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Sacerdotisas
A la mañana siguiente me despertó el rumor distante de unas voces. Eran voces de mujer, y cantaban una melodía que parecía canto gregoriano. Creo que estuve un rato escuchando las voces en mi cabeza sin acabar de despertarme y sin acabar de comprender lo extraño que resultaba estar oyendo aquello en el lugar y en la situación en que me encontraba. De pronto abrí los ojos y ya estaba completamente despierto, y las voces seguían sonando a lo lejos.
Me rodeaban matas de helechos cobrizos, brillantes de rocío. Por encima de mí, el cielo estaba azul. A la izquierda había una roca redondeada. Tenía frío y me dolían los huesos y las heridas de la noche anterior. Instintivamente busqué mi pierna de madera para ponérmela, y entonces recordé que ya no la tenía. El tobillo derecho seguía muy hinchado y tenía mal aspecto. Alrededor de la picadura, las marcas rojas habían aumentado de tamaño. A mí me recordaban a las marcas dejadas por la gangrena, aunque suponía que la pierna no podía gangrenarse sólo por una picadura. Me senté en el suelo, respirando profundamente para intentar combatir la sensación de terror. Luego me incorporé en la roca y me puse de pie. El estanque en el que había bebido la noche anterior estaba a unos treinta metros más abajo, un óvalo de agua que reflejaba el cielo entre grandes rocas redondeadas. Hacia la izquierda, por donde seguía descendiendo la pendiente de la montaña, tenía más campo de visión, pero aparecía todo invadido por la niebla. Entonces comprendí que lo que veía no era niebla, sino la nube que ocultaba siempre la cima de la montaña.
Las voces se oían ahora con más claridad. Cantaban una melodía gregoriana o una secuencia medieval que me recordaba a las del Ordo Virtutum de Hildegarda de Bingen. Parecía que las voces venían de más allá de las rocas que había por encima del estanque. Me quedé muy quieto con sólo la cabeza asomando por encima de los helechos, esperando. Al cabo de unos instantes, vi una cabeza aparecer entre las rocas, y luego otra, y otra más. Una hilera de mujeres venían caminando y cantando por entre las rocas. Caminaban en fila india e iban vestidas con túnicas color marrón oscuro recogidas en la cintura con sogas o cintos de cuero. Algunas eran rubias, otras castañas, otras morenas, y casi todas, con dos o tres excepciones, parecían occidentales. Algunas llevaban el cabello corto, pero otras mostraban largas cabelleras que les caían por los hombros. Llevaban algo colgando a la espalda, medio cubierto por sus cabellos y por las capuchas de sus ropas talares, algo que en un principio no reconocí o que tomé por una pequeña mochila de cuero. Fui contándolas a medida que aparecían por entre las rocas e iban descendiendo en fila india en dirección al estanque. Eran doce.
Fueron descendiendo hasta llegar a la orilla del estanque, y una vez allí dejaron de cantar y comenzaron a quitarse la ropa. Casi todas llevaban mocasines de cuero o sandalias, aunque algunas llevaban deportivos. Se descalzaron y luego se quitaron aquello que llevaban a la espalda y lo dejaron en el suelo, se desabrocharon los cinturones que ceñían sus túnicas y los cordones que las cerraban en el pecho y comenzaron a sacárselas por la cabeza. Estaban completamente desnudas bajo las túnicas, y pude comprobar entonces que eran de edades diferentes, quizá entre veinte y cincuenta años, aunque la mayoría de las mujeres debían de rondar los treinta. Los doce cuerpos desnudos eran muy diferentes entre sí, algunos esbeltos y sensuales, otros maduros y exuberantes, unos sólidos y marmóreos, otros voluptuosos y turgentes, unos pálidos, otros oscuros, unos hirsutos en el pubis y otros con apenas un rizo de vello vaporoso, pero todos me parecieron revestidos de una extraña dignidad y de una belleza atemporal como la que solemos identificar con los desnudos clásicos y las escenas de ninfas o de diosas. Los rostros apenas pude contemplarlos, porque nada más quedar desnudas las mujeres se pusieron todas en la cabeza aquellos objetos que traían colgando de la espalda, que no eran sino grandes máscaras wamani de madera adornada con conchas, cuernos, pelo y plumas que representaban rostros de animales monstruosos. Una vez todas se hubieron atado sus máscaras por detrás de la cabeza, la primera mujer, cuyo cuerpo esbelto y rosado yo había observado con admiración y quizá con asombro, comenzó a cantar de nuevo, y todas fueron entrando en el estanque hasta que el agua les cubrió por la cintura, y ahora sólo la primera mujer, que seguramente era su líder, cantaba mientras todas hundían las manos en el agua y luego se las llevaban a la frente, a la garganta, al centro del pecho, al estómago, al vientre, en lo que era seguramente un baño ritual.
Salomé.
Comprendí que lo que estaba viendo era otro más de los muchos espectáculos de la isla.
El sueño del conde Balasz.
El sueño del señor Pohjola.
«Todos somos formas de su sueño», había dicho Abraham Lewellyn.
«Son espectáculos creados por el señor Pohjola», había dicho Abraham.
El mundo entero es la materia de su sueño.
Me sentí engañado de nuevo. ¿Seré yo, me dije, la única persona real en esta isla de fantasmas y fantasmagorías? ¿Sería yo también parte del sueño de Pohjola como había insinuado Wade en mi último encuentro con él? Pensé que a lo mejor era cierto que los que subían a las montañas se volvían locos, y pensé que estas visiones que ahora aparecían ante mí, estas mujeres desnudas con los rostros cubiertos con máscaras primitivas, eran simplemente el síntoma de que estaba perdiendo la cabeza.
Quise gritar de desesperación y de rabia. Quizá grité, no lo sé. De pronto, la mujer que cantaba se quedó en silencio, y las otras once mujeres que estaban en el agua tenían todas vueltas las máscaras en mi dirección. Me habían oído, quizá me habían visto. No tenía sentido seguir allí escondido, de modo que decidí enfrentarme a las creaciones de mi propia imaginación. Me incorporé apoyándome trabajosamente en el cayado y eché a caminar en dirección al estanque. Luego me detuve y ellas y yo nos observamos mutuamente. Durante unos instantes ni ellas ni yo hicimos ni dijimos nada. Algunas de las mujeres se cubrieron el pecho con un brazo, como hacen a veces las ninfas en las estatuas. Otras tenían los brazos caídos. Salomé me contemplaba sin cubrirse.
Eché a caminar de nuevo. Me costaba avanzar apoyado sólo en el bastón, y cuando estaba a unos diez metros de la orilla perdí el equilibrio y caí sobre la hierba dura y reseca. Me quedé en el suelo, semiincorporado y contemplando a las mujeres. Era terriblemente extraño que estuvieran desnudas y llevaran al mismo tiempo el rostro cubierto con aquellas máscaras adornadas con plumas, pelambreras y cornamentas. El efecto era de terror y de violencia. Un ser humano no parece humano si no podemos ver su rostro.
—¿Quiénes sois? —pregunté—. ¿Qué queréis de mí? Sé perfectamente que sois un sueño. ¿Podéis darme comida de los sueños? ¿Puedo yo también convertirme en un sueño como vosotras? ¿Es ésa la razón de que haya venido a esta isla, para convertirme en un sueño y vivir aquí una existencia irreal hasta el fin del mundo?
Ellas seguían mirándome paralizadas por la sorpresa. Entonces pensé con terror que había cometido una imprudencia, y que no cabía duda de que aquellas mujeres eran reales y bien reales, otro más de los muchos grupos de locos que habitaban la isla, quizá, al igual que los guerrilleros, un grupo del SIAR original, resultado de alguno de sus bizarros experimentos de conducta. Pensé en un grupo de monjas salvajes, viragos de las rocas que odiaban a los hombres y que ahora me atraparían y me convertirían, una vez más, en chivo expiatorio de sus obsesiones o de las leyes delirantes que se habían impuesto a sí mismas. Pero era demasiado tarde para huir, y además ellas eran muchas y yo un simple inválido al límite de sus fuerzas.
La mujer que había cantado, la que yo había identificado con la Salomé de los sueños del conde Balasz, comenzó a avanzar en dirección a la orilla, vadeando lentamente las aguas del estanque. Salió del agua sin hacer el menor intento por cubrir su cuerpo desnudo y se acercó a mí, observándome con fascinada curiosidad a través de las aberturas de su máscara salvaje. Se acercó a donde yo estaba y se arrodilló en la hierba frente a mí.
—Juan Barbarín —dijo en español—. ¡Qué delgado estás!
Entonces se quitó la máscara y pude ver su rostro. Su rostro inmenso como la superficie del sol. Su rostro, que se transparentaba y a través del cual yo veía escenas de otras vidas. Ella me miraba con un intenso gesto de compasión en sus ojos castaños. Me miraba con un rictus de profundo dolor en sus labios, tan intenso que pensé que se iba a echar a llorar. Y entonces vi, en efecto, que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Eres tú de verdad? —pregunté con voz ronca, porque me costaba hablar—. ¿No eres un sueño?
—No, no soy un sueño —dijo riendo y llorando al mismo tiempo.
—No es posible —dije—. No puedes ser tú.
—No soy un sueño. Mira —dijo, y me cogió la mano derecha y la llevó sobre el nacimiento de su pecho izquierdo—. ¿Sientes mi corazón?
—Sí.
Luego se llevó mi mano a los labios y la besó. Miré sus manos. No eran las mismas manos. Quiero decir que aunque eran las mismas manos, no me parecían las mismas manos. Los años habían pasado por aquellas manos como habían pasado por el resto de su cuerpo y ahora ella, por primera vez, ya no me parecía una niña. El aire de niña todavía no la había abandonado del todo, pero ahora ponía en su rostro y en sus ojos un aire de juventud y de ternura que me conmovían profundamente. Su madurez era su esplendor y no, como sucede con otras mujeres, el principio de su declive, precisamente por aquel aire de infancia o de adolescencia perpetua que la acompañaba y que nunca la abandonaría, aun cuando ella fuera una viejecita llena de arrugas.
—Cristina —dije—. ¿Eres tú de verdad?
—Sí, soy yo —dijo ella.
—Cristina Villar, mi Cristina, ¿qué estás haciendo aquí?
—Soy yo, Juan Barbarín, soy yo.
—¿No eres una visión? ¿No eres un sueño?
—No, no soy un sueño —dijo ella riendo—. Soy de carne y hueso. Soy de verdad.
Ella me miraba con una expresión de tristeza y de compasión que casi me asustaban. Le brillaban los ojos como si los tuviera llenos de lágrimas.
—Pero ¿qué estás tú haciendo aquí? —me preguntó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Es una larga historia —dije con voz temblorosa.
—¿Estás solo? —me preguntó. Las otras mujeres se habían ido acercando y me miraban con expresión de miedo y miraban también a su alrededor, como si temieran un ataque o una emboscada.
—Sí, estoy solo —dije—. He subido solo hasta aquí.
—¿No hay nadie más contigo?
—No, no hay nadie.
—Dios mío, Juan Barbarín —dijo Cristina viendo el muñón de mi pierna izquierda—. ¡Dios mío!
—Tenía una pierna de madera —dije—. La perdí mientras subía. Ayúdame, Cristina, ayúdame. Necesito ayuda.
Las lágrimas caían por mis mejillas, y temblaba tan violentamente que no era capaz de afianzarme sobre la pierna sana y el cayado para incorporarme. Los sollozos me sacudían. Después de ponerse la túnica, Cristina se arrodilló de nuevo a mi lado y tomó mi cabeza y la apoyó contra su pecho. Me decía que me tranquilizara con una voz tan dulce como agua corriendo por debajo de los sauces. Me hablaba, y su voz sonaba como agua corriendo por debajo de los sauces, por fuera del tiempo. Como niños que caminan desnudos por entre arbustos tibios. Como niñas y adolescentes que llevaran pájaros en las manos y guirnaldas de flores de yuca en los cabellos. Como manzanas reflejadas en el agua. Como gotas de lluvia cayendo en un charco en un lugar apartado y silencioso.
Lluvia antigua de Madrid sobre las losas grises.
Hierba en los solares.
Un coche quemado en un solar.
Las margaritas. Las amapolas. El olor de la tierra mojada de las tormentas primaverales.
¡Trixie, vamos, Trixie!
¿Dónde se ha metido vuestro perrito?
¿Qué perrito?
Vuestro perrito. ¿Dónde se ha metido?
Trixie no es un perrito. Es una capibara.
Voces antiguas sonando en el umbral del sueño.
La lluvia en Madrid.
Una infancia en Madrid.
Tienes que aprender las cosas poco a poco. De nada sirve querer correr.
¡Juan Barbarín, estate quieto de una vez!
Vamos, bajad ya. La cena está en la mesa.
No debéis meteros en esas cuevas. Puede haber animales. Es peligroso.
¡Está muerto! ¡Está muerto!
¡Mamá!
¡Mamá!
¡Cristina!
Es sólo un sueño. Estabas soñando.
Dios mío, Dios mío, Dios mío.
Estabas soñando.
Hay muchos, hay demasiados. Nadie podría con tantos.
Tranquilo, tranquilo. Primero uno, luego otro. Uno cada vez. Iremos poco a poco.
No voy a poder. No soy capaz. No voy a poder.
Pero abajo otra vez, y ahora desde arriba. Todos, todos juntos, con todas nuestras fuerzas. ¡Ahora! ¡Ahora!
¡Juan Barbarín!
No dejes las cosas fuera. ¿No ves que puede venir cualquiera y llevárselo?
¿Puedo besarte ahí?
Bésame donde quieras.
Quiero besarte en todas partes.
Puedes besarme donde quieras.
Llovió durante todo el fin de semana, y al comenzar el lunes volvió a salir el sol.
¿Sólo tomas Coca-Cola?
Bueno, una cerveza.
Quien dice una cerveza dice dos cervezas.
¿Tienes frío?
Yo siempre tengo frío. Mira mis manos. Mira mis pies. Siempre están fríos.
¿Por qué?
Juan Barbarín, ya has vuelto a hacerla.
Siempre igual. ¡Siempre igual, una y otra vez!
Es de locos. Es verdaderamente de locos. Yo es que no lo entiendo.
Yo tampoco lo entiendo. Es que es absurdo.
Es totalmente absurdo.
Totalmente absurdo.
Pero a ellos les da igual.
Ten cuidado. Mira antes de cruzar.
Mira dos veces a los dos lados.
Sí, mamá, sí.
A los dos lados.
Ya, ya, ya lo sé.
Estamos en Abril.
¿Ya estamos en Abril? No me digas.
Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
Antes para nosotros Valencia estaba muy lejos. Era un sitio exótico, con otro clima, otros olores, otros alimentos. Viajar a Valencia era casi como ir a otro país.
¡El aroma del azahar!
¡Y los jazmines! Por la noche, los jazmines.
Aquí no se puede dormir.
Mamá, me ha picado un mosquito.
¿Te pica?
Sí, me pica mucho. Dame Fenergán.
Algunas veces era así, todo muy extraño y lleno de rabia, pero luego hacíamos las maletas, nos íbamos a otra ciudad y todo parecía comenzar de nuevo.
¡Está lleno de agua! ¡Ha llovido durante la noche!
Salid de ahí. Seguro que hay ratones. Salid de ahí.
Esa mujer está loca. Está en medio de la calle gritando. Alguien debería ir allí y apartarla. La va a atropellar un autobús. Es peligroso.
Llegaron durante la noche. Nos pillaron desprevenidos.
Otra vez, pero ahora haciendo las ligaduras como están escritas.
Cuidado con el sol sostenido. Con el tres, no con el dos.
Mozart es mi compositor favorito.
El mío es Brahms.
Brahms era alemán.
Está loca. La van a atropellar. Ha bebido. Está borracha.
Esto no volverá a repetirse.
Ven, ven a la cama conmigo.
No, no, esto no volverá a repetirse.
Te deseo. Te deseo tanto que podría matar.
Sol sostenido. Siempre tocas el sol natural.
Ligado, ligado. Fíjate bien. No te fijas.
¿Puedo besarte?
No se pide permiso para besar a una chica.
¿No?
No, la besas y ya está.
¿Y si ella no quiere?
Si ella no quiere te da un bofetón.
¿No es mejor preguntarle antes?
No.
Llueve.
¿Ya llueve?
Sí.
¡Ay, la ropa!
¿Está fuera?
Sí, está toda fuera.
Buenas noches, señoras, buenas noches a todas.
Buenas noches, buenas noches.
Vuelvan pronto.
Adiós, adiós.
Abre el paraguas.
Ya voy, ya voy.
¡Qué impaciencia!