12
Me acerco a los meditadores

Construimos una pequeña villa a la que llamábamos «el poblado», a la orilla de un río que llamábamos «el río», cerca de una playa a la que llamábamos «nuestra playa», ya que ésta era ahora «nuestra playa» por oposición a «la playa del avión», que era aquella en la que habíamos pasado los primeros días.

De pronto, se instaló entre nosotros un fantasma y una presencia constante. Era el hambre. Nos dimos cuenta de que teníamos que dedicar casi todos nuestros esfuerzos a encontrar comida o bien moriríamos todos, si es que no empezábamos antes a comernos unos a otros.

En los primeros días, los que más éxito lograron fueron los pescadores. El mar se convirtió en nuestra principal fuente de alimento. Había un coreano, un hombre de negocios llamado Mr. Lee, que había vivido en su infancia en una isla, muchos de cuyos habitantes vivían del mar, y conocía infinitas técnicas de pesca. Sabía hacer jaulas con juncos para atrapar langostas y peces, sabía pescar con caña, con red, con arpón, sabía dónde se escondían los peces bajo la arena, y dónde era posible desenterrar almejas hundiendo los pies en el fondo de las aguas próximas a la orilla. Bajo su dirección, los pescadores fabricaron varios arpones y se iban a la playa del avión, cuyas aguas eran tranquilas y poco profundas, para cazar pulpos. Luego golpeábamos la carne de los cefalópodos con piedras para reblandecerla, los hervíamos y los cortábamos en rodajas. Una comida deliciosa, pero ¿cuántos pulpos son necesarios pescar diariamente para alimentar a tanta gente? Otros recogían cangrejos y erizos de mar o buscaban ostras en las rocas, que resultaban sabrosísimas pero que intentábamos racionar para no terminar con ellas en pocos días, o lanzaban sedales con anzuelos fabricados a mano y esperaban pacientemente a que picaran los peces, que luego comíamos asados sobre piedras calientes o fritos en su propia grasa.

Gwen me explicó que, en contra de lo que pudiera parecer, el hábitat de la selva tropical es el más pobre que existe desde el punto de vista de la alimentación, y que aunque eran muchas las especies vegetales comestibles que había en las florestas que rodeaban el poblado, la cantidad de frutas y verduras que encontráramos siempre resultaría escasa para alimentar a una población tan grande. Había cocos en abundancia, quizá nuestra fuente principal de vitaminas, y también limas apretadas y ácidas, que crecían de limeros salvajes en la misma playa, pero enseguida acabamos con los plátanos de las palmeras cercanas y con los frutos del pan de los árboles que crecían en aquellas orillas que nos habían parecido de una abundancia indescriptible, y luego nos costaba encontrar otros árboles frutales. Jung Fei Ye y su esposa, Pei Pei Je, dos chinos de Singapur, nos descubrieron otras frutas que los europeos ni siquiera habríamos reconocido como tales: por ejemplo el tamarindo, que crecía en altos y enredados arbustos arborescentes llenos de hojas rosadas, la fruta del dragón, una extraordinaria cápsula verde erizada de largas púas moradas, y también el drurian, la fruta típica de Singapur, una especie de enorme nuez erizada de picos, mucho más grande que un coco, y en cuyo interior el hambriento encontraba algo así como dos amarillentos hígados disecados, de aspecto y olor repugnante pero muy sabrosos al paladar.

Los cazadores tuvieron menos suerte, a pesar de que disponíamos de dos rifles y dos escopetas y que la munición no faltaba. Se organizaron varias partidas de caza, pero por alguna razón los animales huían y era imposible acercarse a ellos. Los cazadores se cubrieron el rostro con barro, evitaron los colores llamativos en la ropa así como los perfumes, los desodorantes y las lociones antimosquitos que advertían a los animales de su presencia kilómetros antes de que aparecieran, pero incluso así apenas lograron disparar a algunos pájaros, a algún lagarto y a un par de monos capuchinos que, a pesar de nuestra hambre, nadie se decidía a comerse.

Al tercer o cuarto día, los cazadores tuvieron un encuentro insospechado. No habíamos contado con que en la isla hubiera animales peligrosos, pero esa tarde los cazadores regresaron a la aldea contando que habían sido atacados por una manada de lobos de un tamaño gigantesco. Yo recordé los lobos de El libro de la selva, y lo mucho que me había extrañado cuando era niño encontrar lobos, que yo siempre relacionaba con la nieve y con el norte, en la selva del interior de la India (aunque la «jungla» de esos libros no era, quizá, la espesa selva tropical que yo imaginaba entonces). Uno de los cazadores, Bill Higgins, había sido mordido por un lobo, y venía en un estado lamentable, cubierto de sangre y con el rostro mortalmente pálido. Era un hombre de casi dos metros de altura, un abogado de Los Angeles especialista en divorcios, cuya esposa había muerto en el accidente. Había perdido tres dedos de la mano derecha y tenía el brazo derecho, con el que se había defendido de los colmillos del animal antes de que sus compañeros pudieran arrancárselo de encima, prácticamente destrozado. Habíamos fabricado una especie de «hospital» en la zona más fresca y aireada de nuestro poblado, un espacio amplio protegido de la lluvia en el que había varias camas y una especie de rudimentaria mesa de operaciones, y fue allí donde Joseph examinó a Bill Higgins y donde, unos cuantos días más tarde, tendría que amputarle el brazo por encima del codo. La historia de Bill Higgins nos aterrorizó a todos.

Gwen había participado en la cacería y había visto también a los lobos. Hablé con ella al final de aquel día, y la encontré conmocionada por lo que había sucedido en la selva.

—Una cosa es encontrar monos capuchinos en una isla del Pacífico y otra muy distinta encontrar lobos gigantes —me dijo—. Juan Barbarín, ésos eran lobos canadienses, cubiertos con dos capas de pelo, animales diseñados genéticamente para vivir en las regiones boreales. Pero lo más extraordinario es el tamaño. Son grandes como caballos. No existen lobos así en el mundo, en ningún lugar del planeta. Los lobos siberianos son inmensos, y hay noticia de lobos de la taiga que han llegado a pesar cien kilos, e incluso noticias de cazadores imaginativos y delirantes que aseguran haber encontrado lobos de ciento cincuenta kilos. Pero los lobos que nos hemos encontrado debían de pesar entre doscientos y doscientos cincuenta kilos. Eran inmensos, Juan Barbarín. No es posible, simplemente no es posible.

—Entonces, ¿cómo lo explicas?

—No lo sé —dijo—. No puedo explicarlo.

Recuerdo que hablamos de las otras cosas raras que pasaban en la isla y le pregunté si también ella oía voces entre las hojas cuando se adentraba sola en la selva. Me dijo que sí, que las oía, que todos las oíamos. Le pregunté qué creía ella que podían ser esas voces y me dijo que no tenía la menor idea.

—Pero ¿tú también las oyes?

—Sí.

—Nadie habla de ello.

—Tienen miedo de que les tomen por locos.

—A veces creo que me hablan a mí —dije—. No sólo oigo voces, oigo voces que me hablan, que dicen mi nombre.

—¿Tu nombre?

—Sí.

—Eso es extraño —dijo ella—. Yo nunca las oigo con tanta claridad.

—Eso es típico de la esquizofrenia —dije—. ¿No es así? Eso de oír voces dentro de tu cabeza.

—Pero no están dentro de tu cabeza —dijo ella.

—No, porque tú también las oyes.

—Sí, yo también las he oído a veces, sí.

—Si todos las oyen, entonces no estoy loco —dije.

—O lo estamos todos.

—O lo estamos todos.

—No creo que estés loco, Juan Barbarín.

—Cuando uno va en grupo por la selva no se oyen, tienes que estar tú solo para que comiencen a sonar.

—Sí, así es.

Había varias hogueras encendidas en el poblado, y llegaba hasta nosotros el delicioso aroma del pescado asado. Gwen había estado ocupada con otras tareas y no se había construido ninguna cabaña, de modo que la invité a que durmiera conmigo después de cenar. Le dije que no había intenciones ocultas, que simplemente le ofrecía protección contra la lluvia. Ella me dio las gracias, pero me dijo que se sentiría más cómoda durmiendo al lado de otra mujer. No sé qué cara debí de poner, porque ella me cogió la mano y me dijo que yo le gustaba, pero que no era el momento adecuado para iniciar nada.

Lo cierto es que aunque mi ofrecimiento era genuino, esa noche yo me sentía bastante excitado sexualmente. El calor, la humedad, la promiscuidad obligada de nuestra vida de náufragos. Aquella noche cenamos pescado asado y galletas con mermelada, fruta del dragón, que nuestros amigos chinos comían salpicándola con unas gotas de zumo de lima, y un poco de drurian frito en finas rodajas a manera de chips. Vi a Swayla cenando al lado de Jimmy Bruëll, con el que parecía haber hecho muy buenas migas. Seguía yendo todo el rato en bikini. Tenía dos bikinis, los dos espectaculares, uno naranja y otro blanco con aros dorados a ambos lados de las caderas y entre los senos. Después de cenar, me acerqué al grupo de los españoles para hablar con Rosana, y me los encontré a todos sentados en círculo, preparándose para iniciar una meditación junto con su gurú indio. Rosana me vio enseguida, y me hizo señas de que me acercara y me sentara con ellos. Nunca me he sentido atraído por las cosas orientales, y la palabra «meditación» evoca en mí recuerdos que bien desearía borrar porque me hacen daño y se me clavan como estacas afiladas en el corazón, pero sí me sentía atraído por ella, de modo que después de un momento de vacilación me acerqué al círculo y me senté a su lado. Entonces tuve una gran sorpresa. El gurú de mis amigos y del resto de los practicantes de yoga no era realmente del Indostán como yo había supuesto, aunque su piel era ciertamente muy oscura. Siempre le había visto de lejos y nunca me había fijado bien en su rostro. No le había mirado como individuo, me temo, sino como representante de una categoría. Llevaba una camisa amarilla llena de palabras sánscritas, un rosario de gruesas semillas de rudram y unos pantalones blancos, y no era otro que Carlos, el brasileño con el que había estado trabajando esa tarde y que me había estado ayudando a construir mi cabaña, y cuya irradiación de paz y de bondad yo había sentido penetrar hasta lo más profundo de mis huesos. De modo que Carlos no era carpintero ni ebanista, ni trabajaba en un taller ni tampoco en un almacén de maderas, como yo había supuesto. Carlos era Dharma Mittra. Me puse a escuchar sus instrucciones para la meditación, pero me costaba prestar atención. Hablaba de una rosa en el centro del pecho, y esa rosa tenía doce pétalos que eran como doce estancias, y había un sendero en espiral que iba de una a otra hasta la estancia central, que estaba completamente vacía. Y en la estancia central ardía la llama de una vela. Estaba tan cansado que se me caían los párpados. ¿Quizá estaba soñando ya, y soñé con la rosa de las doce cámaras y la cámara central parecida a una hornacina en la pared de un viejo muro de piedras oscuras, en la que arde la llama del yo desconocido? Al final, me quedé dormido en la postura, completamente dormido y roncando, y Rosana tuvo que tocarme en el hombro al final para despertarme. No sé cuánto dormí, quizá sólo unos minutos, pero tuve un sueño extraordinario.

Soñé que yo era un pájaro, una especie de pavo real, con el cuerpo azul y una gran cola dorada que más bien parecía la cola de un faisán, hecha de destellos y de joyas, circuitos eléctricos y condensadores iridiscentes. Yo era un pájaro, pero el pájaro era al mismo tiempo una especie de nave espacial, un buque de los aires, y yo estaba dentro de la cabeza del pájaro, en una sala de mandos llena de ruedas y timones dorados desde donde controlaba las evoluciones de su vuelo. El vientre del pájaro estaba lleno de niños nonatos que olían intensamente a manzana verde, niños con los ojos cerrados y envueltos en ceñidas telas blancas bordadas con embroiderías, como suelen fajar los indígenas a las crianzas para que se tranquilicen. Y el pájaro volaba sobre amplios paisajes de fábricas, torres industriales coronadas por llamas de fuego y grandes estanques negros como la tinta en los que se reflejaban las llamas, y también campos de fútbol iluminados con torres de focos entre los estanques oscuros, y autopistas iluminadas por alamedas de farolas que se perdían en la noche girando lentamente hacia izquierda o derecha, por entre zonas residenciales de bungalows blancos con ventanas iluminadas de luz naranja bajo las copas negras de ceibas gigantescas. Y nuestra misión, la misión del pájaro, era ir lanzando a estos niños no nacidos sobre el mundo para que nacieran. Estaban guardados en el vientre del pájaro, que era como la bodega de un barco o de un avión, una especie de sala muy larga con arañas de cristal, espejos ovales colgados oblicuamente y paredes forradas de rombos de damasco rosa, cuyo suelo se abría como los labios de una enorme vulva femenina para soltar, igual que un hongo lanza sus esporas al vacío, a los bebés dulcemente fajados, que caían lentamente como puntos luminosos sobre el paisaje de fábricas, de autopistas, de estanques, de campos de fútbol, de bungalows iluminados. Y el gran pájaro que era yo, y su voz que sonaba como un susurro en el vientre de damasco rosa que era mi vientre lleno de niños sin nacer, decía cada vez: «a nacer… tienes que nacer… ve, es el momento de nacer…».

Rosana me despertó suavemente, y yo abrí los ojos y me encontré con sus ojos sonrientes y sus labios pintados de violeta. Me dijo que la meditación había terminado y, por alguna razón, acercó su rostro al mío, cerró los ojos y volvió a besarme en los labios. Yo no sabía si esto era algo que solía hacerse al final de una meditación, besar en los labios al que tenías a tu lado, pero no vi que nadie más lo hiciera, de modo que supuse que lo que ella quería decirme es: soy tuya, si tú me quieres. Sí, no había manera de interpretar aquel segundo beso como un ósculo fraterno. Charlamos un rato y nos besamos un par de veces más en la boca y al final la invité a dormir conmigo en mi cabaña, pero ella entonces me miró con gesto casi altanero y me dijo que no, muchas gracias, que ella dormía con su hija. Y pensé que por un instante había olvidado cómo eran las mujeres. Aunque a lo mejor había olvidado simplemente cómo eran las mujeres españolas.

Brilla, mar del Edén
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