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Poco a poco, dentro de mí, aumentaban la cautela y la desconfianza ante la confesión de Reiko y, por ello, no tuve prisa en contestar, cosa que cualquier otro médico hubiera hecho sin pensárselo dos veces. Dejé que los acontecimientos siguiesen su curso. También temía que ella pudiese perturbar mi estado psíquico. Por otro lado, ni siquiera llegaron noticias de Ryuichi Egami. Aquellos días cálidos de primavera parecían ser los ideales para borrar de mi mente el caso de Reiko. Finalmente, decidí buscar relax proyectando un viaje con Akemi. Pero antes de iniciar los preparativos llegó a la consulta una carta anónima.

«El psicoanálisis destruye la cultura tradicional japonesa. La idea oscura y densa de la frustración mancilla la simple y sana vida espiritual de los japoneses. La prudencia de esta cultura siempre ha evitado entrar de forma indiscreta en el corazón humano. Por el contrario, la sucia y vulgar doctrina del psicoanálisis, que afirma liberar de la represión encontrando motivaciones sexuales en todo comportamiento, es un pensamiento derivado de la degenerada e ínfima mentalidad occidental.

»Tú eres el lamepiés de un hebreo, un moscardón que pone sus sucios huevos sobre el ánimo noble y puro de la humanidad. ¡Hijo de puta!»

Akemi leyó estas frases y tembló de miedo. Creyó que se trataba de una amenaza de un grupo de extrema derecha y dijo que debíamos llamar de inmediato a la policía. Yo la frené diciendo:

«Espera, en primer lugar no está escrita ninguna amenaza concreta. Para tratarse de la carta de un esquizofrénico es demasiado racional y concisa. Es posible que sea la obra de algún colega envidioso de la numerosa clientela de nuestra consulta. Piensa que si mostramos a la policía esta carta, sin más pruebas, acabarán riéndose de nosotros en nuestras mismas narices.»

Al contrario de lo que yo esperaba, a Akemi le hicieron efecto mis palabras, algo poco habitual, y acabó por tranquilizarse. Yo, en lo más hondo de mi ser, esperaba que se tratase de la carta de un fanático de extrema derecha.

Tenía dos razones para esperarlo: por un lado, mi vanidad se veía halagada por el hecho de que mi trabajo fuese por primera vez criticado por una ideología política. Por otro, comprobar un dato curioso: el desarrollo en Japón de ideas fascistas similares a las difundidas en América.

El sociólogo Löwenthal, emigrado a América como consecuencia de las persecuciones nazis, en su libro Los profetas del engaño hace referencia a los ataques de la derecha americana al psicoanálisis. Löwenthal escribe:

«Todo símbolo relativo al “iluminismo liberal” se convierte en objetivo de los ataques de un agitador de derechas. La psicología y, en particular, el psicoanálisis son a menudo escogidos como víctimas y golpeados duramente.»

Con ello consiguen desvitalizar los valores de los «americanos simples». Si, como en América, también en Japón un grupo de extrema derecha ha escogido el psicoanálisis como objetivo de sus ataques, debemos reconocer, a partir de ello, la importancia social de esta ciencia.

Pero aquello que había soñado despierto no se cumplió. Al pasar las horas del día, me fui dando cuenta de que aquélla no era la obra de ningún grupo de derechas. Porque, después de aquélla, cada día e incluso, hasta dos veces, fueron llegando otras misteriosas cartas y tarjetas con la misma caligrafía. Cartas de carácter violento, como por ejemplo: «Exterminador de la vida privada. Parásito de los secretos personales. Paga tus pecados con la muerte»; en tono de advertencia: «Interrumpe inmediatamente tu asqueroso trabajo. ¿No ves cómo destruyes la dignidad humana con tus manos?», y otras en tono más suave: «¿No te importa nada disfrutar con los preciosos secretos del alma? Gracias a ti me siento obligado a escoger el camino de la muerte.»

En algunas tarjetas aparecían tan sólo dibujos. Caricaturas a lo Goya, como aquélla de un monstruo parecido a un grotesco bulldog que lucía en su collar un trozo de papel con mi nombre. El perro devoraba, apretándolo con sus patas, a un individuo débil. A partir de aquella imagen, intuí el grado cultural de mi remitente.

Al transcurrir unos días, yo empecé a divertirme con aquellas variaciones y me di cuenta de quien escribía las cartas, demasiado coherentes, como he dicho antes, para ser obra de un esquizofrénico, era víctima de la rabia y escondía una clara finalidad. No estoy dotado de un especial olfato para las investigaciones, pero empecé a sospechar sobre quién podía ser su autor. En un párrafo en el que el tono de la carta se convertía en condescendiente y cordial, me pedía un encuentro. No entendía lo que realmente podía haber tras ello, mas sin yo hacer nada su rabia iba aminorando; su tono se convirtió en el de quien se confiesa con un amigo, deseoso de alabar sus propias acciones, de mostrar su orgullo. Este cambio me parecía extraño; empecé a pensar que el anónimo remitente al cabo de poco tiempo acabaría por presentarse ante mis ojos.

En las últimas cartas se excusaba de su anterior descortesía diciendo que, en el caso de que nos hubiéramos citado, me habría dado cuenta de que él no era en absoluto un ser peligroso o fastidioso y de que el mismo respeto que sentía hacia mí, desde el primer momento, le había hecho tomar la actitud opuesta. Se justificaba con multitud de palabras, pero nunca llegaba al quid de la cuestión. Llegó la carta en la que me comunicaba la hora y el lugar de nuestro encuentro. Naturalmente, no fui. Me escribió diciéndome que había esperado durante bastante tiempo en vano y que pensaba que, quizá, yo le podía haber confundido con otra persona, por lo cual me enviaba una fotografía. Al verla, sentí una enorme satisfacción ya que constaté que había adivinado de quién se trataba. Aquél era el retrato de un joven con jersey negro, de «cara blanca, de facciones regulares y ojos límpidos, pero sin vitalidad».

Esa vez respondí y fui yo quien fijó la hora de nuestra cita diciéndole que, si estaba dispuesto a pagar los honorarios regularmente, podía venir directamente a la clínica. Debíamos mantener nuestra relación en un nivel profesional. Yo estaba seguro de que el joven, aunque tuviese que pagar para verme, vendría. No olvidé los datos que había mencionado Reiko sobre su familia y su posición social.