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Ahora que ya me sentía capaz de mitigar mi interés por el caso, aquella carta, de golpe, lo hacía crecer. Mi corazón estaba de nuevo subyugado por la fascinación que sobre él ejercía Reiko.

Lo que me molestaba era que ella había conseguido escuchar la tan deseada música sin necesidad de mi ayuda y aún más, en una situación que yo nunca hubiera imaginado. Pensad en un enfermo que, tratado con particular interés por el médico, no ha obtenido mejora alguna a través de la medicina prescrita y, sin embargo, experimenta una mejoría bebiendo una infusión de hojas de diente dé león, hasta sanar por completo. Creo que podéis imaginar, en un caso como éste, el estado de ánimo del médico.

Una pequeña consolación para mi orgullo era el hecho de haber intuido algo referente al joven primo, persona odiada por haber robado a la fuerza la pureza de la muchacha. Aunque, sinceramente, se trataba tan sólo de una mera intuición; yo no sabía que el primo se hallaba al borde de la muerte ni tampoco hubiera imaginado jamás que Reiko escucharía la música en aquel instante. En otras palabras, yo que pensaba estar acercándome a la solución, ahora debía admitir una total desconfianza al respecto.

Lógicamente, mis conclusiones sólo adquirirían valor en el supuesto de que lo escrito por Reiko fuera del todo cierto; en caso contrario, sería distinto. ¡Cuántos cambios a causa de sus mentiras! Estaba claro que por el momento me era del todo imposible verificar o contradecir cuanto ella me había relatado sobre su estancia en el lejano hospital de Kofú. Por consiguiente, no podía menos que intentar avanzar considerando ciertas sus palabras. En todo caso, verdad o mentira, lo que estaba totalmente claro era su estado de ánimo, el haber sentido la necesitad de escribirme para comunicarme que finalmente había escuchado la música.

El psicoanálisis, aunque parezca inútil decirlo, es un medio para llegar a descubrir la verdad, pero en ese caso concreto debía dar la misma importancia a las mentiras que a la realidad misma. Cuando una persona se acostumbra a mentir constantemente, acaba no distinguiendo entre lo verdadero o lo falso de su existencia.

Aun buscando medios y maneras para justificarla, no conseguí sentirme menos irritado y molesto. Aquello por lo cual yo debía preocuparme era por la mente de la paciente y no por su carta, añadida al caso, desde lejos, y que me hizo sentir el cuerpo de Reiko tan cerca. Ella, aun siendo tan bella, no era otra cosa para mí que una enferma psíquica con problemas de frigidez; pero en ese momento, sin embargo, mientras la imaginaba sosteniendo la mano amarillenta y afilada de un enfermo al borde de la muerte, brillaba como un árbol joven después de la lluvia, lleno de gotitas de felicidad que producían en mí una sensual impresión. Nosotros, en nuestro trabajo, estamos acostumbrados a todo aquello que no se puede ni ver ni tocar, pero esto no anula que todos los psicoanalistas tengamos el secreto deseo de palpar, comprobar y verificar con nuestros ojos. En verdad, yo soñaba con asistir, tal vez en la próxima sesión, al resurgimiento del manantial de vida en Reiko, y esta esperanza, debo admitirlo, no sólo era consecuencia de mi interés profesional.

Para gran número de psicoanalistas, creo que llega un momento en el cual, cansados de una dimensión exclusivamente espiritual, una dimensión en donde es imposible una verificación concreta a través de los sentidos, se necesita una prueba material y definitiva como ésta. Un deseo sutil y tentador como el cuchicheo del diablo. No me di cuenta, pero empecé a manifestar la misma sensación que Ryuichi Egami, necesitando continuamente una prueba que proviniera del cuerpo de Reiko.

Mas, tal y como me dijo Ryuichi, con un hilo de esperanza, aunque ella se sienta del todo curada, no será por mucho tiempo. Acabará por reaparecer su mal y volverá a mí.

Akemi, por el hecho de mantener una relación casi conyugal conmigo, intuyó rápidamente mis pensamientos. Ella no es una enfermera de lo más hábil, pero, en cuanto a interpretar mi estado de ánimo, se convierte en el ser más inteligente jamás conocido.

«Estoy de nuevo pensando en aquella mujer.» Lógicamente, no pronunciaba dichas palabras, pero su mirada y comportamiento así me lo indicaban. En su actitud podía leerse, por un lado, el miedo a enojarme y, por el otro, compasión.

Akemi me pedía con insistencia la carta de Reiko para poder leerla y, dado que no tenía ninguna necesidad de esconderla, se la mostré. Cuando terminó su lectura, fue muy interesante observar la compleja expresión de su rostro. No dudé de que las primeras palabras que pronunciaría serían las de «está mintiendo de nuevo». Yo le contesté con rapidez que si Reiko estaba mintiendo, debía reconocer su fría y elegante frigidez, por ello le convenía pensar que aquella carta era cierta. Dijo:

«Lo sé; al fin y al cabo, se trata de una mujer como cualquier otra.»

«¿En qué sentido es una mujer como las otras? No estamos hablando de un caso normal», repliqué instintivamente, aun a sabiendas de que provocaba una fastidiosa discusión.

«Es sumamente interesante, esta paciente ha venido a nuestra consulta para intentar huir de la frigidez, ¿cierto? Puede curarse aquí mismo o en la esquina de una calle de Ginza, en la cama de cualquier hotel barato o, improvisadamente, sobre un campo de batalla donde silban las balas… pero, a nosotros, ¿qué puede importarnos? Aunque la situación sea anormal, bajo ella puede existir una mujer corriente. No tienes ninguna necesidad de tratar a esta paciente de un modo especial.»

Ésta podría ser la lógica femenina, que no pertenece al cielo ni a la tierra. Cuando una mujer decide atacar, cualquier medio es bueno. Cuando le dije que a mí me parecía que aquélla no era una situación normal, Akemi no consideró mi juicio como el de un estudioso, sino como una respuesta instintiva y personal, con la que quería conseguir que mi particular imagen de Reiko quedase en nada. Convencida de esto, debió pensar que su réplica podía ser tan personal como quisiese y que bastaba con golpear dura·· mente mis puntos débiles. Cuando una mujer decide por instinto adoptar la posición de ataque, la lógica masculina no sirve para nada.

«Sí, sí; lo entiendo.

»No era posible evitar esta conversación. ¿Quién dice siempre que el análisis debe ser objetivo e imparcial? Si no estabas seguro de poder ser del todo imparcial, hubieses hecho mejor en no aceptar el caso, tal y como yo te aconsejé.»

Al ser víctima de un trato semejante, empecé a pensar si no había llegado el momento de despedir a aquella colaboradora que estaba conmigo desde hacía ya tanto tiempo. Era la primera vez que un pensamiento similar nacía en mí; anteriormente, no recuerdo cuántas veces di gracias de todo corazón a la mujer que con tanta comprensión aguantaba mi vida de soltero.

A causa de aquel suceso, esa noche, Akemi y yo, que por muy poco no nos habíamos convertido en pareja, nos dirigimos hacia nuestro hotel habitual. Entramos en la habitación, y ella empezó rápidamente con su juego femenino. No teniendo que preocuparse por miradas extrañas, empezó a atenderme escrupulosamente; colgó mi chaqueta; encendió el cigarrillo que tenía en la boca, y preparó el baño… Se transformó en la perfecta ama de casa.

Las mujeres que, en una circunstancia como aquélla, asumen ese papel, cuando se convierten en esposas reales, se transforman en perezosas y altaneras. Aunque Akemi sabe bien que, cuando nos encontramos a solas en el hotel, para estimular mi sensualidad, debe comportarse como una desconocida. Lo sabe perfectamente, pero no obstante, desea satisfacer de la misma forma su necesidad interior de jugar a la esposa. En todo caso, lo que resulta importante es que ella, al igual que yo mismo, no piensa en el matrimonio. Esta complicidad entre los dos, esta divertida ficción forma parte de un inevitable preludio que se repite desde hace mucho tiempo; pero apenas empiezan las caricias, su corazón late fuertemente sin necesidad de estar fingiendo y Akemi, como una simple máquina, comienza a desearme con ansia. Cuando comparé ese instante con el momento anterior de punzante conversación no me sentí disgustado, sino más bien enternecido.

Akemi repetía constantemente mi nombre y me amaba mucho. Su cuerpo estaba caliente, y a sus movimientos naturales se unieron irregulares convulsiones. Desde siempre me ha maravillado la constatación de los síntomas de histeria derivados de un estado de excitación. A veces creo que la histeria no es otra cosa que la conspiración del inconsciente, que intenta reproducir asépticamente el estado físico de la excitación sexual sin el placer, acompañándolo del sufrimiento.

Incluso en el caso de una mujer por la cual el hombre ha perdido casi el interés, en el momento en que ella se excita lentamente, la leve sonrisa masculina del instante anterior, se convierte en una expresión violenta y atroz, y, de cualquier modo, para él se trata de un momento precioso. Aquella noche, mientras la observaba con atención bajo el tenue resplandor de la sala, el rostro en éxtasis de Akemi me pareció el de Reiko. Naturalmente, no había visto nunca la cara de Reiko en aquel estado, me sentía capaz de imaginármela de cualquier modo, pero aun así, ¿por qué reflejada en el rostro de Akemi?

Más tarde, pensando en el asunto, fui víctima de la duda: el haber imaginado el rostro de Reiko sobre el de Akemi, ¿era una alucinación personal o la fuerza del inconsciente de Akemi, quien en su concentración había transformado su cara en la de la otra mujer?

No podemos comparar superficialmente la excitación sexual con la histeria, pero ¿cómo es posible explicar la aparición de estigmas sobre las manos y pies de los pacientes afectados por histerias religiosas, a su vez aquejados por la formación localizada de bolas de agua o bien por hemorragias capilares en el tejido subcutáneo, sin explicarnos a su vez que el rostro de Akemi, de forma inconsciente, reprodujese a la perfección el de Reiko?

La cara que yo vi, me recordó a la de santa Teresa, con la aureola tras la cabeza, los ojos entreabiertos y mirando hacia las alturas, de labios bellísimos medio cerrados, nariz bien diseñada… expresión que no logré definir, si de alegría o dolor. Su mano sostenía con fuerza la del enfermo, al borde de la muerte, amarillenta y delgada.

Reiko en aquel momento debía encontrarse en un estado de bienaventuranza. La mentira, la verdad, las pequeñas preocupaciones, los problemas con su novio… lo había superado todo.

Atravesaba un territorio celestial con luminosas nubes y se encontraba ciertamente escuchando la música.