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Un hombre solo camina por las calles
Un hombre viene caminando por la calle. Es un hombre alto, va vestido con ropa simple aunque bien cosida: unos amplios pantalones sin forma, una chaqueta oscura y demasiado corta que no se corresponde con ninguna moda y un blusón de campesino. Es primavera, y los tilos de las avenidas están en flor. En las verjas de las casas hay rosas rojas y rosadas, blancas y amarillas. Tiene el aspecto majestuoso y lejano de un anciano, aunque no es realmente anciano. Es alto, corpulento, y tiene la cabeza redonda y pequeñita, muy pequeñita, redonda y adornada con una nariz de pájaro. Tiene el cráneo completamente rasurado, aunque cuando se acerca, caminando lentamente bajo las sombras de los tilos del paseo, advertimos que en realidad no está calvo. Lo que sucede es que lleva el pelo muy corto. Tiene el pelo de un color rubio pálido que se pone gris, un matiz que lo hace casi invisible. También su bigotito, fino, que traza apenas una línea sobre el labio superior, resulta casi invisible. La ciudad es Linz. El año, 18… El hombre camina por las avenidas de la ciudad, y luego sale de la ciudad y comienza a caminar por entre los campos, igual que uno de esos personajes de Adalbert Stifter cuyo destino parece ser caminar y caminar por los caminos y las carreteras de Austria, siempre corroídos por misteriosas tristezas o impulsados por alegrías divinas. Camina por los campos, luego flanquea un arroyo y observa a los pescadores que se escalonan en las orillas de hierba intentando atrapar lucios, carpas y truchas. Cuenta el número de pescadores que se va encontrando. Cuenta el número de árboles que hay a ambos lados del camino, olmos de sombra, tilos, castaños. Toma un camino lateral y se pierde en el bosque. Aquí resulta más difícil contar. Camina vigorosamente a través del bosque. Tiene que caminar, porque caminar es su mejor manera de pensar. No, no es cierto: su mejor manera de pensar es tocar el órgano. Pero caminar y tocar el órgano son, para él, actividades similares. Se ha pasado todo el día tocando el órgano, todo el tiempo que le permitían las exigencias litúrgicas de la iglesia. Siempre toca el órgano cuando tiene que tomar una decisión importante, cuando tiene que resolver un problema difícil. No es mal pianista, pero su instrumento no es el piano, sino el órgano. Se sienta en el banco, abre los registros que desea utilizar, apoya los pies en el pedalero, pone las manos en el doble teclado y comienza a tocar, quizá, un coral de Bach, o un preludio y fuga del viejo maestro, pero su verdadera pasión es la improvisación. Es un virtuoso en el arte de la improvisación, una habilidad que con los nuevos tiempos se va perdiendo. Su habilidad para improvisar fugas a varias voces, su talento armónico y contrapuntístico en la repentización, comienzan ya a ser contemplados con la admiración que provoca todo lo insólito, lo propio de otra época. Sí, quizá sea el último de los grandes improvisadores en el órgano. En el piano las cosas son un poco diferentes, y todavía habrá durante un tiempo virtuosos que sean compositores-intérpretes y que tengan un talento no pequeño para la improvisación, aunque otro tipo de improvisación, más rapsódica y fantástica, como el que corresponde a las fantasías de Liszt sobre temas de óperas o a los imaginativos melismas de Chopin. Sí, quizá sea él el único organista de Europa capaz de sentarse al órgano e improvisar de la nada una fuga a cuatro voces precedida de una sinfonía basada en el tema de la fuga, un tema que alguien acaba de silbarle y que nadie antes había oído jamás. Camina por los bosques hasta agotarse porque él ama la naturaleza casi tanto como el sonido del órgano y casi tanto como ama a su amado Dios, que tantas desdichas le envía envueltas con tantas bendiciones. El paseo le ha hecho entrar en calor. Se sienta en el tocón de un roble, y saca del bolsillo de su chaqueta un pañolón de colores con el que se abanica. Contempla los miles de hojas que le rodean, troqueladas hojas de roble atravesadas por diversas calidades de luz. Se pone a contarlas. Cuenta y cuenta, incapaz de detenerse, hasta que llega a la cifra 777. Incapaz de detenerse. No sabe por qué necesita contar todo lo que ve, no sabe qué sed secreta sacia ese deseo de contar, pero para él también esta pasión por los números está relacionada con la música, con los paseos, con el órgano, con Dios, y con la soledad. También numera obsesivamente los compases de sus partituras, partituras de órgano, partituras para coro, partituras de orquesta.
Soledad. Un hombre solo camina bajo las ramas de Mayo. No tiene amigos. Ha dispuesto en su testamento que no quiere que le entierren cerca de nadie. No quiere estar con nadie ni siquiera en el otro mundo, sino sumido en la piedra, en un sarcófago que flota en medio del aire de una iglesia. Jamás ha sido amado. Jamás se casará, a pesar de sus incontables intentos de hacerlo. «No le gusto a nadie», dirá desalentado. No sabe relacionarse con los demás. No sabe relacionarse con las mujeres. Cuando ve una muchacha que le gusta, se le acerca con una pequeña ofrenda de flores y le pregunta dulcemente y con inmenso respeto: «¿quiere usted casarse conmigo?». Ellas le miran y ven que no es más que un viejo.
Es una víctima de sus complejos, de sus miedos, de sus obsesiones. No es en absoluto un hombre simple y feliz. Es un hombre simple y tremendamente infeliz, y la infelicidad hace que la sencillez de su alma resulte aún más extraña que los caracteres torturados y sofisticados que son tan característicos de su época. Es hijo de la Vörmatz, la tradición austriaca campesina, respetuosa con las instituciones, sometida felizmente al emperador. La gran montaña, el emperador, el órgano, Dios, son sus fuentes de admiración incesantes. Escribe cartas llenas de giros arcaicos. Se expresa como un maestro de pueblo, con expresiones dialectales y palabras antiguas y pasadas de moda. Su padre era, precisamente, maestro de pueblo: de él aprendió a tocar el violín y el órgano, ocupaciones secundarias del maestro en los pueblos de las montañas de Austria. De él aprendió la importancia de la sumisión, el placer de cantar a coro, la obediencia a los superiores, el respeto excesivo que le producen los títulos y diplomas. Nadie ha estudiado tanto como él ni durante tantos años. Con veinte años, con treinta, con cuarenta, ha sido un alumno feliz, siempre obediente y disciplinado. Frente al mito del compositor genial, casi autodidacta, él se ha pasado la mayor parte de su vida estudiando, estudiando armonía, estudiando improvisación, estudiando órgano, estudiando contrapunto, pasando humildemente de maestro en maestro hasta que ha llegado el momento en que ya tiene todos los títulos y ya no puede estudiar más, simplemente porque sabe más que todos los maestros del país, hacia los que sigue mostrando, a pesar de todo, un enorme respeto y devoción. Tiene un carácter simple, pero en el mundo complejo y torturado de fines del siglo XIX esta simpleza campesina ya no puede ser interpretada como un residuo idílico de la época medieval. No, es algo mucho más extraño. Tienen razón los que ven, en su carácter fuera de lugar, en su habilidad para ponerse continuamente en ridículo, en su incapacidad para establecer relaciones sociales normales con hombres y mujeres, con inferiores y superiores, con colegas o admiradores, una forma de neurosis. Su neurosis no es la megalomanía ni la paranoia ni la esquizofrenia. Su neurosis no es el deseo de gustar de Strauss, ni el desgarramiento interior de Mahler, ni el complejo de inferioridad de Zemlinsky. Aunque él también sufre las tres afecciones en mayor o menor medida (complejo de inferioridad, desgarramiento interior, deseo de gustar), lo cierto es que él no es un enano enamorado, ni un esteta torturado, ni un bon vivant romántico, como los otros tres. Su forma particular de neurosis no tiene nombre. Surge, en primer lugar, de una dolorosa acronía. No es que sea un hombre anacrónico: no es que sea de otra época, es que no es de ninguna época. Vive por fuera del tiempo. No es que esté anticuado. Su ropa no es exactamente anticuada. Desde hace tiempo y hasta el momento de su muerte, le encarga sus camisones y pantalones a un sastre de Saint Florian, el monasterio agustino donde creció y se hizo organista. No viste con levita como un anticuado, viste como un hombre para el cual la historia no existe. Su música no es en modo alguno reaccionaria: por el contrario, es de una asombrosa originalidad. Pero ¿por qué tanta insistencia en los corales, en los motetes, en las formas barrocas? No es reaccionario, pero parece anclado en una diáfana antigüedad. Sus sinfonías parecen música religiosa, y recuerdan el amplio espacio de las catedrales góticas. Su problema es la acronía: no es ni antiguo ni moderno, ni reaccionario ni revolucionario. Ha decidido vivir como si la historia no existiera. Es un individuo, un idiota. Sus gustos e inclinaciones no son de ninguna parte. Se siente atraído por lugares remotos como Rusia, México, el Polo Norte. Desea irse lejos, muy lejos. Lo intenta con Estados Unidos, pero sus peticiones son rechazadas en Filadelfia, en Cincinnati. Es un hombre profundamente solo, consagrado libremente al arte de ser él mismo, poseído por potentísimas fuerzas interiores que le apartan, una y otra vez, de los cauces corrientes de la vida. Potentísimas fuerzas interiores son las que determinan el movimiento narrativo de sus sinfonías. No narran la vida, sino la vida interior del alma, las luchas recónditas que tienen lugar en lo más profundo del ser humano.
Hay muchas otras cosas raras en él. Su pasión por la muerte, por los cadáveres, por los restos humanos. En las reuniones sociales, si encuentra a un médico entre los presentes, le aparta de la conversación y le asedia a preguntas acerca de la muerte y las diversas afecciones que le obsesionan. No es un hipocondríaco, es un necrófilo. Cuando murió su maestro Johann Baptist Weiss, que le había dado sus primeras lecciones de armonía y de órgano, realizó numerosas peticiones a las autoridades eclesiásticas para que le permitieran quedarse con su cráneo. Deseaba, más que cualquier otra cosa, poder tener consigo en su habitación la calavera de aquel hombre amado y admirado. Tenerla cerca, quizá en su mesa de trabajo, o en un armario, amorosamente envuelta en una tela de felpa. ¿Para qué? ¿Para tocarla? ¿Para mirar los ojos huecos y la sonrisa helada? Cuando se trasladaron los cadáveres de Schubert y de Beethoven para colocarlos en tumbas más dignas que la que su tiempo les había otorgado, pidió permiso para contemplar aquellos huesos venerados. En este caso es el fetichismo amoroso, la intensa admiración (que, según Franz Werfel, puede alcanzar fácilmente tintes eróticos) lo que le hacía desear la contemplación de esos restos humildes y, en realidad, insignificantes. ¿Qué es, en realidad, una tibia de Beethoven o una rótula de Schubert? Pero su obsesión iba más allá: en 1881, cuando se expusieron a la vista del público los cadáveres carbonizados del incendio del Ringtheater en Viena, fue uno de los primeros en ponerse en la cola para contemplar aquellos hombres, mujeres y niños reducidos por el fuego a muñecos negros y deformes. Quizá presintiera, al ver aquellos cuerpos carbonizados, el advenimiento de una época en que millones de cuerpos perecerían de forma similar, aunque no a causa de incendios accidentales. Quizá presentía las bombas de fósforo, los hornos crematorios de Auschwitz, las bombas incendiarias que se lanzarían sobre Londres, sobre Dresde, los cuerpos calcinados de Hiroshima. El ser humano siempre, para bien y para mal, busca en su interior un equilibrio de la balanza, y su intensa espiritualidad, su celibato eterno, su soledad desesperante, parecen ansiar, por contraposición, el contacto con lo más terrenal y mortal del ser humano: la amistad silenciosa del cadáver. El deseo de elevación suele contrarrestarse, casi siempre, con muestras de intenso prosaísmo o con una atracción por lo vulgar o lo obsceno. Quizá su obsesión por ver cadáveres sea el sustituto simbólico de un deseo inconfesable de ver cuerpos desnudos.
Cuando camina por las calles, los niños le siguen y se ríen de él. Saca su gran pañuelo de colores, como el payaso de una feria, y se abanica con él como una extraña mariposa. Parece un césar romano con su gran cráneo rasurado. Cuando le invitan a comer no sabe utilizar los cubiertos, y rompe los huesos del pescado con la mano. Los niños de los invitados le miran y se ríen ante la mirada severa de los padres. Cuando se reúne con amigos o colegas a beber o a festejar después de un concierto, no entiende las bromas. Come y bebe demasiado. Come como un campesino, bandeja tras bandeja. En cierta ocasión, le dio una propina al director Hans Richter después de un ensayo diciéndole que se tomara unos bock a su salud. Richter puso el tálero en la cadena de su reloj y lo llevó siempre consigo. Uno de sus biógrafos afirma que nunca hubo nadie con tanta genialidad y con tan poco talento como él. «El talento entusiasma a las masas, mientras que el genio sacia el alma», escribe este hagiógrafo con sutil inteligencia. Resulta curioso, por ejemplo, que el más grande improvisador de su tiempo tuviera dificultades para leer a primera vista, una habilidad que está al alcance de innumerables talentos meramente mecánicos. Tenía genio, pero no talento. Leer a primera vista quiere decir sumergirse en la obra de otro, y eso es precisamente lo que él no sabe hacer. Este cristiano apasionado, este humilde siervo de Dios, no sabe ponerse en el lugar de otro. Es como los niños, que viven en el interior de su mundo y desconocen la existencia de un mundo más grande. Quizá por eso fue siempre rechazado por las mujeres. Intuían, dice uno de sus biógrafos, que él nunca sería una compañía a su lado, que siempre estaría remoto, en otro lugar, como si él caminara siempre en realidad por el otro lado de la tierra, y por las calles y paisajes de otra realidad distinta. Intuían que junto a él siempre estarían solas. Pero entonces, ¿por qué esa obsesión por casarse? ¿Por qué buscaba siempre muchachas muy jóvenes y muy sencillas? ¿Era en el fondo un voluptuoso? ¿Deseaba la intimidad física con una mujer joven, o buscaba, por el contrario, una especie de hija espiritual? ¿O simplemente, un ama de llaves que oliera bien y le fuera grata a los ojos? ¿O una cálida compañía a su lado, como el que tiene un perro o un gato? Sólo una mujer aceptó su proposición de matrimonio, Ida Buhz, una joven que trabajaba como doncella en un hotel. Pero cuando se hizo claro que ella nunca abandonaría su fe luterana para convertirse al catolicismo, rompió el compromiso: jamás se uniría con una protestante.
En 1887, tras el fracaso de su Octava Sinfonía, sufre un colapso nervioso. Ahora le vemos de regreso a su hogar, caminando de vuelta del bosque, de vuelta de los campos. De nuevo por las calles de Viena, pero ahora con la vista fija en el suelo. ¿Qué hace? Está contando las baldosas de la acera. No puede dejar de hacerlo. Quiere saber el número exacto de baldosas que hay desde las puertas de la ciudad hasta la puerta de su domicilio. Al pasar por una de las numerosas iglesias que adornan la ciudad detiene su cuenta y se sumerge en otra aún más compleja. Necesita saber el número exacto de gárgolas que hay en esta iglesia. El número exacto de ventanas y de pilastras. Va rodeando la iglesia, completamente abstraído, contando. Se equivoca. Vuelve a comenzar. No para de pensar en el suicidio. No sólo se trata del fracaso de su Octava Sinfonía, su obra más grande, sino sobre todo de la incomprensión de su gran campeón y amigo Hermann Levy, que no comprende la Octava y le hace saber sus opiniones negativas a través de un amigo común, Joseph Schalk. Se hunde en la desesperación, todos los síntomas de su neurosis emergen de nuevo.
El médico le aconseja una temporada de reposo en Bad Kreuzen, el sanatorio donde ya había pasado una temporada veinte años antes. Nada de tocar el piano ni el órgano. Nada de componer. Nada de trabajar. Le receta, como en la primera ocasión, baños fríos, una dieta saludable, paseos y reposo. Su doctor en Bad Kreuzen se llama Fadinger. Nada de estudiar, le dice, nada de trabajar. Revisan su habitación, su mesa, su baúl, en busca del temible papel pautado. Sufre de un estado de tremenda excitación nerviosa a causa de la falta de reconocimiento de su obra. Tiene un enorme complejo de inferioridad. No es verdaderamente un solitario, puesto que le importa tanto la opinión de los otros. Es una nueva forma de neurosis. En el jardín del sanatorio, espanta a las señoras dedicándose a contar los botones de su vestido. Este hombre corpulento de cabecita de pájaro no puede apartar los ojos de la llamativa viuda Moser. Parece estar admirando su busto de una forma un tanto indecorosa, pero en realidad está contando botones. Oh, por favor, herr Bruckner, le dice ella, sintiéndose violenta. Y le manda a contar flores, a contar árboles, a contar vilanos. Así es como, una tarde, recibe una visita. Está sentado en un sillón de mimbre, disfrutando de la brisa fresca de la tarde, que trae aromas de saúco y de rosas mustias, cuando el desconocido se acerca a él, murmura su nombre con veneración y le pide permiso para sentarse a su lado. Claro, claro, musita él, siempre obsequioso, humilde y deseoso de agradar. ¿De qué nos conocemos?, pregunta con inseguridad. El desconocido afirma que en Viena todo el mundo conoce al señor compositor, al célebre organista, al improvisador incomparable, al profesor, al maestro de capilla. Él no sabe si creerle. Se siente halagado. Se siente ligeramente desconcertado. El desconocido le habla de su pasión por los números. Él sonríe con amargura. Oh, sí, dice. Los médicos le llaman «numeromanía». A mí al principio me parecía una diversión inocente, pero al parecer se trata de algo muy peligroso, le confiesa. ¿Peligroso por qué?, pregunta el desconocido. Le habla de Pitágoras, del número como realidad última de las cosas. Le pregunta (y ésta es la pregunta clave) si él sería capaz de hacer música a partir de los números. Él se siente inquieto. El señor profesor Fadinger le ha dicho que nada de trabajo, le ha prohibido incluso que tenga partituras o papel pautado en su cuarto. Nada, nada de música. El desconocido se presenta. Es el conde Balasz, un noble húngaro que sirvió al emperador en su juventud y en la actualidad se dedica (le dice) al estudio de la verdad. Con enorme respeto, le dice él, noble señor, le ruego que no olvide que la verdad sólo puede hallarse en Dios Nuestro Señor y en Jesucristo, su Hijo y Redentor nuestro. El conde Balasz ríe suavemente y le dice: sí, señor compositor, tiene usted toda la razón, por supuesto, pero ¿no ha pensado nunca que a lo mejor eso que llamamos «Dios» es, en realidad, algo compuesto de números? El conde Balasz no está alojado en el sanatorio: sus frecuentes visitas se deben a que su esposa, la princesa Wilarda Philarda, una mujer alta, morena y con un distintivo mostacho en el labio superior, ha sido internada a consecuencia de un colapso nervioso precedido por varios intentos de suicidio. La acompaña la hija de ambos, la señorita Delphine, una muchacha muy hermosa que se pasa el día escribiendo cartas y que, cuando cree que nadie la observa, habla a solas con alguien invisible, probablemente un hombre por su forma de reír y de ruborizarse y por la coquetería de sus gestos. Él la ha sorprendido haciéndolo en varias ocasiones. La ha visto sentada en una habitación vacía y hablando animadamente con alguien, y la ha visto en el paseo de alisos del río, recostada en el tronco de un aliso y abrazando a alguien que no estaba allí y levantándose la falda para tocarse entre los muslos. ¿Será la señorita Delphine la verdadera enferma? ¿O será la enfermedad de la señorita Delphine la más corriente entre las jóvenes de su edad? ¿Será una loca o simplemente una adolescente romántica? Le enternece su juventud y la limpidez de sus mejillas. Le enternece la belleza sobrenatural de sus muslos, los únicos que verá en su vida, la parte más íntima de una mujer que jamás contemplarán sus ojos. Piensa en declararle su amor y en pedirle que se case con ella, pero jamás se atrevería a imaginar un enlace con la nobleza. Todas las muchachas a las que pide en matrimonio son de origen humilde. El conde Balasz regresa al cabo de unos días, y los dos vuelven a hablar de música, de números y del misterio del universo. Dan un paseo por el parque. Los ojos de él se pierden en la visión de la fachada del edificio. ¿Cuántas ventanas hay en esta fachada?, pregunta de improviso el conde. Y él le dice, sin dudarlo, la cifra exacta. El conde le habla de la sucesión de Fibonacci, del misterio del número Pi, de la cuadratura del círculo, pero enseguida descubre que él apenas puede seguirle. No es un intelectual acostumbrado a debatir temas abstractos, no sabe nada de matemáticas y, lo que es peor, no siente el menor interés. Su afición por los números no es profunda ni cultivada, descubre el conde Balasz, es simplemente una manía. Pero el conde Balasz sabe también que es un genio, y que los genios tienen formas propias de resolver los problemas. A los genios les son permitidos los atajos. Son atajos logrados a cambio de un trabajo incesante y enloquecedor, pero atajos de todos modos. Le dice: señor compositor, yo también soy católico como usted, reverencio a nuestro Señor Jesucristo y soy la oveja más humilde del pastor de Roma. Pero es evidente que Dios está muy lejos de nosotros, y que no nos habla con el lenguaje que nos es común. Dios no se presenta ante nosotros en persona para aconsejarnos, ni nos escribe una carta en buen alemán para darnos consuelo. En los tiempos antiguos lo hacía, o al menos así nos dicen los textos sagrados. Pero señor compositor, dígame, ¿cuándo siente el señor compositor con más fuerza la presencia y la realidad de Dios? Oh, humildemente, su reverencia (dice él, que siempre es demasiado ceremonioso y se confunde con los cargos y tratamientos en su deseo obsequioso de mostrar respeto), cuando estoy interpretando al órgano, y también cuando paseo por los campos. El conde Balasz asiente: el lenguaje de la música, dice, y el lenguaje del mundo. ¿Lo ve, señor compositor? Dios no tiene lenguajes directos para hablar con nosotros debido a la diferencia de naturaleza que existe entre la suya y la nuestra. Por eso ha diseñado Dios diversos lenguajes: uno es la naturaleza, que nos rodea por doquier, el lenguaje de la luna y del sol, del poder del agua y de la tormenta, del renacimiento constante de los árboles y las flores. Ése es el más elemental, y está al alcance de todo el mundo. Otro es el lenguaje de la música. Todos sentimos que nos pone en comunicación con algo más grande que nosotros. Todos, hasta los ateos. Pero ¿qué tienen en común estos lenguajes? Los que estudian la música y los que estudian la naturaleza, todos acaban hablando de lo mismo: de números. Los números, señor compositor, son el verdadero lenguaje de Dios. Gracias a ellos podemos comprender todos los arcanos, los del mundo y los del hombre, los de la generación y los de la decadencia, los de la forma y el crecimiento. Gracias a los números podemos comprender todos los procesos que rigen nuestro mundo. Incluso nuestra propia alma se rige por los números. Leyes matemáticas rigen los movimientos de nuestras pasiones, la caída de los reyes, las revoluciones y las batallas, los rechazos y los afectos. La historia no es más que una consecuencia de leyes matemáticas, tanto como lo son el movimiento de las estrellas o las enfermedades que nos aquejan a lo largo de nuestra vida. Todo está regido por los números porque todo está regido por la Divina Providencia. Y decir que todo está regido por números es lo mismo que decir que todo está regido por música. Esto lo sabían los antiguos, señor compositor, aunque nosotros lo hemos olvidado. Oh, sí, ¡hemos olvidado tanto! Lo sabía Orfeo y lo sabía Pitágoras, su discípulo, y de ellos lo aprendió Platón. Lo sabía Dante y lo sabía Goethe, que fue el último sabio de la antigüedad y el primero de la edad moderna. Pero él ya está aturdido. Se siente halagado por las atenciones de este señor sabio y sofisticado, no está acostumbrado a ser tratado como un igual por los grandes de la tierra, pero al mismo tiempo no sabe qué hacer con esta información, ni cómo reaccionar ante lo que le dicen. De modo que reacciona de la única forma que sabe hacerlo. Me pongo humildemente a su disposición, su reverencia eminente, le dice. ¿De qué modo puede serle de ayuda este pobre servidor de Nuestro Señor? El conde Balasz sonríe interiormente. Herr Bruckner, le dice, le necesitamos. Estamos buscando algo, un lugar sagrado, y no tenemos forma de encontrarlo. ¿Estamos?, se asusta él. Imaginando sociedades secretas. Imaginando conspiraciones. El conde Balasz se presenta como miembro de la sociedad creada en el siglo XVI por Christian Rosenkreutz, cuyo cuerpo se mantiene incorrupto. Él mismo lo ha visto, la sonrisa dulce del fundador, las manos cruzadas sobre el pecho sosteniendo entre los dedos una rosa blanca que tampoco sufre corrupción. Él se siente inquieto. Teme al diablo. Tiene el temor supersticioso del aldeano a todo lo que no sea la Santa cruz. Pero nosotros seguimos a la cruz, somos cristianos, herr Bruckner. La Santa Iglesia Apostólica jamás ha tenido nada que decir contra nosotros. No somos herejes. Somos hombres de ciencia, herr Bruckner. Buscamos a Dios por otros modos. Y sabemos que hay un lugar en el mundo, un lugar santo, pero no sabemos cómo llegar a ese lugar. Queremos que usted nos ayude. ¿Yo?, dice él asombrado, mareado, al borde del colapso nervioso. ¿Por qué yo? Yo no sé nada, eminencia. No sé nada. Si desean un músico sabio, ¿por qué no se dirigen a herr Liszt, o a herr Wagner? Ellos son las verdaderas luminarias de nuestra época. Ya lo hicimos, dice el conde Balasz, en su tiempo. Vamos por el mundo buscando, hollamos muchos caminos, llamamos a muchas puertas. Buscamos, herr Bruckner, el lugar de la resurrección. Sabemos, por ciertos papiros antiguos, que hay un jardín en el mundo donde es posible el encuentro con el Salvador. Lo llamamos el jardín de la Rosa Blanca, porque el que logra entrar allí y se ha purificado lo suficiente logra ver en los aires la corola de una rosa espiritual. Esta rosa desciende sobre la cabeza en forma de halo de santidad y trae consigo la bendición de Dios. El que recibe la luz de la Rosa Blanca se transforma interiormente, ve transformada toda la oscuridad de su interior en luz. Toda su impureza se quema, transubstanciada, y el así tocado comienza a vivir una nueva forma de vida. Ser tocado por la rosa quiere decir morir y renacer. Morir a lo antiguo y renacer en una criatura nueva. Es el Salvador el que nace entonces en el lecho del corazón. Es Cristo el que nace en nosotros. El así tocado se transforma en sabiduría y en luz, y su vida a partir de entonces es una vida de servicio a los demás. Adquiere nuevos poderes. Es capaz de remontarse sobre las limitaciones actuales del hombre, igual que el águila se remonta hasta las nubes.
No, herr Bruckner, no le estoy hablando de nada «místico» en el sentido habitual. Lo que quiero decir es que todas las cosas de este mundo existen no sólo en las tres dimensiones del espacio, sino en muchas otras dimensiones. De acuerdo con nuestros cálculos, producto de años de trabajo exhaustivo, existen diez dimensiones del espacio. Esto quiere decir que nosotros existimos ahora mismo, aquí mismo, de formas que nuestra razón no puede comprender. Cuando hablamos del alma, de las visiones, de los fantasmas, de los silfos, de la intuición, de las premoniciones, estamos haciendo referencia, en realidad, a esas dimensiones que forman parte de nuestra realidad y nos son desconocidas. Los sueños y el arte también tienen que ver con esas dimensiones. Lo que llamamos «imaginación» y esas coincidencias asombrosas que nos rodean continuamente, y que normalmente no percibimos por falta de atención, no son sino el eco de esas dimensiones escondidas. Lo que llamamos «mística» no es sino otra forma de matemáticas, herr Bruckner. Las leyes de la física de Sir Isaac Newton son falsas. Es decir: son incompletas. Son, con respecto a la realidad de las diez dimensiones, como el dibujo de una flor con respecto a la flor.
Pero déjeme hablarle de la décima dimensión, herr Bruckner, que es de las diez la más importante. Es muy pequeña. Es como un grano de mostaza en mitad del universo. Es como un punto infinitamente pequeño. Pero dentro de este punto infinitamente pequeño está todo. A esa décima dimensión la llamamos la Rosa Blanca.
Son muchos los que son tocados por la Rosa lejanamente, quizá en algún momento de su infancia, quizá porque han tenido la suerte de pasar por el jardín inadvertidamente, quizá por sus obras o por la pureza de su corazón. Yo creo, herr Bruckner, que usted es uno de ellos. ¿Yo?, dice él asombrado. Y le pregunta a su extraordinario amigo qué le mueve a pensar así. Oh, es muy sencillo, dice el otro sonriendo. Basta con oír su música, herr Bruckner. Basta con oír su música para saber que usted ya ha estado allí. Por eso deseamos que usted nos explique. Queremos que nos explique dónde está ese lugar, herr Bruckner. Y le daremos a cambio cualquier cosa que quiera. Oh, yo no deseo nada, miente él. Sí, sí, todos los hombres desean algo, dice el conde. Dígame cuál es el supremo deseo de su corazón. Sea alto o bajo, grande o pequeño, no importa. Dígame qué es lo que desea más que cualquier otra cosa en el mundo. Bruckner suspira profundamente. No se atreve a confesarlo. No se atreve a decir en voz alta su deseo. Cree que desilusionará a su amigo, el gran filósofo, el alquimista, el místico, el matemático. Le admira tanto que no se atreve a pedir lo que en verdad desea. Que Hanslick, el crítico de música vienés, deje de meterse con él. Éste es su deseo. Que Hanslick deje de escribir barbaridades contra su música. No dice nada, le da vergüenza hablar de Hanslick con ese hombre tan culto y tan elegante, y su pequeño silencio se une al gran silencio del mundo. Y el silencio del mundo les envuelve a los dos, igual que la brisa que desciende de las montañas. Y pasa el tiempo. Los barcos cruzan el mar. Las sombras de las nubes atraviesan los campos de trigo. Los años agostan los robles y manchan de verdín las estatuas. Luego Bruckner muere. Luego el conde Balasz muere. Luego muere la señorita Delphine, que ha tenido un hijo en secreto aunque nadie sabe quién es el padre. Pasa el tiempo. Reverdecen los olmos. Las cigüeñas regresan a los campanarios. Los saúcos negros se ponen en flor. Los campesinos arrancan ramos de saúco para colocarlos sobre los caballos y espantar las moscas. Al atardecer, la abuela Liese hierve hojas en infusión. Llega el otoño y el abuelo recolecta las bayas para hacer licor. En la médula del árbol se guarda el secreto de todas las cosas, el misterio, el silencio profundo y aterrador. Nadie lo sabe, pero dentro del saúco hay una mujer vieja que cuenta cosas en sueños. Y dentro de uno de esos sueños vivimos nosotros.