8
Los niños. Conozco a Rosana
Al día siguiente me despertó el sonido de un violín interpretando el principio de la partita número 3 BWV 1006 de Johann Sebastian Bach. El que tocaba era Sebastian Leverkuhn, el hijo mayor de los Leverkuhn. Tenía sólo doce años, pero tocaba con madurez, con dominio, con perfecto control del fraseo y el estilo. Sophie Leverkuhn le escuchaba sentada en la arena sobre las rodillas; vestía una blusa bastante sucia (seguramente no se había cambiado desde la noche anterior) y unos shorts color caqui, y tenía una postura curiosa que les resulta cómoda a algunas mujeres cuando se sientan sobre las piernas dobladas, separando los pies a ambos lados en vez de unirlos por debajo de las nalgas. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos y me imaginé que apenas había dormido. Las noches en el hospital eran espantosas.
La playa ascendía en una suave pendiente y como ella estaba un poco más abajo, sobre la arena fresca, el pequeño Sebastian con su violín parecía muy alto, casi un gigante. Admiré la atención y la seriedad con que Sophie escuchaba a su hijo, sólo comparable a la seriedad y dedicación con que él tocaba. Me pareció ver en aquella relación intensa algo hermoso y terrible, la raíz de las grandes carreras artísticas y de los grandes desastres personales. Era evidente que Sebastian no tocaba para ella, sino para Bach, para la música, para sí mismo, pero al mismo tiempo todo aquel torrente de cálida música era devorada por los oídos amorosos de la gran flor carnívora, la madre abnegada.
Sebastian y Sophie estaban rodeados por un grupo de curiosos que le escuchaban con ese asombro que suele suscitar la música incluso entre las personas a las que no les gusta ni la entienden. También los otros niños estaban en el círculo, Syra y Carl y Branford y Adele y Estelle.
Sebastian terminó de tocar y bajó el arco. Todos los presentes aplaudieron y Sophie comenzó a hacerle correcciones, supongo que las mismas que le había oído al profesor del muchacho. Le corrigió un par de arcos y lo hizo bien, lo cual me sorprendió porque yo sabía que ella no tenía formación musical y no tocaba ningún instrumento. Le dijo también que era demasiado expressivo en algunos pasajes, y que exageraba en ciertos rallentando que yo había encontrado exquisitos y muy musicales. En observaciones como ésta yo veía el eco castrador del viejo profesor del Conservatorio, que poda la interpretación igual que a un rosal o a un bonsái y la deja reducida a un tallo duro y helado.
Yo admiraba a Sophie pero me sentía intimidado ante ella. Era una mujer brillante, que habría destacado en cualquier grupo humano. Tenía la capacidad de involucrarse en cualquier situación, de hablar con cualquiera, de ser amable con todos, de retar suavemente a todos. Había sido redactora jefe de una revista importante del estilo de Harper’s Bazaar (quizá de la propia Harper’s Bazaar) y había abandonado su carrera para cuidar a sus hijos, algo poco corriente en América, y para vivir a la sombra de su célebre marido, que iba levantando residencias de millonarios en las laderas y centros comerciales de los valles cercanos a Los Angeles. Era grande, alta, rubia, radiante. Su sonrisa no era una verdadera sonrisa, sino algo que estaba siempre puesto en su rostro para embellecerlo. Para endurecerlo, a modo de ariete. Creo que yo nunca he comprendido a ese tipo de personas, especialmente a esas mujeres en las que la bondad y el dominio están unidos, y en las que un intenso e indudable espíritu de entrega y de generosidad parecen ser el anverso de una atención desmedida por la apariencia y un inequívoco amor al lujo y al éxito.
Luego Sophie se volvió a Carl, su hijo pequeño, y le pidió que multiplicara una cifra de tres dígitos por otra cifra de tres dígitos. Carl dio el resultado al instante. Pensé que era una broma, y que era imposible que un niño de diez años realizara una operación tan complicada sin apenas pensar. Uno de los presentes, que todavía tenía batería en el móvil, hizo la multiplicación en la calculadora y dijo que el resultado era correcto. Esto provocó todavía más gritos de admiración que la maestría musical de Sebastian. Todos comenzaron a preguntarle a Carl operaciones aritméticas imposibles, y el niño contestaba imperturbable y sin apenas tomarse tiempo para buscar la respuesta. Le preguntaban números primos, le daban un número muy elevado y le preguntaban el siguiente número primo. Y siempre sabía la respuesta.
—Tienes dos hijos geniales —le dije a Sophie—. Sebastian toca muy bien. Va a ser un gran violinista.
—Técnicamente, sólo Carl es realmente un «genio» —dijo ella, sin dejar de mirar a sus hijos con un orgullo ávido e insaciable—. Tiene un coeficiente de inteligencia de 163. Superior al de Albert Einstein.
Pero los otros niños querían jugar, especialmente Syra, la muchachita india que era sólo unas semanas mayor que Sebastian. Estaba al lado de Sebastian, y contemplaba la escena con los brazos cruzados y una gran sonrisa traviesa en el rostro. Tenía las piernas muy largas y finas, ligeramente zambas. De pronto salió corriendo y se abalanzó sobre Carl, que seguía recitando resultados y resolviendo ecuaciones, y le derribó blandamente sobre la arena. Era una muchachita muy ligera y sin apenas fuerza en las muñecas, pero era bastante más alta que Carl y además le había cogido desprevenido. Le sujetó los brazos y las piernas sobre la arena y dijo que ya estaba bien de números y de cuentas. Carl chillaba como un histérico, sintiéndose humillado al haber sido derribado en el suelo por una niña y pensando que todos los que contemplaban la escena se estaban riendo de él.
—¡Te voy a matar, Syra! —chilló.
Syra reía inconteniblemente con esas carcajadas ligeras y despreocupadas de los niños, que revelan pura felicidad y son tan quebradizas y frágiles como el vidrio, y luego se apartó de Carl incorporándose rápidamente y subiéndose las gafitas de pasta sobre el tabique nasal. Carl hizo dos puños, se abalanzó sobre Syra y pareció que iba a golpearla, y entonces su hermano Sebastian se interpuso entre ambos sosteniendo todavía el violín en la mano derecha. Carl no podía golpear a Syra y tampoco podía golpear el carísimo violín de Sebastian, de modo que se puso todavía más furioso y empezó a chillar que Syra y Sebastian eran novios y que a él le gustaba ella y por eso la defendía.
—Carl, no puedes pegar a una chica —le dijo su madre pausadamente.
—¡Es mayor que yo! —dijo, completamente rabioso—. ¡Si es más alta que yo y mayor que yo, sí puedo!
—Aunque sea mayor que tú y más alta que tú. No se les pega a las mujeres.
—Carl, tranquilízate —dijo Sebastian protegiendo a Syra con su cuerpo y el violín con el antebrazo.
—¡Sois novios! —chilló Carl—. ¡Por eso la defiendes!
En ese momento apareció la madre de Syra. Era una mujer española aproximadamente de mi edad, que estaba con el grupo de los meditadores que viajaban con el gurú indio. Creo que ya he hablado de ella. Era un poco más baja que yo, pequeña, compacta, muy hermosa, con labios pequeños y carnosos pintados de rojo geranio y una cabellera muy oscura que le caía por encima de los hombros. Tenía gafas de mucho aumento, bajo cuyas ácueas lentes sus ojitos pequeños y estrábicos se transformaban en enormes ojos oscuros y seductores. Llevaba una blusa blanca con los picos atados sobre el ombligo y unos pantalones piratas color caqui. Se llamaba Rosana.
—¡Syra! —gritó muy furiosa—. ¿Qué estás haciendo?
Me sorprendió tal explosión de ira. Me pregunté qué habría sucedido antes para que Rosana estuviera tan enfadada con su hija, o bien si habría algún elemento en la escena que todos acabábamos de presenciar que a mí se me escapaba.
Vi cómo la niña se encogía de pronto, apartándose de Sebastian y bajando ligeramente la cabeza. La sonrisa de su rostro desapareció al instante, sustituida por un gesto de irritación y de fastidio. Su boca se dobló hacia abajo. Sus párpados cayeron.
—Esta niña, cómo me tienta la paciencia —dijo su madre adoptiva—. ¿Qué estabas haciendo, Syra? ¡Contéstame cuando te hablo!
—Estaban jugando, nada más —dijo Sophie.
—¡Contéstame! —repitió Rosana dirigiéndose a su hija—. ¿Por qué bajas la cabeza? ¿Es que estás sorda?
Su enfado era tan excesivo que ninguno de los presentes sabía cómo reaccionar. Los otros niños miraban a Syra y a Rosana, sin saber qué hacer. Pareció que Carl iba a protestar de nuevo, pero Sebastian le hizo una seña para que se mantuviera callado.
—No ha pasado nada —dije yo—. Estaban jugando.
Rosana recuperó inmediatamente el buen humor. Cuando se dio cuenta de que en realidad no sucedía nada suspiró profundamente y dijo que los niños vuelven loco a cualquiera. No creo que ella creyera lo que decía, porque al menos en aquella ocasión Syra no había hecho nada para volver loco a nadie, pero me parece que quería que creyéramos que lo creía, ya que de este modo, aunque estuviera equivocada, su conducta tenía una explicación. Syra corrió en dirección a Sebastian y le cogió de la mano, y Rosana comentó que en doce años después de su divorcio ella no había conseguido echarse un novio y que Syra lo conseguía, en una isla desierta, sólo en veinticuatro horas. Hablaba un inglés rápido y descuidado, como los que usan esa lengua sólo en las reuniones de trabajo. Como muchos españoles, creo que ella consideraba (quizá con buen criterio) que un perfecto acento español es mucho mejor que una torpe imitación del acento nativo. A pesar de todo a mí me gustaba y me caía bien.
Una cosa que me gustaba de Rosana (llamadme clásico, llamadme convencional) es que era probablemente la única mujer de la isla que llevaba los labios pintados. De un color rojo intenso, algo más oscuro que el rojo amapola. Tenía, de hecho, una barra de labios en el bolsillo con la que se los retocaba de vez en cuando, una costumbre que me pareció de lo más pertinente.
Sophie la miraba con sus grandes ojos color aguamarina y con una vaga sonrisa convencional en el rostro. Era su falsa sonrisa, la sonrisa que dice: si pudiera matarte, lo haría. Ella había dicho «están jugando, nada más», y luego había seguido mirando a Rosana y observando su explosión de ira con curiosidad, midiendo, considerando. No había dicho nada, pero yo sabía que Rosana se había sentido juzgada por ella, y que había sentido una antipatía visceral hacia aquella anglosajona perfecta de largos ojos azules.
Creo que aquélla fue la primera vez que Rosana y Sophie se encontraron frente a frente y creo que a partir de entonces se odiaron en secreto. Eran las dos formidables ejemplos de madres, las dos tan diferentes como sólo pueden serlo seres de la misma especie.
—Estamos partiendo cocos —me dijo Rosana—. ¿Te interesan los cocos, Juan Barbarín?
Oh, allí estaba. Acababa de conocerme y ya había adoptado la costumbre de todo el mundo de llamarme por el nombre y el apellido. Le dije que me interesaba cualquier cosa que pudiera beberse, y caminamos juntos hasta el grupo de españoles, dedicados a la difícil tarea de partir los durísimos cocos.
Fue Wade quien nos enseñó a hacerlo utilizando un cuchillo grueso y de forma que no perdiéramos el precioso líquido al romper la cáscara en mil pedazos. Rosana llamó a Syra para que se tomara la leche de un coco y vinieron los otros niños y también Sophie, y Sebastian y Carl olieron un coco abierto y dijeron que no pensaban beberse tal cosa, pero Syra cogió el coco que le daba su madre y se lo bebió entero y sin dejar una gota. Quién sabe. A lo mejor estaba muerta de sed, aunque beberse de un tirón el líquido espeso y dulce de un enorme coco requiere capacidades sólo al alcance de los muy sedientos o bien de los que desean acabar con el asunto como sea. Rosana puso el coco boca abajo muy orgullosa, quizá para demostrar que su hija comía y bebía cualquier cosa, quizá para congraciarse conmigo después de los gritos que le había dado a la niña. Conmigo y con los demás, supongo, aunque quizá especialmente conmigo, a quien acababa de conocer, y que quizá, tal como a mí me pasaba con ella, me viera como una persona por la que podría interesarse románticamente.
Sophie dijo a sus hijos que hicieran lo mismo que Syra, pero ellos se negaron y salieron corriendo. Creo que se miraban con asombro unos a otros: los dos hermanos asombrados de que Syra obedeciera sin rechistar, Syra asombrada de que ellos pudieran desobedecer tan fácilmente y sin ganarse una reprimenda.
Rosana y yo nos alejamos por la playa caminando, charlando, conociéndonos. Era muy atractiva, y lo era además de una forma que desafiaba las convenciones, ya que no tenía un cuerpo precioso ni un rostro precioso, pero a su modo era preciosa, sus ojos y sus labios eran preciosos, y su piel era rosada y limpia y toda ella exhalaba una curiosa feminidad. Además me gustaba su energía y su forma de hablar, que me recordaba a mi vida en Madrid cuando era joven. Me gustaba su estilo, me intrigaba, me divertía.
Había iniciado la adopción de Syra cuando todavía estaba casada, y había hecho con su marido el largo proceso burocrático. Luego él se había enamorado de otra mujer y se había ido de casa a través de un largo proceso de indecisiones y de falsos regresos. Fue al final de esa larga agonía de separación cuando llegó, por fin, el momento tan deseado de ir a recoger a Syra al orfanato de la Madre Teresa en Calcuta. Syra era en aquellos momentos sólo una foto diminuta que le habían enviado las monjas, en la que aparecía una niñita de dos años muy morena y con unos ojos preciosos y asustados, pero la foto dejaba constancia de la existencia real de un ser humano, una niña, una niña pequeñita que respiraba, y que lloraba, y que esperaba. Rosana fue a la India con un amigo para recoger a la niña y regresó con ella a Madrid. Lo que siguió fue un suave infierno para ambas, y aquel infierno se prolongó durante varios años. Syra venía llena de enfermedades y de problemas de alimentación y de sueño. En el orfanato, los niños estaban siempre rodeados de otros niños y dormían con la luz encendida en cunas llenas de niños. No es que estuvieran mal atendidos, me explicó: el orfanato estaba limpio y las cuidadoras y las monjas eran cariñosas y eficientes, pero el amontonamiento era inevitable, y los contagios imposibles de prevenir. Syra había tenido tuberculosis y había tenido sarna, y aunque ahora estaba curada de ambas enfermedades, la sarna le había dejado el hábito de rascarse a todas horas. Tenía también problemas de estómago y problemas en la piel y problemas en los ojos (había sufrido mucho por culpa de unos parásitos que tenía en los ojos) y problemas con la flora intestinal, y tenía además una tos sempiterna, seca y fuerte, esa que los médicos llaman «improductiva», que se origina en llagas sin curar de la garganta, y había tenido además todo tipo de problemas de atención en el colegio, primero a causa de sus problemas de visión, que sus profesores y su madre habían tardado en descubrir, y luego por una fuerte tendencia a la introversión y una dificultad de la niña para expresarse verbalmente. Syra tenía un temperamento infantil, era tímida y misteriosa, se sentía perpetuamente insegura. Le gustaban los animales y los niños muy pequeños, cualquier cosa que estuviera viva y no hablara. Cuando se sentía a gusto reía sin parar, alternando la risa con su tos seca e improductiva. Era muy delgada y estaba muy alta para su edad, aunque un desarrollo tan temprano indicaba, quizá, que dejaría de crecer pronto y que sería una joven pequeñita, pequeñita y esbelta, de largos cabellos satinados y delicado rostro oriental. Sí, su rostro era oriental y no agitanado como el de los indios. Había nacido en las laderas del Himalaya, en Darjeeling, y pertenecía a la etnia tibetana. Tenía los ojos rasgados y la nariz pequeñita y redondeada. Lo curioso era que se parecía bastante a Rosana, que tenía también rasgos vagamente orientales, un rostro redondeado y ojos rasgados y facciones regulares y poco prominentes. Aunque es posible que el curioso parecido que había surgido entre madre e hija se hubiera ido creando en sus años de convivencia, por asimilación de gestos y mutua imitación inconsciente.
Caminando, llegamos al extremo de la playa, y luego subimos por las rocas y seguimos por la selva durante unos cuatrocientos metros y bajamos hasta la siguiente playa. Allí nos sentamos a la sombra de los cocoteros y nos pusimos a contemplar el mar.
—¿Por qué tardarán tanto en venir a rescatarnos? —preguntó Rosana.
—No lo sé. Pero no pueden tardar mucho más —dije yo—. Llevamos tres días aquí perdidos.
—Al fin y al cabo hemos tenido suerte —dijo ella—. Hemos sobrevivido.
—Sí.
—Es como si nos hubieran dado una segunda oportunidad.
—Sí.
—Es como si ahora estuviéramos en el limbo entre dos vidas —dijo ella—. Yo me siento así.
—¿En el limbo entre dos vidas?
—Sí. Como si este sitio no fuera realmente un sitio del mundo, sino un mundo intermedio. Un paréntesis.
—Un paréntesis.
—Un paréntesis para reflexionar antes de regresar.
—Entiendo.
—Aquí no hay nada que hacer, y entonces todo tu pasado se te viene encima. Te obliga a replantearte las cosas.
—Hay algunos que piensan que no van a venir a rescatarnos.
—¿Cómo?
—Que no han venido todavía porque no van a venir nunca.
—¿Cómo que no van a venir?
—Sí, se lo he oído decir a Wade, a Santiago Reina…
—¿Qué quiere decir eso de que no van a venir a rescatarnos?
—Ellos piensan que hemos caído en un lugar raro. Un lugar del que no se sale.
—No entiendo nada de lo que dices —dijo Rosana—. ¿De qué hablas, Juan Barbarín?
—No sé —dije.
—No digas cosas raras —dijo ella—. Llegarán, tarde o temprano. Nos buscarán y nos encontrarán.
—Sí, pero hay algo raro —dije—. ¿No te parece? En este sitio hay algo raro.
—¿Raro? ¿Qué te parece raro?
—No sé. Por lo pronto, llevamos tres días en esta isla sin que aparezca nadie, ni un avión, ni un helicóptero.
—Sí, eso es raro.
—Es raro, ¿verdad?
—Pero no inexplicable, ni sobrenatural.
—Está en el límite de lo inexplicable —dije yo.
—Cuando vuelva a mi casa voy a cambiar de vida.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Lo veo con toda claridad. Ahora que me he parado, que he salido de la rueda, lo veo con claridad.
—Ah, ¿sí?
—Voy a dejar de hacer las cosas que no me gustan. Voy a cambiar de trabajo. Hace unos años me compré una casa en el campo, pero ya la he pagado. No necesito trabajar tanto.
—¿En qué trabajas?
—En una multinacional. Soy jefazo. Soy una superejecutiva, Juan Barbarín.
—Vaya.
—Gano un montón de pasta.
—¿Te quieres casar conmigo? —dije yo.
Ella soltó una carcajada.
—Vale —dijo.
—¿Vale?
—¿Por qué no?
Quedamos en silencio. El mar, desde esta playa, me parecía diferente del de la playa de la que veníamos. Qué extraño. ¿Acaso no era el mismo mar, la misma arena, idénticos cocoteros? La música del aire me parecía diferente, como si en esta playa fueran posibles cosas que en la otra no lo eran. ¿Por qué juegan de ese modo nuestros sentidos con nosotros? Somos esclavos de nuestras sensaciones.
—Dedicaré más tiempo al yoga y a la meditación —dijo Rosana—. Dedicaré más tiempo a mi huerto. Y dedicaré más tiempo a mi hija. Ahora casi no tengo tiempo de verla una hora al día.
—¿Una hora?
—Les pasa a todos los padres. Trabajamos tanto que llegamos a casa casi cuando los niños se acuestan.
—O sea que quieres cambiar de vida.
—Quiero dedicarme a mi hija, a mi huerto, a mis amigos y a oír música de Mozart.
—No suena mal, pero ¿y el amor?
—¿El amor? Yo ya me he olvidado del amor.
Quedé en silencio. ¿Qué podía decir? ¿Acaso yo no me había olvidado también del amor? Dejado atrás, imposible, terminado, sin esperanza.
—No somos tan viejos como para olvidarnos del amor —dije, a pesar de todo.
—No —dijo ella—, pero ¿qué pasa si el amor se olvida de ti?
Había más niños en el avión. Luego se entenderá por qué insisto en el tema de los niños y por qué los describo con cierto detalle. El hecho es que los niños eran importantes en la isla. Eran importantes para la isla, quiero decir.
Había un niño de cuatro años, Branford, hijo de una pareja de neozelandeses, Bruce y Gloria Griffin, que trabajaban como guionistas de la cadena CBS en Los Angeles. Era muy simpático, y a mí me recordaba por su aspecto y sus pantalones siempre caídos a Daniel el travieso, el niño de los cómics. Se dedicaba a pasear por la playa en busca de conchas, caracolitos y cangrejos muertos, que luego se metía en los bolsillos.
Había dos niñas muy poéticas y misteriosas, Adele y Estelle, de siete y ocho años, hijas de una pareja de diplomáticos australianos, Henry y Diffy McCullough. Iban vestidas con vestiditos cortos blancos, dos perfectas señoritas en medio de la jungla. Eran muy tímidas y siempre estaban juntas y cerca de sus padres. Luego nos enteramos de que Adele era autista, y que había tardado mucho en aprender a hablar. Las dos hermanas habían desarrollado un idioma propio para comunicarse que se parecía a los gritos de los pájaros.
Y estaba Seymour, el más pequeño de todos. Tenía sólo dos meses y era hijo de una muchacha muy joven llamada Lizzy, una rubia platino que trabajaba como camarera en un diner en Sausalito y no había llegado a terminar la High School. Al parecer, Seymour tenía un tumor en el cerebro, y Lizzy se lo llevaba a la India para que le vieran en un hospital ayurvédico de Madrás. Había oído hablar de este hospital en un documental que había visto en el Canal 13 o, más probablemente, que alguna amiga suya había visto en el Canal 13, porque no creo que Lizzy hubiera sintonizado en su vida el Canal 13. También ella se había aprovechado de las tarifas increíblemente económicas de la compañía Global Orbit, ya que de otro modo jamás habría podido ahorrar dinero suficiente para viajar tan lejos. Al parecer, todos los camareros del diner donde trabajaba le habían dado las propinas de una semana para ayudarla a pagar el billete de avión.
Aquella historia de Lizzy llegó pronto a oídos de todo el mundo, dado que Seymour era el más joven de todos los náufragos y eran muchos los que se acercaban a Lizzy para ofrecerle ayuda con el bebé, especialmente las mujeres del grupo. Estábamos todos en una situación penosa, pero la situación de Lizzy era especialmente dramática, con un bebé al que tenía que dar de mamar cada dos o tres horas, sin pañales ni ropa para cambiarle ni agua dulce para lavarle. Seymour se despertaba llorando durante la noche. Lizzy estaba agotada y estresada, tenía poca leche y el niño lloraba de hambre. Le había hecho una especie de cuna o de nido utilizando hojas de palmera, ramas, mantas y almohadas traídas del avión, pero pronto descubrió que esta cuna no protegía al bebé de los animales. En una ocasión en que Seymour dormía plácidamente después de mamar, decidió alejarse unas decenas de metros para darse un baño en el mar, y apenas había entrado en el agua cuando un presentimiento horrible la hizo salir y correr hacia la cuna del bebé. Se encontró a un lagarto muy oscuro de casi dos metros de longitud, con una larga lengua rosada que entraba y salía velozmente de su boca, dando vueltas alrededor del nido del niño. Asustó al lagarto dando gritos y tirándole arena a los ojos, y el animal desapareció corriendo pesadamente, pero a partir de entonces Lizzy no dejaba a Seymour solo ni un instante.
Sophie Leverkuhn, Josephine y otras mujeres del grupo la ayudaban a cuidarlo, y también un joven de aspecto bonachón llamado George, que se pasaba el día charlando con ella, ayudándola a cambiar al niño y llevándolo en brazos mientras paseaban. Las opiniones estaban divididas en torno a George: para algunas mujeres del grupo era un ejemplo del que deberíamos aprender los otros hombres, todos nosotros egoístas congénitos y seres carentes de sensibilidad; para otros, George había decidido dedicarse tanto a Seymour no porque le gustaran los niños, sino porque deseaba lograr los favores de la madre, que poseía una de esas bellezas dulces y como de muñequita austríaca que a algunos hombres les hacen perder el seso.
Fuera como fuera, la historia de Seymour y la razón del viaje de Lizzy a la India con su bebé se habían extendido rápidamente por nuestra pequeña sociedad. Joseph, al conocerla, se fue a hablar con Lizzy y le dijo que no tenía sentido que abandonara Los Angeles, donde se encontraban algunos de los mejores hospitales del mundo, para llevar a su hijo a un país del Tercer Mundo a que recibiera un tratamiento de medicina tradicional basado en aceites, masajes y cortezas de árbol. Le dijo que, por lo que él sabía, la medicina ayurvédica era una forma de curación basada en unos textos que tenían cientos o quizá miles de años de antigüedad. Pero en medicina, le dijo, cuanto más antiguo, menos fiable. La medicina de hace cincuenta años, dijo Joseph, ignoraba la mitad de las cosas que nosotros sabemos hoy en día. Imagínate la de hace mil años.
—Creo que deberías dejar que Lizzy tome sus decisiones por su cuenta —le dijo Wade a Joseph hablando con gran suavidad y sin perder la sonrisa.
—Uno tiene que estar informado antes de tomar una decisión, Wade —dijo Joseph—. Y creo que en temas médicos, yo soy una fuente de información bastante fiable.
—Ellos dijeron que mi niño iba a morir —dijo Lizzy apretando las mandíbulas—. Eso fue lo que dijeron ellos.
—Nadie debería decir ese tipo de cosas —dijo George—. Nadie debería quitar la esperanza a otro de ese modo.
Alguien, una de las mujeres, le preguntó a Lizzy por el padre del niño, y ella dijo que el niño no tenía padre, que era suyo solamente, que los dos habían estado siempre solos, que seguirían estándolo, y que estaban muy bien así. Luego cogió a Seymour y George y ella se fueron a pasear por la playa. Lizzy era bajita, de caderas anchas y, como ya he dicho, con una larga cabellera de color rubio platino. George era mucho más alto que ella, un muchacho de aspecto apacible. Yo no sabía a qué se dedicaba, pero me lo imaginaba despachando en una tienda, quizá en una papelería, o en una tienda de fotocopias, alguna actividad tranquila y poco problemática donde pudiera ser amable con la gente y ofrecer a todos su ayuda y su sonrisa impersonal.
Volví a ver a Rosana y a Syra ese mismo día, en una visita que hice al grupo de españoles. Encontré a Rosana gritando a su hija y agarrándola con fuerza del hombro. Se había puesto un bañador de flores rojas y blancas y llevaba un gorrito blanco y unas gafas de sol. La niña estaba callada y encogida, con los ojos bajos y como esperando a que la furia de su madre se agotara.
—¿Por qué estás siempre haciendo cosas que enfadan a mamá? ¿Por qué estás siempre haciendo cosas que enfadan a mamá? —le decía a gritos.
—Lo siento —decía la niña débilmente, con rabia apagada.
—¡Cállate! ¡No digas nada! ¡No digas nada porque todavía te voy a soltar un par de tortas!
Pensé en retirarme, porque me hacía daño contemplar la escena, pero entonces Rosana me vio. Su actitud cambió por completo y su voz se dulcificó.
—Juan, no te había visto —dijo—. Esta niña imbécil me saca de quicio. Dios mío, cómo me saca de mis casillas. Dios mío, cómo me tienta la paciencia.
—¿Qué has hecho, Syra? —le pregunté a la niña intentando buscar la complicidad de sus ojos.
—Nada —dijo ella.
—Nada —dijo Rosana, recuperando su furia de nuevo—. Echar a perder una lata entera de mermelada y una lata de cacao con avellanas. Regalársela a las hormigas y a los escarabajos. ¡Con la poca comida que tenemos! ¡Es que no tiene cerebro!
—Ya te he dicho que lo siento —dijo la niña, sin atreverse todavía a levantar los ojos pero envalentonada por mi presencia.
—¡Te he dicho que no me contestes y no te consiento que me levantes la voz! ¡No me levantes la voz! —le dijo a gritos.
Me sentía avergonzado por la escena que estaba contemplando y deseaba marcharme de allí cuanto antes. Sentía lástima por la niña y también lástima por la madre, poseída hasta tal punto por aquel diablo de rencor y de maldad que la hacía convertirse en una verdadera bruja con su hija. Syra me miró de reojo y vi en sus labios y en sus ojos, medio ocultos por sus largas trenzas negras, una sonrisa irónica que sólo yo podía ver y que permanecía invisible a su madre. Esta sonrisa me sorprendió. Pensé que Syra estaba avergonzada y disgustada y, por el gesto de su labio inferior, que sobresalía en un puchero desconsolado, que estaba a punto de llorar. Pero en realidad no lloraba, sonreía. Me sonreía. Su disgusto, su vergüenza, eran puro teatro. Su madre gritaba frenéticamente y la niña se reía en secreto, como si en realidad fuera ella la bruja, la pequeña brujita que había aprendido cómo volver loca a su madre y convertirla en un ser odioso a los ojos de los demás.