10
Eran las dos de la madrugada. Tomás se dirigía hacia la editorial. La noche del lunes tuvo que suspender el trabajo al comprobar que la salida de emergencia de una discoteca daba al callejón que Adela le había descrito. Tras permanecer unos minutos en la entrada del angostillo, observó cómo los empleados del local de copas salían con regularidad a fumar «hierba», por lo que tuvo que permanecer allí toda la noche, hasta bien entrada la madrugada del martes. Así consiguió verificar la hora exacta de cierre del local aledaño a la editorial. Tras estudiar la ubicación de los ventanales, compró una correa de cuero a la que asió un gancho con el que se sujetaría a los barrotes de una ventana lateral del inmueble contiguo, para saltar desde ella al alféizar de la ventana del segundo piso en el que estaba ubicado el despacho de Carlos. Con una palanqueta, preparada para el grosor del marco de la ventana, forzaría el cierre y se introduciría sin problemas.
A las cinco de la madrugada del miércoles, sin el más mínimo esfuerzo, Tomás se coló en el inmueble. Una vez estuvo dentro del despacho de Carlos, lo registró palmo a palmo hasta que en un cajón del escritorio, debajo de varios documentos, encontró el sobre. Lo abrió y ayudado por una diminuta linterna cotejó el título con el que Adela le había escrito en la nota que le había dado. Era el mismo. Sacó la novela y puso el sobre boca abajo, llevado por la desconfianza de un trabajo pagado excesivamente bien; estaba vacío. Hojeó la novela y sacudió las hojas. Puso el ejemplar boca abajo, sujetándolo por el espiral y lo zarandeó una vez más, esperando que cayese algo. «Qué barbaridad; es cierto lo que dijo esa chica —pensó—. Esta gente de dinero está de atar».
Guardó el manuscrito en la mochila que llevaba colgada en la espalda y depositó en el cajón el sobre con la novela histórica. Echó un vistazo al despacho y cogió un encendedor de plata, un bolígrafo de oro y un abrecartas.
Mientras se guardaba en su mochila todos los objetos, abajo, en recepción, Cosme, el vigilante, abría la puerta:
—¡Cuánto tiempo sin verle por aquí! ¿Han estado ustedes de copas? —preguntó Cosme sorprendido.
—Traigo un regalo para Carlos; es una sorpresa. ¿No sabe usted que mañana hace quince años que se creó la editorial? —inquirió el hombre.
—Mire usted, la verdad sea dicha, no tenía ni idea. ¿Es ese paquete? —preguntó el vigilante mientras cerraba la puerta de cristal.
—¡Siempre tan observador! —exclamó el hombre—. Si fuese tan amable de subírselo al despacho cuando acabe su turno, sería estupendo que al llegar mañana lo encontrase en la mesa. Esto es para usted —concluyó alargando la mano.
—¡Hombre, hombre! ¡Qué detalle! Es Chinchón seco especial. Sí, señor, el mejor anís. Como mandan los cánones. Le tiene que haber costado encontrarlo, porque ya no lo hacen. Ahora mismo me acerco a la cocina y nos tomamos una copita, ¿le parece?
—¡Por supuesto, Cosme! Nada mejor que tomar una copa con usted.
Pasados unos minutos el vigilante volvió sonriente con las copas en la mano. Tomó la botella, la abrió con manifiesto entusiasmo y sirvió el anís.
—Ya veo que tiene usted frío. Este mes está siendo demasiado crudo —dijo Cosme paladeando, como lo hace un experto catador, el líquido incoloro—. Hacía tiempo que no se veía un invierno con estas temperaturas tan extremas.
—¿Cómo sabe que tengo frío? —preguntó el hombre.
—No se ha quitado los guantes —contestó Cosme mirando sus manos.
—¡Cierto! Es que he venido en moto y aún no he entrado en calor. Ya sabe usted, los pies y las manos son el termostato del cuerpo…, y la nariz —contestó carcajeándose—. En la moto se le queda a uno la nariz como un témpano. Aunque los montañeros dicen que es la cabeza la que antes pierde temperatura. Pero yo creo que lo que antes se congela no son las ideas, sino los pies. Curioso, ¿no cree?
—Mi madre, como gente criada en el campo, decía que por la cabeza es por donde antes se pierde el calor. Creo que los montañeros tienen razón; ése es el verdadero motivo de que se inventara la boina. —Ambos sonrieron—. Si uno tiene la cabeza fría en verano, apenas tiene calor, pero si la tiene fría en invierno se congela. Tómese un buen trago, verá usted cómo la graduación especial de este anís le quita la friolera. Este licor hace milagros —dijo Cosme llevándose la copa a los labios—. Exquisito, una delicia. Casi un pecado.
—¿Tendría usted un cafetito? —preguntó el hombre.
—¡Por supuesto!
—¿Lo tiene hecho? No quiero que se tome la molestia de hacerlo exclusivamente para mí.
—¿Molestia?, no diga usted tonterías. Un placer diría yo. Voy por una tacita. ¿Solo o con leche?
—Solo por supuesto —contestó.
Cuando Cosme salió de la recepción, el hombre sacó de su bolsillo una pequeña cápsula y la vació en la copa del vigilante.
—Su café. Solo, como me dijo. Y su trabajo, ¿cómo le va? —preguntó Cosme mientras se tomaba el contenido de la copa de un trago.
—Pues no tan bien como desearía, pero mejor de lo que esperaba…
Trascurridos unos minutos el vigilante comenzó a notar una ligera pérdida de conciencia que le obligó a apoyarse en el mostrador. Su acompañante sonreía mientras clavaba su mirada en los ojos del hombre sin mostrar ningún signo de alarma o de preocupación. Cosme intentaba seguir aferrado al tablero, sin embargo, sus piernas parecían no obedecer los impulsos nerviosos que mandaba su cerebro. Pretendía comunicarse con su interlocutor, pero de su boca sólo salía un balbuceo. Abría y cerraba los ojos con insistencia, apretando los párpados con fuerza, como si todo aquello le pareciese una alucinación y con el forzado parpadeo intentara volver a la realidad. El hombre, quieto frente a él, sosteniendo la taza de café con su mano derecha, lo miraba con una indiferencia insultante al tiempo que imitaba de manera histriónica la angustia del vigilante, convirtiendo el sufrimiento en una escena de burla. Cosme pareció percatarse de lo que estaba sucediendo, de que la pasividad del hombre era premeditada, y con su mano derecha intentó coger el teléfono, mientras que con la izquierda quiso pulsar el botón de alarma. No llegó a conseguir ninguna de las dos cosas y se desplomó sobre el suelo. Allí, al lado del mostrador, con los ojos abiertos, permaneció unos instantes, contemplando cómo el individuo le miraba desde arriba sin dejar de sonreír, hasta que la figura pareció emborronarse y Cosme perdió el conocimiento.
El hombre arrastró el cuerpo hasta la pequeña cocina. Abrió el paquete que el vigilante había creído que era un regalo para Carlos y sacó de su interior unos guantes de goma negros, un martillo, un envase de plástico lleno de clavos, unas tijeras de podar y un infiernillo que enchufó a la red eléctrica. Cuando éste estuvo al máximo de su potencia, puso los guantes negros en las manos de Cosme y las apoyó sobre el aparato eléctrico presionando con fuerza. Así permaneció unos minutos, después le quitó los guantes y sacó una bolsa de plástico del bolsillo interior de su chaqueta. Con ella cubrió la cabeza de Cosme que falleció por asfixia. Antes de proseguir con su macabro plan comprobó que el vigilante estaba muerto y luego le seccionó la yugular con el bisturí. Con las tijeras de podar amputó uno a uno los dedos de la mano derecha de la víctima, a excepción del pulgar. Después clavó los dedos cortados en un tablón que había junto a una fotocopiadora, ubicada en un pequeño pasillo que conducía a la cocina. Tras formar la letra «A», se dirigió hacia la pila, introdujo los guantes en ella, abrió el grifo y dejó que el chorro de agua cayese sobre ellos. Se dirigió a la entrada, cogió la copa de anís de la que había bebido, la taza de café y las introdujo en una bolsa de plástico…
Llevado por la avaricia, Tomás había dado un buen repaso a todos los despachos de la planta superior. Viendo lo provechoso que le había resultado el recorrido, decidió continuar su «paseo» por el resto del edificio. Cuando bajaba los peldaños que conducían a la primera planta, escuchó unos golpes secos. Se detuvo unos minutos, sopesando la conveniencia de seguir con sus planes o dar por concluido el trabajo extra. Los golpes cesaron y Tomás decidió arriesgarse. Adela le había dicho que en el edificio sólo estaba el vigilante, y él, acostumbrado a las andanzas nocturnas en domicilios privados y empresas, se movía como un ocelote en la selva; cuando no quería dejarse ver, era imposible que alguien advirtiera su presencia. Tras comprobar que el vigilante no estaba en el mostrador de la recepción, se aproximó sigiloso a la puerta de la cocina. La escena que contempló le hizo olvidar el motivo por el que se encontraba en el edificio; le hizo olvidar lo que nunca había olvidado: que lo primero de todo era salir ileso de cualquier situación.
—¡Hijo de puta! Hijo de la gran puta ¡Le has matado! —gritó inmóvil el muchacho, mientras dejaba caer uno de los objetos substraídos al suelo.
El hombre giró la cabeza hacia la puerta. Tomás había sorprendido al asesino extendiendo la sangre de su víctima por la superficie de los guantes de cuero marrón que cubrían sus manos, como si ésta fuese una crema hidratante.
—Curioso —exclamó el asesino mirando de frente a Tomás, al tiempo que desplazaba su mano derecha hacia el bisturí que había encima de la mesa—, un asesino y un ladrón. Esto es literatura para adultos. ¿Quién se comerá a quién? —preguntó irónico levantando la mano y lanzando el bisturí a la cara del muchacho.
El objeto le atravesó el ojo derecho. Tomás cayó aturdido al suelo. El asesino se dirigió a él y apretó con fuerza el cuello del muchacho.
—Eres un jodido y miserable ladrón ¡Qué vulgaridad tener que matar a un delincuente! No tiene nada de excepcional; a los medios de comunicación les interesan poco vuestras muertes. Las consideran acontecimientos de poca relevancia. Para todo hay que tener clase, de lo contrario eres un don nadie, uno más del inmenso montón. Para todo, hasta para matar hay que ser original. Mira que me jode tener que matarte, pero no me has dejado otra opción…
—No me mate. No diré nada. ¡Lo juro por mi madre! No diré nada —gritaba Tomás estremeciéndose de dolor—. Se lo suplico, ¡por lo que más quiera, déjeme vivir!
El hombre sacó el bisturí del ojo de Tomás y le seccionó la yugular; el cuerpo cayó boca abajo. El asesino esperó unos momentos hasta que cesaron las convulsiones y le dio la vuelta al cadáver. Se agachó y le quitó la mochila, la abrió y examinó el contenido.
—¡Será gilipollas! Jugarse la vida por unos cuantos bolígrafos y unos mecheros. —Hizo una pausa al ver el sobre—. ¿Qué coño es esto? —murmuró. Abrió el sobre y vio la copia de la obra de suspense que el joven acababa de robar. «¡Qué cabrón! Está jugando al mismo juego. Esto se pone interesante», pensó mientras guardaba la novela en el interior del sobre. Cogió la bolsa de plástico con la copa y la taza y salió de la editorial.