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Kunze impone su ley
Pero debo hablar ahora de uno de los episodios más molestos y absurdos de la historia. Se trata del golpe de estado de Kunze. Sucedió durante nuestra ausencia del poblado. Kunze había quedado encargado de la defensa y seguridad del poblado y también, como consecuencia, en posesión de todas las armas. En cuanto se vio en una posición tan ventajosa, decidió llevar sus atribuciones un poco más lejos de lo que ninguno de nosotros podría haber imaginado.
Lo primero que hizo fue crear un «Consejo», formado por él mismo, su mujer y el obispo Tudelli. Este órgano tripartito tenía unas funciones claramente establecidas. Kunze era el jefe supremo y el encargado de la seguridad y del orden público; Brigitta, su esposa, se encargaba de la organización, intendencia y contratos, y Tudelli era el encargado de mantener la convivencia, la salud espiritual y el «diálogo con otras confesiones».
Lo segundo que hizo este Consejo fue crear una policía. Nombraron sheriff a Jung Fei Ye, también conocido como Michael, exfuncionario de prisiones del sistema penitenciario de Singapur, experto en artes marciales y oficial de policía retirado. Los oficiales a su cargo eran Jimmy Bruëll, que era además guardaespaldas personal de Kunze, y el señor Kim. Ahora los tres iban siempre armados, Jimmy con la escopeta de caza, Jung Fei Ye con la pistola y el señor Kim con el revólver. Kunze no dejaba a nadie tocar su rifle, que guardaba en su cabaña. Ésta era, pues, la distribución de las armas dentro de nuestra pequeña sociedad. Kunze organizaba regularmente batidas de caza en el curso de las cuales se utilizaban las armas de fuego largas, pero estas armas no se prestaban a otros, por mucho que entre los que no pertenecían al grupo de Kunze hubiera buenos cazadores como Wade y Joseph. Kunze declaró que un soldado jamás puede perder su arma, y que Wade y Joseph se habían dejado robar cuatro armas en perfecto estado y se las habían entregado a nuestros enemigos, con lo cual habían perdido el derecho a seguir portando armas de fuego.
Lo tercero que hizo Kunze fue instaurar el dinero. Redactó unos contratos en los que se comprometía a pagar ciertas sumas tan pronto fuéramos liberados de la isla. Los contratos eran legales desde cualquier punto de vista, estaban redactados en dólares USA y se acogían a la ley de Singapur, algo bastante corriente, al parecer, en el mundo de las altas finanzas. Había dos tipos de contratos: los de las personas que estaban en nómina y tenían ganancias semanales fijas y los de los trabajadores por horas. Enseguida hubo un grupo de personas en la nómina de Kunze que harían cualquier cosa por mantener su estatus. Kunze pagaba a sus asalariados entre mil y dos mil dólares americanos semanales libres de impuestos. No eran sumas desdeñables.
Lo cuarto que hizo Kunze fue redactar una Ley, que enseguida comenzó a ser conocida como «Ley Kunze» aunque en teoría había sido redactada por los tres miembros del Consejo y el sheriff con el asesoramiento legal de Billy Higgins, el abogado de Los Angeles que había perdido un brazo al ser atacado por un lobo. Lo cierto es que la huella de Jung Fei Ye era claramente visible en sus artículos. Y también la de Tudelli, que había impregnado la ley de Kunze de toda suerte de obsesiones mojigatas. En cuanto a Billy Higgins, que era la única persona de todos ellos que tenía una formación en leyes, fue nombrado juez. Entre los náufragos había un verdadero juez, el doctor Masoud, un hombre de aspecto venerable que había sido juez en Delhi y en Lucknow, su ciudad natal, y ahora estaba retirado. En un primer momento Kunze ofreció a Billy Higgins el puesto de fiscal y al doctor Masoud el de juez, pero después de enterarse del contenido de la Ley de Kunze el doctor Masoud dijo que aquella ley era una sarta de insensateces con la que no pensaba colaborar. Le dijo a Kunze que lo que hacía falta en nuestra pequeña comunidad era un juez de paz que dirimiera pacíficamente los conflictos y que contara con el apoyo de la mayoría de los náufragos, y que él estaría dispuesto a presentar su candidatura y a ejercer el puesto si resultaba elegido. Pero Kunze no quería un juez de paz, y el doctor Masoud no volvió a tener ningún trato con el millonario ni con su Consejo.
Kunze hizo grabar la Ley en una serie de tablones de madera que luego se colocaron con mucha solemnidad en el centro del poblado, donde todo el mundo pudiera verlos. Decía así:
«Nosotros, el pueblo soberano de la Isla de las Voces, establecemos las siguientes leyes para gobernarnos en ausencia de otra instancia legal, e invocando la ayuda de Dios Nuestro Señor para que ilumine nuestras decisiones y nos dé justicia.
»Será castigado por la ley:
»El asesinato y homicidio. Pena de muerte.
»La violación o agresión sexual. Pena de muerte, o bien 24 latigazos y destierro permanente.
»El canibalismo. De 12 a 24 latigazos y destierro permanente.
»El rapto o abuso sexual de menores. Pena de muerte, o bien 24 latigazos y destierro permanente.
»El tráfico de drogas. 24 latigazos y tres meses de destierro.
»El consumo de drogas. De 10 a 16 latigazos y un mes de destierro.
»El robo de comida. De 3 a 12 latigazos, una o dos semanas de encarcelamiento sin comida (sólo agua).
»Tener comida escondida. De 3 a 12 latigazos, una o dos semanas de encarcelamiento sin comida.
»Ayudar a un desterrado dándole comida. 10 latigazos.
»Encontrarse con un desterrado. 6 latigazos.
»El escándalo público. De 3 a 10 latigazos, una semana de encarcelamiento y Curso de Reeducación en Valores Morales a cargo de monseñor Tudelli.
»El adulterio. 10 latigazos, una semana de encarcelamiento y Curso de Reeducación en Valores Morales.
»El aborto. De 12 a 18 latigazos, destierro permanente.
»Ayudar a practicar un aborto. De 12 a 18 latigazos, destierro permanente.
»El divorcio. Curso de Reeducación en Valores Morales.
»La eutanasia. Pena de muerte. De 16 a 24 latigazos, destierro permanente.
»La pornografía. De 3 a 16 latigazos. Entre tres días y dos semanas de encarcelamiento. Curso de Reeducación en Valores Morales.
»La prostitución. De 6 a 12 latigazos. Dos semanas de encarcelamiento.
»Las conductas contrarias a la dignidad humana. Entre 3 y 16 latigazos, una o dos semanas de encarcelamiento y Curso de Reeducación en Valores Morales. (Estas “conductas contrarias a la dignidad humana” se referían sobre todo a las actividades sexuales “fuera del matrimonio” y “no destinadas a la procreación” como, por ejemplo, la masturbación, la sodomía, el sexo oral, el travestismo, la “obscenidad” en el vestir, en la conducta o en la “actitud”, vestir con las ropas del sexo contrario, etc.).
»La desnudez pública excepto en las zonas de baño designadas y siempre respetando la separación de sexos. Tres latigazos. Limpieza de letrinas.
»Hacer gestos obscenos y blasfemar. Entre uno y tres días de encarcelamiento.
»Mancillar el buen nombre de una persona. Entre tres y siete días de encarcelamiento sin comida.
»El vandalismo. Destrucción de propiedad pública o privada. De uno a tres días de encarcelamiento. Trabajo comunitario.
»No respetar el código de vestido (ir cubierto desde la mitad de los muslos hasta los hombros a excepción de las zonas designadas de baño en la playa). De uno a tres días de encarcelamiento. Limpieza de letrinas.
»Hacer ruido a partir de las 10 de la noche. Limpieza de letrinas, trabajo comunitario.
»Tirar basura. Limpieza de letrinas. Trabajo comunitario.
»Resistencia a la autoridad. Rebelión. Insurrección. De 10 a 20 latigazos para todos los participantes en la insurrección, y para el cabecilla 24 latigazos y destierro».
La Ley de Kunze no sólo castigaba, como vemos, el robo, la violación y el asesinato. También perseguía con saña el «escándalo público» y las ofensas al «pudor» y a la «moral». Se requería estar siempre «correctamente vestido», estaba prohibido desnudarse en público a no ser en las zonas de baño establecidas, separadas por sexos, y estaba prohibido bañarse desnudo en el mar o practicar el top less. La Ley incluía normas y prohibiciones absurdas, como la de consumir pornografía (¿de dónde diablos íbamos a obtener pornografía en la isla?), la de fornicar en público o la de traficar con drogas, y otras que parecían anhelar, con melancolía, una forma de vida más civilizada, como la prohibición de tirar basuras. Algunas normas resultaban decididamente cómicas, como la prohibición de hacer ruido después de las 10 o la que establecía «zonas de baño designadas» para unos desdichados perdidos en medio de una isla desierta.
Las penas eran aplicables tanto a hombres como a mujeres, y el número de azotes era igual en ambos casos, aunque en los delitos de «escándalo público», «conducta contraria a la dignidad humana» (términos lo suficientemente vagos como para incluir casi cualquier cosa que no gustara a las autoridades) y «adulterio», las penas eran notoriamente más duras para las mujeres que para los hombres. En realidad, de acuerdo con la ley de Kunze, el «adulterio» sólo podía ser perpetrado por la mujer. El hombre era acusado de una simple falta de «infidelidad», que no era grave y no conllevaba castigo físico.
Los castigos físicos eran públicos, y la asistencia a las flagelaciones era obligatoria para todos los mayores de catorce años. Habían levantado un cadalso en el centro del poblado, cerca de los tablones donde se recogían las leyes de Kunze. Era una simple X formada por dos troncos de palmeras jóvenes hundidas en la tierra y atadas por el centro. Su función era la de disuadir posibles conductas delictivas o antisociales. A mí la visión de aquella X en mitad del poblado me llenaba de horror y de rabia. Me hubiera gustado acercarme a aquel cadalso siniestro y tirarlo por tierra, pero mis amigos me aconsejaban que no me metiera en líos.
Kunze había hecho construir además dos celdas, situadas en sendas grutas halladas entre las rocas de la playa. Las dos eran estrechas y las dos se inundaban parcialmente cuando subía la marea. Una de ellas tenía diez metros de profundidad, y contenía al fondo una pequeña cámara en la que era posible ponerse de pie. La otra era más pequeña, tendría unos cinco metros de profundidad y no era posible ponerse de pie en su interior. Esta celda era considerada «de castigo» y reservada para las penas más severas. Cuando subía la marea, el agua subía hasta la altura de los tobillos, de modo que el que estaba dentro no podía sentarse ni dormir. Se habían construido unas puertas de tablones que se sujetaban a las rocas de la boca de cada una de las cuevas mediante cadenas atadas con candados. Estar allí dentro era una verdadera tortura, y los desgraciados que eran forzados a pasar allí dentro más de tres días, salían tambaleándose y con un aspecto miserable. Se veían obligados a hacer sus necesidades en el interior de la cueva, que eran por tanto lugares hediondos que olían como letrinas, y eran pobremente alimentados con restos, espinas de pescado o cáscaras de fruta.
Ahora Tudelli celebraba la misa diariamente, y en sus homilías hablaba siempre de la dignidad humana y de los valores universales. Wade y Joseph se entrevistaron con él para pedirle que retirara su apoyo a Kunze y que les ayudara a terminar con los abusos. Pero Tudelli no estaba de acuerdo con el análisis de la situación que hacían Wade y Joseph y no le parecía que en las leyes de Kunze hubiera abuso alguno.
—Las penas son un poco duras, es cierto —dijo el manso Tudelli con sus modales untuosos y su voz de pájaro—. Pero el señor Kunze tiene razón al afirmar que nos hallamos en circunstancias excepcionales. La labor de la Iglesia está clara en este caso: consiste, como siempre, en defender la dignidad humana y los valores humanos universales. Valores como la propiedad privada, la vida, la dignidad, la integridad de la familia… Nadie puede estar en contra de tales valores. Y si alguien lo está, es que no desea vivir en sociedad o no es un hombre de bien, y en consecuencia puede abandonar el poblado y vivir en la selva como un salvaje. A nadie se le obliga a vivir en el poblado. El que lo desee puede abandonarnos. ¡A nadie retenemos aquí! —añadió con una sonrisa donde se hicieron visibles dos dientes de oro.
—Pero los castigos físicos, monseñor —dijo Joseph—. Hacer flagelaciones públicas. Es de bárbaros. Es como volver a la antigüedad. ¿Luego me los enviarán a mí para que les cure las heridas?
—Tenemos que ser tolerantes con todos —dijo Tudelli—. Nuestros socios de oriente dan gran valor a los castigos físicos, que son parte de la cultura y de la legislación de países como Singapur, Malasia o Indonesia, países soberanos de pleno derecho que son todos miembros de las Naciones Unidas.
—Ciertamente no países cristianos —murmuró Wade.
—Nuestra obligación es defender a los inocentes, a los débiles, a los que no pueden valerse por sí mismos —dijo Tudelli—. Los castigos se aplican a personas que han sido encontradas culpables en un juicio justo. El papel de la Iglesia, en estos casos, es apelar a la benevolencia de los jueces, interceder para que las penas sean más suaves. Pero la Iglesia no puede apoyar el crimen ni los delitos contra la vida humana. El adulterio, la eutanasia, el aborto. ¿Acaso ustedes apoyan este tipo de conductas, estos crímenes?
—¿Le parece un crimen el adulterio? —dijo Wade—. ¿No cree que eso es una cuestión privada?
—Señor Erickson —dijo Tudelli—. Vivimos en un mundo que se desmorona. No, no me refiero a esta isla. Me refiero al mundo del que venimos. Vemos con desesperación cómo nuestra sociedad se hunde en la dictadura del laicismo. El laicismo que destruye la familia y que pudre todo el tejido intelectual y humanista de nuestra sociedad con la enfermedad del relativismo posmoderno. Pero aquí, en esta isla, hemos recuperado la libertad. Aquí, en nuestra pequeña sociedad, se nos ha dado la oportunidad de construir un mundo a la medida del hombre, un mundo donde la libertad y la dignidad pueden ser vividas con plena consecuencia. ¡Libertad! Eso es lo que deseamos los cristianos. Una vida humana, una vida digna, una vida que merezca la pena ser vivida. Una vida limpia, honesta, una vida sana. ¿No es eso lo que desearía cualquiera?
—¿Libertad? —preguntó Joseph—. ¿Usted llama a eso libertad?
—La libertad de no vivir bajo una dictadura implacable —dijo Tudelli.
—¿Y esa dictadura es…?
—El laicismo, doctor Langdon —contestó Tudelli—. El relativismo. Una nueva forma de dictadura, perversa y refinada.
Tuve ocasión de conocer la Ley de Kunze el primer día que salí del hospital y pude darme mi primer paseo. Entonces era muy torpe con las muletas y me costaba avanzar sin caerme, pero el ejercicio me sentaba bien. Me acompañaban mis amigos españoles, Ignacio, Idoya, Julián y Matilde, que parecían haberse propuesto dedicarse a cuidarme y que me trataban como si fuera un pajarito con un ala rota. Bajamos hasta la playa, y me mostraron una de las celdas, situada en una cueva que se abría entre las rocas. En el interior había un hombre al que habían sorprendido robando comida. Al parecer, más tarde habían descubierto que el hombre tenía una pequeña despensa oculta en la selva donde iba guardando todo lo que robaba. Le habían castigado a estar una semana allí encerrado, alimentándole sólo con agua, y con un puñado de espinas de pescado al día. Las espinas de pescado eran una fuente de calcio y de proteínas. El único problema era la dificultad de comerlas: había que masticarlas durante largo rato y con cuidado para destrozarlas completamente y evitar que se quedaran clavadas en la garganta o en el esófago. Estaba allí dentro, metido como un animal en la jaula de un zoológico. Le pregunté cómo se encontraba, pero mis amigos me dijeron que estaba prohibido hablar con los «condenados». Yo dije que nadie podía pretender tener una cárcel sin cerradura, y que no me parecía que aquellos tablones resistieran un par de patadas. Pero todo el mundo tenía miedo.
Fuimos a hablar con la esposa del hombre. Estaba disgustada y rabiosa, pero no contra Kunze. Nos dijo que su marido era un puerco y que habían hecho muy bien en encerrarle. Al parecer, ella no sabía nada de la pequeña despensa de la selva, que el hombre había guardado sólo para él. Como sucede muchas veces en las parejas, sobre todo las que llevan largo tiempo conviviendo, estaba poseída por la sed de venganza.
Todo aquello me parecía tan delirante, que me fui a ver a Kunze directamente.
Me recibió con mucha amabilidad dentro de su cabaña, que había ido ampliando añadiendo habitaciones y verandas y que empezaba a parecer una pequeña mansión, o quizá un palacio. Brigitta Kunze me ofreció una copa de vino rosado. Luego salió, y nos quedamos solos. Le dije que no me gustaba su Ley, que él no tenía ningún poder para establecer ninguna Ley ni atribuciones para hacerlo y que tenía que liberar inmediatamente al desgraciado que estaba encerrado en la cueva de la playa. Que el agua del mar entraba cuando subía la marea, y que iba a acabar con fiebres reumáticas o con una pulmonía. Que era humillante tener a un ser humano encerrado y obligarle a pasarse el día masticando espinas de pescado para no morir de hambre.
—Querido John —me dijo Kunze—. Usted es una buena persona. Es usted un idealista. Pero no conoce la naturaleza humana como yo.
—Yo no quiero hablar de la naturaleza humana —dije yo—. Quiero hablar de cosas más básicas. Usted no tiene atribuciones para hacer lo que está haciendo. No tiene ningún derecho a imponernos ninguna ley. Usted no es nadie. Es igual que los demás.
—Está equivocado, John —me dijo Kunze—. Usted dice que no tengo «atribuciones». Tengo tres atribuciones. Tengo todas las armas. Y tengo dinero. Y tengo además otra, más importante. Tengo a Dios. Mi conciencia está limpia, porque sé que lo que estoy haciendo está bien. Usted piensa que yo soy un cínico. Pero no es ése el problema. El problema es que usted es un hipócrita, como todos los liberales, y como a todos los liberales le gusta creer cosas que son mentira sólo porque son bonitas, o porque a usted le parecen bonitas.
»Ese hombre está encerrado allí dentro por lo que él ha hecho. Por lo que ha hecho él, no yo. Yo no le he encerrado. Se ha encerrado él mismo. Fue juzgado y encontrado culpable. Estaba robando comida, quitándoles comida a los niños, a los enfermos, a los ancianos. ¿Le parece que eso no es nada? ¿Le parece que eso no merece un castigo? Su propia mujer está de acuerdo con que esté encerrado. ¿Sabe que le escupió en público? ¡Su propia mujer!
»Espere —me dijo levantando la mano cuando intenté hablar—. Sé todo lo que me va a decir. Sé exactamente cuáles son sus argumentos. Los he oído un millón de veces. Estamos en una situación extrema. Piense, John, piense. Piense que somos noventa personas forzadas a vivir indefinidamente en una isla donde no hay comida. Piense que estamos rodeados por una bandada de criminales que parecen dispuestos a todo, hasta la tortura y la mutilación, con tal de mantenernos a raya. No podemos luchar contra ellos porque no estamos organizados, no conocemos el terreno y no tenemos armas. Y la situación será cada vez peor. Tenemos que prever los problemas antes de que se presenten. ¿Qué pasará cuando se termine la comida que conseguimos sacar del avión, todas esas latas de las que nos hemos estado alimentando hasta ahora? Estamos agotando todas las fuentes vegetales naturales, y la pesca es cada vez más escasa. Y somos noventa personas que tienen que comer todos los días.
»Es posible que mi Ley le parezca dura. Es posible que lo sea. Pero no voy a permitir que nos hundamos en el caos sólo por sus ideas utópicas y socialistas y por su creencia en la bondad innata del hombre. Tenemos que mantener la civilización y el respeto a los débiles. Y la civilización sólo puede existir cuando hay ley. Y la ley sólo se puede imponer mediante una cosa. ¿Sabe usted qué cosa?
—Supongo que la razón —dije yo.
—No, John, la razón no tiene nada que ver en esto. La ley sólo puede imponerse mediante el miedo.
»Si empezamos a andar desnudos y a pintarnos la cara de colores y a hacer orgías acabaremos pronto en la antropofagia. ¿Usted no sabe que hay ya mujeres que se acuestan con hombres por comida? Eso ya está pasando. Venden su cuerpo a cambio de una ración de pescado ahumado o una ración de leche condensada. Hay un caso de una señora casada.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé —dijo Kunze—. Imagínese lo que sucederá si el marido se entera. He hablado con ella, pero lo ha negado todo. Incluso se me insinuó. Una bellísima mujer, por cierto. Estamos todos con los nervios de punta. Si el marido se entera de lo que hace su mujer, puede matarla. No le culparía si lo hiciera. Sería juzgado por asesinato, claro está, aunque tuviera atenuantes. ¿Y qué haríamos con el cuerpo de la mujer? Ahora mismo cavaríamos una tumba más, ya tenemos unas cuantas, y la enterraríamos. Todavía no estamos lo suficientemente hambrientos. Pero ¿qué pasará dentro de un mes? ¿No les parecerá a algunos de nosotros que lo más racional es comérsela? ¿No es eso lo que hicieron aquellos supervivientes que cayeron en un avión en los Andes, comerse a los muertos?
Yo estaba mareado por la copa de vino rosado. Estaba muy débil y con el estómago vacío, y con un par de sorbos había notado ya el efecto letárgico del vino. Y ahora tenía la cabeza completamente turbia, y ni siquiera recordaba para qué había ido a hablar con Kunze ni qué esperaba conseguir de aquella entrevista.
—¿Y qué me dice de los castigos físicos? —le pregunté—. ¿Eso también es civilizado?
—Tenemos que ser respetuosos con otras culturas —me contestó con una sonrisa cínica—. No podemos pretender imponer la ley occidental y nuestro sistema de valores a las personas que provienen de otros lugares del planeta. Quiero decir que la Ley que hemos establecido se basa en los derechos de la ley natural, en los derechos humanos universales, derecho a la vida, a la integridad física y moral, derecho a la propiedad privada, pero que la forma de aplicar esa ley universal puede variar según las culturas.
El vino rosado nublaba mi entendimiento y mi lengua. Me resultaba imposible contestar ni replicar.
—Nuestros amigos orientales no son tan blandos como nosotros —dijo Kunze—. Para ellos, el que la hace la paga. Y de la forma más directa. Le atan a un cadalso y le golpean con una caña de rattan —dijo riendo y poniéndose rojo por la risa que aquello le producía—. Latigazos, John. Es barato, fácil y eficaz. El que los sufre, ya no vuelve a delinquir.
Rattan. Yo tenía muebles de rattan en la veranda de mi casa, en Oakland. Aunque lo cierto es que nunca me había parado a pensar qué era exactamente el rattan. ¿Una especie de junco? ¿Un tipo de bambú?
En realidad, el rattan es un tipo de palmera parecida a una liana que crece abrazándose a los troncos de los árboles. Sus tallos, de donde se extrae la célebre madera de malacca con la que se construyen bastones elegantes, están divididos en segmentos, lo que les da una similaridad superficial con el bambú. Pero no son cañas y no tienen nada que ver con el bambú. El bambú es hueco y muy quebradizo, mientras que los tallos de rattan son macizos y tan duros como el hierro. La mayor parte del rattan del mundo crece en Indonesia, pero Jung Fei Ye logró encontrar varias palmeras de Calamus adspersus en los bosques de la isla y sobre todo varias plantas de Daemonoropes draco, una de las variedades más grandes y exuberantes de rattan, cuyos tallos, convenientemente descortezados, le proporcionaron herramientas de castigo de calidad profesional.
Nos las mostró una tarde, muy orgulloso. Había preparado tres varas de rattan de distinto grosor. Las tres tenían un metro y medio de longitud aproximadamente y contaban además con una empuñadura hecha con cuerda de cáñamo, para poder agarrarlas con firmeza.
La ejecución de las penas seguía casi al pie de la letra la ley del estado soberano de Singapur. Al condenado se le desnudaba completamente y se le ataba a un cadalso de madera de manera que las piernas quedaran juntas e inmóviles, protegiendo de este modo los órganos sexuales, y se colocaban los brazos estirados hacia arriba curvando el tronco ligeramente hacia adelante a fin de que la parte posterior del tronco quedara en posición para recibir el castigo. El cadalso en forma de X que habían construido no permitía que el cuerpo del reo se curvara hacia delante, pero sí mantener al prisionero en la postura deseada, con los brazos separados, la cintura inmovilizada para prevenir posibles movimientos y las piernas juntas a fin de proteger los genitales.
De acuerdo con las leyes de Kunze, las flagelaciones podían administrarse desde los catorce hasta los sesenta y cinco años, y se aplicaban por igual a hombres y a mujeres. Se ataba al reo por las muñecas a las aspas de la X y luego se le ataba la cintura al centro de la X y se le ataban los tobillos. A continuación, se dejaban al descubierto sus nalgas, que eran la única parte del cuerpo que debía recibir los azotes, aunque en ocasiones la caña golpeaba por accidente los muslos o la parte baja de la espalda. Los azotes los propinaba un especialista en artes marciales de acuerdo con un ritual perfectamente ensayado y escenificado siempre de manera idéntica. Jung Fei Ye nos hizo una demostración de cómo se hacía, ya que se sentía orgulloso de su trabajo. Se empuñaba la caña por la empuñadura, se blandía en el aire llevándola hacia la izquierda y luego hacia la derecha en toda la extensión del brazo a fin de lograr el máximo impulso, se avanzaba un paso y se propinaba el golpe blandiendo la caña de nuevo hacia la izquierda con toda la fuerza del brazo del verdugo, de modo que la punta de la caña cortara la piel del reo como una navaja. Antes de cada golpe, el verdugo preguntaba al reo que si estaba listo y el reo tenía que decir que sí. Después del latigazo, el reo tenía que dar las gracias al verdugo. A continuación, el médico examinaba al preso, le auscultaba y le ponía el termómetro, y dictaminaba si estaba en condiciones de seguir recibiendo el castigo. Si el dictamen era negativo, se le desataba y se posponía el castigo al día siguiente, y así hasta que se completaba el número de latigazos establecido. El dolor de los latigazos era indescriptible, y las cicatrices que dejaba la caña eran permanentes. Tres latigazos dejaban tres marcas horizontales en las nalgas, un recordatorio de por vida de la humillación recibida, pero esta humillación, explicaba Jung Fei Ye, la vergüenza de tener las nalgas marcadas, era precisamente la parte más eficaz del castigo. A mí me resultaba difícil imaginar los efectos de doce latigazos dados en una sola sesión en la misma zona del cuerpo, por no hablar de las indescriptibles penas de dieciséis o veinticuatro latigazos, que debían de abrir las carnes hasta el hueso y dejarlas dilaceradas y abiertas en una horrenda carnicería. Jung Fei Ye nos contó que los que eran azotados tenían que recibir luego tratamiento médico por las heridas y pasar días o semanas tumbados boca abajo para recuperarse. Se les proporcionaban antisépticos, pero no se les administraban calmantes de ningún tipo, ya que se consideraba que el dolor era parte de la pena, pero era falsa la leyenda de que se empapaban las cañas en salmuera para hacer que las heridas resultaran más dolorosas.
—Los que prueban la vara de rattan ya no vuelven a cometer delitos —nos explicó Jung Fei Ye—. Se convierten en personas sumisas y obedientes. Se convierten en personas respetuosas. Lo he visto infinidad de veces. El sistema funciona. Es cruel, es cierto, pero funciona.