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El hermano de Reiko se volvió, observó a su hermana durante algunos instantes con los ojos abiertos de par en par, y después intentó huir; pero nuestro guía lo sujetó por un brazo.

«¡Déjeme!», gritó el hermano con altanería, pero apenas reconoció al hombre que le sujetaba con una sonrisa en los labios, bajó su cabeza y no opuso resistencia alguna. Ahora nos dimos todos cuenta del poder de aquel viejo personaje de San’ya.

«No queremos hacerte daño. Tu hermana quería verte, y hemos venido a buscarte. Éste es el médico de tu hermana; no debes preocuparte», lo tranquilizó el guía.

En aquel momento, más que a la mísera figura del hermano, yo prestaba atención a la reacción de Reiko. En apariencia parecía calmada y sus ojos no expresaban emoción alguna, ni siquiera una lágrima. Desde el instante en que había reconocido a su hermano como aquel desgraciado con una criatura sobre la espalda, hasta el momento en que le llamó, podemos imaginar el conflicto acaecido en su interior, su confusión de sentimiento. En su alma se habían mezclado el orgullo, la desilusión y tal vez la compasión y el odio. Después, con coraje, lo había llamado, había avanzado un paso en la solución de su problema. Sin embargo, su frialdad y distanciamiento no me convencían; su actitud no estaba del todo clara.

«¿Por qué has venido? Y si al menos lo hubieras hecho sola…», le dijo su hermano, sujetando con una mano al pequeño sobre la espalda y estudiándonos a todos con su mirada. Pensé que era el momento de decir algo:

«Yo soy el médico de la señorita Reiko, y ésta es mi enfermera. Forma parte de nuestro deber como profesionales permanecer al lado de su hermana. Este señor…»; confieso que tuve dificultad al presentar a Ryuichi. «Éste es el señor Ryuichi Egami, mi novio», añadió Reiko con indiferencia.

El hermano dirigió su mirada hacia Ryuichi con una expresión de disgusto, y después me dijo, con aire amenazante:

«¿Qué enfermedad sufre Reiko?»

«Está enferma del corazón —mentí con calma y frialdad—. No debe alarmarse, pero ya que ella insistía en venirle a buscar, hemos decidido acompañarla para mayor seguridad. Deben suprimirse el ansia y la sorpresa.» Yo esperaba que con esta premisa evitada cualquier situación violenta.

«¿Sí?, ¿y qué debo hacer yo?»

«Eso pregúnteselo a su hermana.»

«Yo quiero ir a tu casa y hablar contigo.»

«¿Has dicho casa?, ¿mi suntuosa residencia? Bien, entonces síganme todos en fila. No puedo negarme, ya que ha sido el señor R. quien les ha conducido hasta aquí —dijo con énfasis y una cierta ironía mirando al guía, y añadió—: Aunque no garantizo que haya espacio para todos.»

El hermano de Reiko me parecía más insignificante de como lo había imaginado. Su rostro, aun revelando cierta nobleza, era demasiado delgado y reflejaba una constante expresión de oscuro servilismo. Su voz era ronca y vulgar; su actitud, apática y pasiva, como intentando desprender un aire de superioridad.

Pensé que aquella persona no se parecía a la que Reiko esperaba encontrar, y experimenté una agradable sensación al pensar que aquellas maneras y aquella miserable figura con un niño colgado en su espalda eran suficientes para destruir el sueño de Reiko. Continuamos caminando sin prisa: yo me acerqué a Ryuichi y le comuniqué este pensamiento. El joven, ingenuo, poco habituado a las confidencias, dijo en voz alta: «Ahora me siento tranquilo: la obsesión de Reiko se ha desvanecido.»

Yo no estaba seguro de que todo continuara sin complicaciones. Haber enfrentado a Reiko a la realidad era, indudablemente, un factor positivo, pero todavía no estaba claro el provecho que ella había sacado de la realidad. El hermano de Reiko y el guía entraron en una pensión popular, y nosotros les seguimos. En primer lugar, el guía habló con el portero, quien dirigió su mirada hacia nosotros, y sólo después de ‘Jna larga conversación entre ellos dos nos permitió la entrada. Pensé que, si se hubiera tratado de un hotel de primera categoría, nos hubiese bastado vestir correctamente para poder acceder a él. Entonces me dije a mí mismo que es absurdo valorar a los seres humanos por su forma de vestir y arreglarse. Probablemente era más racional la manera de pensar de aquel portero de la mísera pensión de San’ya, quien no tenía en cuenta el aspecto exterior de las personas.

El caso es que, tras la animada disputa verbal, entramos, y el hombretón, detrás de la ventanilla de la portería, iluminada con una intensa luz eléctrica, no nos prestó la menor atención. Una vez dentro, nos hallamos en un largo corredor, como una especie de callejuela a la que daban grandes ventanas abiertas en una pared. Parecía una pensión bastante nueva; la madera con la que había sido construida todavía no se había oscurecido, y se percibía un cierto aire de limpieza. Sobre la pared, había pegadas multitud de fotografías: criminales, personas desaparecidas, rostros que provocaban desconfianza. También vimos un aviso que decía: «El baño público, a fin de economizar y a causa del agua, cierra a las once. Se recomienda salir de él a las diez y cincuenta minutos. Firmado: el propietario de la pensión.» Junto a éste, un programa ciclostilado que anunciaba diversos actos: un concierto de la banda de la policía, una revista cinematográfica de barrio.

«Aquí», dijo el hermano al mismo tiempo que entraba en un amplio dormitorio donde, a derecha e izquierda, se alineaban míseros jergones separados entre sí por biombos de madera.

Sobre cada jergón había un hombre tendido, y ninguno de ellos se dignó mirarnos. Oímos el ruido de un spray insecticida que alguien estaba usando en el segundo piso, y aquel olor impresionó nuestro sentido del olfato.

«¡Ah!, sabía que había bichos», dijo Akemi, satisfecha y en voz baja, porque hasta el momento la había desilusionado el hecho de constatar que, tanto el interior de la pensión como los futon que usaban los hombres estirados frente a nosotros, parecían limpios, por lo menos en apariencia. Su voz traslucía alegría y agradecimiento hacia Reiko, por estar relacionada con un lugar como aquél. Ahora sabía que podía aceptar a Reiko sin ninguna reserva: había desaparecido cualquier sentimiento de inferioridad ante ella. El hermano de Reiko no dormía en aquella habitación, sino en otra a la cual se accedía por el fondo de la primera. Creo que no disponía de más de dos metros cuadrados. Seguimos el consejo de no dejar los zapatos a la entrada de la pensión, porque nos dijeron que existía peligro de robo, y por ello todos los llevábamos en las manos. Apenas llegamos a aquella sala, los alineamos frente a la ventana que había justo delante de la entrada. Ya que el guía seguía hablando con el hombre de la portería, el hermano de Reiko nos hizo pasar y acomodarnos. Todo el centro de aquel espacio estaba ocupado por un futon no aireado desde quién sabe cuándo. Nos sentamos apoyados en la pared para ocupar el mismo espacio, aunque no pudimos evitar que nuestras rodillas se tocaran.

Colgada en la pared había una fotografía de los príncipes herederos del Japón, vestidos de etiqueta, recibiendo a un jefe de Estado extranjero. Un poco más abajo, había un espejo y una pequeña consola, donde se podía ver un peine y varios objetos de manicura. En la pared opuesta colgaba un vestido: estaba claro que la madre del niño vivía con ellos en aquel mismo lugar.

«¡Cómo duerme!», dijo susurrando el hermano de Reiko; se descolgó la bolsa, y cuidadosamente dejó al bebé sobre el futon. Era un niño de rasgos duros, probablemente víctima de la desnutrición. Akemi, al verle, pareció preocuparse por su salud y acercó instintivamente sus manos hacia él; pero el hombre la apartó brutalmente.

«No toque a mi hijo ni con un dedo.»

La atmósfera era tensa, y yo continuaba siempre atento a cualquier reacción de Reiko, que permanecía rígida e inmóvil, apoyada en la pared y mirando fijamente al niño.

Aún hoy, cuando recuerdo aquel momento, me viene a la cabeza una extraña asociación: aquella escena reproduce el nacimiento de Cristo. Aquel sitio olía mal y era estrecho como un establo, era el lugar menos aconsejable y más humilde para un bebé. Era como una reproducción del nacimiento en miniaturas medievales de colores vivos, en un reducido establo y con los personajes pegados los unos a los otros. Nosotros, como la Virgen, san José, los tres Reyes Magos y el ángel, observábamos silenciosamente al recién nacido. En lugar de una luz sagrada, una triste lámpara iluminaba violentamente todos los ángulos de aquella habitación. Yo no estaba rezando con las manos unidas, pero dentro de mí esperaba con toda el alma la intervención de un poder misterioso desde los confines de la ciencia. Mi mirada iba desde Reiko, sin maquillaje y ahora también sin gafas de sol, hasta aquel niño que dormía con un ligero temblor en los párpados. No cabía duda alguna de que aquel lugar representaba lo más hondo de la sociedad, era de verdad un establo, un establo lleno de pulgas, tantas, que Akemi no podía parar de rascarse sus piernas bajo la falda. ¿Qué estaba descubriendo Reiko en un lugar como aquél? En su vida no había hecho más que destruir y autodestruirse en la búsqueda de la felicidad sexual, sin haber obtenido resultados. En aquel proceso indefinible había demostrado estar dotada de un poder misterioso, el poder de transformar la fealdad, la obscenidad, en algo santo y sagrado. Yo ya me había dado cuenta de ello en ocasiones anteriores, pero aquélla era la primera vez que obtenía el privilegio de asistir al milagro como testigo.

«¿Qué quieres de mí? Te diré todo cuanto sepa; pero después quiero que me dejes en paz —interrumpió histéricamente el hermano, como reacción ante la extraña atmósfera reinante—. Creo que ya habrás visto mi forma de vida: todo el día vagabundeo con el niño encima…»

«Quieres decir que la hermana de este niño va a trabajar todos los días, ¿verdad?»

«¿Qué?»

Reiko se dio cuenta de su error y se ruborizó; quizás una vergüenza exagerada para una equivocación como aquélla. Parecía que había pronunciado la palabra más indecente del mundo. Después, con voz poco natural, añadió: «Quieres decir que la madre de este niño trabaja, ¿verdad?»

Cuando me di cuenta de este lapsus, observé con detenimiento el rostro de Reiko, pero me sentía tenso y no pude captar el significado de su expresión.

El hermano continuó hablando sin delicadeza alguna:

«Sí, en invierno o en verano, con frío o con lluvia, está en la calle. Aunque no voy a decirte el lugar exacto, te diré que está lejos de aquí. Ella permanece de pie en una esquina.»

«¡No!» Reiko se puso a llorar. Aquellas palabras demostraban la mezquindad de su hermano, la crueldad de un fanfarrón que obliga a su mujer a prostituirse sin escrúpulos. Reiko vertía lágrimas de compasión por aquella desgraciada; era la primera vez que la veía llorar sinceramente por alguien.

«¡Pobre mujer!» Reiko se abalanzó sobre el bebé y acercó sus mejillas a las del pequeño, que continuaba durmiendo. El hermano no intentó frenarla; el niño se despertó y su débil llanto inundó toda la sala.

Yo sentí vergüenza por mi estúpida distracción, de no haber captado hasta aquel momento el significado del lapsus de Reiko. Como ya aparece en la Psicopatología de la vida cotidiana de Freud, el lapsus puede representar la causa fundamental de la represión. Entendí por qué Reiko había dicho «la hermana» del niño en lugar de la «madre». Los celos hacia la madre del chiquillo habían invertido en su mente ambos términos; la madre había sido sustituida por la hermana, por ella misma. Reiko deseaba ser la madre de aquel pequeño.

Pensándolo bien, me parecía extraño que se hubiera abalanzado sobre el pequeño y no sobre su hermano. El hecho de ver al hijo de su hermano, un niño no dado a luz por ella, había sido un shock demasiado grande e importante. Porque el mayor deseo de Reiko, no confesado ni en nuestra última sesión, era parir un hijo de su hermano. Desde aquella noche famosa, el miedo y el deseo jugaban sus papeles en este pensamiento anidado en lo más hondo de su alma; en su interior combatían el temor de dar a luz al hijo del pecado y el anhelo de realizar su sueño prohibido. Después, cuando comprobó que no estaba embarazada, el miedo desapareció, pero no su irrefrenable deseo. La causa de su frigidez radicaba en ello, en la preocupación de engendrar al hijo de cualquier otro hombre y no de su hermano. Una frigidez causada por el miedo a parir, y aun estando ante muchachos sanos y rebosantes de energía como Ryuichi, no era capaz de aniquilar esa inquietud. Tan sólo ante un enfermo al final de sus días o ante un joven impotente, había oído con serenidad la música. Porque, liberada de su temor al embarazo, sentía que conservaba el regazo materno para su hermano. En su amor incestuoso, el deseo jugaba un doble papel: por un lado, «conservar el regazo materno para el hijo de su hermano», y por el otro, «conservar el regazo materno para su propio hermano», hecho de explicación lógica para el psicoanálisis. En el momento en que apareció esta dualidad, el acto incestuoso tuvo un significado aún más especial y particular. Aquel acto, quizá por ser ante los ojos de la gente una de las acciones más terribles, para Reiko se había convertido en el recuerdo más sagrado.

Sin embargo, para los pacientes víctimas de la histeria, tras el concepto de sagrado se esconde el concepto de venganza.

Aquella noche, cuando su amor por el hermano se vio consumado en un acto bestial, su inconsciente empezó a planear la venganza. «Bien, pues engendraré un hijo de mi hermano», pensó. Bajo aquel cínico deseo se ocultaba un significado mitológico: «Bien, un día convertiré a mi hermano en un bebé y lo conservaré en mi regazo.»

Ésta era la esencia de todos los problemas de Reiko. Su brutal y concreto pensamiento contagiaba a los demás pensamientos y conceptos formas erróneas. Por ejemplo, le hacía asociar la idea del embarazo derivado de las relaciones sexuales con el hermano, con la pureza. En su mente afloraba la idea absurda de salvaguardar su seno para él, accediendo de esta manera a la más pura eternidad. Con la frigidez defendía a esta imaginaria pureza. Por otro lado, Reiko creía poseer un regazo inmaculado: tan sólo una virgen puede acoger en su seno a su hermano. Yo vi en ella a una virgen mientras observaba a aquel bebé en medio de la habitación.

El caso es que toda esta compleja situación dentro de sí misma había sido destruida a consecuencia de un simple lapsus. Su rubor era elocuente. Reiko, con aquel lapsus, había mostrado la esencia misteriosa y grotesca del tabú más sagrado para ella. Reiko no era la misma mujer, y había captado a través de mi mirada fija que su inconsciente había quedado al descubierto.

Lo sucedido formaba parte de lo que yo llamo shock terapéutico, un shock que deriva de la realidad. No era obra mía; el triunfo, en un noventa por ciento, había sido determinado por la casualidad. También es cierto que fui yo quien la condujo hasta San’ya con la esperanza de aquel encuentro; pero el impacto y la fuerte emoción no se derivaron de la presencia de su hermano, sino de aquel pequeño. Lo que ahora hacía falta era ver y valorar los resultados. Reiko entendió que la frigidez con la cual había defendido su pureza y la del hermano, sufriendo física y espiritualmente, había sido una pérdida de tiempo, un esfuerzo inútil. Para ella era como si tuviera en las manos un ramo de flores para una fiesta ya terminada. Ya no era necesario que engendrara al hijo de su hermano: aquel hijo era ya el de una prostituta que ni siquiera conocía. La vida de su hermano estaba ya escrita, y ella no tenía lugar en ese espacio. Él había quemado su juventud y había penetrado en lo más oscuro y hondo de su existencia; obligaba a su mujer a prostituirse mientras él vagabundeaba con el niño. Reiko no distinguía en ello ningún aspecto de su sueño. Quizás en un cierto sentido se sentía aliviada. «Está bien así; mi hermano ya tiene un hijo.» Ésta puede parecer una lógica estrambótica y a la vez simple, pero para ella era una lógica exacta. Después de tanto tiempo, en el corazón de Reiko había asomado la ternura: lloraba por su hermano, por aquel niño desnutrido, por la pobre mujer, e incluso derramaba lágrimas por ella misma.

Finalmente se secó las lágrimas con un pañuelo. De pronto, dejó bajo el futon un sobre con dinero, se levantó, y se mostró dispuesta a marcharse.

«Adiós. No nos volveremos a ver. Cuídate mucho.»

«Y tú vigila el corazón», le respondió el hermano, mostrando en sus ojos la satisfacción por haber recibido el dinero.

«Me siento feliz por haberte visto de nuevo. Ahora estoy tranquila. No te preocupes, no diré nada en casa.»

«Te recomiendo no contar nada de nada.»

Hermano y hermana estrecharon fuertemente sus manos; las mejillas de Reiko recuperaron su frescura, y en ellas no quedaba ni rastro de llanto.

Salimos de la pensión, y, sin apenas cruzar palabras, nos alejamos de San’ya. Después nos despedimos del hombre que nos había guiado. Yo me acerqué a Ryuichi y le susurré al oído:

«No regreséis a casa esta noche; quedaos a dormir en alguna parte. Tampoco os cambiéis; tal y como vais vestidos encerraos en cualquier hotelucho de tercera categoría. Veréis que de ahora en adelante todo irá bien. Después de todo lo acontecido esta noche, Reiko estará curada, sin temor a recaídas. Tan sólo debes acompañar todos sus pasos con dulzura.»

«¿De veras? Gracias, doctor», me respondió el muchacho con su acostumbrada sencillez.

Caminamos los cuatro juntos hasta la parada del tranvía, y allí nos separamos. Reiko me saludó con la mirada, que parecía decir: «Sé que lo ha comprendido todo.»

Pensé que ya todo había concluido. Naturalmente, debería prestar mucha atención al período de convalecencia. La terapia ya casi había terminado. Anduve al lado de Akemi, sintiendo una profunda satisfacción al observar la rara delicadeza de mi compañera, que me seguía en silencio, sin decir nada.

Fui yo quien habló antes:

«Debes de estar cansada. ¿Cogemos un taxi?»

«De acuerdo, doctor, como quieras», me respondió, con un tono astutamente profesional.