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El Tercer Reich

Los latinoamericanos tenían un juego de mesa llamado El Tercer Reich. Su propietario era un chileno que se llamaba, o más bien que se hacía llamar, Roberto B., y que a mí, quién sabe por qué, me irritaba profundamente. No entiendo la causa de la inquina que yo sentía hacia él. Quizá se debiera a aquel aspecto que tenía de típico latinoamericano de los ochenta, con su pelo revuelto, sus gafitas redondas de intelectual (al parecer era escritor), su barba de tres días, su pitillo siempre en la comisura de los labios y su jersey de cuello alto que no se quitaba nunca a pesar del calor espantoso que hacía en la isla. Ese aire de desconsuelo, de ser la sal de la tierra y de sentirse, al mismo tiempo, tremendamente interesante. También me irritaba que se hiciera llamar Roberto B. ¿Por qué «B»? ¿Qué escondía bajo esa «B»?

El Tercer Reich se jugaba en un tablero muy grande, de un metro por sesenta centímetros de área, en el que aparecía representado un mapa geopolítico de Europa dividido en pequeños hexágonos. Podía jugarse individualmente o bien en equipos: un equipo era el Eje y el otro los Aliados, aunque también era posible dividir a los jugadores en Alemania, la URSS, Inglaterra, Italia, etc. Era un juego obsesivo e infinitamente complicado. Había cientos de fichas hexagonales que representaban a los ejércitos y los recursos de cada país (tanques, aviación, artillería, abastecimiento, etc.), así como a ciertos líderes de los distintos países (había una ficha para Hitler, una para Goebbels, una para Churchill, una para Stalin, etc.), un doble juego de tarjetas, rojas y azules, dados de distintas formas y colores, unos en forma de cubo como los dados tradicionales y otros con forma de tetraedro, octaedro o icosaedro, además de otras fichas, hexagonales o de otras formas, que representaban no sé exactamente qué, y las instrucciones tenían la forma de un librito muy manoseado que los jugadores se pasaban todo el tiempo consultando. Al parecer, parte del encanto del juego consistía en que uno podía crear sus propias reglas («aperturas» y «soluciones» les llamaban), que luego podían enviarse a alguna de las revistas especializadas (Wargames, Black Sun Zone, Battle Ground) y que, después de ser revisadas y evaluadas por los creadores, podían llegar a formar parte del manual oficial, del que había dos nuevas ediciones cada año. Roberto B. se pasaba horas y horas jugando al Tercer Reich con Christian, Sheila y Óscar Panero, un mexicano de barbita recortada que también era escritor, o bien a solas con Óscar Panero, al que había conseguido obsesionar con la Segunda Guerra Mundial casi tanto como lo estaba él mismo.

Roberto B. era novelista y poeta. Óscar Panero era poeta y ensayista. La novia de Óscar también era escritora, poetisa y novelista. Se llamaba Brenda Esquivias Ponce. Xóchitl también pertenecía a su grupo. Roberto, Óscar y Xóchitl eran amigos desde hacía años. Todos ellos viajaban juntos a la India. Xóchitl no era escritora, sino socióloga. Pero la historia de Xóchitl la contaré más tarde.

Brenda Esquivias, la novia de Óscar Panero, era una diminuta muchachita mexicana de tez morena y largos cabellos negros que se pasaba el día leyendo a Chéjov (tenía una edición en español de los Cuentos publicada en México) y había escrito una novela titulada Sierva dolorida que trataba de las vidas de seis mujeres jóvenes que vivían en Ciudad Juárez, en el norte de México, estado de Sonora. Las seis eran amigas del colegio («el liceo», decía ella) y pertenecían a la clase alta de Ciudad Juárez. Se pasaban el tiempo viajando a El Paso, al otro lado de la frontera, para visitar los maravillosos hoteles de los gringos, las piscinas de lo gringos y los malls de los gringos y comprarse ropa interior, zapatos y vestidos, hasta que una de ellas desaparece durante dos semanas y luego encuentran su cuerpo horriblemente desfigurado y abandonado en una bolsa de plástico en una escombrera de las afueras de la ciudad. Y éste era el quid de la historia, que los asesinos, sin duda por error, han elegido esta vez como víctima a una hija de la alta burguesía ciudadjuarense. Al parecer, la novela, que Brenda tenía escrita en un bloc grande de hojas cuadriculadas y tapas de color verde fosforescente, estaba ya terminada, pero ella la leía y la corregía obsesivamente. Todas las horas que no dedicaba a bañarse en el río (se bañaba con camisa, como en el siglo XIX, jamás utilizaba bañador ni bikini, quién sabe por qué, y yo imaginaba que tenía en el cuerpo cicatrices que no quería mostrar), todas las horas que no dedicaba a recoger tubérculos, cocos y frutas del pan y a leer su ejemplar mexicano de cuentos de Chéjov, las empleaba en corregir su novela. Roberto B. estaba obsesionado con Sierva dolorida y se pasaba el día intentando convencer a Brenda de que se la dejara leer, pero ella se negaba, y entonces Roberto B. le hacía preguntas sobre el desierto de Sonora y sobre Ciudad Juárez, donde Brenda había pasado una adolescencia horrible cuyo recuerdo le ponía un brillo metálico en los ojos pero también sacaba cualidades distintas de su voz, en las que uno sentía el rumor de una lluvia inexistente en largas avenidas polvorientas y pájaros blancos posados en las ramas de grandes árboles. Quién sabe, quizá eran ilustraciones de algún libro que había leído de niña y no tenían en realidad nada que ver con Ciudad Juárez, o eran sueños, o poemas leídos aquí o allá, ya que en Ciudad Juárez no hay grandes árboles, sino árboles pequeños y raquíticos, y tampoco hay pájaros blancos, en Ciudad Juárez no hay nada blanco, nada completamente blanco. Una de sus hermanas, según nos contó una noche, había sido asaltada y violada en dos ocasiones antes de que la familia decidiera marcharse de la ciudad para instalarse en Ciudad de México, que era donde había conocido a Óscar. Las tres hermanas habían recibido amenazas y habían sentido el peligro de algún modo, ya que en México este peligro se siente toda la vida si uno es mujer, nos contaba Brenda, uno se acostumbra a vivir con este miedo, con esta especie de alerta refinada que crea como una especie de tercer ojo que tienes en la parte de atrás de la cabeza y con el que estás todo el rato oteando lo que hay detrás de ti, las zonas oscuras, los pasillos, los callejones, los vendedores de jícama y de amaranto, las taquerías, las casas donde se venden tamales al caer la tarde, los grupos de hombres que beben cerveza en las esquinas y el temor es algo tan consuetudinario (sí, Brenda utilizaba palabras así) que uno ya lo incorporaba a su realidad y vivía así año tras año, iba a tomar licuados de frutas con las amigas, cócteles en el bar del hotel Radisson, iba al cine, iba a visitar a las amigas para estudiar juntas, iba a la biblioteca, iba a la universidad, iba al teatro, iba a ver la puesta del sol en los cerros, en grupos, en carros, con hombres, claro está, y el temor estaba allí todo el rato a pesar de ir en grupo, en carros y con hombres y a pesar de tener buenos carros y nombres largos y saber que la policía judicial no se metería con ellos a causa de sus carros grandes y sus nombres largos. Pero los agresores siempre sabían a quién debían atacar, porque violar a una mujer no es una cosa fácil a pesar de que estamos en tiempos en que nadie está dispuesto a morir con tal de no dejarse violar, a pesar de eso, y por eso su hermana Lucrecia, dos veces a su hermana Lucrecia, una de las veces en Noche Triste, al lado de la Plaza de Armas, por eso precisamente a Lucrecia y no a ella ni a Bernardina, porque Lucrecia era de hierba y Bernardina era de metal y ella, Brenda, era de piedra, y esos pinches cabrones eso lo saben sólo con ver tu sombra, decía, sólo con ver tu sombra proyectada en una pared al atardecer, cuando las sombras son más largas y llegan más lejos, porque ellos nacieron para reconocer eso del mismo modo que los coyotes saben siempre cuál es el carnero más débil, el que se va a acobardar, el que no va a luchar, o los tiburones huelen la sangre a kilómetros, o los mosquitos saben qué piel es más fina.

Roberto B. la escuchaba fascinado, aunque intentaba esconder su fascinación con una sonrisa condescendiente. Pero no paraba de preguntarle cosas, todo tipo de cosas sobre el norte de México: cómo era la luz en las avenidas de Ciudad Juárez por la noche, si había eucaliptus en las calles, grandes eucaliptus oscuros, y si la luz de las farolas se filtraba a través de los grandes eucaliptus oscuros. Le preguntaba por las discotecas y las boîtes de Ciudad Juárez, y le preguntaba si había grandes discotecas lúgubres en mitad del desierto. Le preguntaba si había piscinas en Ciudad Juárez, y si ella solía ir a alguna piscina allí, y cómo miraban los hombres a las chicas en las piscinas, y cómo miraban las chicas a los hombres, y de qué color era el agua, si era azul, si era verde, si era gris, y si había polvo sobre los fenders de los coches y sobre los magueyes y de qué color era el polvo que había sobre los magueyes, si era rojo o blanco, amarillo o marrón, ocre o pardo. Le preguntaba qué tabaco se fumaba por allá, y qué marca de tequila se bebía, y qué marca de cerveza, y qué marca de condones se vendía en las farmacias y de qué color eran los condones. Le preguntaba si había barrancas o pedregales, y si en los pedregales había nopales, y si había visto algún basurero de la ciudad, esos maravillosos basureros de Latinoamérica donde hay enormes pájaros vultúridos de grandes alas pardas y humaredas espesas y oscuras que nunca terminan de arder y niños cubiertos de suciedad y con el rostro negro por la porquería y la miseria que viven entre las montañas de basura como grandes arañas de ojos brillantes (¿y eso qué tiene de maravilloso?, le dijo Brenda, y le decía también que en Ciudad Juárez no hay piscinas, no hay agua, no hay árboles, no hay parques, no hay nada de eso que él soñaba, que Ciudad Juárez es el infierno, que hay Casas de Empeño, taquerías, descampados, calles infinitas de edificios de una planta rodeados de rejas con un palmito creciendo con paciencia en el patio y paredes desconchadas y perros abandonados y que todo está como aplastado por el sol, aplastado contra el piso, aplanado, destruido por el sol, calcinado, como si la ciudad no fuera más que un montón de huesos viejos y descascarillados, y luego estaba el Río Bravo, y los puentes que pasaban al Norte, al paraíso de los gringos, puentes alambrados y enrejados), y luego Roberto B. le preguntaba, siempre con su sonrisa suave e irritante, a un tiempo tímida e insolente, si ella había visitado algún rancho de los alrededores, y ella le decía que si estaba loco, que en los ranchos del desierto de Sonora era donde se refugiaban los narcos y donde se hacían las snuff movies y que había fiestas muy torcidas por allí, fiestas muy raras donde se hacían cacerías de gamas (¿de gamas? preguntó Roberto B., y ella le explicó que las gamas eran mujeres, mujeres a las que soltaban desnudas en el desierto y les daban dos o tres horas de ventaja y luego salían a rastrearlas y a cazarlas como si fueran animales; a veces les daban botas para que pudieran correr mejor e irse más lejos, pero siempre acababan encontrándolas y abatiéndolas a tiros; normalmente las enterraban en el lugar, al fondo de alguna zanja, pero algunos estaban tan locos que se las llevaban a su casa como se hace con un gamo o con un león (quería decir con un puma) o con un jaguar, y se decía que había estancieros que tenían una sala con cabezas de jaguares y de búfalos africanos adornándole la pared y también con cabezas de mujeres disecadas, gamas procedentes de alguna cacería, porque había algunas de estas presas que huían durante días enteros y entonces la caza se tornaba realmente interesante porque la presa, decían los cazadores, y ésta era una muestra de su humor refinado, «era casi tan inteligente como un ser humano»), ranchos en medio del desierto que parecían abandonados y que sólo se animaban en las fiestas, cuando los cuatro por cuatro Peregrino negros aparecían de aquí y de allá en el polvo del desierto, grandes vehículos de cristales negros conducidos por choferes con gafas negras, fiestas de varios días al final de las cuales siempre alguna muchacha que trabajaba en alguna maquiladora acababa en una bolsa de plástico, estrangulada con su propio sostén y con el vientre lleno de puñaladas. Y gente de clase alta mezclada con todas aquellas aventuras sórdidas, gente de la clase política, gente con dinero y con poder que paraban todas las investigaciones policiales, y las mujeres morían poco a poco, una tras otra, y la policía investigaba y jamás encontraba a ningún culpable. Ay, Brendita, ¿por qué no me dejai leer tu novela?, decía Roberto B. una y otra vez. Pero ella se negaba: no está terminada, le decía. Falta, todavía le falta. Y esto sólo servía para obsesionar a Roberto B. todavía más. Éstas eran las obsesiones de Roberto B.: el juego de guerra El Tercer Reich; Sierva dolorida, la novela de Brenda Esquivias Ponce y Sheila, la bella y sinuosa Sheila, con la que se pasaba el día flirteando frente a los ojos de su novio.

Oh, Dios mío, cómo me irritaba aquel tipo. Había en él algo lento, grácil, casi armonioso. Una especie de indolencia, una especie de parsimonia, una indiferencia casi divina. Me irritaban sus gafas redondas de intelectual, aquel jersey de cuello alto que no se quitaba jamás. Me irritaba que fuera invulnerable o indiferente al calor, aquel aspecto que tenía de progre de los años setenta, mal peinado, mal afeitado, siempre con un cigarrillo en los labios. Me irritaba su barbilla, cuyo perfil me parecía insolente, me irritaban sus mejillas pálidas, me irritaba la expresión acuosa y casi tierna de sus ojos claros, porque tenía unos dulces ojos claros de follador sin escrúpulos de esos que vuelven locas a las mujeres, su forma de sujetar el cigarrillo entre los dedos como si se tratara de un objeto sacro dotado de un poder sobrenatural, su forma de entrecerrar los ojos cuando daba una calada al cigarrillo. Me irritaba aquella seguridad en sí mismo que tenía, y me irritaba también que me pareciera un tipo tan interesante, tan fascinante, cuando no había nada en él que debiera realmente fascinarme. Pero se ponía a contar anécdotas de Santiago de Chile o de México D. F., donde había vivido toda su adolescencia y juventud, o de Los Angeles, y yo me quedaba callado, escuchándole y como rogando interiormente que no se detuviera, que siguiera hablando. Y hablaba de El Tercer Reich, y de la Segunda Guerra Mundial y del sentido del mundo y del misterio del mal, cuyo verdadero misterio terrible y terrorífico era que no era ningún misterio, decía, porque en el mundo no hay ningún misterio, no hay ninguna clave, no hay ninguna Rosa Secreta como la que quería encontrar Yeats, decía, y luego hablaba de la rosa de Milton, aunque no es que hubiera leído realmente a Milton (no creo que leyera inglés, y no creo que pudiera leer el inglés de Milton), pero sí había leído a Borges, y mucho, la rosa de Milton, el poema de Borges, la rosa que no es un símbolo del mundo sino un objeto más del mundo, y ése (decía, entrecerrando los ojos para evitar el humo de su propio cigarrillo, y yo le escuchaba fascinado a mi pesar, rabioso contra mí mismo, igual que un perro rabia contra la mano que le alimenta porque está lleno de odio y le gustaría arrancar esa mano a mordiscos pero no puede hacerlo y sabe que no puede hacerlo), ése era el mejor poema de Borges y un poema realmente importante, decía, un poema para despertar para siempre del sueño, porque no hay nada que contenga al mundo, nada que explique el mundo, nada que resuma el mundo, sólo hay mundo, sólo mundo, mundo, mundo, cosas, camas, leche, semen, lluvia, eucaliptus, la sombra de la lluvia sobre las sábanas y la sombra de la lluvia sobre los muslos de la muchacha con la que estamos haciendo el amor en un hotel barato y el vello de sus ingles, a pesar de todo lo más hermoso que existe, el vello negro de sus ingles negro sobre blanco como palabras negras sobre la piel blanca de la página ingle, y letreros de hoteles y moteles abandonados y coyotes de ojos luminosos cruzando la noche de los desiertos y cuerpos enterrados y trenes y camiones cargados de madera y camiones cargados de chanchos que van al matadero y camiones cargados de muchachas que van a los burdeles del norte y furia y miedo, y bares en la frontera y perros asesinados y perros crucificados y noches de borrachera azul y noches de borrachera violeta y muchachas y más muchachas y mujeres, mujeres embarazadas que gritan en el parto, y hombres solos que sueñan, y hombres que aguardan en el callejón oscuro, y parejas de hombres casados que se encuentran en hoteles para chingar y ni siquiera se dicen el nombre, y niños dormidos, y niños que van camino de la escuela, y barracones del ejército, y un joven recluta con rostro de indígena que se parece a Benito Juárez y mira a las muchachas de piernas pálidas y ellas le miran a él y todos sueñan, y el mar, y el desierto, y deseos, y sueños, y poemas y libros y hablar por teléfono y ducharse y escribir por la noche, a cualquier hora realmente, pero sobre todo por la noche, después de hacer el amor, en la lucidez que trae la noche después del sexo y después de darse una ducha fresca después del sexo, y lo que no hay en parte alguna es una rosa secreta, decía Roberto B. Lo que no hay en parte alguna es una rosa secreta, a no ser entre los muslos de una muchacha. Allí está la única rosa secreta, decía Roberto B. Como bien sabía Empédocles. Como bien sabía Courbet. El principio del mundo. La rosa del mundo. La concha de nácar de Afrodita. Como bien sabía Quirón el centauro, en el poema de Rubén Darío. La rosa, la concha, el coño. La rosa triunfante del mundo.

—Roberto, no te fundai —le decía Christian, contemplando con atención el tablero de El Tercer Reich—. Te voy a mandar pal carajo a Rommel, compadre, ¿cachá?

—No podei —replicaba Roberto B. dando una calada a su cigarrillo—. A Rommel lo tengo en un bar de putas de Trípoli totalmente mamado. Una puta argentina de nombre Sibila le dio una conferencia de prensa, ¿cachá?, y lo dejó al tipo tan tierno como choclo hervido. La puta argentina no sabe que acababa de mamarle la verga al Zorro del Desierto y él no sabe que acaba de ser gratificado por una hija de Israel.

—No hables de porquerías delante de las damas —le dijo Brenda arrugando la nariz.

—Robertico, no te fundai —repitió Christian.

—Eso es lo bueno de jugar al Tercer Reich con Bobby B. —dijo Óscar—. Después de un rato, uno ya no está viendo un tablero, sino una especie de película animada.

Yo me aparté de allí y me fui a pasear solo por la playa, porque tenía los ojos llenos del esplendor del mundo tal y como lo había descrito Roberto B. entre calada y calada. Del esplendor y de la miseria del mundo, y del ruido y de la gloria del mundo.

Tenía el alma llena de sol, de gladiadores y de la gloria del mundo, como había leído en aquel relato de Nabokov años atrás. Una emoción profunda me llenaba, y no sabía de dónde venía esa emoción. Quizá venía de la isla, de la intensa sensación de soledad. Quizá venía de lo que Roberto B. había dicho acerca de la rosa de Milton y de la Rosa Secreta de Yeats. Que no hay un centro, ni una explicación, ni una clave del mundo. Quizá venía de su rapsódica descripción de lo que era el mundo. Lluvia, y tristeza, y amor, y coyotes cruzando el desierto. Una sensación oscura de maravilla me llenaba.

¿Será cierto, me pregunté de nuevo, que hemos venido a esta isla para nacer?

Brilla, mar del Edén
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