30
Vemos al hombre azul
A partir de aquí, comienzan las maravillas.
Cuando me desperté, hacía tiempo que había amanecido. Encendimos un pequeño fuego para hacer café, al que añadimos abundante y deliciosa leche condensada y comimos nonis, partiéndolos en dos mitades para asegurarnos de que estaban libres de parásitos y masticando con desgana su carne blanca llena de semillas. La ausencia de hidratos de carbono, galletas, pan, bollos, cereales de alguna clase, era casi dolorosa. Creo que todos hubiéramos matado por poder devorar unas tostadas con mantequilla o unas buenas magdalenas. La fruta del pan hervida o asada tenía un sabor vagamente similar al alimento que le da su nombre, y quizá sólo por esa razón lo comíamos con tantas ganas. Teníamos una buena provisión con nosotros. Untada con Nutella era absolutamente deliciosa, pero ésta era nuestra golosina más delicada, y la economizábamos de forma casi maniática.
Estábamos recogiendo los aperos del desayuno cuando vimos que en las montañas había comenzado una tormenta eléctrica. Estas montañas del centro de la isla estaban siempre cubiertas de nubes espesas, un fenómeno que en sí no tiene nada de misterioso y que yo ya había podido observar muchas veces en otras islas y en otras montañas. Resplandecían relámpagos entre las nubes grises y las nubes moradas de más arriba, y caían rayos rectilíneos, idénticos a los que habíamos visto durante el entierro de Noboru.
Entonces sucedió algo verdaderamente extraordinario. Yo no sé exactamente de dónde salió aquello, ni cómo apareció. Me encontraba ocupado en servirme el desayuno cuando los gritos y exclamaciones de mis compañeros me hicieron levantar los ojos y dirigirlos hacia el valle, que era adonde todos miraban. Sí, entonces lo vi con toda claridad, pero lo que vi no puedo comprenderlo ni tampoco podía comprenderlo entonces. Había un hombre gigantesco caminando por el fondo del valle. Era de color azul celeste y estaba completamente desnudo. No sabría decir a qué distancia estaba exactamente de nosotros. Yo diría que a unos tres o cuatro kilómetros, pero seguramente estaba más lejos. Los rayos que habíamos visto caer aquí y allá no provenían de una tormenta de las montañas ni tampoco de una misteriosa e inexplicable columna de luz azul, sino que surgían de su frente. El gigante se volvía a mirar a un punto, lanzaba un rayo desde su frente y luego seguía caminando. Entonces comprendí que aquel coloso azul era la columna azul que habíamos visto durante el entierro de Noboru, y que la columna azul no era otra cosa que el coloso. Nos pusimos a observarlo con los prismáticos porque no podíamos comprender qué era aquello que estábamos viendo. No era un muñeco, ni tampoco una máquina. Parecía una fantasía de la mente, pero estaba allí, delante de nuestros ojos. ¿De qué estaba hecho? Parecía construido con luz azul celeste, pero era opaco y parecía sólido. Por la distancia a que se encontraba y su altura con relación a los árboles de la selva, que apenas le llegaban a los tobillos, calculamos que debía de tener unos mil pies de altura. Tenía el cuerpo completamente desprovisto de vello. Los atributos masculinos colgaban en su lugar. Tenía los ojos abiertos, aunque no veíamos pupilas ni iris en ellos, pero entre las cejas tenía un tercer ojo perfectamente dibujado. Era de allí, de este ojo abierto en el entrecejo, de donde surgían los rayos.
Aquella aparición era tan absurda, tan imposible, tan quimérica, que no hicimos el menor esfuerzo por escondernos. ¿Sería él capaz de discernir nuestras figuras diminutas a aquella distancia? Vimos cómo caminaba pausadamente a través del valle, lanzando rayos desde su frente que caían aquí y allá en distintos puntos de la espesa vegetación que lo cubría. En un momento determinado se detuvo y miró en nuestra dirección. No sé si nos veía. No sé si nos miraba a nosotros. Pero sucedió algo verdaderamente terrorífico. El gigante lanzó un grito. Un grito espantoso, parecido al barritar de un elefante asustado y dolorido, una mezcla de barrito, rugido, graznido y alarido humano, cuya intensidad desconcertante parecía poseer la capacidad de atravesar la conciencia y transformarla. No sé cuánto duró ese grito. Quizá sólo unos segundos. Yo nunca lo había oído desde tan cerca y nunca me había producido una impresión tan fuerte.
El gigante azul (no tengo otras palabras para definirlo) no volvió a gritar. Giró hacia su izquierda y, moviéndose lentamente, fue caminando en dirección a uno de los valles que se abrían a la derecha de la vega, y lo vimos avanzar por detrás del rimero rocoso de la cresta del valle hasta que la altura de éstas creció por encima de su cráneo perfecto como una cúpula y se perdió de vista. Todavía vimos durante unos instantes la parte superior de su cráneo avanzando por encima de la línea del valle. Luego desapareció. Entonces se produjo un fenómeno curioso: todos los insectos y las aves, que habían quedado completamente en silencio, comenzaron su concierto de nuevo.
Nuestra confusión era completa, pero la visión del hombre azul tuvo en nosotros, no sé por qué, un efecto exhilarante. De pronto estábamos todos riendo, como en un estado de exaltación. ¿No deberíamos más bien habernos sentido aterrorizados? Joseph especuló, sin parar de reír, sobre la posibilidad de que los alimentos que tomábamos tuvieran algún componente alucinógeno. Quizá algunas de las frutas o de las hojas de nuestra dieta. Pero cualquiera que haya tomado alucinógenos sabe que las alucinaciones raramente se presentan de ese modo, con los ojos abiertos y a plena luz del día, y sabe también que no es posible que siete personas tengan exactamente la misma alucinación en el mismo momento.
Joseph especuló entonces que quizá se tratara de una especie de proyección. ¿Qué clase de proyección, doc?, le preguntó Wade de buen humor. No he visto el proyector de cine por ningún lado. Joseph dijo que estaba pensando más bien en una proyección holográfica, ya que la figura que habíamos visto era tridimensional y tenía volumen. Quedaba por explicar dónde estaban los enormes proyectores holográficos que eran capaces de crear una imagen tan perfecta. Entonces Santiago dijo que aquel hombre azul era exactamente igual que el Doctor Manhattan. Escandalizado ante nuestra ignorancia, ya que ninguno de nosotros había oído nunca hablar de ese doctor, nos explicó que se trataba de uno de los personajes del cómic Watchmen, la legendaria obra de Alan Moore y David Gibbons que transformó el cómic de superhéroes a fines de los años ochenta. Dijo que era idéntico al Doctor Manhattan con una única diferencia: que el Doctor Manhattan del cómic, que lanzaba rayos achicharradores desde la frente con los que fulminaba a los soldados del Vietcong, no tenía un tercer ojo dibujado en la frente, sino un átomo. El doctor Manhattan, nos explicó Santiago, había sido un científico y ahora era un ser dotado de capacidades asombrosas: era capaz de escindirse en varias versiones de sí mismo, de manera que podía estar, por ejemplo, haciendo el amor con su novia y al mismo tiempo arreglando una complicadísima máquina, o bien transformarse en tres amantes que complacían a su novia al mismo tiempo (aunque a ella no le gustaban esos juegos), y era capaz de viajar a distantes planetas y también de conocer el futuro, aunque no el futuro de toda la humanidad sino solamente su propio futuro, que se extendía sin límites durante miles de años.
Nos pusimos en marcha. El precipicio de roca resultaba demasiado empinado para descender por él directamente, de modo que decidimos rodearlo. Fuimos hacia el oeste hasta que el desnivel disminuyó considerablemente, y luego descendimos por la pared rocosa, anudándonos con las cuerdas de alpinismo que habíamos traído con nosotros, hasta alcanzar el nivel del valle. Estaba cubierto de la selva tropical más bella y misteriosa que yo había visto nunca. Oh, aquella belleza no habíamos podido ni siquiera sospecharla cuando contemplábamos el valle desde arriba. La visión de los pájaros siempre es distante. Desde el cielo, la tierra se achata y se convierte en cartografía. Pierde su carácter cálido y acogedor. Desaparece la sombra y el verde espacio abovedado bajo las copas de los árboles, el misterio de los senderos y de las pendientes. Pero ahora que habíamos descendido hasta el valle, la naturaleza abría de nuevo su misterio para nosotros.
Alcanzamos la orilla del río que atravesaba el valle, donde llenamos todas nuestras botellas y calabazas. Pensamos ir siguiendo su curso, pero la vegetación era especialmente espesa en las orillas. Yo miraba aquel río de color chocolate y me parecía estar viendo el río del Paraíso. Pero me pasaba lo mismo con todos los ríos de la isla, todos me parecían el río del Paraíso, fluyendo turbios (era una suerte que nuestro río no fuera turbio, sino transparente), del color del té con leche o del color del chocolate con leche, por entre palmas, lianas y flores. La verdad es que durante mi estancia en la isla muchas veces me sentí en el Paraíso, aunque estuviera sufriendo, agotado, sudoroso, sediento, hambriento como entonces. Me sentía a punto de morir por el calor y sin aire para respirar por la humedad, me decía que estaba en el Infierno, pero a pesar de todo mis ojos veían el Paraíso.
Echamos a caminar valle arriba, en la misma dirección que habíamos visto avanzar al grupo de salvajes y en dirección al lugar donde habíamos visto al hombre azul. Era una selva de gigantes de la floresta, acacias koa y ficus gigantes con los troncos cubiertos de musgo. El aire estaba lleno de lianas, de Freycinethia arborea y de colgantes raíces de ficus o banianos y el suelo cubierto de un espeso, casi impenetrable tapiz de helechos y de un semitecho o dosel intermedio de helechos arborescentes. La espesura era tan inextricable que llegamos a considerar la posibilidad de construir una piragua y subir por el río remando, pero no teníamos herramientas para talar un árbol y menos aún para tallar una canoa en un tronco. De modo que de nuevo tuvimos que utilizar el machete. Llovió con furia durante casi todo el día, hasta que nos empapamos todos de pies a cabeza. Nos detuvimos a almorzar y colocamos la lona entre las inmensas raíces de un ficus, que crecían como paredes ondulantes de casi un metro de altura, creando así una pequeña tienda de campaña bajo la cual nos refugiamos. Olíamos todos como animales salvajes, e hicimos varias bromas al respecto. También hicimos bromas a propósito del hombre azul y su enorme miembro circuncidado. ¿Cuál sería su tamaño? Intentamos hacer cálculos matemáticos basándonos en una altura estimada de mil pies. Resultaba difícil comparar con el tamaño de un ser humano corriente con el sistema de pies y de pulgadas, pero llegamos a la conclusión de que el miembro del hombre azul podría tener una longitud de unos sesenta pies, es decir, unos veinte metros. Santiago Reina casi no tenía fuerzas para reír. Estaba al límite de sus fuerzas, y yo temí que sufriera un ataque de corazón si seguíamos a aquel ritmo extenuante o no lográbamos salir pronto de aquel valle lleno de selva. Después de comer, a todos nos venció el cansancio. Gwen me pasó el brazo por la cintura, apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó dormida, y yo sentía el volumen de su pecho derecho aplastado contra mi cuerpo y el calor de sus mejillas y de sus labios en mi cuello y el aroma de su aliento y de su carne. A pesar de todo, a pesar del agotamiento, de la sensación de suciedad, del barro, del sudor, sentir el calor de aquel cálido cuerpo de mujer a mi lado me hacía sentirme en el Paraíso. Siempre el Paraíso. Siempre el Paraíso en mitad del Infierno. ¿Será así el verdadero Paraíso? ¿Será así, en realidad, el Infierno?
Luego dejó de llover, se abrieron las nubes y el sol comenzó a iluminar de nuevo la floresta. Todos salieron de la tienda, pero Gwen seguía dormida a mi lado y yo cerré los ojos y fingí que dormía también. Santiago dijo que iba a ir al río a darse un baño, y a todos les pareció una buena idea. A Gwen y a mí nos creyeron dormidos y nos dejaron en paz. Cuando desaparecieron, yo rocé mis labios con los de Gwen y ella se despertó al instante. Nuestros rostros estaban pegados y su seno seguía aplastado contra mi brazo. Ella cambió de postura y se apartó un poco de mí, pidiéndome disculpas por haberse quedado dormida. Unos instantes después estábamos besándonos y su lengua entraba golosamente en mi boca. Yo le desabotoné la camisa y le besé los senos, tirando hacia debajo de las copas del sujetador blanco y lamiendo sus pezones gruesos y morados, y ella me tocaba el pene por encima del pantalón con una mezcla de atrevimiento y de timidez que resultaba muy excitante. Pero no hicimos el amor. Estábamos los dos sucios y sudorosos y decidimos irnos también en dirección al río para bañarnos con nuestros compañeros. La poderosa corriente color té con leche estaba a unos doscientos metros de allí, pero cuando alcanzamos las orillas, formadas por amplios bancos de arena, no vimos ni rastro de nuestros amigos, de manera que nos quitamos la ropa (ella se rió a carcajadas de la forma en que yo escondía mi erección) y nos bañamos en el río como debieron bañarse Adán y Eva en el Éufrates antes del pecado original. Hundidos en el agua hasta el cuello mirábamos la floresta y descubríamos animales y rostros humanos entre las hojas. Los rostros y los animales se hacían y se deshacían, se metamorfoseaban y transformaban. Yo pensaba en sus senos rosados y en sus pezones morados y en su sexo oscuro sumergido en las aguas, invisible, y pensaba cuán inalcanzable puede llegar a resultar la mujer que tenemos a nuestro lado. De improviso, un árbol de ámbar pareció iluminarse en la orilla, como si alguien en el interior de la selva hubiera encendido las luces. Fue, quizá, un efecto del viento (y allí, en la isla, al viento lo temíamos porque, aunque nos refrescaba, también solía traer la lluvia), un efecto del viento, digo, que hizo que las hojas y las flores resplandecieran de improviso. Todas las caras y los animales y otras figuras que habíamos descubierto en la floresta se transformaron también con el viento y comenzaron a significar otras cosas. Luego salimos del río, un hombre y una mujer desnudos. Pero al vernos los dos fuera del agua, la conciencia de nuestra propia desnudez hizo que ambos nos replegáramos a una forma de relación mucho más cortés y convencional. Vi un rayo de deseo en sus ojos verdes, que me parecieron más hermosos y apasionados que de costumbre, su deseo de ser tomada, un deseo de que algo sucediera en su cuerpo, en el mundo, y vi sus pechos rojos, simétricos, mirándome como dos pupilas desde el arrebol de su sangre, y su vientre compacto y musculoso y la mata de vello oscuro que surgía entre sus muslos y vi también cómo ella comenzaba a ponerse el sujetador blanco y comenzaba a hablar haciendo una broma cualquiera. Cuando regresamos al campamento, los demás ya estaban allí y capté varias miradas de inteligencia, la de Wade, que nos observaba con curiosidad indiferente y la de Joseph, en la que advertí una sonrisa reprimida. Yo suponía que Joseph también deseaba a Gwen, pero me equivocaba, porque en aquella época Joseph ya había encontrado un amor en la isla. No, por el momento no contaré de quién se trataba. Ya habrá tiempo de hablar de eso y de muchas otras cosas más.
Nos pusimos de nuevo en marcha, porque teníamos deseo de llegar hasta la zona donde habíamos visto al gigantesco hombre azul. Llegamos hasta el fondo del valle, pero no había huella ninguna de su paso ni señal alguna de proyectores holográficos. Sin embargo, sí pudimos vislumbrar el efecto de sus rayos. Encontramos varios árboles achicharrados en mitad de la floresta, y algo así como troneras abiertas en el dosel vegetal que descendían hasta calvas del suelo de forma casi perfectamente circular en las que toda la vegetación aparecía reducida a cenizas. En dos de estas calvas encontramos cuerpos humanos achicharrados, en una dos cuerpos y en la otra uno. Estaban irreconocibles, aunque sin duda se trataba de varones. Estaban todavía tibios, pero las quemaduras eran tan profundas y extendidas que era imposible determinar la raza ni la edad de los cadáveres. Nos preguntamos si el gigantesco hombre azul tenía la capacidad de matar con los rayos de su frente, y si el hecho de que estuviera achicharrando a los salvajes quería decir que podríamos contar, de algún modo, con su ayuda.
Llegábamos por fin a las montañas. Atravesamos una región en la que había piedras flotando en mitad del aire. Eran piedras pequeñas, en ocasiones guijarros, y aparecían inmóviles a treinta centímetros del suelo, a cincuenta, a un metro, a tres metros, a diez o quince metros de altura. Era un espectáculo fascinante e inexplicable. Christian y Sheila estaban felices, porque aquellas piedras confirmaban su teoría sobre la existencia de fuerza antigravitatoria en aquella tierra. Uno podía cogerlas y luego volver a dejarlas en el aire. Eran piedras negras de un material parecido a la pizarra, aunque no se partían en lajas. Christian las bautizó como «piedras antigravitatorias».
Vimos una nube blanca por encima de los árboles, muy parecida a aquel altocúmulo que, de acuerdo con Christian y Sheila, era un platillo volante. Todos la vimos. Se movía lentamente en dirección a las montañas, y yo pensé que eso confirmaba la teoría de Christian y Sheila de que se trataba de un platillo volante y de que en el volcán de la isla había una base de naves extraterrestres. Lo cierto era que tenía una forma tan perfectamente definida y una blancura tan deslumbrante y se movía tan rápido, que uno se sentía tentado a creer que tenían razón, y que aquello que estábamos viendo no era realmente una nube, sino una nave construida por seres inteligentes y dotada de algún sistema de propulsión interna.
—Tengo ganas de llegar a esa montaña, weón —dijo Sheila.
«I’ll find me a mountain, spiritual and high» («Me buscaré una montaña, elevada y espiritual»), había cantado Joseph.
Wade se subió a un árbol para intentar orientarse en el laberinto de valles y sierras en que nos encontrábamos y también para intentar descubrir alguna columna de humo que le indicara la situación del pueblo de los salvajes. Pero o bien los salvajes no encendían fuego o bien sabían cómo dispersar el humo para no ser localizados. Christian, Sheila y Joseph subieron también al árbol para unirse a él. No parecía muy difícil trepar aquel árbol, pero yo estaba tan exhausto que preferí quedarme abajo.
Desde allí arriba se veían muchas cosas, al parecer. Otro valle de aluvión, amplio y cubierto de selva que había más allá, quizá la continuación del gran valle que habíamos recorrido durante casi todo el día y en medio del cual habíamos avistado al hombre azul. También vieron cómo el gran platillo volante blanco se hundía en la masa de nubes que cubrían las montañas del centro de la isla, lo cual demostraba, según Sheila y Christian, que no era una nube en absoluto, ya que ¿cómo va una nube a meterse dentro de otra nube? Yo estaba al lado de Gwen, al pie del árbol, pero el único comentario que ella hizo fue que no deberían chillar de ese modo. Pero se veía otra cosa también en el valle que había más allá. Una autopista. Un trozo de viaducto de altas columnas de hormigón que quedaba cortado de pronto en mitad del valle.
Aquello sí que excitó poderosamente mi curiosidad. Según contaban los que estaban subidos al árbol, era una autopista de cuatro carriles que desaparecía en dos túneles abiertos en la ladera de la montaña. Estaba sostenida por encima de los árboles de la selva mediante pilares de hormigón que iban aumentando de longitud a medida que se separaban de la ladera, dos tramos de doble carril que surgían de la montaña y cruzaban el valle hasta la mitad aproximadamente. Wade dijo que si lográbamos llegar hasta allí, los túneles serían un buen lugar para pasar la noche. De modo que nos pusimos en marcha de nuevo.
Todos pudimos ver la autopista al asomarnos al siguiente valle, cuya vega quedaba a unos centenares de metros por debajo de nosotros. La autopista era una formidable obra de ingeniería, dos tramos paralelos sostenidos por pilares de hormigón armado de más de sesenta metros de altura, una obra completamente incomprensible en aquel lugar remoto y olvidado de Dios. ¿Quién la habría construido? ¿Los japoneses, durante la Segunda Guerra Mundial? Pero ¿para qué necesitaban una autopista que cruzara las montañas de la isla? Si necesitaban vías de comunicación, ¿no sería más práctico hacer una carretera que fuera bordeando la costa? Desde el lugar donde observábamos era difícil saber si la construcción había quedado interrumpida en el lugar donde se cortaba el impresionante viaducto o bien si había sido dinamitada o destruida por un bombardeo.
Luego descendimos al valle, y la autopista desapareció de nuestra vista devorada por los árboles, y no volvimos a verla hasta una hora más tarde, aproximadamente, cuando reapareció por encima de las copas de los gigantes de la floresta. Dios mío, qué extraño resultaba contemplar aquella orgullosa y titánica construcción humana por encima de los trabajos de la selva. Qué belleza desolada tenía aquella obra de hormigón amarilleado por años de constante lluvia. Siempre he considerado el hormigón armado un material dotado de una enorme belleza majestuosa y melancólica. Cuanto más nos acercábamos, más melancólica y lúgubre me parecía aquella autopista perdida en medio de la selva. Pero su belleza oscura me conmovía profundamente, porque hay belleza en lo delicado y encantador pero también en lo horrendo y lo dilapidado, en lo macabro y en lo inútil, sí, a menudo hay también una belleza desolada en lo abandonado y en lo inútil.
Ascendimos por la ladera para alcanzar el nivel de la calzada de la autopista. Cuando llegamos a lo alto y pisamos por fin el asfalto, nos invadió una especie de borrachera. Fuimos caminando por aquel paseo suspendido sobre el valle hasta el punto en que la autopista se cortaba en seco, en una caída libre de sesenta metros. Desde allí arriba todo parecía diferente. Estábamos ahora por encima de la selva, contemplando el valle desde lo alto de una construcción humana, aunque fuera una construcción abandonada y sometida al fuerte deterioro de los elementos. Era difícil saber cuál era la antigüedad de aquella obra de ingeniería, pero algo me decía que no podía ser tan vieja como habíamos supuesto en un principio. Me puse a investigar en las barandillas de estaño de los lados en busca de placas, números de serie o cualquier otra cosa que revelara algo sobre la nacionalidad o el año de la construcción, y encontré en uno de los travesaños horizontales algo así como un recuadro cubierto de polvo y barro. Lo limpié frotándolo con fuerza y enseguida apareció un signo redondo con las siglas SIAR y un diseño que representaba a un león y a una cabra sentados a ambos lados de una mesa. Era la primera vez que veía aquella imagen y tardé un rato en desentrañar su sentido, porque estaba muy sucia de barro seco. El león y la cabra estaban sentados en banquetas a izquierda y derecha de una mesita sobre la cual se veía un tablero de ajedrez. Más tarde averiguaríamos que aquel diseño, el signo del SIAR, era la copia fiel de una ilustración conservada en un antiguo papiro egipcio. Mis compañeros comenzaron a explorar también la barandilla por diversos puntos y enseguida encontraron varios símbolos similares. Encontramos también números de serie que no nos decían nada, aunque muchos de ellos iban acompañados de un 75 al final, lo que nos hizo pensar que ése era el año de construcción. En cuanto a SIAR, nadie tenía la menor idea de qué pudieran significar esas siglas. Christian improvisó una traducción en español de las misteriosas siglas: Sociedad Internacional de Avistamientos Raros. Y Joseph una en inglés: Sick Imps Allowed to Reciprocate («Diablillos Enfermos con Permiso para la Represalia»), que a todos nos hizo reír. A continuación todos intentamos, con mayor o menor éxito, crear nuestras propias soluciones. Claro está que nadie dio con el verdadero significado de las siglas, Skinner Institute for Anthropological Research. Instituto Skinner de Investigación Antropológica. Es decir, el nombre oficial de los administradores del infierno.
Había algunas piedras antigravitatorias que flotaban por allí también, a distintas alturas del aire, por encima del valle. Algunas de ellas eran muy grandes, tan grandes como una televisión o como una nevera, y resultaba intrigante y delicioso verlas suspendidas en medio del aire, setenta u ochenta metros por encima de suelo. Yo intenté coger una piedra pequeña y redondeada que estaba a poco más de un metro del borde de la autopista, y estuve a punto de caerme al vacío estirando el brazo por encima de la vieja barandilla de estaño. Luego retrocedimos sobre nuestros pasos y nos adentramos en el túnel que se abría en la ladera de la montaña con la vana esperanza de que la autopista se continuara indefinidamente a través de las montañas y a través de la isla, pero unos cien metros montaña adentro el túnel aparecía cegado por un aluvión de tierra, rocas y cascotes, como si la montaña se hubiera, literalmente, desplomado en el interior.
La oscuridad era total allí dentro, pero podíamos ver gracias a la luminiscencia de Christian. Estaba comenzando a dominar su luminiscencia y sabía cómo aumentarla y reducirla a voluntad concentrándose en ciertas imágenes o emociones. Según nos dijo, tenía la sensación de que el origen de aquella luz estaba en la región del plexo solar, y concentrándose en aquella zona podía aumentar su luminosidad hasta la de una bombilla de sesenta watios. Nos hizo una demostración, gracias a la cual pudimos ver con claridad el aluvión de tierra, cascotes y raíces que cegaba el túnel.
Luego salimos al exterior y exploramos el otro túnel. Se adentraba también unos cien metros, o quizá más, en el interior de la montaña, y estaba igualmente bloqueado por la tierra y los cascotes. De modo que regresamos al túnel que habíamos explorado en primer lugar y nos instalamos allí para pasar la noche.
Descargamos nuestras mochilas y extendimos nuestros petates como a unos diez metros de la boca, a una distancia suficiente como para librarnos de la lluvia sin llegar a estar demasiado adentro. Era agradable hallarse bajo techado y sobre un suelo liso, sin piedras, raíces ni espinas, pero la oscuridad del túnel comenzó a producirme también miedo y desasosiego. Era un miedo completamente irracional, incontrolable. Yo intentaba decirme que estábamos mucho más seguros allí dentro que durmiendo a la intemperie en medio de la selva, pero el miedo no atiende a razones. La oscuridad absoluta que se prolongaba hacia el interior de la montaña me producía una sensación de vértigo comparable al que siento siempre en el mar al bañarme en aguas profundas.
Especulamos sobre la posibilidad de trasladar nuestro poblado a aquellos túneles. Había espacio de sobra para todos. Nos libraríamos del terrible problema de la lluvia y tendríamos un buen techo sobre nuestras cabezas, pero nos quedaríamos perdidos en el corazón de la isla, en mitad de las montañas. ¿Merecía la pena? Estábamos a dos días de la costa, de modo que trasladarnos a aquel lugar supondría algo así como establecernos definitivamente en la isla y abandonar cualquier esperanza de ser rescatados. Además, seguramente el poblado de los salvajes no andaba lejos. Después de barajar los pros y los contras, terminamos por decidir que instalarnos en aquellos túneles no parecía tan buena idea.
Caía la noche y no teníamos nada que hacer. No queríamos encender fuego para no ser descubiertos por los salvajes, de modo que cenamos en la oscuridad. La noche se precipitó, como si alguien corriera rápidamente unas cortinas en lo alto. Siempre era así en la isla. Los crepúsculos eran espectáculos inolvidables, pero breves. De pronto, ya sólo se adivinaban los contornos de las cosas. Entonces se desató la lluvia de nuevo. Dios mío, qué sombrío era el mundo desde allá arriba, el mundo y la noche y la selva, la noche llena de lluvia, la lluvia llena de soledad y de furia. No conozco nada más triste y desolador que el ruido de la lluvia por la noche en la selva. Santiago gritó que estaba harto de la lluvia, que no podía aguantarlo más. Wade le dijo, quizá para tranquilizarle, que no era probable que la estación de lluvias durase mucho más, y que en un mes, como máximo, las lluvias dejarían de caer con tanta fuerza. ¡Curiosa manera de tranquilizar a nadie! Santiago chilló que si tenía que estar un mes más en aquella isla se volvería loco. Que se moriría de desesperación y de tristeza. Que no podía soportar ni una semana más en aquel agujero inmundo. Que ya había pensado varias veces en tirarse al mar desde lo alto de un acantilado y terminar con todo.
Wade le miraba con una sonrisa cansada. Gwen le preguntó entonces a Santiago cuál era la razón de que hubiera tomado el vuelo de Global Orbit para ir a la India.
—No quieres saberlo —dijo Santiago.
—La verdad es que me gustaría saberlo —dijo Gwen.
—¿Para qué?
—Para conocerte mejor. Llevamos casi un mes durmiendo a diez metros uno de otro y no sé nada de ti.
Se notaba hasta en su voz y en su manera de moverse que se sentía más limpia, más cómoda, con ganas de charlar. Yo conocía bien esa sensación, y suponía que ella había aprovechado la oscuridad del túnel para cambiarse de ropa interior. Lo notaba en todo, en la forma en que afloraban en ella la simpatía y la seducción, en su forma de comportarse, más femenina, incluso en su tono de voz, ligeramente más agudo que de costumbre. Tal es el poder de llevar unas bragas limpias.
Santiago parecía a punto de llorar. A mí me recordaba a un niño grande, un niño inmenso y obeso. Creo que de todos era el que peor soportaba el cansancio, el calor y sobre todo el hambre. Y la lluvia, la lluvia continua, y el sudor, y la sensación de suciedad. Pero Gwen le había hecho una pregunta interesante, y ahora todos esperábamos su respuesta.
—Iba a la India siguiendo a una tía (a chick) —dijo Santiago lentamente—. Una tía que me gusta mucho. Para eso iba a la India.
—Ajá —dijo Gwen.
—Ella está trabajando en el orfanato de la madre Teresa, en Calcuta —siguió diciendo Santiago—. A ella le gusta trabajar con niños. Llevaba mucho tiempo queriendo ir a la India, desde que era pequeña. No sé por qué, no sé qué le contaron en el colegio, o si vio un documental o alguna historia así, el caso es que ella siempre quiso ir a la India para trabajar con los niños huérfanos o con los niños enfermos y hambrientos. Yo no sé qué tiene la India. Hay millones de niños huérfanos por todas partes. Incluso en los Estados hay niños huérfanos y enfermos, todos los que quieras. O en Guatemala, o en Santo Domingo. No hace falta irse a la India, ¿no te parece? Al fin y al cabo, los niños son igual en todas partes, son igual de desgraciados e igual de débiles en todas partes, ¿no? Un niño enfermo y hambriento es un niño enfermo y hambriento, no importa de dónde sea ni de qué color sea su piel, ni si habla inglés o indio o español, ¿no te parece? Y entonces, ¿por qué esa obsesión con ir a la India? A mí la India me da igual. Yo ya tengo una India en New Jersey. Tengo la India en mi barrio, en mi casa. Yo tengo mi propia India dentro de mí, tío.
Quedamos todos en silencio contemplando la lluvia, felices por la protección que nos proporcionaba el túnel. Más bien escuchando la lluvia, ya que ver no se veía mucho.
—¿Cómo se llama ella? —dijo Gwen.
—No quieres saberlo —dijo Santiago.
—La verdad es que me gustaría saberlo.
—¿Para qué?
—Para conocerte mejor —dijo Gwen.
—Se llama Gwendolyn —dijo Santiago—. Se llama igual que tú.
—¿Es guapa? —preguntó Gwen.
—Oh, sí, es guapa —dijo Santiago—. Demasiado guapa.
Esa noche, cuando todos dormían, busqué la compañía de Gwen. Me había fijado bien en dónde dormía, pero aun así me costó encontrarla. Me tumbé a su lado y comencé a acariciarle la mejilla y los labios. Ella estaba dormida, pero se despertó enseguida. Dijo mi nombre en un susurro y yo le dije: sí, soy yo. Y eso fue todo lo que hablamos.