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¿Estamos enfermos sin saberlo?

A la mañana siguiente, nos despertaron a gritos, nos desataron las manos (esa primera noche usaron cuerdas, pero a partir de entonces usaban cadenas, largas cadenas con grilletes para tobillos y muñecas) y nos hicieron salir a la entrada del templo, cuyas largas escalinatas de piedra eran su lugar habitual de descanso y tertulia y también el sitio donde comían. A la luz del día se confirmó lo que yo había creído entrever la noche anterior. El conjunto de templos estaba rodeado por un muro de piedra abierto a intervalos por esas grandes puertas ornamentales llamadas toranas, aunque el muro estaba caído en su mayor parte y las piedras talladas de las toranas se veían hundidas aquí y allá entre las plantas. Sólo quedaba en pie la que estaba justo frente a nosotros y por la que habíamos entrado la noche anterior. A la luz transparente de la mañana, con rizos de niebla todavía entre la vegetación de la selva, de la cual brotaban las sikharas parecidas a mazorcas de maíz y amalakas bulbiformes y las sombrillas de piedra que coronaban las otras construcciones, los templos me parecieron aún más bellos y misteriosos que la noche de nuestra llegada, cuando mi visión había estado velada por la lluvia, la oscuridad y el agotamiento. Después de la noche pasada en el interior asfixiante y maloliente del templo, poder sentarnos en el exterior para disfrutar de la frescura de la mañana y contemplar aquellas torres encantadoras surgiendo de la niebla era un placer como pocos que yo recordara haber sentido. Nos dieron tubérculos hervidos y tortas de harina de mandioca para desayunar. Estaba todo duro y correoso, y había que concentrarse en la idea de que lo que mascábamos contenía elementos necesarios para el funcionamiento del organismo para no escupirlo con asco.

Ventimiglia apareció con una maleta de cuero en cuyo interior, según pude ver, guardaba cientos de ampollas de vidrio color ámbar, esas ampollas con tapón de goma butílica y sello de aluminio que se usan para las inyecciones, y le entregó una ampolla a Estrella Roja, que tenía una jeringuilla guardada en un autoclave metálico. Enseguida comenzaron las inoculaciones. Estrella Roja iba extrayendo dosis de la ampolla ambarina e inyectándosela a los guerrilleros uno por uno. Suponían que nosotros sabíamos de qué se trataba, y se extrañaron cuando nos negamos a ser inoculados. Nos creían miembros del SIAR, una palabra que oíamos entonces por primera vez y que no entendíamos, aunque más tarde recordamos haber visto esas siglas escritas en las barandillas de estaño de la autopista. También nos llamaron con desdén «hombres de Abraham», y se reían cuando les preguntábamos quién era Abraham. Abraham Lewellyn, nos decían. Ahora no sabéis quién es Abraham Lewellyn. No se creían que no supiéramos quién era aquel Abraham Lewellyn del que hablaban con odio y desprecio pero también con miedo.

—Es la vacuna —dijo Estrella Roja cuando Joseph le preguntó qué era aquello que se inoculaban.

—¿Qué clase de vacuna? —preguntó Joseph—. ¿Contra qué os inmuniza esa vacuna? No existe ninguna vacuna que tenga que ser administrada diariamente. Parece más bien un antídoto.

—Llámale como quieras, doctor —dijo Estrella Roja con sorna—. Pero ya sabes qué pasará si dejáis de inyectaros.

—No, no lo sé —dijo Joseph—. Explícamelo.

Ventimiglia se acercó a él, descendiendo lentamente por los escalones hasta quedar frente al rostro de Joseph, y se le quedó mirando. Iba fuertemente armado, como todos ellos, y al verle frente a Joseph con los brazos en jarras, por un momento pensé que le iba a dar un par de bofetones o quizá que se iba a abalanzar sobre él. Joseph le miraba de hito en hito sin dejar de masticar su torta de harina de mandioca. Sin embargo Ventimiglia no le golpeó, sino que comenzó a explicar, en un inglés tan pésimo como el de Zacarías, que en aquella isla se habían hecho tiempo atrás experimentos de guerra biológica y que ciertas zonas estaban peligrosamente infectadas con una bacteria que producía una enfermedad degenerativa del sistema nervioso.

—¿Es que no lo sabéis? —preguntó Ventimiglia—. ¿Cómo coño no lo sabéis?

Joseph seguía masticando su torta de harina de mandioca y mirándole a los ojos sin decir nada. Ya les habíamos explicado varias veces que éramos náufragos, que habíamos caído del cielo en un avión que se había estrellado en el mar frente a la isla, pero no nos creían. Tampoco nos creían cuando les decíamos que no éramos miembros del SIAR, que no conocíamos de nada a aquel Abraham Lewellyn del que hablaban y que ni siquiera sabíamos lo que era el SIAR.

—¿Nunca os habéis puesto la vacuna? —preguntó entonces Ventimiglia acercándose a Joseph y cogiéndole los brazos en busca de marcas.

Los otros guerrilleros hacían lo mismo con nosotros, nos miraban los brazos y las piernas en busca de marcas, y dos de ellos aprovecharon para ponerse a tocar a Sheila por todas partes. La muchachita se defendió a codazos y les cubrió de insultos. Ellos se reían. Luego la dejaron en paz.

Ventimiglia quiso saber cuánto tiempo llevábamos en la isla, y al enterarse de que llevábamos casi un mes y que en todo ese tiempo no nos habíamos puesto la «vacuna» ni una vez, pareció preocupado.

—¿No os han hablado de la enfermedad? —dijo entonces—. Si lleváis un mes sin vacuna debéis estar todos enfermos. Guerra bacteriológica. Se trata de eso. Se hizo un experimento en esta isla hace doce años, pero la bacteria sigue activa. Se contagia por el aire, y afecta a los seres humanos y a los mamíferos grandes. Los primeros síntomas son las alucinaciones auditivas y visuales. Uno empieza a oír cosas, a oír voces dentro de la cabeza, voces que le hablan alrededor. Uno empieza a ver cosas extrañas. Personas que hace tiempo que no veía, personas que han muerto, seres fantásticos, un elefante azul. Uno puede encontrarse, por ejemplo, con su abuelo muerto hace años, y hablar con él durante largo rato. Las alucinaciones son muy reales. Primero sólo son voces que se oyen y cosas que se ven, luego se hacen cada vez más reales. Luego se hacen cada vez más terroríficas. Animales grandes que atacan. Seres monstruosos.

Nosotros evitábamos mirarnos unos a otros. Ventimiglia quedó en silencio. Todos los guerrilleros se habían vuelto a mirar hacia arriba, hacia la entrada del templo. Zacarías, su líder, había aparecido en lo alto de las escalinatas, surgiendo del templo con la camisa y los pantalones desabrochados. Solveig, una muchacha negra muy atractiva, estaba a su lado, completamente desnuda y con las botas puestas. Era corriente que alguno de ellos estuviera siempre desnudo. Como lo hacían todo en común, no se ocultaban ni para defecar, ni para fornicar. Todos reconocieron la presencia de su líder de algún modo, saludándole, volviéndose a mirarle o incorporándose ligeramente. Creo que Solveig se sentía orgullosa de haber sido elegida esa noche, y que por eso no se había molestado en vestirse. Quería pavonearse frente a las otras.

—Es una enfermedad cuyo objeto es asustar y desorientar al enemigo —dijo entonces Zacarías, continuando con las palabras de su correligionario mientras se abrochaba la camisa y se subía los tirantes—. La enfermedad ataca directamente al cerebro y empieza a destruir el sistema nervioso. Primero hay alucinaciones. Luego las alucinaciones se hacen tan reales que los afectados se vuelven paranoicos y empiezan a atacarse y a matarse unos a otros. Cuando la enfermedad se extiende, hay que encerrar al enfermo en una celda y luego atarle a una cama y ponerle un freno en los dientes para que no se haga daño. Ahora el enfermo se mordería a sí mismo, se arrancaría trozos de su propia carne con los dientes, y está gritando continuamente como un animal rabioso. Lo único que queda es acabar con él inyectándole un poco de aire en el corazón. Si no se contiene con la vacuna, no tiene cura.

Mis compañeros y yo evitábamos mirarnos unos a otros.

—Decid —continuó Ventimiglia mirándonos de uno en uno con un gesto de aprensión y quizá de miedo que me sorprendió—. Decid, ¿alguno de vosotros ha tenido alucinaciones? ¿Habéis visto cosas raras? ¿Animales extraños que os persiguen? ¿Cosas imposibles? ¿Un antiguo familiar que aparece de pronto? ¿Habéis oído voces? ¿Voces que os hablan y dicen vuestro nombre?

Dios mío, ¿cuánto terror puede sentir una persona? Ventimiglia estaba describiendo exactamente lo que nos venía sucediendo a todos desde que llegamos a la isla. De pronto, todo quedaba explicado, y de la forma más simple y brutal. Los ataques de manadas de lobos gigantes, el gran Hombre Azul de trescientos metros de alto que lanzaba rayos desde la frente, el platillo volante deslizándose sobre las palmeras, la capibara con el lacito azul al cuello y el antiguo jardín de mi infancia, la Pradera en la que jugaba cuando era niño, que aparecía al fondo de un túnel abierto en la montaña, las piedras que flotaban en el aire… Sin embargo las piedras antigravitatorias, como las había llamado Christian, no eran ninguna alucinación. Los falsos salvajes habían registrado nuestras mochilas y también los guerrilleros, las habían encontrado allí y no les habían dado importancia. Al sacarlas de las mochilas, las piedras seguían quedándose inmóviles en mitad del aire.

Los guerrilleros no iban a permitir que no nos inyectáramos la llamada «vacuna», de modo que nos resignamos a que Joseph nos pusiera una dosis a cada uno, aunque exigió que le permitieran hervir la aguja después de cada inoculación. Les divirtió tanta delicadeza pero, por fortuna, le permitieron hacerlo. Más tarde Joseph nos explicó que lo que había en las ampollas no era ninguna vacuna sino simplemente clorpromazina clorhidrato, es decir, Thorazine, un fármaco antipsicótico utilizado para combatir la esquizofrenia y otras afecciones mentales. La clorpromazina actúa en varios receptores del sistema nervioso central y produce efectos anticolinérgicos, antidopaminérgicos, antihistamínicos y antiandrogénicos, y es además un ansiolítico. Nos explicó además que los efectos secundarios eran la hipotensión, el adormecimiento y el estreñimiento, y que podía producir también un síntoma conocido como «akathisia», un estado de inquietud constante en el que el paciente camina continuamente aunque apenas tenga espacio para hacerlo. La clorpromazina clorhidrato se utiliza para prevenir los episodios psicóticos, entre los cuales pueden estar la audición de voces en el interior de la cabeza y las alucinaciones. Yo recordé haber leído tiempo atrás en un artículo de The New Yorker, una revista a la que estuve suscrito durante una temporada, que en los campos de concentración del Gulag soviético se había empleado esa sustancia para evitar que los reclusos soñaran, ya que uno de sus efectos es también el de anular la actividad onírica. Joseph me dijo que no conocía esos datos.

La vida de cautividad es, sobre todo, aburrida. Ahora teníamos tiempo para hablar y reflexionar. En las horas muertas y cuando no estábamos siendo sometidos a interminables sesiones de «reeducación política», especulábamos sobre nuestra situación e intentábamos imaginar qué diablos era aquella isla y qué era el SIAR. Los más devotos de las teorías conspirativas, Santiago y Christian, elaboraron toda clase de hipótesis: que el SIAR era una organización terrorista; que era, por el contrario, una agencia paragubernamental, un brazo secreto de la CIA que utilizaba aquella isla como lugar de entrenamiento de terroristas; que aquella isla era una especie de «prisión secreta» o incluso que se trataba de una isla-cárcel donde se encerraba a delincuentes peligrosos o psicóticos, o quizá incluso una cárcel psiquiátrica de alta seguridad; que la isla, en fin, era un campo de experimentación de armas químicas o bacteriológicas.

—Es lógico, tío —decía Santiago—. Ahora todo encaja, tío. Tienen islas así en el Pacífico y también en el Índico. Todos lo sabemos. Lugares donde hacen experimentos, cárceles secretas.

—Jack tiene razón —decía Christian—. Todos sabemos que los gringos tienen centros de detención y de tortura en muchos lugares del mundo. Tienen cárceles secretas en barcos que navegan siempre por aguas internacionales y en islas que no pertenecen al territorio de los Estados Unidos, donde pueden saltarse las leyes como quieren.

—¡Todo encaja, tíos! —decía Santiago—. Eso es lo que ha pasado. Lo que jamás debía suceder, ha sucedido. Y nos ha sucedido a nosotros, tíos. Ha habido un accidente, algo que nunca debió suceder. Nuestro avión se estrelló y vino a caer, precisamente, en esta isla. Hemos caído en un lugar del que nadie sabe, un lugar del que se supone que nadie debería saber. Aquí están pasando cosas raras, experimentos ilegales, cosas superchungas, mierda de lo más rara, la mierda más rara que te puedas imaginar, y por eso nadie va a rescatarnos nunca y lo que harán con nosotros más bien es liquidarnos para que no contemos lo que hemos visto. La hemos cagado, tíos, la hemos cagado big time. Nadie sabe que estamos aquí porque nadie sabe que existe este lugar, porque este lugar oficialmente no existe. Nadie puede rescatarnos, y los únicos que saben que existe este lugar y que saben cómo llegar aquí, que son los tíos del ejército, jamás permitirán que salgamos de aquí y contemos lo que hemos visto. O sea que, sea como sea, estamos condenados. Desde el momento en que llegamos estábamos condenados, porque nada más llegar a la isla los cabrones que viven aquí se infiltraron entre nosotros y no han acabado con nosotros simplemente porque somos muchos y porque a nadie le apetece hacer una matanza de niños y de mujeres y de familias y de ancianos, eso no es una cosa que pueda hacerse fríamente, ni siquiera todos estos cabrones que hay en esta isla son capaces de hacer una cosa así fríamente. Pero estamos condenados, eso lo sé. Acabarán por encerrarnos a todos, o nos meterán a todos en un barco cárcel y terminaremos nuestros días en una celda cruzando el Pacífico de un lado a otro. Un crucero de placer sin ticket de vuelta.

Durante nuestra estancia con los guerrilleros nos inyectábamos torazina todos los días. Según nos explicaron, no todas las zonas de la isla estaban igual de contaminadas con la bacteria. Las zonas peores eran las más bajas, los valles y la costa. Les preguntamos que por qué no se iban entonces a vivir a las zonas altas, pero no eran personas inclinadas a dar explicaciones de sus actos.

Brilla, mar del Edén
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