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Historia de Wade

Éstas son las voces de unos cuantos hombres cansados, agotados y hambrientos, metidos en una habitación de piedra dentro de un templo de piedra, en medio de la oscuridad. El hedor es tan intenso que sólo puede provenir de un cadáver. Pero si hay un cadáver, ¿dónde está? Todo el lugar huele a muerte, no sólo a orina y a heces, sino también a corrupción, como si en algún lugar hubiera cuerpos muertos amontonados. ¿Cuerpos de animales? ¿Cuerpos humanos? La estancia está en la oscuridad más absoluta, y en medio de la oscuridad, Christian resplandece envuelto en un fulgor dorado. Gracias a él nos vemos débilmente unos a otros. Cuando los guerrilleros se callan, cuando dejan de gritar, de cantar, de jurar, de fornicar, sigue sonando el silencio delicado de la selva, el grito lejano de un pájaro. Parece el grito de la muerte. Parece el grito de la soledad. Luego se oyen explosiones lejanas, o algo parecido a explosiones, y me doy cuenta de que ya he oído esas explosiones antes, quizá en sueños, pero que sólo ahora, aquí dentro de este templo y siendo un cautivo, me he detenido a reflexionar en lo que oía. Estamos todos encadenados de pies y manos en la oscuridad. De día nos tienen libres, pero por la noche nos atan con esposas y con cadenas. Hubiera sido más cómodo que tuvieran una verdadera celda con una puerta que pudiera cerrarse. Tener que dormir con estos hierros en las muñecas y los tobillos es una tortura más que añadir a nuestros muchos sufrimientos.

—Hace tiempo que quería preguntarte algo, Wade —dije una de esas noches. Creo que fue la segunda noche de nuestra cautividad, la primera noche que nos pusieron cadenas y estábamos todos aterrados y ninguno de nosotros podía dormir.

—Tú dirás, John.

—Desde el primer momento… desde que llegamos a la isla… todos estábamos asustados, llorando, angustiados, pero tú estabas sonriendo. En el avión, justo después del accidente, todo el mundo gritaba, pero tú estabas tranquilo. Tranquilo, sereno, sonriente como un dios… ¿Por qué, Wade? Y luego, más tarde, al llegar a la isla, y al terminar de llevar a los supervivientes, al intentar ayudar a los heridos… todos estábamos asustados, nerviosos, pero tú estabas tranquilo, tú sonreías… Tú parecías feliz, Wade. ¿Por qué? ¿Tú sabías que íbamos a venir a este lugar? ¿Tú conocías la existencia de esta isla? ¿Era aquí precisamente donde venías? ¿Cogiste el avión en Los Angeles no para ir a Singapur, ni a la India, ni a ningún otros sitio, sino a esta isla?

—John, John, John —dijo Wade riendo—. Para un poco la imaginación. Claro que no conocía esta isla. Por supuesto que no venía aquí. ¿Cómo se te ocurre?

—Hemos sido traicionados antes —dije—. Primero George, el niño de Lizzie, los otros niños, luego Gwen… ¿Eres tú también un traidor? ¿Eres uno de ellos?

—Joder, tío —oí rezongar a Santiago—. Wade no es un traidor. Wade es un tío de puta madre.

—Todo es posible, ¿no creéis? —dije yo—. Joseph, Christian, Sheila, Jack, pensad en ello. Siempre está contento, siempre está sonriente, se mueve por esta isla como por su casa, sabe hacer todo lo necesario, cortar un coco, seguir un rastro, fabricar una camilla, poner una trampa. Fue él quien encontró agua. Fue él quien encontró la torre de comunicación. Fue él quien encontró la desembocadura del río donde pusimos el campamento. Cuando nos metimos en la selva, necesitábamos un machete y de pronto apareció un machete clavado en un árbol. ¿No os parece mucha casualidad? Él encontró a los salvajes caminando por el valle con los niños. ¡Qué suerte! ¿Cómo pudo descubrirlos con unos prismáticos y a esa distancia si no es que sabía exactamente dónde mirar? Todo para que viéramos que tenían a los niños, que probablemente eran unos niños falsos, y para que nos tragáramos el cuento de que en la isla había caníbales.

Los otros quedaron en silencio.

—Creo que nada de eso era casualidad —seguí diciendo—. Creo que eres uno de ellos, Wade. Creo que probablemente eres su líder. Creo que tu verdadero nombre es Abraham Lewellyn. Creo que te diviertes moviendo los hilos de tu pequeño mundo, haciéndonos jugar a todos como marionetas. Creo que tú mismo te sorprendiste cuando Gwen levantó la pistola y me disparó. ¿O a lo mejor estaba todo planeado para que sucediera así? No, no, creo que no, creo que eso te sorprendió… pero ése debe de ser el mayor placer de ser un pequeño dios, ¿no? El placer de la sorpresa. Que tus propias criaturas tomen decisiones por sí mismas…

—Pero él venía en el avión, John —dijo Joseph—. Estás diciendo cosas raras.

—¿Qué coño pasa aquí, Wade? ¿Qué queréis de nosotros? —le pregunté—. Dime, ¿cuál es el plan? ¿Quién eres? ¿Eres Abraham Lewellyn?

—Tranquilízate, John —dijo Wade—. No grites, no despiertes a esos chiflados. Estás equivocado. Yo no soy «uno de ellos», como tú dices. Yo llegué a este lugar igual que tú, y jamás había oído hablar de este lugar antes de caer aquí. Pero te contaré mi historia. Es algo que debería haber hecho mucho antes. Pero nunca parecía el momento adecuado. Te contaré mi historia. Creo que todos deberíamos hacerlo. Creo que sería bueno que todos conociéramos la vida de los otros, porque me da la impresión de que vamos a pasar mucho tiempo en este lugar, y sería bueno que nos conociéramos mejor unos a otros. Pero también porque sabiendo quiénes somos y qué ha pasado en nuestra vida anterior podremos, quizá, descubrir qué estamos haciendo aquí. Encontrar el hilo que lo unifica todo. No sé si me explico. Encontrar qué es eso que tenemos todos en común, la razón de que seamos nosotros, precisamente nosotros, los que hemos caído en esta isla.

—La razón es sencilla, Wade —dijo Joseph—. La razón es que no hay razón. La razón es que íbamos todos en aquel avión y el avión sufrió una avería y se cayó al mar.

—Ya hemos hablado antes de esto —dijo Wade, y aunque yo no podía ver su rostro, sentía la sonrisa en su voz y en sus ojos—. Yo nací en Indiana. Mi padre se llamaba Raymond Erickson, y era de ascendencia irlandesa y sueca. Mi madre se llamaba Pearl y era alemana, irlandesa y native american. Nos abandonó a mi padre y a mí cuando yo tenía cinco años, de modo que no tengo ningún recuerdo de ella. Mi padre era mecánico de coches, y uno muy bueno, además. Tenía un taller en Hammerstown, un villorrio del valle del Wabash, en el condado de Gibson, Indiana, donde la vida era tan agradable como puede serlo. Vivíamos los dos solos, y vivíamos como salvajes. A mi padre le gustaban todas las cosas que se supone que deben gustarle a un hombre. Le gustaba la caza, las armas, las navajas, le gustaba un buen bourbon de Kentucky, le gustaba cantar, le gustaba pelear y darse de puñetazos con otro tipo tan imbécil como él a la salida de un bar, un viernes por la noche, mientras su hijo le esperaba en casa, le gustaban las mujeres, especialmente las de color, lo cual sólo le traía problemas, porque en aquellos años no estaba bien visto que un blanco saliera con una African American. Cuando conoció a Ogunde y la trajo a vivir con nosotros, su vida se normalizó un poco, y desaparecieron las peleas y las borracheras, aunque muchos de sus amigos, que eran white supremacists, la basura más grande que ha existido en este mundo, no comprendieron cómo podía meter en su casa a aquella mujer y cortaron con él e incluso nos amenazaban a veces y nos rompían cristales a pedradas. Sus hijos, que eran basura igual que ellos, se reían de mí en el colegio y me decían que ahora tenía una mammy que era una spook. Tuve que emplear los puños a menudo, y a pesar de que era alto y sabía pelear a veces era derrotado. Tampoco entiendo cómo mi padre podía juntarse con aquella escoria racista con la atracción que sentía por las mujeres de razas oscuras. Mi madre, a la que entonces sólo conocía por unas fotos que mi padre tenía escondidas en un cajón de su despacho y que descubrí un día por casualidad, tenía sólo una cuarta parte de sangre india, pero era muy morena, alta y atlética y con la nariz y los labios y los ojos rasgados típicos de los navajos. Y ahora Ogunde. Era una muchacha de sólo veinte años que venía de Georgia y había tenido trabajos en el límite de lo que uno podría considerar una existencia normal. Había sido camarera y bailarina y había trabajado también en esos locales en que los clientes pagan por charlar con las chicas. Tenía un cuerpo espectacular, y yo siempre pensé (aunque las razones de que pensara tal cosa hoy en día no están claras para mí) que mi padre la había conocido una noche de farra en un strip club de carretera de las afueras de Hammerstown que se llamaba The Pink Crocodile y que era el sueño de todos los adolescentes del condado. Se contaban toda clase de cosas sobre The Pink Crocodile y las mujeres que había allí y las cosas que uno podía hacerles a las mujeres que había allí, pero todavía no teníamos la edad y no se nos permitía entrar. Todavía hoy en día no estoy seguro de que Ogunde fuera realmente una de las bailarinas de The Pink Crocodile, aunque por su aspecto y por su tipo muy bien podría haberlo sido. Era muy simpática, muy guapa y tenía un cuerpo precioso. Poseía la piel más oscura que he visto jamás, satinada y aceitosa y oscura como el petróleo, oscura como la madera de ébano más oscura, tan oscura que cuando estaba desnuda en una habitación con la luz apagada lo único que se veía de ella eran sus dientes y el blanco de sus ojos.

Yo era un adolescente con la sangre revuelta, y Ogunde tenía la mala costumbre de andar medio desnuda por la casa. A veces bromeábamos y jugábamos y nos peleábamos como dos chiquillos. Yo era entonces muy inocente, y creo que esos juegos eran inocentes también. Mi padre tuvo que ir a Evanstown a comprar unas piezas y luego nos llamó desde allí y dijo que pasaría allí la noche, y Ogunde y yo decidimos pasar el día juntos e irnos al río Wabash. Hicimos unos emparedados y nos fuimos en el Buick de mi padre. Tenía este Buick de segunda mano, un magnífico Skylark del 53 que era su posesión más preciada, y además el pick up truck, que era el que usaba siempre. De modo que metimos la comida y unas sodas en el coche y nos fuimos hasta Janycen Town, tres millas río arriba, donde había una playa solitaria y una isla en medio del río, una isla llena de robles que en la región era conocida como «la Isla de las Cabezas Cortadas» no sé muy bien por qué. No teníamos bañador. Ogunde se quitó la ropa y se quedó en bragas y en sujetador, y así se metió en el agua, y yo hice lo mismo, y el agua del río estaba muy fría, mucho más de lo que uno podría imaginar. Luego nadamos hasta la Isla de las Cabezas Cortadas y nos encontramos con la fuerza majestuosa del río. La corriente no era tan vehemente en la orilla y, además, ¿quién podría imaginar que un río tan ancho tuviera la fuerza de un torrente? Pero en el centro del río, la corriente nos arrastraba irremisiblemente hacia el sur, y tuvimos que emplear toda la destreza de nuestros músculos para llegar a la isla. Cuando conseguimos alcanzarla estábamos los dos jadeantes y nos tumbamos en la hierba a descansar. Recuerdo que había una especie de felicidad en el hecho de estar en una isla, aunque fuera una pequeña isla fluvial. Un hombre se siente un rey cuando está en una isla. No recuerdo un día más feliz en toda mi vida. Allí tumbados sobre la hierba, sintiendo la caricia del sol sobre la piel helada, mirando el paso de las nubes por encima de nosotros. Eran nubes inmensas aquellas nubes de fines del verano en Indiana, nubes como barcos de vela. A mí me recordaban a esos barcos que tenían los españoles y con los que cruzaron el Atlántico. Había un silencio maravilloso aquel final del verano en Indiana. Sólo se oía el rumor del río Wabash y el viento entre las hojas de los robles y el canto de los pájaros. El Buick rojo cereza estaba en la orilla, a la sombra de un roble. Supongo que me puse a mirarlo porque me daba vergüenza mirar a Ogunde, que estaba tendida a mi lado en la hierba. Yo olía con toda claridad el olor de su carne y de su piel por encima del olor del río y de los robles, y aquel olor a mujer adulta, brava y sana, se me clavaba como un cuchillo. Me daba vergüenza mirarla, porque sus blancas prendas mojadas se transparentaban mostrando con toda claridad sus pezones negros y su vello púbico. De pronto pensé que lo que estábamos haciendo estaba mal, y que si mi padre se enteraba nos azotaría a los dos con su correa. Él jamás me había azotado, aunque en un par de ocasiones me había amenazado con hacerlo, y había empezado incluso a desabrocharse el cinturón. Pero en esta ocasión, al ver a Ogunde prácticamente desnuda a mi lado y ver cómo ella se reía al ver la vergüenza que me daba verla así, tuve la sensación de que si mi padre estuviera allí se habría quitado la correa al instante y nos habría azotado a los dos hasta cansarse. Regresamos a la orilla, nos secamos, nos vestimos y comimos nuestros emparedados y bebimos nuestras sodas. Luego sacamos las cañas de pescar y lanzamos el sedal. Sólo pescamos un róbalo, y no muy grande, pero la diversión era la misma. Regresamos al atardecer, pero antes de llegar a casa, Ogunde me propuso que nos fuéramos al cine. Era una idea insólita, y a mí me hubiera dado mucha vergüenza ir al cine con ella, no sólo porque era una adulta, sino porque era una adulta negra. Pero ella insistió. Dijo que podríamos ir a un drive in que había en Rowland, unas cuatro millas valle abajo, de modo que allá que nos fuimos. Yo pensaba que estaríamos los dos metidos en el coche y que nadie nos vería, y eso me tranquilizaba un tanto. De modo que llegamos a Rowland, nos metimos en el drive in y vimos una película de ciencia ficción muy estúpida llena de monstruos verdes y de naves espaciales. En vez mirar la pantalla, yo me dediqué a mirar a Ogunde. Tenía los labios curvados hacia fuera, labios como los pétalos de una flor, labios hechos para besar y para ser besados. Tenía las pestañas espesas, negras y curvadas, y los ojos más bonitos que he visto jamás. Cuando sonreía, se le ponían hoyuelos a ambos lados de la boca. Le puse la mano en la rodilla y ella la apartó de allí. Le puse la mano en el vientre y ella la apartó de allí. Le puse la mano en el pecho y la apartó de allí. Luego le puse la mano entre las piernas. Ella llevaba jeans, ropa de faena, y a través de la gruesa tela no era mucho lo que ninguno de los dos pudiéramos sentir. Pero ella apretó los muslos, como para mantener allí atrapada mi mano y evitar que siguiera poniéndola aquí y allá, y así estuvimos un largo rato. Al cabo de un rato yo comencé a sentir sus latidos en la palma de mi mano. Era como si su corazón estuviera allí, entre sus muslos. Esa noche nos hicimos amantes, y a partir de entonces nos acostábamos juntos siempre que podíamos.

Mi padre nos sorprendió una tarde en que regresó pronto del taller, y nos dio una paliza a los dos. Es decir, más bien le dio una paliza a Ogunde, aunque yo recibí casi todos los golpes al intentar defenderla. Tenía miedo de que el viejo la matara con sus puños, miedo por ella, y por el viejo, y por mí. Miedo de que la matara y a él le mandaran a la cárcel y yo me quedara solo en el mundo. Acabamos todos en la mesa de la cocina, bebiendo bourbon, mi padre con la nariz ensangrentada, Ogunde con un labio roto y los dos ojos hinchados y yo con dos dientes menos. Mi padre decía que le habíamos traicionado y que tenía derecho a vengarse. Que tenía ganas de matarnos a los dos, y que no lo hacía simplemente porque no quería ir a prisión el resto de sus días. Yo esperaba que se le pasara el enfado, y seguíamos bebiendo bourbon y yo ya estaba muy mareado porque era la primera vez que bebía en mi vida. Finalmente, mi padre dijo que él era un hombre magnánimo y que estaba dispuesto a perdonar. Que nos perdonaba a los dos, pero que yo tenía que largarme porque ya no podría soportar ver mi cara nunca más. Creo que estaba verdaderamente enamorado de aquella muchacha, y que nuestra traición le había dolido en lo más hondo. Me dijo que no quería volver a verme, que a la mañana siguiente quería ver mi cuarto vacío, y que todo lo que no me llevara conmigo lo quemaría de modo que yo ya no tuviera ninguna razón para desear volver allí. Yo me eché a llorar. En realidad no era más que un niño. Y también estaba enamorado de Ogunde, enamorado con una intensidad que me hacía sentir zumbidos en los oídos y que hacía que me temblaran las rodillas cuando estaba cerca de ella. Intenté hablar con mi padre. Me puse de rodillas en el suelo y le pedí perdón. Me puse verdaderamente de rodillas ante él. Creo que mi padre sintió desprecio al verme así. Me dijo que no me portara como un marica, que había actuado como un hombre y que ahora debía aceptar las consecuencias de lo que había hecho como hacen los hombres. Pero me parece imposible que él no tuviera también roto el corazón. Yo era su único hijo, al fin y al cabo, y hasta ese momento jamás me había puesto la mano encima ni yo le había dado ningún motivo para hacerlo. Creo que, a su modo, era un buen hombre.

Así comenzó mi peregrinaje. Pude llevarme pocas cosas. Cuando entré en mi cuarto, vi que mi padre había puesto su viejo petate militar sobre mi cama, el único regalo que me hizo en toda su vida, y yo metí dentro las cosas que creí más necesarias. En realidad no tenía muchas cosas, y el petate ni siquiera estaba lleno cuando me marché esa mañana. Tenía algunos ahorros, unos ciento treinta dólares, y Ogunde me dio en secreto cien más. Se escapó de casa y se encontró conmigo en la parada de autobuses. No sé cómo supo que estaría allí. Era muy temprano, y los campos estaban todavía cubiertos de una niebla color violeta. La vi aparecer por entre los robles con los brazos cruzados sobre el pecho para mantener cerrada la rebeca. Hacía frío. Se sentó conmigo unos minutos en el banco de la parada de autobús y me preguntó qué pensaba hacer. Le dije que pensaba marcharme al este para buscar a mi madre. Estaba llorando, y ella lloraba también, y el mundo parecía un lugar muy triste y muy frío, pero también lleno de ternura y de misterio, tan apasionante como el principio de una novela, en esas primeras páginas que todavía huelen a libro cerrado, cuando las vidas de los personajes comienzan a desenvolverse delante de nuestros ojos y todavía no sabemos qué esperar. Ella me dijo que viviera fuera una temporada, quizá un año, el tiempo suficiente para que a mi padre se le pasara el enfado, y que luego regresara. Pero ella no conocía a mi padre y no sabía que cuando él decía que algo se había terminado, ya no había vuelta atrás. Me recomendó que no me olvidara de que el Señor siempre mira nuestros pasos (una observación que me extrañó, porque yo no sabía que ella fuera religiosa y jamás la había visto rezar) y me dijo también que fuera respetuoso con las mujeres y que no me metiera en líos. Luego me besó en la boca y se marchó, y desde entonces no he vuelto a verla.

Estuve buscando a mi madre durante años. No fue una búsqueda intensiva, y me detuve en muchos lugares en el camino. Creo que no tenía prisa por encontrarla, que sabía que si llegaba a encontrarme con ella podría llevarme una gran desilusión y que imaginaba que quizá fuera mejor añorarla e idealizarla que conocerla en persona. Me decía que nadie puede esperar mucho de una mujer que abandona a su hijo de cinco años. Y sea como sea, nadie puede tardar tanto en encontrar a nadie si de verdad desea encontrarle, supongo.

Me convertí en un nómada. Descubrí que sabía hacer muchas cosas, y que mi padre me había transmitido una enorme cantidad de conocimientos prácticos que yo ni siquiera me había dado cuenta de que poseía. Sabía disparar, sabía rastrear ciervos y osos en el bosque, sabía conducir, sabía beber sujetando una damajuana de un galón sobre el brazo, sabía afeitarme con una navaja y mantener la hoja bien afilada pasándola por un asentador de cuero y sabía cómo afilarla con una piedra moviéndola en la dirección del filo, sabía desmontar un motor y montarlo de nuevo, sabía reparar automóviles, sabía conducir motocicletas, coches y hasta autobuses, sabía hacer reparaciones eléctricas básicas y trabajar con madera, sabía hacer una banqueta que no bailaba y restaurar una mesa antigua hasta dejarla como nueva, sabía jugar al póker y barajar un mazo de cartas con una mano, y todo eso me lo había enseñado mi padre. De modo que podría ser conductor de camiones, ebanista, electricista, barbero, peluquero o mecánico de coches, y todo ello gracias a mi padre. Me había enseñado también otras cosas que hoy en día no parecen importantes. Me había enseñado a escupir, a maldecir y a contar chistes. Es decir, me había enseñado a hablar como hablan los hombres, con esa mezcla de arrogancia machista y de autocompasión sentimental, esa mezcla de humor y de frustración, de burla y de ditirambo que es el estilo de hablar de los hombres en todas partes del mundo. Para ustedes, espíritus puros, maricas de universidad, esto puede parecer una estupidez, pero en el lugar del que yo venía y en muchos lugares en los que he estado después, un hombre no se hace respetar ni logra que le tome nadie en serio ni puede tener verdaderos amigos ni establecer buenas relaciones sociales ni conseguir que le traten bien en los almacenes de abastecimiento ni lograr una buena reputación profesional si no sabe cómo comportarse, es decir, cómo hablar de la manera correcta.

No quiero aburrirles con todas las cosas que hice. Pasaron muchos otoños, y hubo que barrer muchas hojas. Viví en distintos lugares. Encontré una comuna hippy en Vermont, cerca de Burlington, y allí pasé meses removiendo mierda de vaca, y como olía todo yo, mi piel y mi pelo, a mierda de vaca y era inútil que intentara lavarme diez veces seguidas porque seguía oliendo a mierda de vaca, ninguna chica quería acercarse a mí, de modo que abandoné la comuna y busqué otra comuna hippy donde hubiera amor libre y algunas drogas y no hubiera mierda de vaca, y caí en otra granja en Grand Island, en las islas del lago Champlain, a unas pocas millas de la frontera canadiense. No era una verdadera granja, sino una especie de monasterio budista, un lugar donde pequeños grupos de chiflados se reunían a meditar, a comer remolachas crudas y a cantar alabanzas en sánscrito. Necesitaban un handyman, alguien que supiera reparar cosas, arreglar motores, aserrar tablones y clavar clavos, de modo que me quedé allí. Nunca fui a la universidad, pero en aquella granja del lago Champlain descubrí la lectura. Aquella granja fue una especie de universidad para mí. Los Feller, los propietarios, tenían allí una biblioteca impresionante, y cuando terminaba de trabajar me iba allí, me tumbaba en un sofá de cuero rojo y me ponía a leer. El primer libro que leí en mi vida fue La comedia humana de William Saroyan, una recomendación de Iris Feller, la hija mayor de los Feller, y aquel libro fue el principio de todo. No me quedé mucho tiempo, sólo el suficiente para descubrir, hablando con los Feller y con los muchos visitantes suyos que pasaban por allí, que yo era un ignorante tremendo, y además un estúpido pretencioso, y que tenía que dejar de ser un ignorante y un estúpido cuanto antes. Seguí viajando, pero ahora leía todo lo que podía. Era un visitante asiduo de las bibliotecas públicas. Iba de trabajo en trabajo y de muchacha en muchacha y de biblioteca en biblioteca. Oficialmente, seguía buscando a mi madre. Luego decidí que ya estaba bien y que ya iba siendo hora de que la encontrara si es que de verdad estaba buscándola, de modo que la encontré. Se había casado con un inspector de Hacienda de St. Petersburg, Florida, tenía dos niñas pequeñas y vivía en una casita encantadora que tenía un lago con patos lleno de juncos y papiros. Un lugar realmente precioso. Cuando me vio aparecer, no se podía imaginar quién era yo. Un indio mirando a otro indio. Un coyote mirando a otro coyote en medio del desierto rojo. Me dijo que «esa parte de su vida» había quedado atrás. Ella estaba sola en casa, lo cual, supongo, fue una suerte para todos. Me enseñó una foto donde aparecían ella, su nuevo marido y las dos hijas que tenían. Ni siquiera me preguntó por mi padre. Nos sentamos en la cocina y me ofreció un vaso de limonada. Me preguntó si necesitaba dinero y le dije que no, pero de todos modos abrió la lata de las galletas y me dio doscientos dólares. El hecho de que tuviera doscientos dólares allí guardados como quien no quiere la cosa, me impresionó. Era evidente que estaba deseando que me marchara. Era una mujer alta, atractiva, envejecida prematuramente, con un gesto amargo en la boca. Yo la miraba buscando algo mío en ella, o quizá algo suyo en mí, pero ella no quería mirarme a los ojos. Le dije que me gustaría conocer a mis hermanas, y ella me dijo que sus hijas no eran mis hermanas. «No son tus hermanas, Wade», me dijo con mucha compostura. Yo hubiera querido pegarla. Hubiera querido abrazarla y pedirle por favor que me quisiera, que me diera un poco de amor, aunque fuera un poco. Pero a nadie se le puede pedir amor, el amor es justamente eso que no se puede pedir. Se puede pedir cualquier otra cosa, dinero, comida, casa, protección, la vida o incluso la muerte, pero uno no puede pedir amor por mucho que lo necesite.

Después de eso siguen todavía unos cuantos años errantes. Estuve en el ejército una temporada, pero no me gustó y me largué. Supe lo que pasaría si me quedaba en el ejército: que encajaría demasiado bien, que me ascenderían sin dificultad —hasta donde puede ascender un redneck que sujeta el cuchillo con los cinco dedos, claro está, pero que un día me vería mirando el vuelo de un petirrojo al otro lado de una alambrada y sabría que yo estaba en el lado erróneo de la alambrada. Elegí el petirrojo, siempre lo he hecho. Elegí el sonido del viento. Siempre lo he hecho, y el viento me ha traído hasta aquí, y es el viento quien ahora me hace hablar, el viento, sólo el viento. Trabajé de copiloto en una barcaza que transportaba alquitrán por el río Potomac. Trabajé en una fábrica de tractores y luego en una planta de envasado de pienso compuesto para alimentar a las vacas. En cuanto podía, cogía mi escopeta y me iba al bosque tres o cuatro días a cazar. Volvía sucio y feliz, oliendo a tierra y a sangre, cargado de ardillas, con perdices, con un zorro, con un corzo sobre los hombros. Fui guardabosques en el Parque Estatal de Shenandoah y luego trabajé en una mina de carbón también en West Virginia, el lugar más hermoso del mundo. Trabajé en una planta maderera en West Virginia por el simple placer de poder mirar todos los días aquel río, aquel río de aguas negras, oscuras como un espejo. Pero siempre volvía a las máquinas, a los automóviles, a los motores. Es lo que mejor se me da, los motores de automóvil, o cualquier clase de motor, en realidad, no importa si es de motocicleta, de fueraborda o de cosechadora, y en todos he metido las manos, todos los he reparado si es que tenían arreglo. Y leía sin parar. No sé por qué leía tanto. No sé por qué sentía tanta necesidad de leer. Siempre libros de biblioteca, siempre libros prestados con las esquinas torcidas y el papel amarillento, y a veces me los llevaba a la nariz para olerlos y me sentía intoxicado con el perfume del papel, aunque fuera papel barato, porque muchas veces las ediciones baratas son las que huelen mejor. El papel usado y acariciado por muchas manos comienza a tener una textura suavemente velluda, como una piel cubierta de pelusa, como una piel humana, como la piel de una mujer. Ahora me doy cuenta de que leía novelas porque quería entender cómo era la vida. ¿Tiene sentido lo que digo? Leía poesía y también algunas veces libros de historia porque sabía que era un ignorante redomado y quería saber algo sobre los romanos, sobre los egipcios, sobre Luis XVI, pero lo que más me atraía eran las novelas. Y las leía siempre preguntándome: ¿es así realmente la vida? ¿Es así mi vida? ¿Se parece en algo mi vida a lo que cuentan estos libros? A veces encontraba libros que me fascinaban y me preguntaba si había personas que vivían de verdad vidas como las que se contaban en aquellos libros. El canto del ruiseñor y la sangre del lobo atrapado en el cepo del trampero. El calor de los ríos amarillentos y embarrados de Kentucky y las manos pegajosas de savia de pino y el olor de la madreselva y el chisporroteo de la grasa dorada de las costillas cuando cae sobre las brasas y los niños columpiándose en una rueda de camión colgada de una soga de la rama de un eucaliptus. El canto nocturno de un búho y el ruido monótono de la voz de una muchacha loca que se golpea la cabeza en las paredes en el interior de un tráiler en un trailer park y el olor a glutamato de una lata de sopa de champiñones recién calentada y un solo de Charlie Parker de la forma especial en que suenan los solos de Charlie Parker cuando uno los oye en la radio a altas horas de la madrugada, con una intensidad y una certeza y una verdad que dan miedo y que parecen revelar por fin lo que se esconde detrás de las cosas, la verdad de sufrimiento y amor y maravilla que hay detrás de todo, o la voz de Carmen McRae cantando The Sound of Silence, algo tan grande, tan vasto y magnífico y amenazador como una esfinge en mitad del desierto, o la forma en que vemos una ciudad desde un avión que está a punto de aterrizar, parrillas llenas de vehículos y rectángulos de agua azul y polígonos perfectos y avenidas radiales iluminadas como serpientes eléctricas, y miles de hombres aullando en un estadio iluminado con focos gigantes y uno pasando como un espíritu por encima y contemplándolo todo desde allá arriba, planeando suavemente en su avión dormido, rodeado de hombres y mujeres dormidos, ¿dónde está todo eso en las novelas? Las sensaciones del estómago, las sensaciones del deseo y del dolor, el vómito, las náuseas, el intenso placer de orinar después de llevar mucho rato sin poder hacerlo, el vértigo, el cansancio, el temblor de piernas que nos acomete después de un enorme esfuerzo físico, las arcadas, el deseo, desear a una mujer, desearla hasta la obscenidad y la locura, hasta perder la dignidad y el respeto por sí mismo, ¿dónde está eso en las novelas? Lo que me fascinaba era que las novelas raramente tratan de la vida y raramente transmiten la sensación de la vida. Pero a veces transmiten cosas más profundas que la vida, o quizá es que en las novelas la vida parece otra cosa. Algo intenso y melancólico que raramente sentimos en la vida corriente. Algo profundamente triste y significativo, algo aparentemente sencillo que significa muchas cosas y que nos conmueve y nos colma. Una especie de simetría. Un dibujo. Y sólo raramente ambas sensaciones, la sensación de la vida y la sensación de la vida como aparece en las novelas, se unen en una experiencia personal. Quiero decir que a veces uno lee un libro y siente que así es como es la vida, pero otras veces lo que siente es que así es como debería ser la vida. No hablo de los libros falsos, de los malos libros, esos que pintan la vida con tintas negras o con colores rosáceos que no son verdaderos, no hablo de los cuentos de terror ni de los cuentos de hadas. Hablo de la verdadera literatura, la que quiere describir la vida como la vida es realmente y hablo de que en realidad se trata de una tarea imposible porque la vida es como una perra que corre detrás de un hueso y es inútil pintar con todo detalle la esquina amarilla de una casa o las pequeñas manzanas rojas caídas en la sombra del manzano de la señora McGiver, porque la perra ya ha pasado la esquina y ya ha cruzado la sombra del manzano y ahora está persiguiendo a un gato por la acequia polvorienta, llena de vainas secas de algarrobo. Y si uno se detiene en las vainas secas de algarrobo se pierde otras cosas, se pierde en los detalles cuando en realidad debería reflexionar sobre los caminos, sobre el polvo, sobre la muerte. Sé que no me estoy explicando bien. Lo que quiero decir es que a veces la vida es muy hermosa y que ningún libro logra captar esa hermosura, pero que algunas veces, muchas veces, de hecho, los libros son mucho más hermosos que la vida.

Decidí que tenía que instalarme en algún lugar. Había viajado tanto que no tenía apenas amigos. Probablemente no tengo temperamento para hacer amigos. Demasiado solitario. Demasiado enamorado del vuelo del petirrojo. A lo mejor es que esa mierda de la sangre india es verdad, aunque la proporción de sangre india que corre por mis venas es mínima, pero es posible que la sangre india sea la más poderosa. Decidí instalarme, echar raíces. No sabía dónde, aunque el lugar en sí me daba igual con tal de que hubiera un bosque cerca donde pudiera escaparme de vez en cuando para cazar y para pescar. Así fue como acabé en Farber, Connecticut. Tenía algún dinero ahorrado. Compré un taller de reparación de coches que estaba en una carretera secundaria. La ciudad era Farber, pero el taller estaba prácticamente en mitad del bosque. Era un edificio grande, de dos pisos. La vivienda estaba encima, y era suficiente para una familia grande. Tenía más espacio del que necesitaba. El taller era muy grande. Hubiera podido reparar allí máquinas de tren o helicópteros. Había dos pozos hidráulicos de los años cincuenta y yo añadí dos elevadores de coches modernos pero dejé los pozos hidráulicos. Me gustaba que estuvieran allí. Era un local muy luminoso además, con ventanales amarillentos. Teníamos siempre las puertas correderas abiertas. Es lo bueno de trabajar en un taller. Uno está siempre al aire libre, aunque protegido de la lluvia y del sol.

Decidí especializarme en transmisiones y en frenos. Puse un rótulo luminoso: ERICKSON. Tenía todo el orgullo del propietario. No era un rótulo propio de un taller mecánico, y muchos coches reducían la marcha al verlo porque creían que anunciaba un restaurante. Envié una postal a mi padre a Hammerstown diciéndole dónde estaba. Habían pasado tantos años que yo suponía que ya se le habría pasado el enfado. Ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto. Luego le envié otra postal, a la misma dirección de siempre. No me las devolvían, o sea que yo suponía que no estaba muerto y que no se había mudado, que seguía allí el viejo cabezota, recibiendo mis postales y callado y sin decir nada. Amargado, lleno de rencor. Decidí mandarle una postal todas las Navidades, con la esperanza de que él se decidiera alguna vez a contestarme.

Enseguida tenía cuatro personas trabajando para mí. Tenía un aprendiz, Thomas, dos mecánicos, Lungren y Sapkowski, realmente buenos, aunque Sapkowski tenía mucho orgullo y mucho temperamento, y también una chica, Dinah, que se ocupaba de la recepción y de los papeles. Era una chica muy lista. Era pequeña, morena, pecosa, muy lista, y no se sentía en absoluto intimidada al estar allí trabajando con cuatro tipos duros y maleados como Thomas, Lungren, Sapkowski y yo mismo. Ponía luz y alegría en el taller. No es que aquél fuera un lugar triste. Todo lo contrario. Pero un lugar en el que sólo hay hombres nunca es del todo humano, una mujer pone siempre algo muy necesario, algo que nos hace sonreír, algo que curva las cosas y las hace ser más gráciles. Si los hombres hubieran inventado los árboles, éstos tendrían sólo tronco y ramas, hacían falta las mujeres para que añadieran las hojas, las flores y los frutos. Creo que las mujeres sacan lo mejor que tienen los hombres dentro. Sí, se podría hablar mucho del tema y a todos nos encanta ser cínicos y mostrar nuestras blancas cicatrices, pero a pesar de todo creo que es verdad. Las mujeres son la luz y la música de la vida. A mí me llamaba «señor Erickson», pero en realidad hacía lo que quería conmigo. Me reñía si me manchaba al comer, no me dejaba que tocara sus papeles con mis manos sucias de grasa y si me vestía para salir me deshacía el nudo de la corbata y volvía a hacérmelo de nuevo. Me trataba como si fuera mi hija, o mi sobrina, y supongo que a mí me encantaba tener a alguien así en mi vida.

La vida sedentaria me gustó. Yo no las tenía todas conmigo. Nunca había vivido tanto tiempo en el mismo sitio y nunca había sido el dueño de nada, pero el taller iba bien porque éramos serios, no cobrábamos en exceso, cumplíamos lo que decíamos y no engañábamos con los repuestos. Los talleres de coches son como cualquier otro negocio. Enseguida tienen buena fama o mala fama, y Erickson enseguida tuvo buena fama. Tuvimos suerte porque en los alrededores éramos prácticamente el único taller especializado en transmisiones y en sistemas de frenado, de modo que no teníamos realmente competencia. El local era muy grande y no necesitaba ampliarlo, pero hice reformas en la vivienda, cambié las ventanas, hice un baño nuevo como si la familia fuera a crecer (algo que no parecía probable en el futuro próximo), luego lo pinté todo de rojo y ahora parecía una estación de bomberos. Pero me gustaba así, pintado de rojo. Pensé en poner también un lavado de coches y una gasolinera, o en ampliar el negocio y dedicarme también a los neumáticos, pero mi naturaleza me sugería más bien que disfrutara con lo que tenía. Era mi sangre india, supongo, que me aconsejaba mantenerme ligero. Ligero como el viento.

Un día Vinny, el conductor de una de las grúas locales, trajo al taller un jeep bastante viejo que se había destrozado el cigüeñal al meterse en un camino de montaña. Tenía matrícula de New Hampshire, y en el interior venían un hombre de pelo gris y su esposa, una mujer mucho más joven que él. El hombre era bastante alto y tenía un rostro inusualmente alargado, recorrido por amplias arrugas verticales y adornado con una nariz poderosa, rota, como suele sucederles a los boxeadores. Había en él algo hosco, quizá hostil, quizá obstinado, algo duro y calcáreo, que me gustó. Parecía de mal humor, pero nadie está feliz cuando acaba de reventar su propio coche. Me explicó que vivía en la montaña, en New Hampshire, y que estaba harto de recorrer terreno abrupto con su jeep y de saltar sobre rocas y troncos caídos sin que pasara nada. Yo le dije: algunas veces una vez es justo la vez que faltaba. Le ofrecí una silla y una soda a su esposa. Ella llevaba gafas de sol negras, era pelirroja y tenía la piel más pálida que yo había visto nunca en nadie que no fuera albino. Sus piernas eran blancas como la leche. Y era realmente mucho más joven que él, quizá treinta años más joven. Miramos el coche, comentamos. Se notaba que a él le gustaban las máquinas. Puse a Sapkoswki a trabajar, llamé por teléfono para pedir piezas. Tenían que traérmelas de Stanford y tardarían un día entero. Les recomendé un motel en el pueblo, porque no me parecía que fueran gente adinerada. La mujer, que era muy simpática y hablaba con acento del Sur, me contó que venían de Nueva York y que habían hecho una parada en Cambridge para visitar a la hija mayor de él, Peggy, que estaba estudiando teología y tenía graves problemas de salud. Quién sabe cómo ni por qué, nos pusimos a hablar. Les ofrecí un café y nos sentamos en la oficina. No es algo que suela hacer con todos los clientes, pero hablar con desconocidos es algo que me agrada. Es un arte, en verdad, como puede serlo tocar la armónica o tallar la madera, el arte de hablar con desconocidos. La joven esposa hacía de intérprete y le repetía al hombre las frases que yo decía. Él estaba bastante sordo. De modo que elevé mi tono de voz y ya no hubo necesidad de que la esposa siguiera haciéndolo por mí. Había dos libros en la oficina, un libro de relatos de Nathaniel Hawthorne y La balada del café triste de Carson McCullers, que Dinah estaba leyendo por aquellos días por recomendación mía. No sé cómo ni por qué, nos pusimos a hablar de libros, y yo dije, cuando él me preguntó, que no pensaba que Hawthorne fuera un gran escritor a pesar de la fama de ciertos relatos suyos como «Wakefield», «Mi pariente, el mayor Molineux» o «El gran rostro de piedra», y que no me parecía que Hawthorne tuviera un verdadero don para la ficción, aunque era un gran inventor de metáforas y, sobre todo, un creador de situaciones. Él escuchaba mis argumentos con interés y por algunas observaciones que me hizo, me dio la impresión de que era un hombre de letras, probablemente un autor él mismo. Era la hora del almuerzo, y les propuse acercarles a Larry’s en mi coche para tomar algo. Ellos aceptaron. Dijeron que no querían causarme molestias, pero lo cierto es que no era ninguna molestia. Nos presentamos y nos estrechamos la mano. Wade Erickson. Jerry David Salinger. Colleen O’Neill.

Después de llevar una vida entera leyendo, creo que era la primera vez que yo hablaba de literatura con nadie. Hacía buen tiempo, de modo que nos sentamos fuera, en la terraza de Larry’s, y ordenamos un almuerzo, aunque Jerry tenía una extraña dieta macrobiótica o vegetariana y sólo comió una ensalada, arroz hervido y una mazorca de maíz. El clam chowder de Larry’s es famoso en el condado, pero Jerry no quiso ni oír hablar de ello. Grasa, dijo, hidratos de carbono, colesterol. ¿Es usted escritor?, le pregunté entonces, directamente. Por alguna razón le miraba las manos, como si la forma de sus manos y de sus dedos pudiera decirme algo sobre su ocupación, sobre su oficio. Sí, respondió él. Y un escritor con un problema. Sí, le dije, su coche está en mala forma. Y esas piezas son caras, además. Pero él no se refería a su coche, sino a un libro que estaba escribiendo. ¿Le parecería muy extraño si se lo contara?, me dijo. Oyéndole hablar de Hawthorne me ha dado la impresión de que usted es una persona con bastantes lecturas. Y he pensado que a lo mejor usted tendría alguna buena idea que darme. Dios mío, a mí todo aquello me pareció muy extraño. Pero también era intrigante. ¿Por qué piensa que yo puedo darle alguna idea?, le dije. ¿Cómo se le ha ocurrido pensarlo? Porque creo que usted comprende las historias, me dijo. Porque creo que usted, al contrario de Nathaniel Hawthorne, tiene un don para la ficción. Me contó la historia del libro que estaba escribiendo, y también el problema. Me lo contó con bastante detalle, y su relato ocupó casi todo el almuerzo, pero era fascinante escucharle porque hablaba muy bien, con gran elocuencia y con un léxico escogido y preciso. Su esposa le escuchaba con atención y con evidente admiración, aunque me pareció que admiraba al hombre pero no sentía el menor interés por lo que contaba, y que quizá ni siquiera lo entendía del todo. Era mucho más joven que él, no treinta años más joven, sino quizá cuarenta años más joven que él. Era del sur, y poseía esa simpatía y esa alegría expansiva que tienen a menudo las mujeres del sur, pero no estaba en absoluto interesada en la literatura, y durante el almuerzo apenas dijo un par de palabras. Creo que él la despreciaba intelectualmente y la trataba con una cierta superioridad. Habían desarrollado una relación extraña aquellos dos, como la que suele surgir entre un hombre que es prácticamente un anciano y una mujer muy joven. Él la despreciaba y la consideraba inferior, pero al mismo tiempo dependía de ella absolutamente, mientras que ella, que sin duda le veneraba, le trataba con la paciencia y la admiración distante que siente una madre por un hijo sensible e insoportable. Entonces yo dije: ¿no ha pensado que es posible que Izabel esté muerta? A lo mejor está muerta pero no se ha dado cuenta, y ése es todo el problema. Eso explicaría, por ejemplo, que pudiera meterse dentro de un armario ropero y estar allí durante varias horas. No, no, imposible, dijo él. ¿Quiere que ponga un fantasma en mi libro? Jamás he hecho nada parecido. Alguien dijo alguna vez, dije yo, y perdóneme si no recuerdo quién, que todos los libros tratan de fantasmas. Jim Joyce, dijo él. Sí, eso lo dijo James Joyce. Pero parecía estarse pensando mis palabras. Muerta, ¿eh?, me dijo, mientras Colleen abría su bolso y sacaba varias facturas de Saks, la tienda de Nueva York, y las alisaba sobre la mesa, profundamente desinteresada por las agonías estéticas de su marido, y luego sacaba un frasquito de laca y se ponía a retocarse la pintura de una uña, creo que la del índice de la mano izquierda. Entonces descubre que su conciencia no ha desaparecido con la muerte, dijo el hombre, que ahora parecía estar hablando para sí mismo. Entonces descubre que puede entrar en cualquier mente, que puede viajar a cualquier lugar. Y es capaz de regresar a la tarde en que Jim trajo el caballo negro, dije yo. Y volver a vivir la escena y ver lo que realmente pasó detrás del rosal, cuando el caballo negro pasó con Rose montada. Dios mío, dijo él, yo jamás… ¡Un fantasma! Sonrió, y fue la única vez que le vi sonreír.

Me preguntó que si había estudiado literatura alguna vez y le dije que no, que jamás había pisado una universidad y que ni siquiera había terminado la high school, y aquella información pareció hacerle feliz. ¿Lo ves? ¿Lo ves?, le decía a su esposa, que se retocaba la laca color rosa palo de una uña con total concentración. ¡Es lo que siempre les he dicho a mis hijos! ¡Es lo que tantas veces le he dicho a Peggy, que jamás se le ocurriera pisar un curso de literatura! Y, por Dios bendito, que jamás se matriculara en una universidad de la Ivy League. Y que jamás vaya al médico, aunque ésa es una nuez más dura de roer. La enfermedad, señor Erickson, siguió diciéndome, no es más que una ilusión, una creencia. Y a continuación, créanlo o no, empezó a hablarme de la Ciencia Cristiana y de la hermana Mary Baker Eddy. Sí, hablamos de muchas cosas durante aquellos dos días, aunque la parte dedicada al poder curativo de la oración no me importaría habérmela saltado.

Les llevé a Farber para que se inscribieran en el motel de Bruce Sonaris, y me invitaron a tomar una copa con ellos después de la cena. Dije que pasaría a recogerles a las ocho. Cuando salía del drive in del motel, después de dejarles frente al mostrador de la recepción, me pareció ver que los dos habían empezado a discutir. No lo vi con claridad, porque estaban dentro del edificio, pero eso es lo que me pareció. Cuando conducía de vuelta al taller, de pronto tuve una revelación. «Ese hombre», dijo una voz dentro de mi cabeza, «ese hombre es J. D. Salinger, el autor de El guardián entre el centeno». Jerry David. Jerome David Salinger. J. D. Salinger. De pronto, todo encajaba. Cuando llegué a la oficina le pedí a Dinah los papeles que había rellenado el dueño del jeep y allí estaba el nombre completo, Jerome David Salinger, y una dirección de Cornish, New Hampshire. ¿Sabes quién era ese hombre que acaba de estar aquí?, le dije. ¡Era J. D. Salinger! Salinger, el autor de El guardián entre el centeno. Vaya, vaya, Wade, me dijo ella mirándome con conmiseración. ¿Otra vez te has olvidado de tomar tus pastillas? Lo digo en serio, le dije. Es él. Te lo juro. Es él. Lo siento, señor juez, dijo ella impertérrita. No pudimos hacer otra cosa. Empezó a decir cosas raras. Decía que los clientes que entraban en el taller eran J. D. Salinger. Pero es que es cierto, le dije. ¿No ves su nombre, aquí escrito? Dios mío, Wade, dijo Dinah releyendo los formularios del taller y viendo el nombre escrito en caracteres vigorosos y claramente marcados, ese tipo nos ha tomado el pelo. ¿Cuánto dinero le has dado? Le lancé una goma de borrar a Dinah y salí de allí.

Volví a hablar con él esa noche y luego al día siguiente. Le pregunté que si él era Salinger y me dijo que sí. Le dije que me alegraba enterarme de que estaba trabajando en una nueva novela. ¿Nueva?, me dijo. ¿Qué quiere decir? Le dije que sería un gran acontecimiento que publicara una nueva novela, teniendo en cuenta que desde Hapworth 16, 1924 del 65, no había publicado ninguna. No, no, no, señor Erickson, me dijo, que la escriba no quiere decir que piense publicarla. No pienso publicarla y no se publicará. Yo no escribo para publicar, escribo para mí. Eso es extraño, dije yo, y creo que no conozco ningún otro caso de un escritor que «escriba para él». Quizá porque se dan pocos casos de personas que deseen acabar con su ego, me dijo Salinger. Y en realidad ésa es la clave de todo, el ego, y la forma en que el ego se apodera de nosotros y de todo lo que hacemos. Me contó que había escrito varias novelas en aquellos años, diez para ser exactos, pero que la obra en que estaba enredado en aquellos días era una obra realmente extensa, que llegaría a tener unas novecientas páginas y estaba destinada a ser su obra maestra. ¿Y nunca se publicará? Pregunté. Sí, dijo él. Quizá. Si todavía siguen existiendo los libros entonces. Si todavía se siguen talando árboles para hacer papel y mezclando carbón con goma para hacer tinta, y si todavía hay personas que lean por entonces. Creo que en su testamento había establecido que las novelas póstumas no podrían publicarse hasta cien años después de su muerte. Yo no podía dejar de pensar que la publicación de esas obras podría ser de gran ayuda para su esposa y sus hijos, que podrían disfrutar de los royalties y tener así la vida solucionada. Parece que la lucha contra el ego puede llegar a ser muy egoísta.

Yo no sabía entonces que mi vida estaba a punto de dar un giro de ciento ochenta grados. Yo, que poseo un ego de un tamaño normal, supongo, me sentía halagado de haber conocido a J. D. Salinger, el gran recluso, y más aún de haber recibido de sus labios el cumplido de que yo tenía «un don para la ficción». Pero no pensaba que nada de aquello fuera a tener consecuencias.

Pasaron dos meses, quizá tres. Un día aparecieron en Farber un hombre y una mujer conduciendo un Pontiac con matrícula de Nueva York que buscaban el taller mecánico de Erickson. No les costó encontrarme. El hombre era alto y corpulento, iba vestido con vaqueros y cazadora vaquera y llevaba una gorra de béisbol encasquetada hasta las cejas. La mujer iba vestida con un estilo más ejecutivo, con una falda larga, botas caras de cuero color canela y una rebeca de punto. Pregunté que cuál era el problema, y el hombre me dijo que el coche estaba bien, que no habían venido hasta allí porque hubieran sufrido ninguna avería. ¿Entonces?, pregunté yo. Me preguntó que si yo era Wade Erickson, y le dije que sí. Y me dijo que si podría robarme, quizá, una hora de mi tiempo e invitarme a una cerveza. Pensé que quería proponerme un negocio y le dije que ni el taller ni los terrenos estaban en venta, y que tampoco había pensado en expandir el negocio añadiendo ninguna franquicia. Se notaba que el hombre no se sentía cómodo. Entonces intervino la mujer. Señor Erickson, me dijo, a lo mejor si mi marido le dice su nombre, usted entenderá mejor el tipo de negocios del que le gustaría hablarle. Sí, dijo el hombre. No me he presentado. Me llamo Thomas Pynchon.

Supongo que yo abrí mucho los ojos, y supongo que no le creí en absoluto. ¿Es usted Thomas Pynchon, el autor de El arco iris de gravedad? Sí, me dijo él, ese Thomas Pynchon. Cariño, le dijo su mujer, a lo mejor deberías enseñarle al señor Erickson tu carné de conducir. Lo hizo, y su nombre era, efectivamente, Thomas Ruggles Pynchon Jr. Bueno, ahora ya no podía negar que él fuera realmente Thomas Pynchon, aunque dado que ni el nombre ni el apellido son infrecuentes, es posible imaginar que en nuestro país habrá más de diez y más de veinte Thomas Pynchon por ahí perdidos, sin olvidar que cualquier chiflado puede cambiarse el nombre y comenzar a llamarse Thomas Pynchon si así lo desea. Quedaba la cuestión del middle name. Y también la cuestión de que ni el hombre ni la mujer parecían unos chiflados. Seguramente Pynchon trajo a su mujer con él para que la escena resultara más creíble, para que todo funcionara mejor. Un hombre que aparece de la nada es como una fiera salvaje, pero si está con una mujer, entonces le otorgamos el beneficio de la duda. De modo que nos fuimos a Larry’s a tomar una cerveza, y el hombre que decía ser Pynchon me contó que había oído decir que quizá yo pudiera ayudarle con su problema. Me dijo: señor Erickson, ¿sabe qué es lo malo de la literatura norteamericana? El éxito. Tenemos mucho éxito muy pronto, y eso tiene consecuencias. Ganamos mucho dinero de pronto. Alcanzamos la gloria. Mire lo que le pasó a Salinger: su primera novela le convirtió en una leyenda y le permitió vivir sin trabajar el resto de su vida. Mire lo que le pasó a Joseph Heller: escribió una novela que fue una bomba y el efecto fue que el autor se quedara mudo durante un montón de años. Es un destino literario corriente en América. Un autor escribe un libro o dos, tiene un éxito inmenso y luego no vuelve a escribir nada más, o tarda veinte años en producir su siguiente obra. Mire lo que le pasó a Bill Gaddis. Yo decidí cortar por lo sano, puse mi mejor sonrisa y le dije que no había leído sus libros. Acusó el golpe, pero se lo tomó bien. ¿Ninguno?, preguntó. Pensaba que era usted un gran lector. Le conté que había leído V., que me había parecido un gran libro, y también La subasta del lote 49, que no estaba mal, aunque parecía peor por la cantidad de malos imitadores que había tenido, pero que no había podido terminarme El arco iris de gravedad (entonces todavía no había publicado Vineland, creo). El problema es El arco iris de gravedad, me dijo. ¿Qué libro podría escribir después de esa monstruosidad? Sólo obra residual. Sólo repetir lo mismo otra vez. ¿No le parece? Es probable que esté seco, que la fuente se haya agotado. Yo no sabía qué decirle. Sin embargo, vi en los ojos del hombre que tenía frente a mí (todavía no había podido decidir si era realmente Pynchon o un embaucador) ese brillo de desesperación que nos mueve a tomar decisiones absurdas y a cometer locuras. Y vi algo más. Vi los ojos de su mujer. Eran inquisitivos, inteligentes. Yo conocía esa mirada. Aparentemente amable, pero capaz de destruir a la persona que tiene delante con la fuerza de sus dictámenes. Seguramente ella pensaba que su marido y ella habían cometido un error conduciendo hasta allí sólo para charlar con un mecánico de automóviles vestido con un mono azul y con las manos sucias de aceite de motor. Porque ella no estaba tan desesperada como él y podía, por esa razón, ver las cosas más desapasionadamente. Pero si ella sentía que estaban perdiendo el tiempo conmigo, ¿qué diablos debería sentir yo? ¿Debería pedirle perdón por no haber leído los libros de su marido? ¿Debería sentirme culpable por no estar a la altura? Todas sus novelas tienen una trama muy complicada, le dije. Pretendía decirle, simplemente, que los libros de Pynchon (si es que él era realmente Thomas Pynchon) no eran mi taza de té, y que yo prefería a Raymond Chandler o incluso a William Saroyan. Que prefería el olor de la hierba y un caballo negro corriendo por un prado a lo largo de los postes del telégrafo que una historia de erecciones, palmeras bananeras y cohetes alemanes que caen sobre Londres. Que en mi opinión sus libros eran demasiado artificiales, que eran como grandes juegos. Pero que ni siquiera eran juegos divertidos, porque en ellos él jugaba solo, y que un juego sólo puede funcionar si todos los que participan conocen las reglas. Pero no llegué a eso. Le dije que sus novelas eran un verdadero galimatías, imposibles de desentrañar. Es como si no fueran narraciones, sino esferas, le dije. Una narración es una línea, primero pasa una cosa, luego otra. En sus novelas no hay líneas, o bien todas las líneas son curvas, se curvan sobre sí mismas. Cambie. Escriba una novela que trate de una línea. ¿Una línea?, dijo él. Sí. Una línea, como el que traza una línea en una hoja de papel. Como el que traza una línea en un mapa. Como la línea Mason y Dixon que separa Pensilvania de Maryland. No hablamos mucho más, y yo ni siquiera sé por qué recordé en aquel momento la línea Mason y Dixon. No es un tema en el que suela pensar mucho, la verdad. Supongo que fue por la idea de la línea, la línea dibujada en una hoja de papel, la línea trazada en un mapa. Años después, cuando se publicó Mason & Dixon, recibí una copia firmada por el autor. En la página de cortesía, había una dedicatoria. Decía, simplemente: «Para Wade Erickson. Él sabe por qué. Thomas Pynchon».

Éste fue sólo el principio. La noticia se extendió, no sé muy bien cómo porque no sé por qué canales ni por qué medios podría extenderse una noticia así. El hecho es que a partir de entonces, comencé a recibir numerosas visitas de escritores y de aprendices de escritores que venían a mi taller no para que reparara sus automóviles sino para que reparara sus relatos, sus novelas, sus argumentos, sus tramas. Descubrí que, quién sabe por qué, era bueno haciéndolo. Tenía buenas ideas, veía con claridad los errores, se me ocurrían posibles soluciones. Dinah, Lungren y Sapkowski no acababan de comprender lo que pasaba. Pensaron que tenía problemas con el I. R. S. y que los chicos del gobierno estaban investigando mis finanzas. Pero cuando a uno le investigan recibe la visita de un inspector, no la de un río de inspectores. Me pedían consejo por correo de lugares lejanos. Aunque no quería hacerlo, me vi forzado a poner límites a mis servicios como asistente literario. Asistente literario, consejero de historias, mecánico de cuentos… Claro está que no sólo me pedían consejo autores publicados, sino también muchos estudiantes de Escritura Creativa, guionistas de cine y de televisión (aunque a éstos solía darles largas, ya que era evidente que lo mío era la literatura y no los guiones), participantes en talleres, profesores de Escritura Creativa, directores de talleres… Y uno tarda mucho en leer un original, sobre todo si se trata de una novela. Por lo demás, mis «consejos» o «ideas» tendían a ser muy breves. Contrariamente a lo que ustedes puedan creer, nunca he sido un hombre de muchas palabras. A veces, ese consejo mío tan codiciado se reducía a una frase. ¿Por qué no hace que Jenny y Henry sean tío y sobrina en vez de padre e hija?, decía, por ejemplo. Y veía una luz iluminarse en los ojos del hombre o la mujer que tenía frente a mí. Es evidente que su mujer ha muerto, le decía a otro, es evidente que esa mujer de la que habla no existe. A veces, la chispa creativa necesita muy poco para encenderse e incendiar un bosque entero. Lo más difícil consistía en dar consejos sobre una obra más o menos terminada. Descubrir qué era lo que no funcionaba y por qué, y proponer cambios. Un poco más fácil, aunque todavía difícil, era analizar una obra sin terminar, una obra que el autor no sabía cómo terminar o cómo desarrollar, el típico proyecto que avanza hasta un punto y luego se detiene. Aquí las posibilidades eran mayores, y muchas veces a mí se me ocurrían soluciones, a veces varias soluciones. Pero lo más fácil de todo, lo más interesante, era dar ideas para historias, o hacer propuestas sobre historias que todavía no habían sido escritas. Muchos de mis clientes, ya que eso es lo que acabaron siendo, venían a verme porque necesitaban historias, material, ideas nuevas. Yo podía ofrecerles una historia, o dos, o cinco, pero tenía que ser muy cuidadoso, porque no podía darle la misma historia a dos personas distintas. ¿O quizá sí? Yo podía venderle, digamos, una historia a Salinger y otra a Pynchon y otra a Thomas McGuane y otra a Denis Johnson y otra a Michael Chabon y cada uno escribiría una obra completamente distinta de las otras. Pero también podrían surgir problemas. La historia de un aparato de radio en el que se oyen todas las conversaciones de los vecinos de una casa, por ejemplo, es tan extraña y característica que por distintos que sean los talentos de dos escritores, la historia será notoriamente la misma en las manos de Carver, en las de Cheever o en las de Coover. No, no, ésa no es mía. Es de mucho antes. Pero imaginen, por ejemplo, la historia que trata de un colegio donde todas las cosas se mueren. Se mueren las plantas, se mueren los animales, se mueren los profesores. No es posible que dos personas escriban esa historia y que sea dos historias distintas. Afortunadamente, aquella historia la escribió Donald Barthelme y no le quedó mal.

Uno de los campos más fértiles para la creatividad era, para mí, la ciencia ficción. Nunca he sentido un excesivo interés por el género como lector, pero inventar historias o terminarlas o sugerir un giro interesante para una historia convencional se convirtió en algo así como una especialidad de la casa. Una de las condiciones de los contratos que firmaba, ya que no tardaron en venir autores con sus abogados, o incluso los abogados directamente, gente a la que yo despreciaba pero a la que no podía evitar si quería seguir adelante con mi negocio, una de las condiciones, digo, era que mi labor debería permanecer anónima. El autor en cuestión podía incluir mi nombre en una nota de agradecimientos si así lo deseaba, pero yo no tendría derecho a reclamar ninguna parte de los royalties de ninguna obra ni podría defender nunca mi autoría. A mí aquello no me importaba porque yo no tenía ambiciones literarias ni quería ser famoso, y en realidad hacía todo aquello por pura diversión.

Mi fama, aunque soterrada, se extendió. Mis ideas florecían en relatos, en novelas cortas, en novelas. Harry Matthews vino a verme con la idea de escribir un libro sobre mí, pero se lo prohibí. Me habló de OULIPO, un grupo de ingenieros franceses completamente chiflados que se dedican a hacer juegos con las palabras, y me dijo que le encantaría que fuera con él a París para hablar con ellos. Pero ¿qué iba yo a hacer en París? ¿Comer baguettes untadas con hígado de oca? ¿Comprarme una boina y fumar con una boquilla de baquelita? ¿Hacerme las uñas? Vino a verme la mujer de Raymond Carver, y me dijo que Gordon Lish, un escritor y editor de enorme renombre, había editado unos cuantos relatos de su marido y que a su juicio los había destrozado, y me pidió que yo leyera los originales y los corregidos. Me bastó con leer un par de cuentos para darle mi veredicto. Le dije que ese tal Gordon Lish (de quien yo jamás había oído hablar) era un cretino, y que lo que había hecho con los cuentos de su marido era como podar un rosal en primavera cuando la planta está llena de flores y de brotes. Le dije que los originales eran infinitamente mejores que los cortados, que lo que había hecho Gordon Lish era crear una especie de telegramas absurdos, secos y amargos que debían tener que ver, quizá, con su propia visión del mundo pero no respetaban el lirismo y la complejidad del original, y que dijera a su marido que no escuchara tantos consejos y que hiciera lo que pensara que tenía que hacer aunque eso le llevara a equivocarse algunas veces. Me dijo que ella estaba de acuerdo conmigo, pero luego los cuentos aparecieron en la versión de Gordon Lish, y todo el mundo dijo que Raymond Carver era un genio y que De qué hablamos cuando hablamos de amor era su obra maestra. Los había cortado de tal modo que a veces dos personajes hablaban de algo y el lector no sabía de qué estaban hablando, simplemente porque Gordon Lish había quitado una conversación anterior donde se explicaba. Todo el mundo dijo que este tipo de cosas eran una muestra de la genialidad de Carver. A veces uno tiene que reírse con los críticos literarios.

Pero entonces comencé a pensar en crear algo yo mismo. Tanto contacto con creadores había excitado en mí el deseo de construir algo también, algo hermoso y no perecedero. Pensé en escribir, como es natural, pero rechacé la idea de inmediato. Lo mío nunca han sido las letras, sino las manos. Intenté convencerme de que escribir es algo que se hace con las manos, pero no podía ni siquiera mirar una máquina de escribir con una hoja de papel en el rodillo. Teníamos dos viejas máquinas de escribir eléctricas en la oficina que ya no usábamos. Llegué a pensar en subir una de las máquinas de escribir a mi apartamento, pero no llegué a hacerlo. Antes de siquiera intentarlo, yo ya sabía que jamás podría escribir ni una página.

Tuve otra idea. Yo tenía entonces ideas continuamente, simplemente porque me dedicaba al negocio de las ideas y de las historias. Tuve la idea de construir un templo. La idea enseguida prendió en mi imaginación, y ya no podía pensar en otra cosa. El taller funcionaba bien. Lungren y Sapkowski seguían conmigo, y luego Dinah se casó con el hijo del dueño de un hotel de Farber, Jimmy O’Connell, y nos dejó. Luego engordó, tuvo tres hijos, cogió afición a los cócteles y se convirtió en una mujer de mediana edad, pero nunca dejó de ser la misma muchacha encantadora que me trataba como si fuera mi hija. ¿Conocen ese poema de Frost que dice «nada dorado permanece»? No es cierto, hay cosas doradas que siguen siendo doradas. Se oscurecen un poco, se doblan, se cuartean un poco quizás, pero siguen siendo doradas. A veces sucede así. Contraté a otra encargada de la oficina, Dorothy, y a dos mecánicos más. Yo me limitaba a vigilar y a controlar las cosas durante la mañana, y dedicaba el resto de la jornada a mi templo.

Claro está que para ello tuve que abandonar mi servicio de asesoramiento literario, del cual ya estaba cansado de cualquier modo. Así que fui declinando peticiones y reduje mis servicios al de vender historias. Pero también eso fue desapareciendo, desinflándose lentamente como un globo abandonado al sol. Todas las cosas que hace un hombre las hace con su atención, con su ambición y con su amor, y cuando uno pierde alguna de esas cosas o las tres, entonces la cosa, sea lo que sea, muere. Nada sucede por casualidad, nada depende de la suerte, nada sucede a pesar de nosotros. Todo lo que nos sucede en la vida lo hacemos nosotros, lo hacemos crecer nosotros o lo matamos nosotros. Y entonces toda mi atención, mi ambición y mi amor estaban en el templo que yo quería construir.

Pero ¿un templo dedicado a qué? Uno podría decir que era un templo dedicado a mí mismo, ya que yo nunca he sido un hombre religioso. Tampoco soy ni he sido nunca un ateo. Supongo que siempre he creído en Dios, aunque en una especie de Dios americano. No lo sé, a lo mejor el verdadero Dios de los americanos es América, y ésa es la fuente de nuestros problemas. Nuestro Dios no es verdaderamente universal, omnisciente y todo eso, porque es en realidad las praderas, las montañas y las ciudades de América. Y el Presidente es su Único Hijo hecho carne. Decidí, pues, que aquel templo estaría dedicado a mí mismo y al espíritu de América. Para mí, este espíritu está definido por el viento. El viento que sopla en las grandes praderas y que nunca se detiene, el viento que nos hace siempre desear movernos de un lugar a otro.

El templo creció, creció, creció. Establecí un plan original, pero después de completarlo me dediqué a añadir nuevas torres y edificaciones, y luego un segundo templo, y luego un tercer templo. No busqué el modelo en ningún sitio, no consulté libros de arquitectura ni mucho menos libros de arte indio. Seguía mi intuición, algo así como unas visiones que tenía en el interior de mi cabeza. Crecían durante las noches, sombras en medio de la selva, una enorme torre parecida a una mazorca de maíz. Yo así la interpretaba, como una mazorca de maíz, el espíritu de la semilla del maíz. Sí, exactamente, una torre como ésta bajo la cual estamos ahora. Y no parecida, no vagamente similar a esta torre, sino idéntica, exactamente igual a ésta. ¿Con qué soñaba yo? ¿Soñaba con los templos de la India, los templos de la costa del golfo de Bengala? ¿O soñaba con esta isla y con estos mismos templos en los que ahora nos encontramos?

Tenía mucho terreno. El templo original estaba en la pradera que había detrás del taller, perfectamente visible desde la carretera, y enseguida se hizo célebre. Yo construía con cualquier material que tenía a mano y utilizaba muchas piezas viejas de automóviles, de camiones, de tractores, de maquinaria agrícola. Me pasaba el día con una capucha de soldador, en medio de un infierno de chispas. Así me pasé años. No creo que aquello fuera una «obsesión». Era una diversión, un entretenimiento, pero también el deseo de crear algo permanente que siguiera en pie cuando yo me hubiera ido. Trabajaba unas horas todos los días en mis templos, pero no «todo el día y toda la noche» como escribió algún periodista. Tardé tantos años precisamente por eso, porque me lo tomaba con calma.

Me convertí en una celebridad. Mi templo y mi rostro salieron en muchas revistas, y vinieron a verme toda clase de tipos que hablaban mediante polisílabos y palabras separadas con guiones, conservadores de museos, fotógrafos, críticos de arte. A mí no me interesaban su jerga ni sus pamplinas, aunque siempre era cortés con todo el mundo. Vinieron unos tipos de esa revista, Raw Vision, y fue entonces cuando oí por primera vez eso de art brut. Me hicieron una entrevista, hicieron cientos de fotos y sacaron mis templos en la portada del número de primavera/verano. Luego salieron otros artículos en periódicos y revistas. Hablaban de arte folklórico, de arquitectura popular de un «genio salvaje», del «arte rugoso y poderoso» de América. Otros me consideraban un freak y se colaban en mi casa en busca de cabezas cortadas, chicas encerradas en el sótano o cosas parecidas. Me hablaban de un cartero francés, un tal Ferdinand Cheval, muerto en los años veinte, que había dedicado treinta y tres años de su vida a construir lo que él llamaba «El Palacio Ideal», y me mostraron fotos del palacio de Cheval, y de su mausoleo, que tenía una vaga similaridad con mis templos, y también imágenes de los verdaderos templos indios de la India, especialmente los templos de Orissa. No puedo decir que yo nunca hubiera visto imágenes de templos indios, en toda una vida uno ve toda clase de cosas, pero la verdad es que no me había propuesto seguir ningún modelo, y ni siquiera había consultado los libros de arte de la Biblioteca Publica de Farber, de la que soy socio hace muchos años. Es cierto que en la película El libro de la selva de Walt Disney se ven templos similares a los de Orissa, pero yo tampoco había visto esa película. Claro que nadie te cree cuando dices esa clase de cosas, cuando dices que no habías visto esa película o que no habías leído ese libro. Y aunque te crean, suponen que la habías visto y no lo recuerdas. Se publicaron libros sobre mis templos, libros de mesa de café, con fotografías maravillosas que los hacían parecer mucho más bonitos de lo que eran en realidad. Venían en verano a hacer fotografías, cuando había espléndidos días de sol con nubes escénicas, y luego en otoño, cuando los arces se ponían rojos y amarillos. En la Universidad de San Diego se dio un curso sobre mis templos y me invitaron a asistir para hablarles a los alumnos, pero decliné amablemente. No quería convertirme en un objeto de feria. Sabía cuál era mi lugar.

Fama. Yo nunca había planeado ser famoso, y ahora no sólo era famoso sino que también era rico. Mis templos, de los cuales ya había cinco construidos, se convirtieron en una de las atracciones turísticas del condado, y comencé a recibir multitud de visitantes. Me vi obligado a organizar las visitas, y la franquicia y la T dentro de un círculo surgieron por sí solas. Se comercializaron camisetas, tazas, platos, llaveros, con la imagen de los templos. Les llamaban «los templos indios de Connecticut» o «los templos Erickson» y nadie sabía ni a nadie le interesaba saber que estaban dedicados al viento, y al espíritu de América y a la impermanencia. Podría haber cerrado el taller y vivir sólo de la atención generada por mis templos, pero no lo hice. De hecho, al terminar el quinto templo sentí que la obra estaba terminada y que era el momento de dejar la capucha de soldador en su sitio y regresar a mis motores. Supongo que estaba cansado. La fama puede ser agotadora, y nueve de cada diez veces sólo trae problemas.

Yo continuaba mandando una postal a casa de mi padre todas las Navidades. Y no llegaba ninguna respuesta. Hasta que un día llegó la respuesta, aunque no en forma de carta. Fue precisamente en Navidad, el día antes de Navidad. Una vez más, un vehículo se detiene frente al taller. De él se baja un hombre negro de unos treinta años. Me pregunta si soy Wade Erickson. Sí, soy yo, le respondo. Él me dice: soy Raymond Erickson. Tu hermano pequeño. Tenía una gran sonrisa en el rostro.

Al principio, no supe cómo tomarme la noticia. Raymond era hijo de Ogunde y de mi padre. Mi medio hermano. Mi mitad perdida. De modo que mi padre no había matado a Ogunde, ni ella se había escapado con alguien de su edad abandonando de una vez por todas a mi padre, de modo que el viejo había logrado retenerla a su lado, de modo que se habían casado y seguían viviendo en Hammerstown, habían seguido viviendo en Hammerstown, Indiana, todos esos años. Raymond había traído un álbum de fotos. Todo aquello era extraño y ácido y terrible para mí. Aquel álbum de fotos me hizo daño. Allí estaba mi padre y allí estaba Ogunde, increíblemente joven, casi una niña. A mí me parecía una mujer adulta cuando la conocí, pero ahora, al ver fotos suyas de esa época, me maravillaba la inocencia líquida de sus ojos y ese gesto de inexperiencia y de inseguridad y de ternura que tienen siempre los jóvenes. Fui pasando páginas. Allí estaba mi padre con su pantalón de faena y su pipa de maíz entre los labios y Ogunde muy rolliza y con expresión feliz, con un bebé entre los brazos, los dos apoyados en el Buick color cereza. Había engordado mucho con la maternidad, y ahora tenía la cara redonda, los labios todavía más llenos, los pechos rebosantes. Y aquel monito oscuro de grandes ojos que tenía en sus redondos y mullidos brazos era Raymond, mi hermano. Le habían puesto el mismo nombre que a mi padre. Raymond Erickson Junior. No, sólo Raymond a secas. Ray. Éste era mi hermano, Ray Erickson.

Pero la historia no termina bien. Me dijo que quería empezar de nuevo, que había tenido problemas, que le diera un trabajo en el taller. ¿Qué clase de problemas?, le pregunté. ¿Drogas? No, tío, me dijo haciéndose el ofendido. Yo no toco esa mierda. ¿Has cumplido tiempo?, le pregunté. No mucho, me dijo. Un par de cosas menores. Preferí no indagar más. Si había estado en la cárcel no era el fin del mundo, y además un hombre tiene derecho a cometer errores y tiene derecho a que le den una segunda oportunidad. Le dije que se quedara una temporada si necesitaba un trabajo. Yo no estaba acostumbrado a tener un hermano. Jamás había tenido un hermano y no sabía cómo manejar la situación, pero calculé que si uno tiene un hermano, aunque sea un medio hermano, lo lógico es que le ayude en lo que pueda.

Raymond no sabía mucho de coches, ni tampoco era un buen trabajador. Demasiadas cervezas heladas en mitad de la mañana. Demasiados breaks para fumar un pitillo o dos. Pero era el hermano del jefe, qué diablos. Se instaló en mi casa y de pronto todo tenía sentido, las reformas que había hecho, el exceso de habitaciones. La casa era tan grande que cuando él ponía su música a todo volumen yo apenas la oía. Ahora ya no estaba solo. El petirrojo no sólo había construido un nido, sino que ahora tenía compañía.

Claro que Raymond no era compañía para nadie, y mucho menos para mí. Enseguida comenzó a hacerse el dueño del lugar. Al poco tiempo de instalarse en mi casa, aparecieron sus amigos. Eran dos chicos blancos, Montgomery y Feliciano, un chico negro llamado Lenny y una chica negra llamada Doralee, y no tenían buen aspecto. Creo que Doralee estaba con Montgomery. Es posible que Lenny y ella fueran hermanos, no lo sé. No tenían buen aspecto, pero eran sus amigos, ¿qué podía yo hacer? No podía prohibirles la entrada. A veces venían a hablar con él en mitad del día, y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que andaban metidos en negocios, y que no eran negocios limpios. Le dije que sus amigos no podían venir al taller a interrumpir el trabajo y que los horarios de faena había que respetarlos. Raymond decía a todo que sí, me pedía disculpas. Siempre sonriente, siempre encantador. Era muy simpático y a todo el mundo le caía bien. Empezó a ligarse a Dorothy, la chica de la oficina, y una noche se la subió a su habitación y a partir de entonces Dorothy se pasaba el día con los ojos rojos y sonándose la nariz. Hablé con ella y me dijo que estaba enamorada de Raymond, que él la había subido a su habitación una noche y le había hecho un millón de promesas y la había tratado como a una princesa y luego la había arrojado lejos como una cáscara de cacahuete vacía y ahora no quería saber nada de ella. Además, la había dejado embarazada. ¿Cómo iba a reunir el valor para tener el niño en esas condiciones? Me pidió una semana de vacaciones para irse a Massachusetts con sus padres, pero yo sabía que iba a abortar. Entendí que quisiera hacerlo, pero siempre he pensado que el aborto es algo parecido a un asesinato. No por motivos religiosos. Yo no tengo convicciones religiosas, pero hay algo que está más allá de la religión y de las creencias, y es la vida, o quizá incluso la posibilidad de la vida. Claro que yo soy cazador, me diréis. Un poco hipócrita, eso de defender la vida cuando uno tiene la pasión de matar animales. Pero cazar no es matar. Muchas personas no comprenden que los cazadores sienten un enorme amor por sus piezas, y sienten dolor también cuando las cobran. Un cazador que no siente ese amor y ese dolor no es en realidad un cazador, sino un matarife. Además, los animales no son personas. Los animales son más bien presencias, algo así como espíritus que las personas tenemos dentro. Matar esas presencias quiere decir conquistarlas. Yo siempre he pensado que el que sale al monte a cazar en realidad sale a darse un paseo por el interior de sí mismo. Pero me alejo de mi narración principal.

Ahora los amigos de Raymond estaban en el taller todas las noches. Raramente subían al apartamento, preferían quedarse en el taller, encender las luces y ponerse allí a beber y a escuchar la radio. En invierno hacía mucho frío allí, pero de todos modos se pasaban horas en el taller, y al día siguiente estaba todo lleno de colillas y de botellas y de latas de cerveza vacías. Yo les oía desde arriba. No es que me molestaran. Llegaban la música y las voces apagadas, y si cerraba la ventana no oía nada en absoluto, pero era la sensación. La sensación desagradable de estar siendo invadido, de haber perdido mi libertad. Ahora estaba serio e irritable la mayor parte del tiempo. Comencé a tener sospechas. Comencé a sospechar que Raymond no era en realidad mi hermano. Me lo imaginé leyendo sobre mí en periódicos y revistas, enterándose de mi vida azarosa, de mis orígenes en Hammerstown. Me lo imaginé entrando en la casa de mi padre por la noche y robando el álbum de fotos e inventando la historia de que él era aquel niño negro que aparecía en los brazos de Ogunde. De modo que me cogí unos días de vacaciones y dije que me iba a Canadá a pescar. Pero no fui hacia el norte, sino hacia el oeste. A Indiana.

No reconocí Hammerstown. Estaba todo muy cambiado. La ciudad de mi infancia se había desvanecido. Llegué a la casa de mi padre, que antes estaba al final del pueblo, aparqué lejos y me acerqué caminando. Un caminante que se acerca por la carretera con las manos en los bolsillos. Un vagabundo, quizá. No sabía qué me iba a encontrar allí. Llamé a la puerta. Nadie contestaba. Me asomé a las ventanas. La casa estaba habitada, aunque no reconocía los muebles. Me senté en el porche a esperar, y me quedé dormido. Me despertó una señora de color bastante alta, pasada su juventud pero todavía con buena figura. Me clavaba su paraguas en las costillas y me preguntaba qué estaba haciendo allí. Le dije que era Wade, Wade Erickson. Ella me dijo que no conocía a ningún Wade. Pero yo me froté los ojos, la miré con atención y me di cuenta de que ella no era Ogunde. Se llamaba Rose Mary, me informó con voz cortante, Ms. Latimer para mí. Su esposo y ella habían comprado la casa siete años atrás, y no sabía nada de los anteriores dueños, ni había oído hablar jamás de ningún Erickson ni de ninguna Ogunde. Le dije que llevaba muchos años mandando postales por Navidad, y que suponía que ellos habían estado recibiendo esas postales. En efecto, las habían recibido, me dijo. Me hizo entrar en la casa, me sirvió una limonada y sacó mis postales, que guardaba allí mismo, en un cajón de la cocina. Había siete postales firmadas por Wade Erickson, con siete felicitaciones de Navidad. Me dijo que su esposo y ella no sabían quién era aquel Wade Erickson que les felicitaba todos los años, que imaginaban que era algún fiel de la parroquia. Su esposo era pastor anabaptista y tenía muchos fieles. Indiana siempre ha sido tierra de protestantes.

Cuando regresé a casa, lo primero que noté es que Raymond había estado revolviendo en mis papeles. No es que hubiera nada desordenado. Tampoco soy yo una persona obsesiva con el orden. No, fueron un par de detalles, pero me di cuenta de que alguien había abierto y examinado todos mis documentos. Quiero decir mis documentos privados, los que mantenía en mi casa. Fui a hablar con él directamente. ¿Qué buscabas, Raymond?, le dije. ¿Dinero? ¿Un testamento? ¿Qué buscabas? Por si quieres saberlo, no te he puesto en mi testamento. Creo que todavía no te lo has ganado.

Me miró con unos ojos de fiera acorralada que me dieron verdadero miedo. Me dijo que necesitaba dinero, que tenía deudas. Me dijo que necesitaba cincuenta mil dólares. Yo le dije que no tenía ese dinero, y él me dijo que era mi hermano, que tenía que ayudarle. Que si no pagaba ese dinero le romperían las piernas, y que si seguía sin pagar le arrancarían los dedos, y que si a pesar de todo seguía sin pagar le matarían. ¿En qué andas metido? Le pregunté. Me gritó que yo era un imbécil, que estaba allí todo el día en mi taller y construyendo mis estúpidos templos y que no sabía nada del mundo. Me dijo que no era fácil ser negro en aquel mundo de mierda, que un negro está acostumbrado a que todo el mundo ponga cara de terror cada vez que entra en una tienda y a que los transeúntes se cambien de acera cuando se lo encuentran por la calle, que no es fácil ser tratado siempre como un delincuente, tener que soportar humillaciones desde niño. Me dijo muchas cosas. Yo le dije que no tenía dinero. Entonces él me hizo una propuesta. Me dijo que sabía que tenía el taller asegurado, y también los templos. La cosa era sencilla: bastaba con quemar los templos y cobrar el seguro. Él cogería los cincuenta mil que necesitaba y desaparecería de mi vida para siempre.

No era cierto que no tuviera los cincuenta mil. Los tenía. Y pensé que si Raymond era de verdad mi medio hermano no podía permitir que le mataran. Le dije que quería hablar con las personas a las que les debía el dinero, seguramente porque no creía que tales personas existieran. Pero las cosas se precipitaron. Raymond tenía prisa, o bien sucedió algo que no debía haber sucedido. El hecho es que una noche aparecieron por el taller Raymond y sus amigos, muy nerviosos. Tenían los ojos brillantes, las pupilas muy dilatadas, y era evidente que se habían metido de todo. Crack, supongo. Metieron el coche dentro del taller, lo cual me extrañó, porque siempre aparcaban fuera. Me dijeron que tenían un problema. Me llevaron al coche, y Lenny, el otro amigo negro de Raymond, abrió el capó. Allí dentro había un hombre atado de pies y manos, con una capucha de plástico negro atada en la cabeza. Estaba muerto. Pero aquello era más aún que un asesinato: era una ejecución. Le habían metido varios tiros en el corazón y, al parecer, uno en la cabeza. Ante la vista del cadáver, o quizá al ver mi gesto de horror, todos se echaron a reír como locos. Reían y reían, y se les saltaban las lágrimas de la risa que les daba.

Pregunté quién era aquel tipo, y Raymond dijo que alguien que merecía morir. Pero la situación se había ido completamente de mis manos. Aquello era muy grave. Pasaban coches por la carretera. Cualquiera podía habernos visto. Sapkowski y Lungren estaban por allí todavía cuando ellos llegaron. Eran tan estúpidos o estaban tan drogados que ni siquiera esperaron a que se hiciera de noche y a que el taller estuviera cerrado para presentarse. La mitad del condado les había visto conducir hacia el taller y desviarse en mi drive in. Les dije que iba a llamar a la policía inmediatamente. Ellos dejaron de reír y se pusieron muy nerviosos. ¿Cómo la policía?, dijo Raymond. Tienes que ayudarnos. Tienes que ayudarme. Eres mi hermano. No sé si soy tu hermano o no, Raymond, le dije. Lo que sé es que en tu coche hay un cadáver. Él estaba muy nervioso, y me dijo que tenía un plan, que era un plan perfecto, que habían venido aquí precisamente porque habían tenido este plan perfecto, y que todo iba a salir bien. El plan consistía en hacer desaparecer el coche y en hacer desaparecer el cadáver. Si no había coche ni cadáver, no había caso. Si había un cadáver en un coche, había un problema. Pero si el coche y el cadáver se desvanecían, el problema se desvanecía también. Deshacerse del coche era fácil, me dijo Raymond. Yo tenía un taller mecánico, de modo que se trataba de desmontar el coche y convertirlo en un montón de piezas. Yo podría usar las piezas más tarde para las reparaciones, o incluso venderlas. Lo grandioso de la idea es que el coche que había entrado en el taller se desvanecería en el aire, ¡aunque nunca llegaría a salir de allí dentro!, o bien saldría poco a poco, pieza a pieza. Era un plan genial, y era evidente que a todos les parecía un plan genial. Y ¿qué me dices del cuerpo?, pregunté. ¿También piensas desmontarlo? Raymond me miraba con expresión desencajada. Me dijo que lo enterrarían en el bosque y que nadie lo encontraría jamás. Que primero lo quemarían con gasolina para desfigurarlo de modo que incluso si lograban desenterrarlo nadie pudiera identificarlo, y que le romperían los dientes y todo eso. Aquello se ponía cada vez peor, y yo intentaba mantener la calma. Sin embargo, los dos amigos de Raymond, Montgomery y Feliciano, los dos blancos, ahora me cerraban el paso. No pensaban dejarme salir de allí.

¿Quieres que sea cómplice de un asesinato?, dije. Ni lo sueñes, Raymond. Lárgate ahora mismo con tu mierda, es lo máximo que puedo ofrecerte. Lárgate de aquí y no diré nada. Tú no has estado aquí y yo no he visto nada. O has estado aquí, porque medio estado te ha visto conducir hasta aquí y meter dentro el coche, has hablado un rato conmigo y te has largado. Yo no sé nada. Pero no voy a ayudarte en esto.

Me imaginaba que dirías algo así, dijo él. Sacó una pistola que tenía metida en el pantalón. Era un 45, un pistolón, y era la primera vez que le veía empuñar un arma. Mira, me dijo, entiendo que no quieras implicarte. Lo entiendo. Pero tengo un plan. No tienes que ayudarnos si no quieres. Te ataremos a una columna y mañana cuando lleguen Lungren y el polaco les contarás lo que quieras. No hay trato, Raymond, dije yo. OK, dijo él, OK, tipo duro. Lo haremos mejor, entonces. Quieres que parezca real. Tienes razón. Los polis no se van a tragar cualquier cosa que les cuentes. Te daré un par de golpes y te dispararé en una pierna. Lo haré con cuidado, una herida limpia. Así, tú quedarás al margen de todo. De modo que ése era su plan. Su plan consistía en esconderse en mi taller, quemar el cadáver y luego enterrarlo, supongo, y tener además la enorme deferencia de dispararme en una pierna y dejarme toda la noche atado a una columna aullando de dolor y sangrando, y ésta era su manera de «dejarme al margen de todo». Estaba tan furioso que me abalancé sobre él y le quité la pistola. Ahora estábamos todos apuntándonos unos a otros. Yo apuntaba a Raymond, y sus compañeros me apuntaban a mí. Además del 45 tenían una pistola de bajo calibre. Ni siquiera llegué a verla con claridad. Lenny me gritó que no iba a salir vivo de allí, que no podían dejarme marchar porque sabían que iría a la policía. Yo pensaba a toda prisa. ¿Qué puedo hacer? Me puse a hablar. Les dije que les ayudaría. Que si querían desmontar el coche había que empezar inmediatamente. Pero todo se precipitó. Era difícil controlar la situación, sobre todo cuando ellos eran varios y yo uno solo. Feliciano se situó detrás de mí y me disparó por la espalda. Yo caí al suelo. Sentí el impacto en mitad de la espalda. Intenté incorporarme, pero no pude hacerlo. Allí estaba, caído en el suelo boca abajo y debatiéndome como un escarabajo al sol. Lenny se acercó a mí y me quitó la pistola de una patada. No paraban de gritar. Yo esperaba que el estruendo del disparo atraería la atención de alguno de los residentes más cercanos, aunque el taller estaba, como ya he explicado, bastante apartado de la ciudad. Además, nadie llamaría a la policía sólo por oír un disparo lejano. Todos gritaban. Sacaron el cadáver del coche y se pusieron a buscar una lata de gasolina para quemarlo, pero en el taller no había gasolina, y si querían conseguirla tendrían que sacarla de los depósitos de los coches, lo cual tampoco resultaba muy fácil. De modo que decidieron convertir todo el taller en una pira. Lo harían arder todo, y de este modo se consumiría el cuerpo y ardería también el coche. Oí decir a Raymond, que yo tenía un buen seguro y que al final yo me iba a sacar una buena tajada con todo aquello. Pero yo, quién sabe por qué, no podía moverme. Les grité que no me dejaran allí dentro, y me arrastraron hasta el exterior del taller. Ahora vas a ver fuegos artificiales, hermanito, me dijo Raymond. Sí, allí tirado en el suelo vi cómo ardía mi taller y mi casa. Es increíble lo rápido que se extiende el fuego y la facilidad con que arden y estallan las cosas una vez se ha generado el calor suficiente. Los bomberos tardaron una media hora en llegar desde el momento en que las llamas se elevaron poniendo una gran mancha anaranjada en el cielo, pero cuando aparecieron ya no quedaba mucho que salvar. Así fue como mi medio hermano Raymond destruyó mi casa y mi negocio. Pero había algo más. La bala seguía incrustada en mi cuerpo. Encajada en medio de la columna vertebral, en la zona lumbar para ser más precisos. Otra cosa más que me avergonzó: me había orinado encima. Había hecho de vientre también. Yo pensaba que era por el miedo, pero no era realmente por el miedo. Ni siquiera había tenido tiempo de tener miedo. Vino una ambulancia y me llevó directamente al Charles Ruggles Hospital de Foley. Después de hacerme radiografías no se atrevieron a tocarme y me trasladaron a Stanford, al hospital St. Francis, donde me operaron esa misma noche. Luego me explicaron que la bala había producido una sección medular y que en el Charles Ruggles no tenían neurocirugía. El hecho es que la bala había dañado la médula espinal. En Stanford me hicieron una operación para descomprimir la médula y lograron extraerme la bala, pero la sección medular se había producido a una altura tal que los nervios que controlan la parte inferior del cuerpo se vieron afectados. Perdí la movilidad de las piernas y también el control de los esfínteres. Paraplejia. Ésa era la razón de que mis tripas se hubieran vaciado al poco rato de recibir el balazo. La mitad inferior de mi cuerpo estaba físicamente bien, pero se había desconectado del sistema nervioso central. Los órganos y los miembros estaban allí, pero no podían recibir las órdenes del cerebro. Al cabo de un tiempo comencé a tener sensibilidad, aunque de una forma distinta, lo cual me daba esperanzas y, gracias al cielo, recuperé el control de los esfínteres. Oh, Dios, si me hubiera visto en la situación de andar por ahí con un pañal geriátrico y con una bolsa de orina pegada a la pierna, creo que me habría metido un rifle de dos cañones en la boca y me habría volado el cielo del paladar. Dentro de todo tuve suerte. Es difícil no tener suerte en algo, incluso en medio de la peor miseria. Pero mis piernas estaban muertas. Me puse a hacer ejercicios de recuperación, aunque los médicos me decían que la lesión había sido muy severa y que la recuperación de la movilidad no era posible. Ni siquiera una recuperación parcial. A pesar de todo lo intenté, lo intenté con furia, con lágrimas en los ojos. Pero no había nada que hacer. No había cura, ni recuperación posible. Ahora Wade Erickson era un inválido. Ahora Wade Erickson necesitaba una silla de ruedas para moverse de un sitio a otro. Wade Erickson era ahora un parapléjico.

El petirrojo había visto sus alas cortadas. El vuelo había terminado —para siempre.

Sí, el seguro pagó. Milagrosamente, porque lo que había sucedido no era un accidente sino un asalto, pero las pólizas de seguros a veces recogen situaciones que se suponen que no van a suceder jamás. Sin embargo yo ya no podía trabajar. Conseguí una baja permanente, algo que no es tan fácil cuando uno trabaja por cuenta propia. Ahora el tío Sam me pagaría un sueldo durante toda mi vida y hasta el fin de mis días. Tenía, además, el dinero del seguro. Alquilé una casita en Farber e intenté imaginarme cómo sería mi vida a partir de entonces. La policía atrapó a Raymond y a sus amigos al día siguiente del incendio. Parece ser que al tipo del capó lo había matado Lenny. En Connecticut hay pena de muerte, pero creo que no matan a nadie desde 1976. De modo que Lenny se libró de la inyección letal y le cayeron treinta años. A los demás diez. Diez años por destruir mi vida y estar a punto de matarme. ¿No es eso bastante barato? Con buena conducta, Raymond saldría en cinco años.

En las semanas y los meses que siguieron averigüé muchas cosas. Averigüé que Raymond era realmente mi hermano, que era hijo de mi padre y de Ogunde, y que ella ahora se había cambiado de nombre y se hacía llamar Helen Erickson. Averigüé que mi padre había muerto siete años atrás, y que Helen Erickson vivía en Wichita Falls, donde era mánager en un taller de ropa interior de señora especializado en corsés y en tallas grandes. Le escribí, pero nunca me contestó. No sé por qué, supongo que por vergüenza, vergüenza por su hijo y por lo que me había hecho. Pero me hubiera gustado volver a verla, ésa es la verdad.

Seguí viviendo en Farber. Era donde tenía los pocos amigos que había logrado hacer en este mundo, y además estaba cerca de Dinah y de su familia, que me consideraban uno de ellos. Sí, después del accidente Dinah, por así decir, me adoptó. Yo me llevaba bien con todos, con su marido, con sus hijos, con su hermana Lorna, con sus padres. Incluso me ofrecieron que viviera en el apartamento que tenían encima del garaje, pero yo no acepté porque me daba vergüenza, porque tenía mucho más dinero que ellos y porque no quería ser una carga para nadie. Podría haberles pagado el alquiler, es cierto. Estaba el problema de la silla de ruedas, aunque tenía fácil solución: bastaba con construir una rampa para poder subir al piso de encima del garaje. En la familia todos deseaban que aceptara, pero no acepté. No sólo por vergüenza, sino también por miedo a perder todavía más libertad, a hacerme más dependiente. Pensé que ahora que iba con una silla de ruedas a todas partes, si comenzaba a vivir con ellos me convertiría definitivamente en un viejo. Sin embargo, comía con ellos casi todos los días, y me ocupaba de cuidar de los pequeños, Francis y Juliet, que me llamaban uncle Wade. En la vida uno se encuentra ángeles y diablos. Dinah O’Connell fue uno de mis ángeles. Ahora era una mujer de mediana edad, había ganado algo de peso y a veces, como decía, se excedía con los cócteles, pero seguía siendo la misma. Encantadora, lista, animosa. Jimmy y ella se adoraban, y ahora ella había ganado treinta libras y Jimmy seguía adorándola. Su casa siempre estaba llena de amigos y de familia, y en Navidad la casa se convertía en una fantasía de luces de colores y de adornos, de espumillón y ramas de pino y bolas doradas y renos de tamaño natural, y el tío Wade siempre andaba por allí, y siempre había grandes asados en el horno, y luces, y música, y todo era a causa de Dinah, porque a ella no le molestaba cocinar para veinte personas y siempre estaba de buen humor, siempre con un cigarrillo en los labios y con una copa de vino en la mano y yendo de acá para allá. Luego tuvo un cáncer, le dieron quimioterapia y perdió todo el pelo. Todo eso pasó en apenas dos años. Sí, muy rápido. Cuando Dinah estaba enferma yo pasaba bastante tiempo con ella. A veces la acompañaba al hospital cuando Jimmy no podía hacerlo. Llevaba un pañuelo en la cabeza para ocultar la pérdida del cabello y tenía mal aspecto. Como si se fuera a morir. Y yo maldecía el universo que hacía cosas horribles a las mejores personas y ella decía que éramos the odd couple, ella con su pañuelo de amish en la cabeza y yo con mi silla de ruedas. Los medicamentos que le daban le quemaban el cuerpo por dentro, le dejaban el esófago y el estómago en carne viva. Pero la quimioterapia funcionó. Dinah se recuperó por completo, y el pelo volvió a crecerle y volvió a ser la misma de siempre. Cuando llegaron los resultados de las pruebas del hospital que confirmaron que el tratamiento había sido un éxito y que el cáncer había desaparecido, los O’Connell hicieron una fiesta. Y yo, en mi habitación, lloré de felicidad. No he llorado muchas veces en mi vida. Ésa fue una de esas veces.

Sin embargo, ¿qué vida me quedaba por delante? Ya no podía trabajar. Ya no podía salir al monte a cazar. No podía ni subir un escalón sin ayuda. Estaba condenado a mi silla de ruedas. No era un anciano todavía, pero me sentía como un anciano. Cuando me veía reflejado en los escaparates de Main Street, en Farber, se me caía el alma a los pies. ¿Ése soy yo?, pensaba. ¿Ese señor mayor que se arrastra en una silla de ruedas? ¿Ese pobre parapléjico con aire desamparado? Los niños y las chicas jóvenes eran amables conmigo, y las señoras me sostenían la puerta al pasar. Todos conocían mi historia. Supongo que todos sentían lástima por mí, pero que todos en su fuero interno pensaban también que yo era un imbécil que me había dejado embaucar como un niño, y que se alegraban de que me hubiera sucedido todo eso a mí y no a ellos. A veces iba a mis templos y me pasaba allí una mañana o una tarde. Los que habían comprado la gasolinera no habían querido ocuparse de ellos, y de cualquier modo la novedad ya se había pasado y ya no venían tantos curiosos como antes. Además, yo tenía dinero de sobra para vivir. De modo que decidí terminar con aquello de la franquicia, las camisetas, las entradas. Los templos comenzaron a llenarse de flores y de plantas, de enredaderas y de nidos de insectos y de aves. Seguían viniendo curiosos de vez en cuando. Se hacían fotos frente a los templos, curioseaban aquí y allá y seguían su camino.

A veces pienso en la ley de la causa y el efecto. En esa hilera de fichas de dominó que van cayendo unas sobre otras, y en la posibilidad de quitar una de las fichas para evitar que toda la hilera acabe tumbada en el suelo. ¿Dónde comenzó la hilera? Pienso que todo el problema comenzó con aquella granja donde yo era el encargado de limpiar la mierda de vaca. De haber tenido otro trabajo mejor, o que oliera mejor al menos, no habría buscado el empleo en la Gran Island del lago Champlain, y no habría caído en la granja-monasterio de los Feller y no habría descubierto la lectura. No me habría aficionado a los libros, y cuando Jerry Salinger apareció en mi taller no habría tenido nada que decirle, y no me habría dedicado a vender historias a escritores sin inspiración, y no habría deseado crear nada yo mismo, y no habría tenido la peregrina idea de ponerme a construir templos indios en medio de los bosques de Connecticut, y no me habría hecho famoso, y Raymond no habría oído hablar de mí ni habría concebido la idea de aparecer por allí y hacer la escena del hermanito para sacarme todo el dinero que pudiera y yo no sería un inválido en una silla de ruedas. Es posible, pero también pienso que yo habría encontrado la lectura tarde o temprano y me habría convertido en un lector, y también pienso en lo extraordinario que resulta que J. D. Salinger, el hombre más huidizo y esquivo que jamás haya existido, tuviera un problema con su jeep precisamente al lado de mi taller. Y pienso que todo lo que me ha sucedido es tan improbable y tan extraño y está unido por una lógica tan tenue, que seguramente me ha sucedido porque me tenía que suceder, porque era mi destino (dijo my lot, que en inglés tiene un sentido menos determinista y amenazador que my fate o my destiny), y uno no puede escapar a su destino.

Pensé que me convenía salir de Farber una temporada, y tuve la peregrina idea de viajar a la India para contemplar esos templos en los que me inspiré sin saberlo, el gran templo Lingaraja de Bubaneshwar, al que no dejan entrar a los no hindúes y que sólo se puede contemplar desde la terraza de un edificio vecino, y también los otros templos de la región. Tenía verdaderos deseos de irme muy lejos, a un lugar remoto donde nadie supiera nada de mí. Así fue como me subí al avión en el que coincidimos todos nosotros. Seguramente fue una temeridad hacer un viaje tan largo estando confinado a una silla de ruedas, pero creo que era precisamente la temeridad de la aventura que iba a emprender lo que más me atraía. Mis amigos de Farber estaban escandalizados. Dinah me dijo que no debería ir solo, que no podía ir solo. Que no podría manejarme en la India yo solo con mi silla de ruedas. Pero ¿quién iba a venir conmigo? Le dije que se viniera ella conmigo, que la invitaría con mucho gusto, pero Dinah no se veía a sí misma bajándose de un avión en Calcuta y abandonando a su familia durante dos semanas. Jimmy dijo que me acompañaría, pero siempre estaba liado con el trabajo y nunca encontraba el momento adecuado. De modo que un buen día encontré una oferta de Global Orbit, llamé por teléfono y compré un billete.

Supongo que ahora todos comprenderán el porqué de muchas cosas, y también la razón de que yo haya decidido no abandonar jamás esta isla. Sí, esta isla será mi tumba. Viviré aquí todo lo que me queda de vida. Tú recordarás, John, añadió dirigiéndose a mí, lo que sucedió justo después del accidente. Todo el mundo estaba gritando. Había un hombre caído en el pasillo e impidiendo el paso. Un hombre negro, muy corpulento, vestido con un traje azul. Tú me gritabas que te ayudara a levantarlo, que no podías hacerlo solo. Yo dije que no podía ayudarte. Tú estabas allí gritando, y todo el mundo se levantaba y gritaba, los heridos gritaban, los supervivientes gritaban. Y en medio de todo yo estaba allí callado e inmóvil. Pero ¿qué podía hacer sin mi silla de ruedas? ¿Qué podría hacer con mis piernas muertas? Si me levantaba de mi asiento y salía al pasillo, caería al suelo y tendría que salir arrastrándome, y la multitud me pasaría por encima y me patearían. De todos modos, apoyé las manos en los brazos del asiento e intenté incorporarme. Y entonces tuve una sensación asombrosa. Mis piernas estaban vivas de nuevo. Mis piernas respondían. Estaban allí en toda su longitud, en todo su peso, con su armadura de huesos y músculos, cálidas, vivientes. Mis pies descalzos se apoyaban en el suelo, y sentí de nuevo la planta de los pies, una sensación maravillosa que ya había olvidado, la sensación de pisar el suelo y sentir el fundamento del mundo. Me puse de pie. Comprendí que lo que estaba sucediendo allí era un milagro. Para los demás, una tragedia, quizá un castigo. Para mí, un regalo. Y sonreí.

Brilla, mar del Edén
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