12
Cuando Abelardo llegó a la editorial eran las doce de la mañana. La policía aún seguía con las pesquisas. Tuvo problemas para acceder al edificio hasta que consiguió ponerse en contacto con Carlos, que bajó a buscarlo. El editor estaba visiblemente afectado por lo sucedido. Su indumentaria descuidada hacía que pareciese aún más demacrado:
—No sabes lo que te agradezco que hayas venido. Llamé al personal, a todo el personal, la policía me dio su permiso. He estado toda la madrugada llamando por teléfono. No quería que nadie viese nada, nada. Ha sido horrible. He tenido que reconocer el cadáver, he tenido que verlos a los dos. Nunca habría podido imaginar que algo así pudiera suceder aquí, en mi casa, porque ésta es mi casa. No creo que lo supere, no podré superarlo nunca. Nunca, Abelardo, nunca…
—Debes tranquilizarte. Entiendo cómo te sientes, he pasado por esto, sé lo que es, créeme. Debes prepararte, tendrás que hacer más de una declaración. Tienes que ser fuerte. Y dime, el otro cadáver, ¿ha sido identificado?
—Estaba indocumentado. Había robado varios objetos que apenas tienen valor, bolígrafos y esas cosas. Había estado en todos los despachos. Cada cosa pertenece a uno. Entró por esta ventana. La policía dice que la forzó con una palanca y que se enganchó con una correa de cuero que encontraron dentro de la mochila que había junto al cuerpo. Creen que sorprendió al asesino y éste le mató. Han hablado de una llamada a un periódico que se realizó desde La Castellana. No hago más que pensar en la sangre fría que hay que tener para cometer semejantes atrocidades… y, luego, llamar a un periódico para contarlo. ¡Qué horror!
Abelardo miraba de forma disimulada la mesa del despacho de Carlos, intentando localizar el sobre con la novela sin que su editor percibiera su intranquilidad. Hacía grandes esfuerzos en centrarse en lo que le estaba contando, pero encontrar esa copia era demasiado importante para él y le resultaba difícil mantener su atención.
—Estoy preocupado por ti —dijo Carlos.
—Lo sé.
—Todos sabemos que ese asesino es un psicópata, que los tres asesinatos están relacionados. El inspector y el comisario me han dicho que se trata de la misma persona. No hay duda, ¡ninguna duda! Y tengo miedo de que te pase algo. Es evidente que ese loco va a por ti.
—Sí, yo también lo creo —contestó él—. Después del asesinato de Eugenia me di cuenta. Pero no puedo hacer nada, sólo rezar para que todo acabe. Éste no es el primer caso de un asesino psicópata. La historia está, desgraciadamente, llena de ellos.
—Ha hecho una letra con los dedos.
—¿Cuál ha sido esta vez? —preguntó Abelardo.
—El muy cabrón ha formado una «A» con los dedos.
—Creo que no deberías darle más vueltas. Debes tranquilizarte y no contarle a María ningún detalle. Evita que sufra más de lo necesario y que tenga miedo. Eso es lo más importante, por el momento. No te atormentes más. Hemos de confiar en que la policía lo coja pronto.
—Le he dicho a María que se vaya unos días con su madre a la sierra. No quiero que esté en Madrid. Tengo miedo.
—Lo mismo me pasa a mí con Adela. ¡Estoy aterrorizado!
—La policía me ha garantizado vigilancia, pero no más de una semana —dijo Carlos.
—Yo estoy pensado en irme unos días fuera de Madrid con Adela. A Santiago quizá, así yo aprovecharía para hacer las rectificaciones de la novela… Incluso en el caso de no salir fuera de Madrid sería un buen momento para comenzar con la reescritura. Ya que estoy aquí, si te parece, me llevo la copia que te di —dijo Abelardo.
—Por supuesto, no hay ningún problema —dijo Carlos abriendo el cajón de la mesa. Sacó un sobre y se lo entregó—. Toma. ¿Sabes?, no dejo de pensar en que ese joven que han matado perdió la vida por unos simples bolígrafos, por unas cuantas chorradas que no tenían valor. No me hubiese importado no recuperar nada a cambio de que los dos estuviesen vivos.
—La vida de una persona es algo irreemplazable. El resto de las cosas siempre se pueden sustituir. ¿Has llamado a Goyo? —preguntó Abelardo.
—Sí, no creo que tarde en llegar…
Abelardo y Goyo estuvieron con Carlos hasta que se hizo el levantamiento de los cadáveres. Cuando la policía de homicidios se retiró, Abelardo se despidió de Carlos y regresó a su casa. Adela le esperaba inquieta junto al teléfono.
—¿Por qué no me has llamado? —le recriminó—. Estoy histérica.
—Si no lo he hecho ha sido porque no he podido —respondió él alargando su mano derecha y ofreciendo a su mujer el sobre cerrado que le había entregado Carlos.
—¿Es la novela? ¡Dime que lo es! El ladrón no era Tomás, ¡lo sabía! —exclamó Adela confiada.
—Aún no lo he abierto. No he tenido valor para hacerlo. Respecto al ladrón, todavía no ha sido identificado.
Adela cogió el sobre, segura de que en su interior estaba la copia de Epitafio de un asesino, pero no fue así. Lo abrió con rapidez y sacó el ejemplar. Su cara, tras leer el título, cambió bruscamente de expresión. Le dio la obra a su marido sin decir una palabra. Él leyó en voz alta el título que figuraba en su portada:
—Los feudos. —Abelardo reflexionó—: Si el ladrón que han asesinado no es Tomás, puede que éste cambiara las copias antes de que se cometieran los asesinatos y que esta mañana Epitafio esté en el apartado de correos… Creo que, por el momento, no debemos alarmarnos.
—¿Y si el muerto es Tomás? —preguntó Adela aterrorizada—. ¿No crees que sería demasiada coincidencia que hubiese dos ladrones el mismo día?
—Si el muerto es Tomás, lo más probable es que la copia de la novela esté en poder del asesino. Si la tuviera la policía, ahora estaríamos en comisaría prestando declaración… O tal vez no. Sería demasiado pronto para que les hubiera dado tiempo a relacionar la obra con los asesinatos. Primero la tendrían que leer…
—Estoy asustada. Bastante asustada.
—No podemos hacer nada. Sólo nos queda esperar. Nos lo merecemos. Todo es culpa nuestra. Absolutamente todo. Hemos caído en la trampa. Nos hemos dejado llevar por nuestra avaricia. Ahora sólo debemos ir con cautela, dejar que sea el asesino quien siga dando los primeros pasos. Ante todo hemos de procurar que la policía no sospeche nada; dejemos que sean ellos los que hagan las conjeturas… Es mejor que sigan creyendo que estamos sumergidos en una total ignorancia. Es mejor que el asesino tenga la copia a que la encuentre la policía. Contra él aún nos quedan armas, pero la policía nos ganaría la partida. En el momento que leyesen la obra, sabrían que hemos ocultado su existencia, y ése sí que es un problema real, ahora lo es —dijo guardando la novela histórica.
La policía judicial se puso en contacto con Abelardo aquella misma noche. El matrimonio fue informado de la retirada de los cargos contra Constantino. Los teléfonos de la mansión fueron intervenidos con el consentimiento del escritor y dos agentes de paisano se instalaron en los alrededores de la finca. Desde aquel momento Abelardo Rueda supo que sus sospechas no estaban infundadas. El asesino estaba convirtiendo en realidad todos y cada uno de los asesinatos que se cometían en su obra. La próxima víctima podía ser cualquiera de ellos. El viernes de aquella semana Adela y él se desplazaron a Madrid para comprobar el contenido del apartado de correos que ella había abierto, y aquella misma tarde decidieron cancelarlo al enterarse por los medios de comunicación de la identidad del ladrón.
—Pobre Tomás, pobre muchacho —dijo Adela al leer la prensa.
—Si tú no hubieses ido a su casa a contratarlo para que robara en la editorial, hoy estaría vivo. No intentes hacerme creer que tienes escrúpulos. Ninguno los tenemos, ninguno de los dos —contestó en tono de reproche Abelardo.
—Me estás acusando de su muerte, indirectamente lo estás haciendo.
—Indirectamente no es una definición correcta. Lo correcto sería decir que somos realmente los culpables de que ahora esté muerto. Una cosa es no tener escrúpulos y otra es hacer creer que uno los tiene, eso resulta aún más grave… Hasta en términos legales el hecho de no reconocer un delito es agravante y reconocerlo resulta atenuante. No sé si tú te has parado a pensar en todo lo que ha sucedido, en lo diferentes que podrían haber sido los acontecimientos si tú y yo no hubiésemos sido tan egoístas, tan irresponsables. Todo hubiese sido sencillo, muy sencillo, sólo habría que haber aguantado acusaciones infundadas, ya que no éramos culpables de nada. Pero ahora sí. Ahora sí somos culpables. Hemos antepuesto nuestra estabilidad a la ley, a la honestidad, a la vida de personas inocentes. Durante todo este tiempo no he dejado de pensar en lo que hemos hecho y, también, en lo que no hemos hecho, y estoy convencido que tanto Tomás como Eugenia seguirían vivos si nosotros hubiéramos actuado como debíamos.
—Puede que en parte tengas razón, pero todo depende de cómo se mire. No pienso estar media vida discutiendo mi inocencia y la tuya. Ya hemos pasado bastante… Ese hombre ya ha jugado demasiado con nosotros. El único hijo de puta es él; el único asesino es él. Además, aunque en este caso, los asesinatos han sido cometidos por una sola persona, dime cuántas muertes hay en el mundo de las que todos somos partícipes y consentidores. Muchas, demasiadas, y todos dormimos tranquilos. Nadie se plantea qué debería haber hecho para evitarlas, porque siempre se puede hacer algo. Incluso en términos legislativos hay responsabilidades que no se depuran nunca. Defectos de forma que ponen a criminales en la calle, informes que dan por reinsertado a un asesino que a los pocos días de estar en libertad vuelve a matar, y así sucesivamente. Me importa una mierda todo, Abelardo. Lo único que quiero es salir de ésta y retomar mi vida. Desde el primer momento tuve claro lo que quería, y sigo teniéndolo ahora. En estos momentos lo que más me preocupa es que ese tipo intente matarme… Algo que no había pensado antes. Jamás hubiera imaginado que la cadena de crímenes continuaría y que nuestras vidas pudiesen correr peligro. Eso es lo que me preocupa, no la responsabilidad moral que pueda tener en los hechos. La moral es un invento estúpido, no existe, sólo se utiliza cuando se necesita, y cambia según las necesidades de cada uno —dijo Adela alzando la voz.
—Sé que nunca reconocerás que te has equivocado. Eres demasiado orgullosa. Pero el asesino nos está ganando la partida, y eso es lo que debes tener presente a partir de este momento. Hemos entrado en su juego como los corderitos en el matadero. Ha hecho enroque. Nos está avisando. Su próximo movimiento será jaque mate. Está claro que la copia de la novela la llevaba Tomás, ya que nosotros tenemos la que tenía Carlos en su despacho, lo que indica que el chico ya había hecho el cambio cuando lo mataron. Y como la policía no la ha encontrado, es evidente que la tiene el asesino, quien seguramente habrá deducido que contratamos a Tomás para que la robase. Está claro que es más inteligente de lo que pensamos. Lo tiene todo medido; desde el comienzo lo tiene todo bien pensado. Juega con ventaja, una ventaja que nosotros le hemos dado.
—Eso ya lo sabemos —contestó Adela—, está claro. Y lo que también está claro es que el objetivo principal de ese asesino eres tú. Los tres crímenes se han cometido de la misma manera, inspirados en los que tú describes en tu obra. No sabemos qué intenciones, aparte de matar, tiene este individuo. Lo único que está claro es que está loco, completamente loco, y que actúa según los dictados de su mente deformada. Pero todos cometemos fallos, y los psicópatas más. Se dejará llevar por su afán de notoriedad, y ello le llevará directamente a las manos de la policía. Tarde o temprano le cogerán, estoy segura. Cuanto más nos obsesionemos por lo que ese hombre pueda hacer, más nos cegaremos y más difícil nos resultará tomar las decisiones adecuadas. Él está intentando hacernos perder el control de la situación. Como tú bien dices, está jugando. Pues bien, si eso es lo que quiere, jugaremos.
—Quizá no busque notoriedad, tal vez sólo quiere que nosotros sepamos lo que es capaz de hacer. Es posible que no esté loco, ¿no lo has pensado? No sólo los locos cometen asesinatos. Tal vez no le cojan nunca, o nos mate antes de que le veamos en presidio —dijo Abelardo pensativo.
—Ya sé que para matar no hace falta estar loco, sólo hay que buscarse un motivo, eso, o ser un hijo de puta. Pero está claro que éste está loco. —Adela hizo una pausa—. Intentemos recobrar la normalidad, volver a retomar nuestra rutina, nuestra vida. No haremos nada que interfiera en las labores de investigación. A todos los efectos la novela no existe, así que nadie conoce cuál es el motivo que ha desencadenado todos estos acontecimientos.
—Mañana subiré a La Caña Vieja —dijo Abelardo
—¿Quiere eso decir que vuelves a escribir?
—Sí. Pero esta vez en mi obra no habrá asesinatos.
—Cometerías un error si hicieses semejante tontería. Sabes que las ventas de tus obras se han disparado desde que escribes trillers. Creo que deberías seguir haciéndolo.
—A veces dices cosas terribles. Si no te quisiera como te quiero, no sé… Sabes de sobra que ese tipo de literatura no me gusta, que nunca me ha gustado.
—¡Escúchame! No voy a consentir que tires tu carrera por la borda. No pienso dejarte…