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Mujeres de Oakland

Ésta es la lista de las mujeres con las que me acosté durante mi primer año en Oakland.

1. Rose Vindeland. Era camarera en el Blue Ohio, un bar de Oakland. Tenía maravillosos tatuajes en los brazos que representaban algo así como retorcidas llamas azules. Una noche, con un whisky de más, le pregunté cómo continuaban aquellos tatuajes y hasta dónde llegaban, y me invitó a su casa para mostrármelos. Continuaban por sus hombros y por su pecho, rodeaban sus senos y eran devorados por un sol de rostro amenazante sobre la boca del estómago, que vomitaba más rayos de fuego azul que descendían luego hasta su pubis y bajaban por sus caderas y por sus muslos. Justo encima del pubis tenía tatuado un pequeño avión biplano rojo como los que se usaban en la Primera Guerra Mundial.

2. Gala Moorehead, esposa del rector Moorehead. Era una mujer muy atractiva de cuarenta y dos años. La conocí en una fiesta en el decanato de la facultad y me confesó allí mismo, mientras bebíamos vino blanco y mordisqueábamos tostadas untadas con pasta de anchoas, que era ninfómana y se dejaba manosear y bajar las bragas por cualquiera. Yo pensé que no la había entendido bien o que tenía un extraño sentido del humor, pero me citó en los servicios de las pistas de baloncesto diez minutos más tarde, donde me demostró que hablaba completamente en serio.

3. Vinezia Hilton, la primera alumna con la que me acosté, una muchacha muy alta, casi sin senos, con grandes ojos melancólicos y un extraño olor corporal (olía a aceite de nueces y a trementina) con la que pasé una tarde inolvidable. La cité en mi casa para entregarle una carpeta de ejercicios y ella asumió que la había invitado para follarla. Creo que gracias a ella comprendí que todas las mujeres de Rosley College estaban, por alguna razón, dispuestas a acostarse conmigo con tal de que yo se lo pidiera o incluso sin necesidad de que se lo pidiera. Era la hija de un juez de Boston y su madre había sido primera bailarina en el ballet Joffrey de Nueva York.

4. Aida Everett, Puffy. Dueña de una pastelería en Oakland donde yo desayunaba algunas mañanas. Tenía una hija de seis años que dormía tranquilamente en su cuarto mientras nosotros hacíamos el amor. Su sexo sabía a vainilla y olía a pan tierno. Se lo dije, y ella me dijo que yo era cute.

5. Amanda Shaftesbury, una alumna británica que me confesó que desde su llegada a América estaba soñando con hacerlo con un negro, con un latino y con un nativo americano. Tardé en darme cuenta de que yo era el latino. Me dijo que jamás había probado ningún pene que supiera tan bien como el mío, y me preguntó si utilizaba algún tipo de producto, crema o loción para aromatizarlo. Qué estúpida era. Me preguntó que si su sexo olía bien y yo le dije que olía a queso Cheddar muy curado y a cerveza lager, dos aromas perfectamente atractivos. Pero en vez de reírse, se ofendió.

6. Cheyenne Joan. Una loba hambrienta, maravillosa, compañera sentimental de un biker local llamado Billy Bighorn Hunsen, que estaba por esa época en el hospital Trinity Memorial de Oakland a consecuencia de una pelea. Bebía el bourbon como agua y fumaba mariguana sin parar, pero había en ella algo patricio, lento, majestuoso, que me hacía admirarla. Durante muchos años pensé que era la mejor amante que había tenido nunca.

7. Linda Slonim, esposa del profesor de armonía Ezequiah Slonim. Tenía los pechos operados, lo cual no resulta muy atractivo. Su sexo olía a piel de mandarina y sus muslos estaban aquejados de «piel de naranja».

8. Sandy Brucelay, una alumna de composición. Le pregunté qué instrumento tocaba y me dijo, mirándome con sus límpidos ojos azules y dejando la lengua en un lugar donde yo pudiera verla, que su instrumento principal era el piano, pero que lo que más le gustaba era tocar el clarinete. Le dije, totalmente fascinado por la cualidad meretricia de mis alumnas, especialmente de las más pijas y elegantes, que me encantaría que tocara algo para mí alguna vez, y ella me dijo que podía pasarse por mi casa al caer la tarde. Muchas veces me he preguntado si habría algo en los olmos de Oakland, algún perfume afrodisíaco, o quizá en la composición del agua…

9. Liebe Rossbaud, alumna de armonía. Pertenecía a una próspera familia de Newport de origen alemán y vivía en Oakland en un piso de estudiantes con sus dos hermanos, Leben y Frieden. Leben era uno de los genios del Departamento de Música de Rosley y tenía un enorme talento para improvisar en el órgano. Frieden estudiaba administración de empresas y tocaba la tuba de forma no profesional. Liebe, la más joven de los tres, estudiaba percusión. A pesar de que era alumna del college, la conocí una tarde en las orillas de Andeoni Park, dormida con un libro sobre el pecho debajo de un sauce y con las gafas caídas en la hierba. Era una preciosa escena. Liebe era una muchacha muy alta, con una cabellera rubia cortada por encima de los hombros, e iba vestida con una rebeca malva de ganchillo, pantalones de camuflaje y botas militares. Incluso sus enormes botas militares color calabaza añadían encanto a la escena. Había una familia de ocas a su alrededor, curioseándola. Una de las aves cogió sus gafas con el pico y se alejaba con ellas cuando yo intervine, dando unas voces que despertaron a la muchacha. No pude evitar que la oca se tragara las gafas a toda prisa. Por esa razón, la tarde que me conoció, Liebe me veía ligeramente desenfocado, como si fuera el personaje de un sueño. Comenzamos a hablar de ocas, de animales, de ataques de animales, de la fauna de Nueva Inglaterra, de si había o no había lobos en New Hampshire y, por extraño que pudiera parecer, aquellos temas absurdos nos mantuvieron entretenidos un largo rato. Terminamos comiendo ostras fritas y New England Chowder en el Pier 51, un restaurante de viejos lobos de mar con paredes de madera ahumada adornadas con cuadros de pesca de ballenas al que, según me contó, solía llevar a todos sus posibles amantes. Y, como dice el poeta, «Upon this hint, I spake». Comenzamos a vernos esporádicamente. Era una gran chica, y nos llevábamos bien en la cama. Pero ella tenía un novio en Newport, un poeta de cincuenta y cuatro años llamado Daniel Webster, como el creador del famoso diccionario, un hombre intenso y desgraciado con el que le unía una relación larga y tortuosa. Y finalmente el poeta, o más bien su fantasma, se interpuso entre nosotros. En aquella época yo era joven, y las alumnas eran casi mis iguales. Pero luego comenzaron a pasar los años, y las alumnas cada vez me parecían más jóvenes.

10. Ann Pratchett, profesora de Historia del Contrapunto. Tenía cincuenta y dos años, un divorcio reciente y muchas ganas de sexo.

11. Sigourney Britt, una alumna de armonía, negra, excepcionalmente atractiva. Era una de esas mujeres que no sólo disfrutan haciendo el amor, sino que tienen la capacidad de poner alegría en el sexo y de hacer sentir a su compañero de juegos que es un gran amante. No tuvo un orgasmo hasta la tercera vez que nos encontramos, algo que yo atribuí a su juventud. Luego he aprendido que para la mayoría de las mujeres es muy difícil llegar al orgasmo la primera vez que están con un hombre, y le agradecí retrospectivamente a Sigourney que no hubiera fingido como hacían tantas otras.

12. Lesley Malina, alumna de composición, también negra, corpulenta y musculosa como una guerrera massai. Yo nunca había conocido a una mujer negra de raza tan pura. Tenía la piel de un color próximo al morado, pero todo su interior, comenzando por el interior de sus labios y terminando por el interior de los dedos de sus pies, era de un precioso color rosado similar al de los pétalos de los ciclámenes. Insistió en ponerme nata en el pene y lamérmelo e insistió en buscar nata montada en la nevera de mi cocina, gracias a lo cual fue vista desnuda en mi cocina por mis vecinos, los Warren, que luego me miraban de una forma rara cuando nos encontrábamos. Por supuesto, Lesley no encontró nata montada en mi nevera, pero regresó con un tarro de mermelada de cerezas y otro de gelatina de ciruelas, un bote de miel en forma de osito, una botella de sirope de arce canadiense y un yogur de vainilla y plátano.

13. Alicia Harundey, profesora de danza, nacida en Maracaibo, Venezuela, y casada con Alex Broomfield, diácono presbiteriano de Oakland. Fuimos amantes durante un mes entero, hasta que me dejó por un remero llamado Austin que participaba en las regatas del río Sommier y era sobrino de su marido.

14. Frances Paul, decana de la Facultad de música. Con sesenta años, la amante de más edad que había tenido hasta el momento. Una excelente cocinera y una excelente amante, además de una excelente conversadora. Tenía el rostro amable y simpático de una mujer de sesenta años, pero su cuerpo era grande, rotundo, sin apenas arrugas, muy bonito, con apenas algunas venas azules en los senos. Ella se recortaba el vello púbico hasta dejarlo reducido a un diminuto rectángulo castaño, lo cual le sentaba muy bien y le daba una apariencia aún más juvenil. Yo le decía que su cuerpo era el secreto mejor guardado de Nueva Inglaterra. Ella se reía, creía que estaba siendo amable. Le decía que su cuerpo olía a manzanas y a rosas y se reía también. No me creía, pero creo que debía saber lo mucho que me gustaba. Además, era cierto que olía a manzanas. No es imposible que una mujer huela a manzanas, y es posible que la piel femenina y la piel de las manzanas compartan algún elemento químico. Le propuse que fuéramos amantes siempre, o bien hasta que ella se cansara de mí. Me encantaba la sensación de estar dentro de ella, mucho más que con la mayoría de las mujeres con las que había estado en mi vida. Hacer el amor con ella me producía una curiosa sensación de ternura, la sensación de haber llegado por fin a un lugar deseado. No una sensación de angustia y de soledad cuando el coito por fin se producía, como tantas veces, sino una sensación de paz. La sensación de estar haciendo algo bien, algo que llena y completa. Pero aquello no podía seguir. Ella estaba casada y tenía cinco nietos. Era además decana de la Facultad de Música, a la que yo pertenecía. Solíamos encontrarnos en un hotel de Warwick Island, una isla unida al continente mediante un puente levadizo por el lado de Oakland y mediante un sistema de ferry desde Ocean View, donde ella vivía. Vestida parecía mi madre, pero desnuda sobre los mullidos cuadrados de la colcha azul celeste era la verdadera diosa del amor. No, no puedo decir que estuviera enamorado de ella, pero la atracción que sentía hacia ella y el placer que me producía estar con ella y más aún estar dentro de ella, la ponían muy por encima de todas las demás amantes ocasionales y anónimas que desfilaban por mi cama. Cuando estaba con ella sentía que no deseaba a más mujeres, que con ella me bastaba. Ella me decía bromeando: si quieres, dejo a mi marido y me voy contigo. Entonces yo pensaba en ir con ella a un restaurante de Oakland a cenar y me daba cuenta de que no deseaba ser visto con ella en público. Un hombre joven saliendo con una señora mayor. Ella era el secreto mejor guardado de Nueva Inglaterra, pero yo deseaba que siguiera siendo un secreto. Una vez lo hicimos en su casa, en Ocean View, observados por las sonrisas adorables de sus nietos, cuyas fotos llenaban su habitación. Me sentí intimidado, y además entre sus propias sábanas noté que el olor a manzanas había desaparecido.

15. Paula Robinson Jeffers, sin relación con el poeta. Mujer de la limpieza en Rosley College. La sorprendí un día en su hora del lunch con un canuto de proporciones gigantescas. Me invitó a compartirlo, y terminamos en un armario de productos de limpieza.

16. Lee Hyapathia Adler, una alumna de Ciencias Económicas, de madre coreana y padre de origen griego y alemán, una fascinante mezcla de razas, que hacía el amor como un perrito. No me refiero sólo a la conocida postura erótica, sino a su costumbre de ladrar, jadear como un perrito y menear su precioso trasero de un lado a otro. Dios mío. Una de esas veces en que al llegar el momento de la verdad, uno desearía salir corriendo, o bien pedirle en voz baja a la mujer en cuestión que, por favor, desaparezca lo más rápido posible.

17. Luba Sorensen, alumna de arte, mitad noruega mitad mexicana. Pintaba falsos retablos renacentistas llenos de figuras obscenas al lado de los santos y de los ángeles. Bebía tequila sin parar. Me desagradaba intensamente su olor de borracha. Hasta su sexo olía a alcohol.

18. Inmaculada Solís Izaguirre, una joven turista española de Zaragoza que se me acercó con un mapa abierto en la mano. Me contó que su fantasía era hacer el amor con un equipo de fútbol americano completo, y me describió con todo lujo de detalles la suite del hotel donde sucedería, y cómo los jugadores esperarían en el salón, donde aguardarían su turno, e irían entrando uno tras otro, sin llamar a la puerta. Luego me confesó que yo era el primer amante que tenía después de su novio, un chico de Calatayud llamado Javier que estudiaba para ingeniero agrónomo. Me escribió postales durante unos años, e incluso me mandó una foto de su boda, una foto de su perrito, llamado Barbie, y una tercera foto de ella en bikini en una playa fluvial con su marido y con su suegra.

19. Mary Louise Hillier, profesora de clarinete (no pun intended). Me confesó que era la primera vez que engañaba a su marido.

20. Cicely B. Sillarka, esposa de Adolf Sillarka, profesor de Análisis Musical. Un delicioso espécimen del género esposa, cálida como un cojín sedoso y esponjoso, llena de melindres, batas y braguitas con flores y hambrienta de sexo. Sólo nos vimos una vez.

21. Allary Simancas, camarera en el Blue Ohio. Recordando una técnica de seducción del legendario director Leopold Stokowski, escribí en la cuenta un gran signo de interrogación. Al devolvérmela ella había escrito: OK.

22, 23. Glenda O’Gilvy y Bradley Preston, dos jóvenes que hacían jogging y llamaron a la puerta de mi casa. Creo que Glenda se acababa de torcer un tobillo y querían llamar por teléfono. Oh, época divina en que todavía los móviles no estaban universalmente extendidos.

24. Helen McCurdy, esposa del profesor McCurdy, catedrático de Dirección. Según me explicó, Cicely Sillarka hablaba maravillas de mí, y no debía extrañarme si recibía invitaciones a «tomar el té» de otras esposas de miembros de la facultad.

25. Grace Mosby, ama de casa (creo), una mujer muy agradable a la que conocí en una playa en Warwick Island. Lo hicimos allí mismo, en el edificio desierto de los servicios. Me contó que los padres de su marido estaban pasando unos días en Oakland y que estaba desesperada y se había escapado de casa diciendo que tenía que hacer unas compras. Más tarde la acompañé a la zona de tiendas de Warwick Island, donde compró tres sujetadores, una falda roja y un albornoz para la ducha. Yo me di cuenta de que jamás había tenido un albornoz para la ducha y me compré uno también.

26. Leisa Santayana, alumna de Derecho. Chica fácil, estúpida y con un tatuaje en el culo. Sólo se acostó conmigo para añadirme a su lista, y creo que yo ni siquiera le gustaba. Me sentí utilizado. Pobre John Barbarin.

27. Sonia, prostituta negra contratada a partir de un anuncio en un periódico. Costaba doscientos dólares, y mereció la pena cada penique. Su entrepierna olía a espliego y abelmosco. Hundir allí el rostro era como recostar la mejilla en la ladera de una colina suavemente salpicada de hierbas aromáticas, respirando las brisas secas y frescas de algún lugar de clima continental como Segovia o Sedona. La parte más íntima de su cuerpo era su nuca, donde sólo olía a sudor. Era amable y sensual y tenía bonitos ojos. Pero no me gustó cómo me sentí después. Me sentí como un adulto que ve las cosas con claridad y no se hace ilusiones. Y no volví jamás a llamar a una prostituta.

28. Camila Mendes, esposa brasileña de un alumno, Conrad Letterman. Prácticamente se me arrojó a los brazos, aunque yo apreciaba a Conrad y jamás habría hecho nada para humillarle. Su sexo olía a marisco. Tenía un olor dulzón de gambas rojas a la plancha. Y dejó todo mi dormitorio impregnado de ese olor durante días.

29. Dylan Folla, esposa del profesor Daniel L. Folla. Tremendo apellido que yo me esforzaba por pronunciar con fonética italiana y gesto imperturbable. El profesor Folla tenía cincuenta y cuatro años y Dylan treinta y dos. Era republicana, defensora de las armas y de la pena de muerte y afirmaba que Bush hijo había sido lo mejor que le había sucedido al país en muchos años. Pero me acosté con ella de todos modos. Además, era una preciosidad pelirroja con labios color cereza.

30. Rialto Patterson, alumna. Rialto cometió el error de enamorarse de mí. Pasamos una noche juntos y ya quería quedarse allí a vivir en mi casa, organizar mis discos, tirar mis pufs turcos a la basura y quitar de las ventanas mis maravillosos visillos ibicencos, que ella (como muchos americanos) consideraba de mal gusto. Luego me escribía cartas de amenaza y decía que iba a destruir mi carrera revelando «lo que yo hacía». Fue a visitar a la decana de la Facultad, mi querida Frances Paul, que logró mitigar su enfado y consiguió que no me denunciara. Luego Frances habló conmigo y me dijo que acostarme con alumnas era peligroso y que debía dejar de hacerlo. También tú eres peligrosa, le dije. Me dijo que hablaba muy en serio.

Brilla, mar del Edén
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