5

Como he mencionado antes, la segunda visita debía ser el mismo día y a la misma hora una semana más tarde, pero a los cinco días de nuestro primer encuentro recibí una carta. La carta decía que no podría venir a la segunda entrevista y estaba correctamente firmada por ella. Decía lo siguiente:

«Doctor Shiomi:

»Yo estaba ilusionada con la posibilidad de gozar del descanso posterior a su visita, habiéndole contado todo cuanto guardaba dentro de mí misma, acumulado durante tanto tiempo. Sin embargo, la realidad fue distinta y experimenté lo contrario de lo que había imaginado.

»Doctor, ¿qué me ha pasado?

»Piense que desde el día siguiente a nuestro primer encuentro, mi rostro no ha gozado de descanso alguno. En mi cara se repiten las convulsiones. Si hago el menor esfuerzo por vencerlas, éstas se convierten en más fuertes. Por ello, ya no me veo capaz ni de asistir al trabajo.

»Por otra parte, no tengo apetito y no puedo ni ver la comida.

»Sé que puedo morir y, por ello, me esfuerzo en ingerir algún alimento que mi cuerpo repele y expulsa con el vómito segundos más tarde. Las náuseas son constantes después de haber comido.

»Ya lo ve usted, frente a tal resultado debo responder con una negativa a su tratamiento y anular nuestra segunda cita. Estoy completamente segura de que, si sigo sus consejos, mi situación empeorará. Tengo mucho miedo y no sé qué debo hacer.

»Se lo repito de nuevo: a pesar de que usted, muy profesional, me dio hora de visita, lamento tener que decirle que no asistiré a ella.

»Por cierto, el otro día le oculté, intencionadamente, un hecho que me parece de vital importancia. Usted ya sabe que en las primeras visitas pueden darse algunas muestras de cierta falta de valor por parte del paciente, por ello, no creo que deba tomármelo en cuenta. Pues bien, esto sería como un autodiagnóstico. Puede ser que los síntomas se deriven precisamente de aquello que le oculté. No obstante, yo venía con la idea de ser sincera, pero, en parte por remordimiento y en parte por temor, no lo fui. Quizá se trate tan sólo de una insignificancia. No tiene sentido, ¿no le parece?»

Esta carta, al parecer, fue escrita serenamente. Sin embargo, en ella se refleja, al final, una contradicción total y evidente. Primero, habla de algo importante, pero, líneas más abajo, lo tacha de insignificante. Además, Reiko añadió su número de teléfono junto a su dirección, de forma intencionada. Esto me hizo pensar que al contrario de lo que me decía en su carta, deseaba volver de nuevo a mi consulta. Quería continuar, pero antes deseaba ser suplicada. Empecé a distinguir en Reiko su ego tremendamente fuerte y poderoso, ego que no pude ver en un primer momento. «Demasiado pronto —pensé yo— desafía a su analista, a quien ha visto tan sólo en una ocasión.» Tuve claro que Reiko había empeorado, pero que en su empeoramiento había una parte de desafío hacia mí. Rápidamente la llamé por teléfono a su apartamento, mas no me contestó nadie. Más tarde, lo intenté de nuevo y tampoco; me dije que a la tercera lo cogerían, y así fue. Llamé a las cinco de la tarde y no tardaron ni un segundo en descolgar el auricular. Era ella que, sin vacilar, dio una excusa. Dijo que había pasado el día entero fuera de casa y que acababa de llegar. De hecho, yo ya estoy acostumbrado a trucos semejantes y por ello no me sentí humillado en lo más mínimo. Tener que suplicar para que aceptara vernos de nuevo, tal y como en un principio acordamos, me fue fácil. Le dije humildemente:

«El empeoramiento del que usted me habla forma parte de una sintomatología natural, se trata de una reacción correcta, no hay nada por lo que debamos preocupamos. Tan sólo debemos tomarlo como una muestra y concluir hablando de los aspectos positivos derivados de nuestra primera sesión. Piense que es una lástima el venir sólo una vez y abandonar. Yo entiendo que a usted le pueda resultar un sacrificio, pero le ruego y le pido, por favor, que venga pasado mañana.»

«¿Le hace ilusión verme de nuevo?», me respondió Reiko de modo ambiguo y con voz un tanto ronca.

«Claro que sí.»

«¿De veras…? Bueno, de acuerdo; le visitaré.»

Y así fue. Reiko llegó a mi consulta a la hora convenida. La observé y pude distinguir en ella el resultado de un cierto cambio. Llevaba un abrigo gris muy sobrio, bajo el cual se ocultaban una falda y una especie de blusa del mismo color.

Tal y como estaba previsto, entramos en la sala de análisis. Ella se sentía inquieta y nerviosa. Rápidamente empezó a hablar:

«Estoy avergonzada, pero sé que si no le cuento lo que hay en mi interior, usted no podrá ayudarme nunca. Por lo tanto, doctor, me he decidido a decírselo. Por favor, no me mire a la cara, le suplico que se coloque de cara a la pared… ¡Eso es!, ahora está bien.

»Yo no he sentido nada en mi relación sexual con Egami. Ya sé que se trata de un hombre sumamente atractivo y con un cuerpo perfecto. Es del todo mi tipo y, además, sabe cómo debe tratar a las mujeres. Sabe enamorar. Sé también de su multitud de experiencias con el sexo femenino, chicas de fuera de la empresa, pero aun así, sintiéndome enamorada y celosa, no experimento ninguna sensación de placer.

»Yo no dejaba de pensar que una próxima vez sería mi salvación y que finalmente lo lograría, pero llegó la siguiente vez y tampoco fue como yo imaginaba. Recuerdo su cara de aburrimiento y su expresión de cansancio, en una ocasión concreta, después de haber hecho el amor. Por ello decidí actuar, fingir. Usted sabe tan bien como yo que este tipo de comedia no se puede llevar adelante durante mucho tiempo. El sentir debe ser real y no un engaño o una falsa actitud. Además, en aquellos momentos me invadía la tristeza y me avergonzaba de la pena que sentía hacia mí misma. El ridículo se apoderó de mí. Me preocupaba que decidiera abandonarme o que se sintiera disgustado. Una vez leí algo sobre el tema, algo como que si la mujer no siente, el hombre queda herido en su amor propio, y empieza a odiarla. También puedo recordar que un día, como si de una broma se tratara, después de uno de nuestros encuentros amorosos, Egami me miró y me dijo: “Dudo de que me quieras en serio.” Aquellas palabras me dolieron. Sufrí tanto que sentí cómo mi corazón se iba desgarrando poco a poco.

»Doctor: yo le amo profundamente, tanto, que me estoy volviendo loca. En cambio, en los momentos cruciales, me muestro totalmente al contrario de lo que siento. La verdad, doctor, no sé cómo resolver mi problema. Estoy desesperada. Durante este verano, empezaron las molestias de las que le hablé y a consecuencia de ellas acudí a usted. Yo ya conozco la causa, la razón por la cual me siento desaparecer. Quiero que usted me analice y que me haga sentir. Si yo percibo de nuevo, los síntomas de mi enfermedad morirán.»

Yo dejé hablar a su manera a Reiko y que dijera lo que creía que debía decir. Cuando me volví hacia ella y le dirigí una primera mirada, sus mejillas habían enrojecido, sus ojos brillaban. No pude ver ni el triste asomo de uno de sus tics. Ella continuó hablando y dijo algo que me pareció sorprendente: «¿Se acuerda de cuando le conté que no podía oír la música?» Yo asentí.

«Pues aquello fue una mentira. No crea que intenté ponerle a prueba con mis afirmaciones. No era mi intención engañarle, pero simplemente me sentí incapaz de comunicarle que no sentía nada. Aquella expresión me sirvió de metáfora para ver si usted podía interpretar, a partir de ella, lo que a mí me sucedía y que pretendía ocultar en parte a través de aquel pequeño juego verbal.

»Usted no adivinó nada; perdone que se lo exprese en estos términos, pero su persona apareció ante mí como ingenua y cándida a pesar de su seriedad. Ya sé que no está bien burlarse del médico.»

En aquel momento yo mostré una especie de risa amarga. Reiko jugaba a la mujer que alegre y desenfrenadamente disfruta de su triunfo.

«Me siento mucho mejor ahora que me he confesado, doctor. Hacía días y días que no me encontraba tan a gusto en ninguna parte ni con nadie. Es posible que me haya curado, ¿no le parece a usted?»

En cuanto a las terapias del psicoanálisis, si comparamos la investigación de Freud sobre histerismo con la actual, veremos que se ha producido un notable cambio. Hoy en día existen niveles que han determinado el progreso y los avances desde la época de oro del psicoanálisis en el siglo XIX. Podemos afirmar que se trata de algo complejo e interesante a estudiar en la naturaleza humana. Por ejemplo, resulta corriente que, interpretándole el significado oculto de un síntoma al paciente mismo, desaparezca la causa de su origen y sane, aunque hay que aclarar que esto no ocurre en el ciento por ciento de los casos.

Si se ha llevado a cabo el método de asociación de ideas libres, hay una interpretación de autoanálisis por parte del propio paciente. En el caso de Reiko, una interpretación realizada por una mujer inteligente y con un fuerte ego. Soy consciente de los casos que no debo admitir porque pueden llegar a convertirse en auténtico veneno; al principio, creí que el suyo estaba entre esos casos. No me sentía satisfecho con su interpretación, era todo demasiado monótono y las metáforas que empleaba eran peligrosamente simples.

Ella insistía diciendo: «No oigo la música.» ¿Mentía? Lo dudo.

¿La música podía simbolizar el orgasmo? ¿Existía una relación entre la música a la que se refería y su ansia de orgasmo?

Ésas fueron las dudas que concebí en un principio. Muy pronto quise experimentar con nuestra primera sesión de terapia del método de asociación de ideas libres, y utilicé para ello los cincuenta minutos que aún nos quedaban.