61
Llegamos a la Central

Al día siguiente salimos del Silo con las mochilas llenas de víveres, y seguimos caminando en la dirección del último rastro. No soy capaz de describir nuestro estado de ánimo en aquellos momentos. Recuerdo que hablábamos sin parar de todo lo que habíamos encontrado en el Silo. Sin duda lo que más nos asombraba había sido descubrir que las gentes que vivían en aquella isla llevaban largo tiempo espiándonos y escudriñando nuestras vidas.

Se nos ocurría que no debía de haber sido una casualidad que coincidiéramos todos en aquel avión de Global Orbit, que en realidad habíamos sido traídos a propósito a la isla. Pero ¿con qué intención? ¿Para ser a continuación ignorados, torturados, maltratados? Nada de aquello tenía sentido.

Íbamos avanzando paralelamente a los sistemas montañosos del centro de la isla, que quedaban siempre a nuestra izquierda, adentrándonos en la región sur por una zona de valles pedregosos y casi desérticos donde crecían especies propias de climas con pocas precipitaciones, plantas leñosas, retorcidos arbolillos similares a mezquites y grandes cactus erizados de espinas. A veces las largas espinas violáceas circundadas de cerdas doradas se nos clavaban en la piel. Extraerlas de la carne era un sufrimiento, ya que penetraban hasta dos centímetros con toda facilidad. En un desfiladero de piedras volcánicas por el que todos hubiéramos agradecido que corriera un río, descendíamos laboriosamente en dirección a lo que parecían las verdes llanuras del sur de la isla.

Wade, que iba en cabeza, dio un grito y vimos a una mujer caída entre las piedras unos cien metros más abajo. Estaba vestida con unos pantalones cortos y una camiseta color fucsia que destacaba entre los ocres y los morados de las rocas. Varias aves negras de grandes alas volaban en círculo en el cielo, vigilando su posible almuerzo. Descendimos hasta donde se encontraba la mujer, suponiéndola muerta. Pero no estaba muerta, y tampoco se trataba de una mujer. Era Swayla, la pequeña Swayla, agotada y deshidratada.

Cuando se recuperó, nos contó su odisea. Ella y las otras mujeres habían sido llevadas a través de la selva colgadas de largas pértigas y luego, una vez despiertas, caminando, aunque atadas con sogas en una larga hilera, igual que transportaban antaño a los esclavos para que no escaparan. Las llevaban a todas amordazadas, y ni siquiera cuando se encontraban a varios días de distancia del poblado les quitaron la mordaza. Los salvajes e Insiders que las transportaban nunca les dirigían la palabra y apenas hablaban entre sí. Los salvajes eran especialmente silenciosos. Comían, caminaban, trepaban a un árbol para otear la distancia, hacían un fuego, todo en silencio. Los Insiders se comunicaban con ellos mediante gestos o bien utilizando unas pocas palabras en inglés o en la lengua nativa, que el jefe de todos ellos, el llamado Abraham Lewellyn, parecía conocer bastante bien. Sólo les quitaban la mordaza para darles de comer, con la advertencia de que si hablaban o gritaban las amordazarían de nuevo y las dejarían sin comer, de modo que todas las mujeres se alimentaban en silencio y luego permitían dócilmente que las amordazaran de nuevo. Aquella obsesión no era nueva entre los Insiders, y algunos de nosotros habíamos tenido que aprender por las malas lo importante que parecía resultar para ellos mantener el silencio cuando se encontraban en el interior de la isla.

Swayla no sabía adónde habían llevado al resto de las mujeres. Les había costado tres días a sus raptores descubrir que ella no era en realidad una mujer, sino un hombre, aunque ella se agachaba como las mujeres para hacer sus necesidades. Pero no tenía consigo las hormonas que solía tomar, y le había empezado a salir la barba. Aquello les había dado la clave. Los salvajes se habían reído mucho al contemplar sus genitales, y los Insiders le habían dicho que no la necesitaban y que iban a soltarla, que regresara por el mismo camino y no tendría problemas, pero que por ningún motivo se le ocurriera adentrarse en las montañas del interior de la isla.

—¿Qué hay allá dentro que es tan terrible? —alcanzó a preguntarles Swayla.

—Para que te lo imagines —le dijo el hombre llamado Abraham Lewellyn—. En esta isla, nosotros y nuestros aliados Wamani somos los buenos de la película. Los de las montañas son verdaderos animales.

Aquel hombre le daba terror, nos contó. Era un hombrecillo, es cierto, una especie de monigote de grandes ojos saltones, pero aquellos ojos saltones irradiaban una fuerza y un poder que producían escalofríos.

Los demás le llamaban «Abe» o «Abraham», pero le trataban con enorme respeto y deferencia. También los Wamani le trataban con respeto. Todos dependían absolutamente de él, de sus decisiones, de sus órdenes. Por lo demás, nada parecía haber en él de terrible. Tenía un tono de voz ligeramente aflautado, y cuando hablaba era suave e irónico. Se notaba que tenía sentido del humor y que era inteligente, muy inteligente, más inteligente de lo normal. Le preguntamos qué le hacía pensar eso y no supo explicarlo. Es una sensación, dijo Swayla. La sensación de que no es una persona como las demás. Alguien capaz de casi cualquier cosa, con una mente que ve por adelantado lo que las demás personas no ven ni siquiera cuando lo tienen encima.

Le preguntamos por los niños. Nos contó que no los había visto, que en su grupo iban sólo las mujeres, y que tampoco les había oído comentar nada de los niños.

El doctor Sutteesh le preguntó por Vrajavala y Roberto B. y Óscar le preguntaron por Xóchitl, y Swayla les dijo que hasta el momento en que ella había seguido a la expedición estaban todas bien, y que todas le habían parecido unas mujeres muy fuertes y resistentes.

Le dijimos a Swayla que le daríamos víveres para que regresara al poblado, pero le aterraba la perspectiva de pasar días y días cruzando sola la isla, de modo que se unió a nosotros.

Al atardecer de ese día llegamos a una zona descubierta en la que no crecían árboles. En medio de un paisaje ondulado cubierto de hierba y de helechos bajos, vimos una extraña columna metálica de tinte cobrizo coronada con una esfera de unos dos metros de diámetro que parecía de estaño. La columna era de sección cuadrada, con los bordes biselados y estaba recorrida por dibujos similares a runas, que parecían grabadas con un buril sobre la plancha metálica que la recubría. Tendría unos diez metros de altura, y sus lados brillaban con la luz del sol. La esfera de estaño que la coronaba brillaba todavía más, y reflejaba igual que un espejo. Al contrario de los otros restos, ruinas y edificaciones que habíamos encontrado en la isla, parecía reciente y bien cuidada. Enseguida descubrimos otras dos columnas iguales, una a la izquierda y otra a la derecha, y luego una larga hilera de columnas, todas coronadas con brillantes esferas de estaño, que recorría el paisaje subiendo y bajando por las laderas de hierba.

A lo lejos, hacia la izquierda, vimos el mar. Aquéllas eran las costas del sur de la isla. De modo que habíamos logrado cruzarla de un extremo a otro.

Nos acercamos con prevención a una de las columnas. Joaquín dijo que aquella hilera de columnas y de esferas debía de tener una función protectora de alguna clase y que quizá fuera peligroso cruzarla. Hicimos diversas pruebas lanzando cosas a través de la imaginaria pared de energía que uniría una columna con la siguiente, y llegamos incluso a capturar varios seres vivos, un lagarto, dos ranas príncipe y un tritón hallado en las aguas de un arroyo cercano, y los arrojamos también al otro lado sin que sufrieran daño alguno. Luego nos enteraríamos que aquella línea de columnas creaba, en efecto, un muro de energía cuyo objetivo era impedir que el gigante azul entrara en aquella parte de la isla, una extensa península cuyo istmo nosotros estábamos ahora a punto de cruzar, la península donde los Insiders tenían su cuartel general.

Ignoro la razón de que el muro de energía estuviera desactivado en aquellos momentos. ¿Lo habían desactivado a propósito para que nosotros pudiéramos cruzarlo?

Un par de kilómetros más allá, la vegetación comenzaba de nuevo. Más tarde nos enteraríamos de que era la propia pared de energía que creaban las columnas la que tenía el efecto de despejar el paisaje de especies vegetales grandes. Cruzamos una profunda depresión del terreno y luego ascendimos y los árboles comenzaron a aparecer de nuevo, así como las herbáceas gigantes y los arbustos con flores. A nuestras espaldas quedaba ahora el macizo montañoso de la isla y el volcán central, que no estaba realmente situado en el centro geográfico de la isla, sino más bien hacia el sur, ya que yo nunca lo había visto tan alto e imponente como ahora. Su cima estaba, como siempre, cubierta por las nubes. Yo recordé esa famosa nube de la poesía, la nube que oculta al Cristo que asciende. Y la representación de Cristo, en consecuencia, como una nube. Como una sombra.

Sombra de la nube, cúbreme.

Sombra de la nube, dame cobijo.

Ahora que la península crecía en amplitud, había desaparecido la visión del mar, que habíamos podido entrever apenas a lo lejos. Alrededor de dos horas después de cruzar la hilera de columnas metálicas, sin contar una hora dedicada al descanso y al almuerzo, llegamos hasta una pared de unos tres metros de altura, completamente recubierta de enredaderas, raíces aéreas y plantas de todas clases. Comenzamos a recorrerla hacia el sudeste, esperando encontrar una abertura o incluso una puerta que nos permitiera pasar al interior del recinto vallado. Íbamos todos, lo recuerdo con claridad, en un absoluto silencio. Cuando llevábamos unos veinte minutos caminando a lo largo del muro, oímos voces al otro lado. Se trataba de gritos apagados, acompañados de golpes repetidos rítmicamente, como de una pieza de madera golpeando algo hueco, quizá una caña de bambú, o quizá una caña de bambú gruesa golpeando una cuerda muy tensa. Nos detuvimos para escuchar mejor. Parecían gritos de mujeres, quizá de mujeres aborígenes. Encontramos un lugar en el que un enorme ficus, que había crecido pegado a la pared, había dejado caer sus ramas líquidas sobre lo alto de la construcción, proporcionando una especie de red de ramas-raíces que caían hasta la tierra y por las que no parecía demasiado arduo trepar. Ni siquiera a mí me costó demasiado hacerlo, gracias a la ayuda de mis compañeros de expedición. Y así, uno por uno, nos fuimos asomando a lo alto de la pared.

Había bastante espacio entre las ramas-raíces, y muchos lugares para agarrarse. La copa del baniano proporcionaba un buen camuflaje para no ser vistos por los del otro lado, aunque permitía al mismo tiempo la visión de una zona de al menos trescientos metros a la redonda.

Al otro lado de la pared de piedra había una inmensa pradera de césped bien cortado, que descendía en una suave pendiente ondulada. A menos de cien metros del lugar desde donde observábamos había un campo de tenis en el que cuatro mujeres jóvenes, vestidas con equipos de tenis blancos, gorra de visera, camiseta, falda corta plisada, muñequeras, calcetines y zapatillas de tenis, jugaban un partido de dobles. Jugaban muy bien, casi como profesionales. La pista estaba rodeada de alambradas metálicas muy altas para impedir que las pelotas se fueran lejos. Más allá se veían otras dos pistas de tenis vacías y una espesa hilera de árboles de sombra, al otro lado de los cuales se adivinaban más edificaciones. Estuvimos allí una media hora, contemplándolas jugar, incapaces de movernos, hasta que las cuatro mujeres terminaron el partido y comenzaron a retirarse, secándose el sudor de la cara y bebiendo agua de botellas que tenían en sus bolsas de deportes y guardando sus raquetas en sus fundas y las pelotas color lima brillante en sus tubos de plástico.

Sus voces se oían con toda claridad. Hablaban en inglés, una de ellas con acento australiano.

—¿Qué hora es? —preguntó una.

—Las cinco y media —dijo otra.

—Tenemos tiempo para un baño —dijo otra.

Cuando desaparecieron las cuatro, charlando muy alegres y haciendo comentarios sobre el partido y también sobre alguien llamado Jeffrey, nosotros descendimos por las raíces que crecían también del otro lado de la valla, y pusimos de nuevo los pies en el suelo.

Lo que teníamos frente a nosotros parecía algo así como un lujoso resort de vacaciones. Detrás de los dos campos de tenis había una masa de árboles oscuros, al otro lado de los cuales se veía un edificio bajo de ladrillo. Las ondulaciones cubiertas de césped eran el extremo de un campo de golf, cuyos palos con banderitas blancas señalaban la posición de varios hoyos aquí y allá. A lo lejos se veía un vehículo cortacésped ascendiendo lentamente por una ladera, y mucho más lejos otro vehículo cortacésped descendiendo lentamente por otra ladera. A través del aire límpido de la tarde nos llegaba el distante rumor de sus motores.

Más allá de los campos de tenis había una piscina muy grande, rodeada por una zona de cemento en la que había hamacas y sombrillas. Unas veinte personas, hombres y mujeres, se bañaban en la piscina y algunos estaban tendidos en las hamacas o sentados bajo las sombrillas tomando bebidas en vasos altos o copas de cóctel. Había mesas redondas de aluminio, y del edificio de ladrillo salían y entraban camareros con bandejas. Nos fuimos acercando caminando discretamente pero sin escondernos, primero porque no había cómo hacerlo, y segundo porque parecía absurdo suponer que aquellas buenas gentes quisieran hacernos ningún mal.

La piscina y las instalaciones deportivas estaban construidas en una zona elevada, desde la que, volviendo la mirada hacia el sur, se dominaba perfectamente el perfil de la península en la que nos encontrábamos. Sí, allá a lo lejos, a unos siete u ocho kilómetros, estaba el mar, una recortada costa de calas y penínsulas, lagunas e isletas. La ciudad estaba allí mismo, ladera abajo, varias decenas de edificios prefabricados distribuidos irregularmente en medio de un paisaje verde de grandes árboles, barrizales y huertos recorrido de caminos blancos. Era una ciudad al estilo americano, con casas deslindadas unas de otras que no formaban plazas ni calles. Edificios pintados de diversos colores, con prevalencia del amarillo calabaza y el rosa coral, casi todos de una planta. Postes de la luz que llevaban gruesos cables negros de un punto a otro. Una amplia extensión de pasto en la que se veían varios jeeps aparcados en fila. Postes de madera con altavoces asegurados en lo alto. Un edificio más grande que los otros, alargado y recorrido de una larga veranda, que parecía albergar oficinas. Un edificio blanco, alargado, con una cruz roja pintada en la pared, seguramente un hospital o una enfermería. Otro edificio redondo que parecía un granero. Hacia el fondo, una sucesión de barracones pintados de verde, cinco o seis filas iguales, una tras otra. Alguna palmera. Palmas del viajero moviendo sus grandes abanicos. Hibiscos arborescentes. Charcas aquí y allá, algunas con garzas o con flamencos paseando pensativos entre juncales. Huertos. Terrenos baldíos que seguramente eran huertos puestos en barbecho. Una empalizada con varias reses grandes. Grandes árboles de sombra en los jardines.

Estábamos paralizados por la sorpresa. Creo que todos habíamos supuesto que los Insiders vivían en la selva, seguramente en condiciones mejores que los guerrilleros, probablemente en cabañas. Habíamos supuesto que tenían armas, que disponían de alimentos. Pero creo que ninguno de nosotros imaginaba que al tiempo que nosotros nos veíamos forzados a vivir en la intemperie, sin agua, sin comida, sin medicinas, había otros, sólo unos pocos kilómetros más allá, que disfrutaban de todas las comodidades de la civilización.

Esto que veíamos era la Central. «Central», la llamaban. Likkendala City era su nombre oficial. Había unas sesenta viviendas en Likkendala City, varios edificios de oficinas, un hospital, un colegio, almacenes donde se guardaban los vehículos y las herramientas, un silo subterráneo donde se almacenaban provisiones y armas, el edificio circular que nos sorprendió la primera vez, que ellos llamaban «el templo» y que era una especie de centro de reuniones (no había iglesias ni templos de ninguna clase en Likkendala City) y luego los verdes barracones del fondo, donde se instruía al personal y donde vivían los trabajadores no especializados, que debían de rondar el centenar. En total, una población de unas cuatrocientas personas, con una media de edad de treinta y cinco años. El mar, como digo, estaba sólo unos pocos kilómetros más allá. No entiendo por qué no habían construido su ciudad en la costa, que siempre es más fresca que el interior. Sea como sea, las elevadas temperaturas de la isla no eran un problema para los habitantes de Likkendala City, ya que casi todas las viviendas tenían aparatos de aire acondicionado. Una carretera conectaba la ciudad con el puerto, situado en una bahía naturalmente protegida del oleaje. La ciudad disponía también de un aeropuerto que llevaba muchos años abandonado y con la pista de asfalto invadida de brañas, dado que era prácticamente imposible entrar o salir de la isla por el aire. La única comunicación de Likkendala City con el mundo exterior se realizaba a través de un submarino. Todos estos detalles los iríamos conociendo más tarde, claro está. En aquel momento lo único que podíamos hacer era contemplar la ciudad que se extendía a nuestros pies, mirando a un lado y a otro como sin poder creer lo que estábamos viendo.

Un camarero se nos acercó y nos preguntó amablemente si éramos miembros de aquel club. Nosotros le mirábamos sin saber qué contestar. Pero aquella situación duró apenas unos minutos. Enseguida aparecieron varios jeeps subiendo por la pendiente y nos rodearon. Saltaron a tierra hombres armados que nos hicieron subir a los vehículos a punta de pistola. Luego nos condujeron hasta la zona de los barracones que estaban situados al fondo de la ciudad. Al cruzar por entre los bungalows, contemplábamos con mudo asombro escenas de vida civilizada. Un columpio colgando de la rama de un árbol. Un hombre con un sombrero de paja recortando un seto. Un grupo de hombres con monos azules de trabajo acodados en lo que parecía la barra de un bar abierta a la calle. Un grupo de mujeres con leotardos haciendo yoga en una pradera. Cuando llegamos a la zona de los barracones, nos sacaron de los vehículos, siempre sin dirigirnos la palabra, y nos encerraron allí, dos por habitación. Así fue como caímos prisioneros de los Insiders.

A mí me colocaron en una habitación (en realidad debería decir «en una celda») con Wade. Era un cuarto muy sencillo de techo y paredes blancas pintadas de color verde hoja hasta una altura de un metro veinte, con una cama a cada lado cubierta con una colcha de algodón, una mesa de formica blanca con dos sillas metálicas en el centro, una ventana enrejada cubierta con una persiana, un ventilador en el techo y un pequeño excusado donde había un espejo, un lavabo y un retrete. Comodidades espartanas para el mundo, pero para nosotros aquello era como estar en un hotel de cinco estrellas. Uno abría el grifo y salía agua. Uno encendía el interruptor y se encendía la lámpara. Con sólo pulsar un botón en la pared, el ventilador se ponía a girar en el techo. La cama era una cama de verdad, y las sábanas estaban limpias, y uno tenía un techo sobre la cabeza, un verdadero techo, y verdaderas paredes, aunque fueran las paredes de una celda. Recuerdo haberme sentido feliz de estar allí dentro, y recuerdo que Wade me miraba con gesto de pocos amigos.

—¿Estás feliz de haber sido hecho prisionero, John? —me dijo.

—No seas tan negativo —le dije—. Esta gente no puede ser tan mala. Mira cómo viven. Tienen piscinas, campos de tenis, luz eléctrica… Aquí viven familias. ¿No has visto columpios y juegos de niños? Es posible que nuestros problemas se hayan terminado.

Cuando se hizo de noche nos sirvieron la cena: ensalada, pasta de mandioca, arroz, frijoles negros en salsa y pescado hervido, y de postre gelatina verde. Todo me resultó delicioso.

Media hora después de retirar las bandejas de la cena, se apagaron las luces.

Brilla, mar del Edén
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
autor.xhtml