libres, Andrew se aferró al pomo de la silla.
—Espero que sólo fuerais de farol, pero de todos modos lo considero asunto mío. Usted, joven, baje ahora del caballo y deje que monte Bob. Después se marcharán los dos.
Cuando Andrew saltó al suelo, sintió que se le doblaban las rodillas y casi se derrumbó. El bajito montó sin quitar ojo, como su compañero, al tercer hombre, tras el cual se veían los lomos de unos mulos sin carga.
—Te metes donde no te llaman, Bill —advirtió el hombre moreno, sin aparente acaloramiento.
—¡No acabo de deciros que esa canallada es asunto de cualquiera! Recuerdo un tiempo en que si a un tipo lo cogían los diablos pieles rojas, todo el mundo sabía que era su obligación rescatarlo. ¡Permitidme que os lo diga! —Y dirigiéndose a Andrew, preguntó—: ¿Se le han presentado esos dos, señor?
Él negó con la cabeza.
—El guapo se llama Jake Boutelle, y el bajito despreciable es Bob Cletus. Para que lo sepa si vuelve a encontrarse con ellos.
—Ya nos veremos —le aseguró Boutelle, fulminándolo brevemente con sus ojos de obsidiana.
—La próxima vez no me cogerán desprevenido —replicó él.
—No le servirá de nada —apostilló Boutelle.
—Oh, vaya, será mejor que dejes ya este asqueroso asunto, Jake —dijo el recién llegado. Su tono, como su expresión, sólo era a medias jocoso—. Si no queréis que no os dirija la palabra en la ciudad. Y que los perros ladren cuando paséis por su lado. Y que los niños se echen a llorar. Escucha la voz de la razón, Jake, que te habla a través de mis amables palabras. Y tú, Bob Cletus, ¿es que no te avergüenzas de ti mismo?
—Tú has sacado el arma, Bill —repuso el bajito—. Así que, supongo que puedes decir lo que te dé la gana.
Boutelle hizo girar al caballo y, con Cletus detrás, trotó hacia el norte por la vega del río. La espalda del bajito estaba cubierta de polvo por la caída.
El recién llegado cruzó el arroyo, chapoteando con el caballo y llevando del ramal a sus mulos sin carga.
—Le estoy muy agradecido —dijo Andrew.
—Supongo que sí —repuso el otro, sonriendo. Era feo en un sentido casi cómico. Alargando una mano grande, nudosa, se presentó—: Bill Driggs.
—Andrew Livingston. Si viene a la cabaña, lo invitaré a un whisky.
—Me parece que no queda muy lejos de mi camino —repuso Driggs.
Desmontó y subieron juntos hacia la cabaña, Driggs tirando de los siete animales. Casi tan alto como Machray, tenía unos andares tranquilos, de zancada larga. Era cazador, le dijo, acababa de salir de caza para abastecer a los coches restaurantes del ferrocarril. Andrew le contó lo que había pasado.
—Intentaban asustarlo para que se fuera de las tierras. No creo que hubieran pasado a mayores, a menos que usted se resistiera.
—Tumbé al bajito de un puñetazo.
Driggs consideró aquella información en silencio.
—No es fácil que Bob Cletus caiga bien a alguien. Pero Jake Boutelle… —sacudió la cabeza—. Esos antiguos cazadores de búfalos. Las cosas les van mal. Antes ganaban dinero a paletadas sin dar golpe de la mañana a la noche y trabajaban un año sí y otro no, y de pronto se encuentran sin nada que hacer. ¿A qué se dedican ahora? —Volvió a sacudir la cabeza y concluyó—: A trabajos sucios.
Andando a grandes zancadas para mantenerse a su altura, Andrew se sentía extrañamente ingrávido. Notaba la cabeza ligera. Nunca había tenido tanto miedo, ni tal sensación de alivio. Dijo que creía necesario presentar una denuncia al sheriff. Driggs pareció sorprenderse ante la idea.
—¿Para qué? Para ponerla tendría que ir a Mandan, a ciento cincuenta kilómetros de aquí, y no creerá que el viejo Cece va a molestarse en venir por un asunto tan insignificante, ¿verdad?
—¿En nombre de quién actuaban esos individuos?
—Me han dicho que la Asociación de Ganaderos está muy preocupada por si se congestionan los pastos. Podría ser eso. Chally Reuter y usted van a asentarse aquí, ¿no?
—Esa intención tenemos.
Driggs hizo una mueca, se encogió de hombros y asintió con la cabeza, todo a la vez. En la cabaña Andrew sirvió dos generosas medidas de whisky, y Driggs y él se pusieron en cuclillas con la espalda apoyada en la fachada. El alcohol le asentó el agitado estómago.
—Si viene conmigo le presentaré a Yule Hardy —dijo Driggs, alzando el vaso y entornando pensativamente los ojos hacia el nivel del whisky—. Está un poco al sur de aquí. Si él se pone de su parte, no tendrá más problemas con los tipos de la Asociación. De todos modos, suelo ir a cenar allí. Gente agradable. ¿Qué tal se encuentra?
—Tembloroso.
—Bueno, menudo espectáculo ofrecía usted ahí. Con la cuerda por corbata y todo eso.
—Gracias. No las tenía todas conmigo, me temo. Y ahora he de tener cuidado con Boutelle.
—Vaya, veo que no está pensando en volverse al Este —dijo Driggs, riendo. Luego añadió—: Vamos a ver a Hardy y lo arreglaremos, así Boutelle no volverá a molestarlo. Pero yo iría con pies de plomo con ése. Es un tipo difícil. Si él lo olvida, haga usted lo mismo.
—Nada me gustaría más —repuso Andrew, y ambos rieron y bebieron el whisky.