6
Cuando Andrew bajó del tren del Oeste en Pyramid Flat, dejó el equipaje en la estación y se dirigió a pie al salón. El local, oscuro como una cueva, tenía una panzuda estufa con un tubo alto y torcido en medio de la amplia estancia, a un lado las mesas y al otro el mostrador, al que el camarero estaba sacando brillo.
Apoyado en la barra, dando sorbos al áspero whisky, tuvo una divertida visión de sí mismo, el aspirante a aventurero que acababa de cortar sus lazos con el Este tras decidir que dedicaría su vida a las Bad Lands, pasando el rato en el salón, un parroquiano muy consciente de su propia identidad. Reconoció a Bill Driggs al fondo del local, con el sol que entraba por una de las puertas de lamas dibujando franjas en su cabeza cenicienta y su arrugado rostro. El cazador estaba sentado a una mesa con otro hombre, los sombreros entre ellos, la botella de whisky frente a Driggs, cuyo compañero se inclinaba hacia él con la barbilla apoyada en las manos.
—Ven para acá y siéntate con los amigos —le dijo Driggs, alzando la voz.
Andrew se llevó el vaso a la mesa y estrechó la mano a Driggs y al otro, que se llamaba Conroy. A Driggs, desharrapado y sin afeitar, no parecían irle bien las cosas. Le indicó una silla vacía con un gesto de la mano y Andrew se sentó. Intercambiaron sonrisas.
—Sigues con ropa de ciudad, según veo. ¿Acabas de volver a las Bad Lands?
—Ahora mismo, de Chicago —confirmó él.
—Con Chally y sus socios ha ocupado una parcela entre Hardy y el Duque del Ojete Encogido —explicó Driggs a Conroy.
Fuera, se oían cascos pasando por la calle, y chirriaban ruedas de carros. El dibujo de las barras de luz cambió en las facciones de Driggs cuando las puertas batientes se abrieron hacia dentro. El tal Cletus entró dando bandazos y se detuvo, mirando alrededor en la penumbra del salón. Con canana y revólver, llevaba una pernera del pantalón remetida en la parte alta de la bota y la otra por fuera.
—¡Buenas tardes, Bobby! —saludó Driggs—. Ven y siéntate. ¡Estamos Connie y yo, y te acordarás de Andy Livingston, de Fire Creek!
Cletus proyectó hacia delante su mandíbula de bulldog, inclinó la cabeza a guisa de saludo, y la sacudió. Se dirigió a la barra, como avanzando por la cubierta de un buque escorado bajo un fuerte viento. En el mostrador se volvió, apoyándose con los codos y mirando a Andrew con un ojo guiñado como si hiciera puntería a lo largo del cañón de un rifle.
—A lo mejor muerde —dijo Driggs en voz baja, preguntando a Andrew—: ¿Has vuelto a ver a Jake?
Él contestó que no, devolviendo la mirada a Cletus, que al fin se dio la vuelta y se puso a discutir con el camarero.
—¡Vaya, ahora me acuerdo de este amigo! —exclamó Conroy de pronto. Poseía unos rasgos finos, bastante desiguales, con ojos asimétricos—. Al que el lord tumbó de culo en el rodeo de octubre pasado. Boxeo. Pelea a puñetazos con unos guantes descomunales —explicó a Driggs. Y volviéndose a Andrew, añadió—: Oiga, usted tampoco lo hacía mal, hasta que el lord le atizó aquel golpe.
—¿Te tiró al suelo? —inquirió Driggs. Su feo rostro se contrajo en una mueca de cómico abatimiento—. ¡Y yo que pensaba que erais amigos!
—Fue un asunto amistoso —objetó él. Sentía cierta irritación por el hecho de que lo afectara la presencia de Cletus.
—¡Ja! —exclamó Conroy—. ¡Si alguien me derriba de un puñetazo no va a seguir siendo amigo mío mucho tiempo!
—Es un deporte, no la guerra. Si pierdes los estribos no tiene sentido.
—¡Ja! —insistió Conroy—. Yo diría…
—¡Cállate ya! —le dijo Driggs—. Te está diciendo que ese enfrentamiento pugilístico es como un juego que practicaba con el Duque de las Viseras Verdes. —Miró a Andrew con los ojos entornados y prosiguió—: No todo el mundo de por aquí entendería eso, ¿comprendes? En cierta época si alguien te derribaba era mejor que te levantaras y lo tumbaras con otro golpe más fuerte, si no querías largarte del territorio.
—¿Por qué? —preguntó, con el rostro ardiéndole de ira. Cletus se había vuelto a mirarlo de nuevo con una expresión de arrogancia etílica.
—Porque la gente pensará que eres de los que se puede tumbar de un puñetazo porque luego te quedas de brazos cruzados.
Conroy, poniendo cuidado, sirvió whisky de la botella en los tres vasos. En tono conciliatorio, dijo:
—Bueno, ese escocés es un tío enorme. Supongo que podrá derribar a quien se le ponga en las narices.
—Claro que ahora las cosas son diferentes —continuó Driggs—. La gente no pone tanto empeño en esas cosas. Eran tiempos más difíciles, los de antes. Aunque también es triste que hayan desaparecido.
Cletus salió tambaleándose, con las puertas de lamas oscilando a su espalda. Driggs sacudió la cabeza.
—Es increíble que los viejos tiempos se hayan ido para siempre, y que haya gente que intente recuperarlos con whisky. Yo también —concluyó con un suspiro, mirando su vaso con aire meditabundo. Su rostro parecía tallado en madera oscura, veteada por el tiempo y la intemperie.
Andrew le preguntó qué iba a hacer en primavera.
—Nada en especial. Ha bajado tremendamente el mercado de la caza. No entiendo cómo se han puesto así las cosas.
Conroy dijo que tenía que marcharse, recogió su sombrero, y saludó a Andrew con una inclinación de cabeza.
—Encantado de conocerlo —dijo, y se marchó.
Driggs se estiró con ganas.
—¿Y si comemos un bocado, Andy? Luego podríamos echar un vistazo en casa de la Gran Cora.
Tardó un momento en relacionar a la Gran Cora con la señora Benbow.
—No, gracias —contestó, sintiendo que le ardían las mejillas otra vez.
Driggs apoyó la cara en una de sus manazas y le lanzó una mirada desde el otro lado de la mesa.
—¿No ves a las putas con buenos ojos? —inquirió en tono suave—. ¡Vaya, hombre! Será mejor que te enteres de algo si es que vas a quedarte a vivir por aquí. Putas es lo único que tenemos en las Bad Lands. Las de casa de Cora son las únicas mujeres con las que un tipo puede hablar en Pyramid. Es un sitio para alternar en todos los sentidos, ¿comprendes?
* * *
La casa de la señora Benbow era una construcción de dos plantas la mitad de grande que el hotel, del que la separaba un angosto callejón. Había calesas y caballos trabados en la barandilla frente a la entrada, y en la penumbra una luz azul destellaba junto a la puerta. En el interior, un hombre menudo de severo aspecto, con bombín, estaba repantigado en una silla baja. Cuando entraron, los saludó en silencio con un movimiento de cabeza.
Pasaron a un salón bien iluminado en donde había un rumor de conversaciones. Una chica con unas enaguas blancas se dirigió rápidamente hacia ellos y cogió a Driggs del brazo.
—¿Vienes a echar un polvo, Billy?
Iba toscamente maquillada, era muy joven, de figura esbelta. Andrew observó que no llevaba muy limpias las enaguas. Había visitado una casa en Boston con un amigo en el último año de Harvard, pero se había sentido tan avergonzado que no lograba recordar ni el salón ni a las chicas. En aquella estancia había alrededor de una docena de personas, la mayoría muchachas con enaguas blancas como la que se había colgado del brazo de Driggs. Otros tres hombres con ropa de ciudad comparaban sus cigarros puros, un vaquero se sentaba en una mecedora apoyando un pie en el brazo del asiento, con una botella de whisky en una mesa baja a su lado. Parecía existir ese espíritu de fácil camaradería que Driggs había mencionado, y nada ruidoso. Sus ojos se encontraron con los de una chica que alborotaba el pelo de un hombre en cuyas rodillas estaba sentada; con los labios pintados semejantes a cintas carmesíes, reía a carcajadas, pero al verlo aquietó su expresión y se quedó mirándolo con una sonrisa.
—¡Ay, Billy, que duele! —exclamó la primera chica; Driggs le había agarrado las nalgas con su manaza. Tenía el rostro encendido.
Andrew permanecía a su lado en actitud incierta, examinando las litografías de las paredes, en su mayoría escenas de caza y cumbres montañosas, desde luego nada destinadas a inflamar los sentidos. De una maceta alta y abombada en un rincón brotaba un grupo de plumas de vivos colores. La luz de lámparas con pantallas de cristal de colores destellaba en los pálidos rostros y los desnudos hombros de las chicas. Aunque no le gustaba el estilo del local, veía que se había realizado un esfuerzo en aras del buen gusto. Una especie de neblina flotaba en el techo, y había un complejo olor que intentó analizar: humo de cigarro, whisky, agua jabonosa, afeites, perfume. A hombres y mujeres.
—No te importaría adelantar un par de dólares a Fanny, ¿verdad? —le dijo despreocupadamente Driggs. Al parecer invitaba él, como a la cena. Sacó los billetes verdes, y la muchacha se los apropió con gesto eficiente. Driggs y ella subieron juntos las escaleras, entrechocando las caderas y riendo. A Andrew le recordaron a un par de críos retozando, pese al arrugado rostro y los cabellos grises del cazador.
Una camarera jorobada con uniforme blanco y negro le preguntó si quería un whisky. Le trajo un vaso y le pidió cincuenta centavos. Uno de los vecinos de la ciudad lo saludó amigablemente con un movimiento de cabeza. La chica de los labios brillantes se acercó a él y lo cogió del brazo.
—¿Busca compañía, señor?
Respondió con una negativa, pero ella no se dio por enterada y siguió agarrada de su brazo, mirándolo a la cara con una sonrisa. Tenía los ojos azul claro, uno de ellos empañado por un defecto en la pupila. Lo que quería en ese momento era su cuaderno de bocetos, para captar el movimiento de Driggs subiendo apresuradamente las escaleras con su Fanny, o la primera visión de la chica que ahora se colgaba de su brazo, aquella expresión de impetuoso entusiasmo en el rostro vuelto hacia él a la vez con aire expectante y sin esperanzas, sentada en las rodillas de un hombre mientras otro, conversando con este último, bajaba la vista y le inspeccionaba los pechos.
Un hombre voluminoso que bajaba las escaleras dando bandazos se detuvo en el rellano y trastabilló contra la barandilla, inclinándose peligrosamente sobre el grupo de abajo. Una de las chicas dio un grito.
Era Lord Machray, en mangas de camisa. Tras él apareció la señora Benbow, que le puso la mano en el hombro como para retenerlo. Llevaba el pelo negro recogido hacia arriba, y en sus orejas destellaban largos pendientes. Su mirada se encontró con la de Andrew, pero no dio muestras de reconocerlo.
—¡Chicos galantes y nenas preciosas! —gritó Machray con su marcado acento escocés, mirando hacia abajo. Tenía el rostro encendido. Se enderezó, sacando la cabeza a la alta mujer que tenía a la espalda, y adoptó una postura oratoria.
—Se ha dicho —prosiguió— que los escoceses fornican gravemente y sin convicción. ¡Voy a pedir a la señora Benbow que niegue ese infundio!
Se oyeron carcajadas. La mujer se ruborizó. Machray extendió un brazo hacia ella.
—¡Diga ante las multitudes quién es el mejor follador del continente, querida mujer!
—Pues usted, Machray, ¿quién, si no? —repuso ella con su voz más bien áspera. Andrew la recordó en el porche de Widewings, su cabeza apoyada en el hombro de Machray contemplando la lluvia de estrellas fugaces. Ahora lo cogió del brazo cuando volvió a tambalearse.
Machray se enderezó cómicamente mientras alzaba las manos como impartiendo una bendición.
—¡Os repetiré las palabras de mi anciana madre, amigos míos! «¡Lo que no mata, engorda!» ¡Ahí tenéis sabiduría abreviada, el secreto de la potencia en el macho, y un específico contra las enfermedades del hígado!
Andrew sintió que la chica se soltaba de su brazo, dedo a dedo, hasta que retiró la mano. La imponente figura de Machray en la escalera junto a la alta mujer parecía desbordar la realidad, con su electrizante vitalidad. El largo vestido negro de la señora Benbow poseía cierto estilo, y pese a sus duras facciones y su orgullosa cabeza resultaba atractiva, los vulgares rasgos iluminados por sus ojos negros.
—¡Amigos! —continuó Machray—. Pronto estará terminado el matadero… —Alguien lanzó unos vítores y Machray le hizo una reverencia—. ¡Pero tratan de apuñalarnos por la espalda! ¡Han subido las tarifas del transporte de carne preparada! ¡Más que las del ganado vivo! ¡Los fabricantes de productos cárnicos actúan en connivencia con sus aduladores del ferrocarril! ¡Pero nos impondremos! ¡No sacrificarán a las Bad Lands! —Se inclinó hacia delante, agitó un grueso dedo hacia el círculo de rostros alzados hacia él, con la madam sujetándolo por la espalda de la camisa, y concluyó—: ¡Amigos! Hemos encontrado caolín. ¡Allá por Muddy Creek!
—¿Qué es eso, Machray? —preguntó uno de los hombres.
—¡La arcilla más pura! ¡Con la que se hace la cerámica más fina! ¡Pyramid Flat se pondrá a la altura de Copenhague, de Sèvres, de Meissen!
Aplausos, más vítores.
—¡Le da por ahí cuando está achispado! —musitó la chica a su lado. Andrew no estaba seguro de si la actitud del salón era de burla o de franco entusiasmo. Machray alzó las manos para imponer silencio de nuevo.
—¡Y os voy a regalar el sencillo repollo! ¿Sois conscientes de que aquí tenemos el clima perfecto para las coles? ¡Podemos cultivar repollos y criar vacas y corderos en cantidad suficiente para dar de comer al mundo entero! ¡Las Bad Lands dejarán de ser Tierras Baldías para convertirse en Tierras del Sustento! ¡Forjaremos un imperio con esos valles y viejos cerros!
Andrew tuvo la impresión de que Machray hablaba en plural mayestático. La madam le tiró del brazo cuando el escocés se inclinó sobre la barandilla.
—Ya basta, Machray. En su estado…
—¡En mi estado! —bramó Machray—. ¡Maravilloso estado! El cuerpo de un atleta. ¡De un chaval de veinte años! Sobrio o borracho, ¡siempre está en forma el muchacho! ¡Daisy, un vaso de whisky para los congregados, a cuenta del dueño del rancho Ring-cross!
La señora Benbow lo condujo escaleras abajo, en donde lo rodeó un grupo de hombres para estrecharle la mano y darle palmadas en el hombro, sacando él la cabeza a todos los congregados. Sus ojos se encontraron con los de Andrew al otro extremo del local, y su rostro se iluminó.
—¡Ah, Livingston! Otro caballero cautivado por la belleza de estos parajes. Trabajaremos juntos para hacer que las Bad Lands sean el jardín del mundo, ¿eh, Livingston?
—Calle ya, Machray —dijo la señora Benbow, mientras la camarera circulaba, sirviendo whisky en los vasos que le tendían.
—¡Está perdidita por él! —musitó la acompañante de Andrew, riendo tontamente—. ¡Me troncho de risa al verla!
—¿Y tú? —le espetó él—. ¿Qué piensas tú de él?
Ella alzó la vista y lo miró con sus redondos ojos claros.
—¡Ah, es un excelente caballero! ¡Siempre nos divertimos mucho cuando viene Lord Machray!
Entonces volvió bruscamente el rostro hacia las escaleras con expresión inquieta.
Driggs bajaba solo. Andrew observó que sus rasgos se contraían al contemplar la escena que se desarrollaba en el salón. Abajo, era tan alto como Machray; la muchacha volvió a agarrarse del brazo de Andrew cuando las dos descollantes cabezas parecieron atraerse mutuamente. Hubo un confuso enfrentamiento, un grito de mujer, exclamaciones de hombres; de pronto sólo se veía la rubia cabeza del escocés.
—¡No tienes por qué aceptar mi whisky, hombre! —dijo Machray con voz ronca—. ¡Pero no puedes llamarme eso!
—¡Wax! —gritó la madam.
Acercándose a empujones, Andrew vio que Driggs se levantaba del suelo. La señora Benbow se había interpuesto entre los dos. Apareció el hombrecillo del bombín; se vio el destello de una pistola. Sujetándolo bien, Wax condujo a Driggs hacia la puerta con un murmullo apaciguador.
El grotesco rostro se volvió con una mueca retorcida:
—¡Sal a la calle y arreglemos esto, Much-a-caca!
Entonces Driggs y Wax desaparecieron. La señora Benbow se volvió hacia Machray, mientras las chicas y sus clientes se retiraban del círculo formado a su alrededor. Machray alzó la mano para apartarse un mechón de pelo de la frente.
—Que alguien me preste un arma —dijo.
—¡No, eso no! —exclamó la madam, con otras voces haciéndole coro.
Andrew oyó entre ellas la suya propia. Parecía una pesadilla, y era él quien había provisto los medios para que Driggs viniese allí. Machray sacudía con fuerza la cabeza, temblando de arriba abajo.
—¡Nunca en la vida me he negado a pelear! ¡Mis antepasados se revolverán en la tumba como dínamos!
—¡Está borracho, Machray! —afirmó la señora Benbow.
—¡Borracho como una cuba! —gritó otra voz.
Andrew, a empujones, se acercó aún más. Machray dio media vuelta, trastabillando.
—¿Es que nadie me va a prestar un arma? ¿Me das la tuya, Buckley? He sido cliente tuyo.
—¡No! —exclamó la señora Benbow—. ¡No lo consentiré!
Machray, tambaleándose, se encaraba con Buckley, el mentón proyectado hacia delante.
Andrew apretó el puño, colocando el pulgar con cuidado para no dislocárselo, e inclinó el hombro. Tomó impulso con las rodillas. El dolor se le disparó por el brazo. Hubo un coro de gritos y la casa se estremeció cuando Machray se derrumbó. Tanteó el suelo con la mano, que acabó bajo su cuerpo; se quedó quieto, boca abajo.
Dos de las muchachas con enaguas blancas se arrodillaron a su lado como ángeles custodios. Los demás miraban fijamente a Andrew, la madam con sus ojos negros, que todo lo abarcaban.
—Bendito sea —le dijo—. Bill lo habría matado.
Un hombre de barba entrecana sacudía la cabeza.
—No quisiera estar en su pellejo cuando Lord Machray recobre el sentido, joven.
—No se acordará de nada —aseguró la señora Benbow—. Y si lo recuerda, tendrá que dar las gracias.
—Será mejor que lo lleven a casa —sugirió Andrew.
Frotándose el puño pensó que lo estaba empleando en las Bad Lands más a menudo de lo que hubiera querido. Pero si él se había puesto en peligro de muerte cuando golpeó a Cletus, el puñetazo con el que acababa de derribar a Machray había tenido el objeto de salvar la vida a aquel gigante.
—Hemos llamado a su asistente —repuso la madam. Se llevó las manos a las mejillas, como intentando sujetarse la cabeza en su sitio—. ¡Daisy! ¡Tomaremos otro whisky, a cuenta de la casa!
Andrew rechazó el vaso que la camarera le trajo; no necesitaba más estimulantes. La muchacha de los labios brillantes lo observaba con aire de veneración. Pero su propia satisfacción se había transformado ya en inquietud por Machray. Quien desafió a Hardy había sido desafiado a su vez, habían plantado cara al bravucón, y la violencia homicida parecía haber estado en Pyramid Flat aún más cerca que en Miles City.
Antes de que Machray recobrara el conocimiento, llegó Dickson, que se puso en cuclillas junto a su patrón y, aflojándole la corbata, le tomó el pulso y chasqueó la lengua con desaprobación.
—Podemos sacarlo por atrás si lleva la calesa al callejón —sugirió la señora Benbow.
—Creo que él preferiría salir por donde ha entrado, gracias, señora —repuso Dickson—. ¿Podrían echarme una mano para llevármelo?
Andrew y otros dos lo ayudaron a cargar con Machray, el coloso murmurando, protestando y roncando.
—Ciento diez kilos, nada menos —jadeó Dickson. La señora Benbow mantuvo la puerta abierta mientras ellos maniobraban para sacar aquel peso del salón.
Fuera, bajo el resplandor azul de la lámpara, el rostro de Machray tenía un aspecto cadavérico. Más allá reinaba la más negra oscuridad, en la que Driggs, de estar allí, resultaba invisible. Avanzaron tambaleándose por la acera con la desmadejada mole, y lograron colocar a Machray en el asiento de su calesa.
—Gracias, caballeros —se despidió Dickson. Los otros dos volvieron hacia la luz azul, pero por el gesto del asistente Andrew dedujo que debía quedarse. En voz baja, le confió—: Es porque echa mucho de menos a Lady Machray y al mocoso, ya entiende, señor Livingston. Le da por beber una enormidad cuando se siente solo.
—Pues claro, Dickson.
Dickson subió a la calesa y azuzó al caballo chasqueando la lengua. La calesa se alejó con sus altas y delicadas ruedas, sus ocupantes ahora invisibles con la capota. Andrew permaneció bajo las deslucidas estrellas hasta que se le habituaron los ojos a la oscuridad, buscando a Driggs.
Dio la vuelta a la manzana del hotel, pisando con cuidado en la calle llena de baches, pero no encontró ni rastro del cazador.