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Transcurridos diez días del encuentro con Ryuichi, llegó la carta de Reiko. Era una mañana de invierno, poco antes de Navidad.

Una vez ya entre mis manos, no tuve mucha curiosidad por abrir aquel pesado sobre. A causa de mis obligaciones, mi interés por Reiko iba mermando y aquella carta llegaba a mí cuando éste ya había casi desaparecido. Pero apenas empezar a leerla, mi corazón fue capturado rápidamente por un contenido inesperado.

«Apreciado doctor Shiomi:

»Creo que ya tendrá en estos momentos noticias mías a través del señor Egami. En Kofú no pude encontrarme con él, pero el caso es que una enfermera me habló de un absurdo comportamiento en el papel de investigador privado.

»Después de tanto sufrimiento, mi prometido murió ayer. Murió víctima de un cáncer sin haber cumplido los treinta años. Un hombre sin suerte.

»Se trataba de alguien a quien odiaba con todas mis fuerzas, pero cuando me enteré de que se encontraba al borde de la muerte y deseaba verme una vez más, nada pudo retenerme, ¿me entiende, doctor?

»Como usted ya habrá intuido, la perfecta salud física de Ryuichi me estaba aburriendo. Su espalda ancha, su pecho fuerte, sus musculosos brazos se dibujaban ante mí como una condena de mi propia enfermedad interior, una acusación que me oprimía el alma. Me sentí seducida por la enfermedad y por los enfermos, y por la noticia del mal incurable de mi prometido. Era como si se tratase de mi propio caso. La razón por la cual me gustaba venir a su consulta era porque advertía el olor de la enfermedad. No obstante, en este momento no hay olor que me tranquilice más que el del desinfectante del hospital.

»Una vez en mi ciudad, me dirigí velozmente al hospital y encontré a mi prometido en un estado terminal que hacía dudar sobre si lograría vivir tan sólo un día más. Tenía la barriga hinchada por efecto del líquido, se quejaba de una opresión en el pecho y aun así se encontraba en un estado de lucidez. La aspiración del líquido ascítico era dolorosísima. Él suplicaba el abandonarlo, decía que de nada podía servir ya, y que, dado que pronto pasaría a otro estado, más valía dejarlo en paz.

Realmente, aquella imagen exigía piedad y frente a ella, todo un cúmulo de tinieblas que anteriormente habían anidado en mi alma, de golpe se deshizo. Pensé que debía perdonarlo y acompañarle hasta su muerte. Conocí el placer de vengarme con el perdón.

»“Reiko”, dijo con voz congestionada apenas me reconoció. Después, con los ojos llenos de felicidad, alargó hacia mí su débil mano. No sé cómo se la podría describir. Una mano, en otros tiempos enérgica, transformada en un fino bambú, amarillento y con oscuras vetas; su pulso, terroríficamente débil; sus dedos, resaltaban a causa de su delgadez.

»“Ahora no debes preocuparte, porque yo estoy a tu lado y haré que te pongas bien. Te cuidaré con todas mis fuerzas”, dije con seguridad y confianza. Después me acerqué a él y tomé su mano. Más que la mano de un ser humano, me pareció la pata de una gallina muerta. En aquel instante mi cuerpo fue recorrido por un ligero escalofrío, y lo que me sorprendió es que fuese un escalofrío de placer.

»Aquel día inicié mi asistencia cotidiana, sin esperar un solo segundo, sin un minuto de reposo. Había vuelto a mi ciudad, después de algunos años de ausencia sin regresar para nada a casa, y mis padres observaban extrañados cómo cuidaba al hombre al que había afirmado odiar en multitud de ocasiones. Naturalmente, ellos pensaron que mi comportamiento era producto de mis remordimientos y cargos de conciencia, y eran felices porque leían en todo aquello la señal de mi redención. Estaban convencidos de que yo me había convertido en la hija que siempre habían deseado.

»El peculiar olor que desprende un enfermo de cáncer en las últimas fases de su enfermedad me parecía una misteriosa y seductora fragancia. Por ello hice por él, con gusto por mi parte, cualquier cosa que otra persona se hubiera negado a realizar.

»“Gracias, Reiko”, decía constantemente con lágrimas en los ojos.

»“Olvida tu agradecimiento hasta más tarde, cuando ya estés curado. No debes darme las gracias por algo tan insignificante”, le respondía yo en tono áspero a fin de desdramatizar la situación.

»Me di cuenta de que él veía en mí la figura de una santa, rodeada de luz. Ahora que los papeles se habían invertido, aquel hombre no podía hacer otra cosa que obedecerme en todo. Es curioso, alguien que en una ocasión me había violado, se había convertido para mí en un ser entrañable. En cualquier momento podía sujetarlo yo sola y romperle un brazo; no obstante, aquel rostro delgado y amarillento envuelto por la siniestra sombra de la muerte me parecía tan encantador como el de un recién nacido.

»Creo que mis sentimientos eran comprensibles y, sin embargo, lo que empezó a extrañarme fue que, al cabo de poco tiempo, empecé a manifestar un fuerte y sincero afecto hacia él. Pensé que habría hecho cualquier cosa con tal de alejar la muerte que se acercaba instante tras instante. Yo sufría de verdad cuando me daba cuenta de que para él no existía esperanza alguna. ¡Maldigo la injusticia del destino que se apodera de un hombre joven y sano! En aquel momento deseaba cambiarme por él. ¿Qué me estaba pasando? ¿Me estaba convirtiendo en santa?

»Al tercer día del comienzo de mis cuidados, en un momento en que no había nadie exceptuándome a mí, de golpe empezó a llamarme, víctima de dolor y de ansia.

»“¿Qué quieres?”, le pregunté inclinándome hacia él. Sus ojos estaban cargados de devoción por mí, y su rostro, al igual que cada vez que yo le miraba, rebosaba de serenidad.

»“Sufro, cógeme la mano”, me suplicó lentamente.

»Yo, velozmente, cogí su delgada mano. Recuerdo con claridad el ligero temblor de aquella mano entre las mías. Fue entonces, doctor… ¿sabe qué me sucedió?, que de improviso escuché la música, aquella música que tanto había deseado en lo más profundo de mi ser. Aquella melodía no cesaba, nacía como agua en un manantial y regaba mi alma completamente seca. Resonaba sin parar no sólo en mis oídos, sino en todo mi cuerpo… Doctor, ¿es posible algo similar?… Todo mi ser, presa de una felicidad que no se puede definir, sentía la música.»