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En aquella intuición había sólo un punto que no encajaba: Reiko ya hacía tiempo que había encontrado a su hermano desaparecido, incluso antes de haber conocido a Ryuichi. Cuando la muchacha vivía en el colegio femenino de la Universidad de S., un día llegó un hombre a visitarla. Al verle, se dio cuenta de que aquel hombre era su hermano. Tenía un cierto aire de chorizo de barriada por su forma de vestir y de moverse, tan típica. No la miraba directamente a los ojos; tenía la cabeza baja y miraba de soslayo; su boca dibujaba una sonrisa poco sincera. Se había convertido en otra persona; aquél no era el hermano que ella recordaba.
«¡Tú por aquí!», pudo decir tan sólo Reiko.
El hermano hablaba intercalando infinidad de pausas. Le contó que no llevaba una vida ordenada y que, por favor, no contase nada a sus padres. Se había enterado por casualidad de que ella estaba estudiando en Tokyo, y, sintiendo una gran nostalgia, había decidido venir a verla. Ambos quedaron de acuerdo para encontrarse al cabo de unos días. Ella, intuyendo que el hermano se encontraba en dificultades económicas, le dio un poco de dinero. Así se despidieron.
Este encuentro impresionó a Reiko; se sintió embargada por los sentimientos y se juró a sí misma que no diría nada a sus padres. Aquella noche no pudo dormir como consecuencia de la emoción.
Tal y como habían quedado, algunos días después se encontraron en Ginza. Se divirtieron, fueron al cine y cenaron juntos. A pesar del aspecto descuidado y las maneras desordenadas y vulgares del hermano, Reiko era feliz con su regreso. Después de la cena él la invitó al apartamento donde eventualmente vivía, y ella aceptó encantada. Era un pequeño alojamiento en Hyakunincho, en el barrio de Shinjuku. Había una cama, un tocadiscos y una minúscula despensa, y en conjunto estaba bastante limpio. El hermano había conservado su fijación por la limpieza, y, apenas entraron exclamó: «Mierda, esta puta no desaparece nunca.» Se quitó la chaqueta y empezó a sacudirla sobre la despensa y sobre la colcha, sacando sólo un poco de polvo. Reiko comprendió en seguida que aquélla era la casa de una mujer, y de aquel gesto exagerado y teatral pudo deducir cuán miserable era su vida.
El hermano llevaba la barba afeitada cuidadosamente y los cabellos bien peinados, pero su aspecto tenía un no sé qué de sucio, y aquella risa falsa tampoco gustaba a Reiko. Sentía nacer en sí misma una cálida comprensión al aceptar el cambio de su hermano, pero era como si éste construyera a su alrededor una barrera infranqueable.
«¿Por qué? —pensaba Reiko—. No entiendo cómo ha podido caer tan bajo. ¿Podrá ser siempre mi querido hermano?»
Hemos de tener en cuenta que Reiko no censuraba el modo de vivir de su hermano; en realidad, se divertía con aquella situación, y se sentía como la protagonista de una película o una novela, en la cual era llevada a un apartamento de ínfimo nivel por un individuo indeseable. El hecho de que el individuo en cuestión fuera su hermano la divertía aún más.
En aquel momento regresó la dueña de la casa. Una mujer vulgar, cuyo «pelaje» se distinguía a primera vista. Cuando Reiko fue presentada como la hermana, la situación tomó un rumbo inesperado.
La mujer, pálida y embriagada, se reía sarcásticamente ante aquella presentación, dado por supuesta su falsedad. En un comienzo, no demasiado alterada, llevó simplemente la contraria, pero poco a poco el tono de su voz se endureció y acabó diciendo: «¿Tú la hermana?, ¡pero qué cara más dura!» Después ella y el hermano intercambiaron un montón de insultos. Reiko no tenía por qué presenciar aquel espectáculo, y decidió marcharse; pero la dueña se lo impidió con decisión. Sacó una botella de licor y obligó a Reiko a beber; también el hermano bebía con rabia. Los tres se emborracharon mientras se lanzaban miradas feroces los unos a los otros.
«Muy bien: si insistes diciendo que se trata de tu hermana, tanto da. Eso quiere decir que entre los dos no ha pasado nada. Si repites la misma estupidez, yo me quedaré aquí en casa, encerrada con vosotros, durante diez días. Si de verdad es tu hermana, no habrá peligro alguno de que le metas mano.»
«No, no existe peligro alguno», contestó el hermano con los ojos brillantes de rabia.
«Si es tu hermana, no te excita, ¿verdad? —repitió la mujer con obstinación—. Tan sólo la dejaré marchar cuando haya comprobado que realmente no te excita, y para averiguarlo necesitaré un poco de tiempo.»
Cuanto más bebían, más violenta resultaba su disputa. En un momento concreto, Reiko notó que los dos repetían siempre lo mismo.
«Si es tu hermana, no te excita, ¿verdad? ¿Sólo por ello pretendes hacerme creer que se trata de tu hermana? ¿Dónde están las pruebas que lo demuestran? ¿Lleva consigo el libro de familia?»
«No tenemos pruebas. Es mi hermana y basta.»
«Si no tenéis ninguna prueba, ¿cómo me lo voy a creer? No me lo creeré nunca. Pero será fácil comprobarlo si hacéis el amor ante mis propios ojos.»
«Es decir, si hacemos el amor, no es mi hermana.»
«Las reacciones se ven en seguida; somos animales.»
«¿Y cómo sabrás si es mi hermana o no? Aunque hagamos el amor, puede ser mi hermana.»
«¡Interesante! Tal y como están las cosas no podréis hacerme enfadar. Yo me había enfadado porque estaba convencida de que me habíais engañado; pero ahora me parece que habéis sido sinceros y que yo soy una estúpida por no haberos creído. Aunque sea tu hermana, podéis hacer el amor, ¿eh? Cómodo, ¿eh?»
«Yo sólo digo que soy su hermano y ella es mi hermana; ¿qué hay de cómodo en ello? Tú quieres creer que no es mi hermana, sino mi amante, ¿verdad? Entonces, cree lo que quieras creer. Mi hermana es mi hermana y no hay prueba alguna.»
La disputa entre los dos, a causa del alcohol, se volvía cada vez más complicada y densa. Reiko se sorprendía de que su hermano no hubiera pasado ya a las manos. Sus voces, fuertes y alteradas, parecían discutir alguno de los problemas más graves y fundamentales de la Tierra. La mujer se burlaba de él diciendo que la única cosa que podía probar su parentesco era un documento. Ésta era la burla más cruel hasta el momento. Al mismo tiempo, la mujer empezó a hacer referencia a su insatisfecha vida sexual. Ella no se dejaba convencer por las palabras del hermano de Reiko; exigía una prueba concreta, una prueba carnal. Y cuanto más sus celos iban aumentando, más parecía querer jugar en igualdad con Reiko. Su carácter no le permitía aceptar las mentiras por verdades, y quería a toda costa verificarlo con sus propios ojos.
«Lo que no me gusta de ti es que estés tan seguro de que, continuando con tu mentira, me llegarás a convencer. “Es mi hermana, es mi hermana”; estás seguro de que, a fuerza de repetirlo, me convencerás; pero es absurdo. ¡Pero si ni siquiera os parecéis!»
«Entonces, ¿qué debo hacer? —dijo el hermano con aparente calma, pero con las venas hinchadas por la ira—. Si ésta y yo hacemos el amor delante de ti, ¿estarás satisfecha?»
«Sí, de este modo tu mentira será descubierta.»
«Y si ni aun así descubres nada, ¿qué pasará?»
«La sospecha no tiene límites, pero me bastará.»
«Entonces, ¿por qué no cesan tus insinuaciones y dejamos este asunto?»
«No, no me fío de las palabras bonitas.»
«Pues mira.»
El ritmo de la conversación estaba lleno de pausas, pero aun así Reiko veía cómo aumentaba la tensión. Estaba sentada, escondida detrás del hermano, y cuando éste pronunció las últimas palabras, se volvió, borracho como una cuba, y alargó su brazo hacia ella, que se quedó petrificada por la sorpresa. No tuvo tiempo de hacer nada. Se encontró firmemente sujeta por los brazos del hermano. Después sintió los labios de él en los suyos, la besaron largamente. Fue uno de aquellos besos que dejan sin respiración. Reiko experimentó una terrible vergüenza, pero por un instante se sintió envuelta por una sensación increíblemente dulce.
«No, no —dijo la mujer riendo y torciendo la boca pintarrajeada—. No basta. Hermano y hermana se besan así incluso en broma. ¡Qué hermanos tan hermosos! Pretenden engañarnos a todos. ¿Quién les hará caso?»
El alcohol había creado una singular y a la vez lógica confusión; la disputa nacida de los celos se había convertido en una disputa irracional y obstinada donde se habían invertido las partes: la mujer insistía, ahora, en que Reiko era la hermana, y él, por el simple gusto de hacerlo, parecía negarlo.
Reiko no estaba acostumbrada a la bebida, y por ello empezó a sentir dolor de cabeza. Todo era irreal, no sabía dónde se encontraba, y tenía la sensación de estar en un escenario, con potentes focos sobre ella provocándole una inaguantable tensión.
«¡Más, quiero mucho más! Así aún sois hermano y hermana. ¡Mentirosos!», chillaba excitada la mujer dejando sobre la mesa la copa vacía.
Reiko, entre el desvelo y el sueño, sintió cómo las manos del hermano le abrían el vestido por la parte del pecho, y a continuación notó sus dientes mordiéndole delicadamente el seno.
«Más, más»; los gritos de la mujer se fueron alejando. Advirtió el cuerpo del hermano encima del suyo, tan caliente como las brasas encendidas; a continuación perdió el sentido.