2
Mayo de 1999
Después de un mes de descanso, Carlota intentó convencer a Arturo de que alargase su período de inactividad y se fuese con ella a Ibiza.
—Te vendría muy bien tomarte unos meses más de descanso. No sé qué pretendes con el tipo de vida que llevas. Este ritmo acabará contigo. ¿Por qué no nos vamos a Ibiza? La finca de Santa Eulalia necesita un repaso. Deberías hacer algunos cambios en ella. Podríamos hacer reformas. Podría quedarme contigo unos meses.
—¿Me estás diciendo que quieres vivir conmigo? —preguntó irónico Arturo.
—¡Por supuesto! Te vendría bien.
—No pienso casarme contigo —dijo Arturo tajante.
—Yo no quiero que te cases conmigo —dijo Carlota—, pero tú acabarás queriéndolo.
Arturo sonrió.
—¡Eres increíble! —exclamó—. No creas que no he pensado en ello. Me refiero a que muchas veces he pensado en pedirte que te cases conmigo. Pero mi experiencia con las mujeres en ese terreno es funesta. Todas cambiáis después de casadas. Yo soy un hombre polígamo por naturaleza, y la mujer casada no soporta la poligamia.
—No quiero casarme —dijo Carlota una vez más—. Quiero vivir contigo. Me haré dueña de tu fortuna en menos que canta un gallo. Yo sólo estoy contigo por tu dinero. ¡No es posible que no te hayas dado cuenta!
—¡Por supuesto que lo he hecho! No subestimes mi inteligencia —contestó Arturo sonriendo.
—Estoy hablando en serio. Creo que deberías abandonar los negocios. No te hace falta encargarte de nada. Tu personal es autosuficiente. Creo que ha llegado la hora de parar —dijo Carlota acariciando la espalda de Arturo.
—Es posible que me retire durante unos meses. Pero antes tengo que hablar con Raimundo. Debo comentarle unos temas.
—¿Por fin vas a denunciar a Rosario? —preguntó Carlota.
—No me refería a eso. Ni tan siquiera me acordaba de ella. Lo cierto es que es inofensiva. Sólo se dedica a llamar por teléfono. Raimundo me dijo que mientras las cosas no llegaran a mayores era mejor dejarlo.
—Pues ya han llegado… —dijo Carlota.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Arturo con sorpresa.
—No quise decírtelo antes. Cuando estuviste en la convención llamó a la agencia varias veces. Dijo que estaba embarazada y que pensaba concertar entrevistas con todos los medios de comunicación para contarlo y destruir tu reputación. También dijo que me mataría si me casaba contigo.
—Tenías que habérmelo dicho. Todos deberíais habérmelo dicho.
—Recuerda que estabas muy nervioso. Carlos me llamó. Nos contó lo de los anónimos. No quisimos molestarte. Lo hicimos por tu bien.
—¡Qué sea la última vez que os entrometéis en mi vida! ¿Quién es Carlos para decidir lo que yo debo saber? No vuelvas a ocultarme nada. ¡Nada! ¿Entiendes? —dijo enfurecido.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —contestó Carlota llorando—. Sólo estaba preocupada por ti.
—Pues no tienes por qué estarlo. No vuelvas a ocultarme nada. Y deja de preocuparte por mí. Hazlo por ti. Yo sé cuidarme solo mejor de lo que tú puedas imaginar. Esa mujer es una estúpida. Yo no puedo haberla dejado embarazada. Soy estéril. Me operé hace años. Y todos los años, todos, me hago una prueba para verificar mi esterilidad. ¡Odio los niños! No quiero tener hijos. Ese embarazo, si existe, no ha sido obra mía. Pero eso es lo de menos, lo que me importa es que nunca más vuelvas a ocultarme nada.
—¡Te lo juro! Perdóname.
—No llores. Me marcho; he quedado con Raimundo. Ya te llamaré —dijo Arturo distante.
—¿Saldremos a cenar? —preguntó Carlota.
—No. No creo que vuelva hasta la madrugada. Cenaré con Raimundo. No me esperes. Si te apetece puedes salir. Hasta luego.
—¡Adiós! —dijo Carlota desolada.
Durante aquellas semanas Arturo no había olvidado ni una sola palabra de las macabras narraciones que había recibido. Intentó controlar su angustia, pero no le fue posible, por eso decidió urdir una estrategia que le pusiese a salvo en el hipotético caso de que el autor de los envíos anónimos tuviera pruebas materiales que pudiesen inculparle de los asesinatos. No podía entregarle a la policía los anónimos, porque contenían la verdad de todo lo acontecido, así que decidió hacer partícipe a Raimundo de parte de lo sucedido, creando una historia en la que él, Arturo, figuraba como una víctima más del psicópata que había asesinado a todas aquellas personas.
«Será fácil —pensó—. Carlos enseguida ha pensado en ello. No tendré ningún problema. ¡Todos creerán que ahora va detrás de mí! Debo intentar averiguar quién es antes de que se decida a denunciarme a la policía o hacerse con el libro. Y cuando le descubra, le mataré».
Cuando llegó al restaurante, Raimundo le esperaba en el exterior. Los dos hombres se dieron un efusivo abrazo.
—Tienes buen aspecto —dijo Raimundo.
—Es posible, pero anímicamente estoy hecho un asco.
—Creía que el descanso era por placer. ¿Por qué no me has llamado? Podría haberte mandado algún tipo de ansiolítico. Aunque no te gusten, hay veces que son la única solución.
Los dos hombres entraron en el restaurante y tomaron asiento.
—Bien, cuéntame. ¿Qué te ocurre? —dijo Raimundo.
—Estoy recibiendo anónimos.
—¿Anónimos? ¿De qué tipo? —preguntó Raimundo.
—Estoy recibiendo anónimos con amenazas de muerte. La persona que los manda se hace llamar el Octavo Jinete. Creo que puede ser quien asesinó a las personas por las que fue condenado Abelardo Rueda.
—No puedo creerlo. ¿Qué tienes tú que ver con esa historia? No lo entiendo.
—No lo sé. Tal vez por haber estado casado con la mujer de Abelardo. Como sabes, todas las personas que fueron asesinadas estaban de una forma u otra relacionadas con él.
—Sí. Pero no lo entiendo. Hay gente que tuvo una relación más próxima que tú con Abelardo, como por ejemplo Carlos. Él era su editor. No es muy lógico que te haya elegido a ti antes que a él, ¿no crees?
Arturo miró fijamente a Raimundo. Evidentemente, pensó, era un tipo inteligente. Había cometido un error al menospreciar su capacidad de análisis.
—¿Me has oído? —inquirió Raimundo.
—Sí, tienes razón. Yo pensé lo mismo que tú cuando recibí el tercer escrito. Sin embargo, creí que el autor era él.
—¿Quién? ¿Carlos? ¡No jodas! Carlos es incapaz de hacer daño a nadie. Es incapaz hasta de defraudar al fisco. Es tan legal que asusta… —Raimundo se interrumpió—. Carlos es más candidato a víctima que a ejecutor.
—Mi deducción se basó en lo mismo que tú has dicho. Carlos es la persona viva que estuvo más cercana a Abelardo. Además, las narraciones que he recibido están muy bien escritas, tanto que pensé que sólo podía haberlas escrito alguien relacionado con la literatura. No te puedes hacer una idea de la imaginación que hay que tener para escribir semejante historia.
—Lo entiendo. Pero ¿no pensaste que, de ser él el asesino, la policía ya lo habría descubierto y que ya estaría en la cárcel? Carlos fue investigado. Lo sé porque él me lo comentó. El tal Armando, el comisario, lo consideró sospechoso durante un tiempo… No, Carlos no puede ser.
—Lo sé. Le llamé cuando recibí el tercer envío. Me pasé con mis afirmaciones. Él se molestó. Creo que piensa que estoy loco.
—Pobre Carlos. ¿Has hablado con la policía? —preguntó Raimundo.
—No. No puedo hacerlo.
—¿Cómo dices? Debes darle a la policía los escritos. ¡Debes hacerlo! Por tu seguridad.
—No puedo hacerlo porque los destruí. Además, no quiero que nadie me relacione con esos crímenes. Te he llamado para que me ayudes a investigar.
—No entiendo
—Quiero que investigues para mí. Quiero que averigües quién es el autor de los anónimos. Pienso hacer justicia por mi cuenta. Se cargó a un montón de gente. Tú nos has demostrado que los asesinos no están locos —dijo Arturo mirando fijamente a Raimundo—. Tú sabes que se le juzgará y volverá a salir, y quiero que ese tipo reciba el castigo que se merece —concluyó Arturo.
—Pero eso no sólo es ilegal, sino que puede resultar muy peligroso. Y lo más grave es que me estás pidiendo que me convierta en cómplice de tu venganza. Estás poniendo en peligro tu vida —dijo Raimundo asustado y sorprendido por la propuesta de Arturo.
—Mi vida ya está en peligro. Mi vida y mi cordura. Ese hijo de puta me está volviendo loco. No olvides que mató a un montón de gente; no olvides que el culpable de la muerte de Abelardo fue él. Le volvió loco. Creo que no se merece ni un juicio. Si averiguo quién es, me lo cargaré. Con su muerte se habrá acabado todo.
Arturo había planificado su estrategia con calma. Para ello había repasado una por una todas las conversaciones que Carlos y él habían mantenido con Raimundo sobre toda la historia de los asesinatos del Octavo Jinete. Recordó la tesis de Raimundo sobre que los asesinos no siempre estaban locos y sobre la injusticia que suponía no condenarles a cadena perpetua. Arturo estaba intentando convencer a Raimundo de que su única intención era hacer justicia y vengar la muerte de su mujer, a quien el asesino había conducido hasta el suicidio. Sin embargo, lo que realmente quería era matar al autor de los anónimos, a la única persona que sabía que la novela de Abelardo Rueda existía y que él poseía el Santo Grial, el verdadero motivo de sus crímenes. Debía hacerle desaparecer porque ese tipo sabía que él era quien había convertido Epitafio de un asesino en una historia real matando a todas aquellas personas. No podía correr riesgos; tenía que matarle.
—Entiendo el odio que sientes. Pero si le matas, te convertirás en un asesino. Y yo no quiero ser cómplice de un asesinato, ¿lo entiendes? Creo que deberías hablar con la policía. Deberíamos denunciar las amenazas que estás recibiendo. Sería lo mejor.
—Raimundo —dijo Arturo pausado—, ¿tú qué harías si alguien hubiese matado a tus amigos? Imagina por un momento que alguien se divierte matando y se carga a Juan Antonio. Y que, además, ese tipo intenta arruinar tu vida. ¿Tú no buscarías venganza? Si encontrases al culpable, sabiendo cómo funcionan las leyes en estos casos, ¿no le matarías?
—Prefiero no plantearme esa hipótesis.
—Sólo quiero que investigues, que intentes averiguar quién puede ser el autor de esos folios malditos —le pidió de nuevo Arturo—. No escatimes en gastos. Te daré todo el dinero que necesites. Lo que quieras. Cuando lo encuentres, no tienes más que darme su nombre. ¡Sólo tienes que decirme quién es! No te haré partícipe de nada. No sabrás nada. Únicamente quiero que investigues; luego puedes olvidarte de todo. Además, piensa que con ello quizás evites que me mate, porque si no le encontramos, es muy posible que yo sea su siguiente víctima. Y después lo más probable es que vaya a por ti. Tú estás relacionado conmigo. Yo me casé con la que había sido la mujer de Abelardo… Esto es una cadena, sin contar con que tú desarrollaste el principio de tu tesis estudiando el caso de Abelardo. ¡Tal vez ya estés en su lista de víctimas!
—Es posible —contestó Raimundo pensativo—. Sin embargo, creo que sería mejor denunciarlo. La policía mantiene el caso abierto. Tarde o temprano le cogerán —dijo Raimundo.
—La policía, ¡no me jodas! La policía metió a Abelardo en la cárcel. La policía no tiene ni idea. Son unos ineptos. ¡Nunca le cogerán! Este hijo de puta ha matado a siete personas. ¿En serio crees que le cogerán antes de que me mate?
—Está bien. Intentaré averiguar quién es. Pero no te prometo nada. Si consigo saber quién es, lo más probable es que se lo entregue a la policía antes de decírtelo a ti. Y en el hipotético caso de que decidiese darte a conocer su identidad, me desvincularía del asunto nada más decirte su nombre y dejaría de trabajar para ti.
—¿Dejarías de trabajar para mí? —inquirió Arturo sorprendido.
—Sí. No volvería a saber nada de tus asuntos. Ésa es mi única condición.
—Está bien, como quieras. Pero supongo que seguirás siendo mi amigo aunque algún día dejes de trabajar para mí.
—Si acepto este trabajo es porque ya lo soy. ¿No lo entiendes? Me juego demasiado. Este tipo de asuntos sólo se aceptan por dinero o por amistad.
—O porque tu vida esté en peligro… —contestó Arturo irónico.
—Es posible. Empezaré mañana mismo. Necesito dinero. Bastante. Debo contratar a varias personas. No puedo hacer la investigación solo. Tengo que conseguir el sumario del caso. He de localizar a todas las personas que estuvieron relacionadas con las víctimas de forma directa o indirecta.
—No hay ningún problema. También quiero que le pongas una denuncia a Rosario. Ha estado molestando a Carlota.
—Ya lo he hecho. Carlos me llamó. Me comentó las llamadas. He estado hablando con ella. Me aseguró que estaba embarazada y que el padre eras tú.
—Es imposible. Soy estéril —contestó Arturo.
—Deberías hacerte unas pruebas que lo confirmasen. Lo digo porque me aseguró que cuando el niño nazca exigirá que te sometas a las pruebas de paternidad. Espero que lo que te voy a decir no te afecte demasiado… —Raimundo hizo una pausa—. Tiene una colección de cintas de vídeo demasiado interesantes. Ha grabado todas las relaciones sexuales que ha mantenido en su casa, y en una de las cintas sales tú. Me aseguró que la presentaría como prueba de que ha mantenido relaciones contigo. Si lo hiciera, conseguiría que te obligasen a someterte a la prueba.
—¡Joder! ¡Qué hija de puta! He sido un estúpido.
—Yo diría que has sido un imprudente. Los polvos de ese tipo siempre se echan en lugares que uno elige. Pero no creas que has sido el único. Tiene grabado a Carlos, a Goyo y a Abelardo.
—¿Abelardo estuvo con Rosario? —preguntó Arturo sorprendido.
—El primero que la conoció fue él. ¿No recuerdas lo que te dijo Carlos?
—¿Cuándo? —preguntó Arturo.
—Aquel día en el restaurante, el día que se enfadó contigo por flirtear con Carlota y que luego te dijo que tuvieses cuidado con Rosario, que era peligrosa. Te dijo que él no la había mandado llamarte. Carlos comentó que la había conocido a través de uno de sus escritores. ¿Recuerdas? —Arturo asintió—. Pues ese escritor era Abelardo.
—¿Abelardo liado con Rosario? No puedo creerlo. Con la pinta de gilipollas que tenía.
—Abelardo no estuvo liado con ella. Él sólo la ayudó en un trabajo que ella estuvo haciendo sobre la Edad Media. Rosario pensó que sería como todos los demás. Creyó que le seduciría. Pero no fue así. Abelardo se limitó a no parar de hablar sobre los usos y costumbres de aquella época. La joven llegó a desnudarse, indignada ante la pasividad del escritor, pero él se tomó el desnudo integral como un intento de pagarle su ayuda y, finalmente, le dio un beso en la mejilla, cogió sus apuntes y se marchó. Todo está en el vídeo. Rosario está enferma. Es una paranoica. Tiene grabados vídeos de hace años.
—¡Increíble! Esto es lo que me faltaba.
—Cuando hablé con ella, le sugerí que podíamos darle una suma importante de dinero y comprarle una casa a cambio de su silencio. Le dije que se lo pensase —explicó Raimundo—. Creo que el niño puede ser tuyo. Ella está demasiado segura de ello. Si es así, no parará hasta arruinarte la vida. Creo que lo mejor sería ofrecerle de nuevo dinero y una casa y «recomendarle» que aborte.
—Ya te he dicho que yo no puedo ser el padre —dijo Arturo malhumorado.
—Antes de afirmarlo deberías someterte a una nueva analítica. Pero, de todas formas, intenta comprar su silencio. Aunque tú no la hayas dejado embarazada, el daño que haría la publicación de las cintas a tu carrera profesional sería irreparable. ¡Piénsalo! Imagina que se pasan esas imágenes por alguna cadena de televisión.
—Tienes razón. ¿Cuánto piensas que quiere?
—Empezamos a entendernos. Creo que su único fin es mejorar su estatus. Yo le hablé de cinco millones y un pequeño piso en cualquier lugar que no fuese Madrid.
—Está bien. ¡Me jode! No sabes cuánto me jode tener que pagar por haber echado unos cuantos polvos. Pero tienes razón. No me puedo cargar a dos personas —dijo sin más.
—Arturo, estás loco. Ni por un momento pienses en hacerle nada a Rosario. Está paranoica pero es muy inteligente. No creo que sólo tenga una copia de las cintas. Si intentas hacerle daño, te arriesgarás a que tu historia con ella salga publicada. ¡Creo que deberías tranquilizarte!
—No. Yo creo que debería comprarme un Magnum.
—Hablemos de la forma de pago. He pensado que deberías pagarle con un talón nominativo. Te explico. En el caso de que te volviese a molestar la denunciaríamos por chantaje.
—¡Genial! Eres un monstruo. ¡Es estupendo! Sí, le haré un talón nominativo, un talón por cinco millones y otro por el valor de la casa. Dile que el precio de la casa no puede superar los doce millones.
—La casa debes comprarla tú. Después se la regalas. Será la segunda entrega. Cuando haya algún problema, si lo hay, demostraremos que Rosario se sometió a dos chantajes.
—¡Joder! Eres un portento. Te haré el talón ahora mismo. Y el día en que esa puta haya cobrado el talón y tenga la casa, la denunciaré —dijo Arturo sonriente.
—No puedes hacer eso. Deberemos mantener nuestra palabra. Debes pensar que este dinero está bien gastado. Hazte la idea de que es el pago a unos gastos que tenías pendientes. Después puedes llamarla y decirle que no vuelva a molestarte, que no le darás un duro más. Pero si lo haces, debes ser prudente. No la insultes, no pierdas la calma, piensa que podría estar grabando la conversación.
—Está bien. Tú trata con ella. Después ya veré yo lo que hago.
Arturo le entregó a Raimundo el cheque para que negociase el silencio de Rosario, y otro talón por dos millones de pesetas para comenzar las investigaciones sobre el autor de los anónimos que estaba recibiendo. Mientras rellenaba el talón de la joven, pensaba en la mala suerte que había tenido al recibir esa información de Rosario a través de Raimundo.
«Si yo lo hubiese sabido —pensaba—, la habría matado. Pero este gilipollas, este picapleitos, se me ha adelantado. La culpa la tienen Carlos y Carlota por ocultarme que había llamado. Si me lo hubiesen dicho, habría ido a su casa y la habría matado: sin riesgos, sin complicaciones, sin gastarme un duro. Le habría cortado los dedos y habría sido una víctima más. Al fin y al cabo no tienen por qué ser tan literales los asesinatos. Pero ahora no puedo matarla. Raimundo me denunciaría, estoy seguro. No me interesa; por el momento necesito que me ayude a encontrar al autor de las narraciones. Mi vida está en peligro».
—¡Arturo! ¿En qué piensas? No has firmado los talones ¿Dónde andas?
—¡Perdona! Es que estoy cansado. Me marcharé a Ibiza. Creo que tienes razón. Estos temas me están alterando; comienzo a perder facultades. Cuando hayas cerrado el trato con esa puta me llamas. Respecto al otro asunto, no tengo que decirte nada más. Cuando necesites dinero, no tienes más que pedirlo. Si averiguas quién es ese cabrón, siempre estaré en deuda contigo —le dijo firmando los dos talones.
Arturo se trasladó con Carlota a Ibiza. Cuando llegaron a la casa de Santa Eulalia, el guarda le comunicó que hacía unas semanas que había llegado un paquete para él.
—Señor, he intentado localizarle, pero me ha sido imposible. La señorita Carlota me dijo que usted no recibía llamadas a no ser que fuesen de suma importancia. Y ésta no lo era. Al menos eso pensamos todos.
—No entiendo. ¿Qué pasa? —preguntó Arturo.
—Nos mandaron del hotel Rhin un paquete que usted se había dejado en el armario —empezó a explicar el hombre—. Yo, señor, no quería hacerlo. Usted sabe que nunca he abierto ninguno de sus paquetes, pero llamaron varias veces. Querían saber si usted lo había recibido en perfectas condiciones… Tuve que abrirlo.
—¿Y bien? —preguntó Arturo.
—Pues eso, que disculpe mi indiscreción. No ha sido por curiosidad, no quiero que usted se enfade. Tuve que verificar que la silla estaba dentro.
—¡Joder, la maldita silla! Han mandado la maldita silla. ¡Deshágase de ella ahora mismo!
—Pero, señor, ¡si es preciosa! Me pareció tan bonita que llamé a todo el servicio, y estuvimos contemplándola un buen rato. Es una obra artesanal magnífica.
—¡Es la montura del diablo! Quiero que la tire —exigió Arturo ante la mirada atónita de Carlota—. ¿Dónde está esa maldita silla?
—Señor, dónde usted dijo que la pusiéramos. En la caballeriza del alazán que mandó ayer.
—¿Qué dice? ¿Se puede saber que estupidez está diciendo?
—Señor —contestó temblando el guarda—, el caballo azabache que usted mandó. En su nota dice que se llama Apocalipsis. En la misma carta pone que la silla de montar que compró en Santander es para él. La silla llegó antes que el caballo. Supusimos que a usted se le olvidó en el hotel y que imaginó que se la mandarían.
—Yo no he comprado ningún caballo. ¿Dónde está la maldita nota?
—La rompimos. Señor, la rompimos… No sabía que había que guardarla. Perdone… Perdone… —suplicó el hombre con la cabeza gacha.
—¿Quién ha mandado ese caballo? ¿Cómo voy a saber quién lo ha mandado?
—Señor, si me disculpa —dijo temeroso el empleado de las caballerizas—. Yo tengo la documentación y la factura que llegaron con el caballo. Lo compró usted. La factura viene a su nombre. El dueño del criadero me dijo que lo pagó en efectivo. Usted mismo lo compró y firmó la orden de entrega. Le traeré los papeles ahora mismo.
—Arturo —interrumpió Carlota—. ¿Cómo puedes haber olvidado la compra de un caballo?
—No he olvidado nada, porque no he comprado ese caballo. ¿Entiendes? ¡Yo-no-lo-he-comprado! —dijo Arturo dando énfasis a cada una de las palabras—. ¡Nunca he comprado un caballo! Los que tengo me los regaló mi padre.
—¿Y la silla? ¿Cómo se te puede haber olvidado una silla de montar en el hotel?
—Tampoco compré la silla. Y no me la olvide; la dejé allí. Alguien me está mandado cosas que compra a mi nombre.
—¿Y te enfadas? Te mandan regalos, unos regalos tan caros a tu nombre, y tú te enfadas. ¡No lo entiendo! Tal vez sea alguna admiradora… ¡Quizá te los esté haciendo yo! ¿No lo has pensado? ¡Quizá me estás ofendiendo con tu desprecio!
—Carlota, si eres tú…, puedes estar segura de que ¡estás muerta! —dijo Arturo dándose la vuelta y subiendo a la habitación.
—Arturo, Arturo, no he querido molestarte. Lo único que he pretendido es quitarle importancia a todo esto. No creo que debas ponerte así. No entiendo por qué te ha molestado tanto recibir estos regalos.
—¡Sube! —dijo exigente Arturo desde la escalera.
Carlota le siguió hasta el dormitorio. Cuando estuvieron solos, él le contó lo de los anónimos.
—Siempre hablas más de la cuenta —le dijo—. Si aprendieses a guardar silencio, serías la mujer perfecta. —Arturo palmeó la cama indicándole con este gesto que se sentase a su lado. Cuando ella estuvo sentada junto a él, comenzó a contarle el porqué de su enfado ante esos regalos—: ¿Recuerdas el día que di la fiesta para celebrar la reforma del ático? —Ella asintió—. Pues aquella noche un mensajero me trajo un paquete. En él había unos guantes ignífugos junto con una nota en la que alguien me amenazaba citando un párrafo del Génesis. Desde el primer momento supe que era el autor de los crímenes por los que fue condenado Abelardo Rueda. Lo supe porque Adela me había comentado el tipo de anónimos que recibió Abelardo. No le dije nada a nadie. A la mañana siguiente, llamé a la empresa de mensajería para saber quién me había mandado aquel paquete. En el registro de salidas figuraba mi nombre. Según dijo el administrativo, yo mismo mandé el paquete. Pero no fui yo. No sufro ningún tipo de trastorno mental. Alguien dio mis datos y me mandó el paquete. Lo mismo que ha hecho con la silla de montar y con el caballo.
—¿Ya has hablado con la policía?
—No. Aquel día pensé hacerlo, pero me di cuenta de que no serviría de nada. Me tomarían por loco. Todo evidenciaba que yo mismo había mandado el paquete. El recepcionista de la mensajería no recordaba cómo era la persona que efectuó el encargo. ¡Era un estúpido! Con el precedente de la locura de Abelardo y el suicidio de Adela, todos pensarían que yo también estaba volviéndome loco como ellos… ¡Tú misma lo has pensado hace un momento! Y creo que el servicio también. ¿Estoy en lo cierto?
—Si lo que dices es verdad, tu vida está en peligro. Creo que lo más prudente es que hables con la policía.
—Lo más prudente es encontrar al autor de los envíos —contestó Arturo.
—Eso es correr un riesgo innecesario. Además, ¿qué harás cuando le encuentres?, ¿piensas que podrás entregarlo a la policía? Aunque pudieras hacerlo, deberías demostrarles que es el asesino, de lo contrario le pondrían en libertad.
—Lo haré. Tú no debes preocuparte. Cuando le entregue, tendré pruebas suficientes para que permanezca en la cárcel toda su vida. No debes menospreciar mis recursos —contestó jactancioso Arturo—. Ahora lo que debes hacer es mantenerte al margen de todo. Y nunca debes hablar con nadie de esto. Hemos venido para descansar, no debemos pensar en nada más que en pasarlo bien y en relajarnos. Hasta que este desagradable tema no esté resuelto, no nos moveremos de aquí. Mañana me conectarán un terminal en el despacho y seguiré llevando mis negocios desde aquí. Tú, por tu parte, deberías hacer lo mismo. La isla resulta aburrida si sólo se dedica uno al ocio. ¡Es un consejo! ¡Te quiero! ¡Creo que eres la única mujer a la que he querido! —concluyó Arturo dando un beso a Carlota.
Durante el mes de mayo la situación pareció relajarse. Carlota redecoró la casa a su antojo y Arturo emprendió sus negocios. Raimundo había efectuado la entrega del primer talón a Rosario y ésta había hecho efectivo el importe de cinco millones de pesetas en su cuenta. La segunda entrega se había acordado para el uno de junio. En el momento que Rosario hiciese efectiva esta segunda entrega, el asunto quedaría zanjado. Desde la primera entrega la joven no había vuelto a molestar al odontólogo. Raimundo le había llamado para informarle.
—Cuéntame —dijo Arturo.
—Como podrás comprobar, ya se ha efectuado el reintegro. No ha puesto ninguna objeción al trato. Le dije que si después de que se le entregase el segundo talón volvía a extorsionarte, la denunciaríamos —explicó Raimundo—. ¿Te has hecho las pruebas de fertilidad?
—Sí, me las he hecho. Sigo siendo estéril. Creo que no va a haber segunda entrega. Dile de mi parte que ya he pagado con creces los polvos que eché con ella —contestó Arturo.
—No puedes hacer eso. Está embarazada. Yo mismo lo he comprobado. Aunque el hijo no sea tuyo, el escándalo que ocasionaría el que ella hiciera públicos los vídeos te perjudicaría mucho. Debes pagarle como acordamos.
—Tienes razón. ¿Cuándo le harás la entrega?
—El treinta de septiembre. Estoy seguro de que cumplirá su palabra. Se marchará de Madrid.
—Está bien. ¿De lo otro tienes alguna noticia? —preguntó Arturo.
—Sí. Pero no puedo decirte nada por ahora; es demasiado arriesgado. Mis informadores dicen que hay una mujer de por medio. Sólo puedo decirte que es extranjera.
—¿Extranjera? —preguntó Arturo fingiendo no saber de quién podía tratarse, al tiempo que pensaba en el error que cometió al no matarla. «¡Hija de puta! No había pensado en ella. Es evidente que ella es la única que conoce la novela de Abelardo. Ella me la dio. ¿Cómo no se me había ocurrido?».
—Arturo, ¿sigues ahí? —inquirió Raimundo.
—Sí perdona, estaba pensando en quién podía ser. Conozco a muchas extranjeras.
—No debes pensar en nada. Cuando tenga más noticias, cuando la localice, te llamaré para contártelo todo —dijo Raimundo—. Ah, necesito más dinero. Tres millones más. Mis investigadores tienen que viajar.
—No hay ningún problema. Localízame al autor o autora de los envíos. Eso es lo único que quiero. El lunes damos una fiesta. Carlota no puede vivir sin las fiestas. Es para literatos. Ya sabes que estás invitado. Tendré el talón preparado.
—Los dos; prepara el mío y el de Rosario. Estamos a treinta de mayo. No creo que me desplace a la isla en todo el mes. No lo feches y el día que se lo entregue, yo mismo le pondré la fecha.
—De acuerdo. Hasta pronto, querido amigo.
—Hasta pronto. Ah, y ten cuidado con Carlota. Juan Antonio me ha dicho que va detrás de tu fortuna —concluyó Raimundo en tono bromista.
Aquella noche, Arturo abrió la caja fuerte y sacó las dos copias de la obra de Abelardo Rueda: la que Cristine le entregó y la que él le sustrajo a Tomás, y las quemó en la chimenea. No quería conservar nada que pudiese probar que él había sido el asesino apodado el Octavo Jinete del Apocalipsis. Si Cristine era la autora de los anónimos, cabía la posibilidad de que le denunciase a la policía. No podía arriesgarse a que encontrasen las copias si hacían un registro en su casa. Si alguien las encontraba sería su fin.
—¿Qué estás quemando en la chimenea? —preguntó Carlota que subía con la lista definitiva de los invitados.
—Mi pasado. Acabo de hacer desaparecer mi pasado —contestó, y mirándola fijamente añadió—: ¿Quieres casarte conmigo?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Carlota emocionada—. ¿Estás hablando en serio?
—¡Por supuesto! Es más, te quiero tanto que estoy dispuesto, si aceptas a casarte conmigo, a que nuestra nueva sociedad sea en régimen de gananciales. ¡No me importa que te cases conmigo por mi dinero! Sólo quiero que sigas haciendo de mi vida lo que has hecho desde que te conocí.
—¡Por supuesto que quiero casarme contigo! ¡Llevo queriéndolo desde que te conocí! Te quiero tanto. No me importa tu dinero. Por mí puedes dejar todo como está. No necesito nada. Con mi agencia me basta. Lo único que siempre he querido ha sido estar a tu lado.
—¡Eso no es justo! No me vale. Quiero que me digas que aceptas casarte conmigo por mi dinero. ¡Me gusta más! Además, soy un hombre práctico y realista. Me jodería que el Estado se llevase todo el sudor de mis años de trabajo. No tengo herederos. Haré testamento a tu favor.
—Arturo, no hables de la muerte. ¡No lo hagas, te lo suplico!
—¡Todos morimos! Tarde o temprano lo hacemos. Hay que ser realista. Yo más que nadie. No creo que mi enfermedad me dé mucha más tregua. Además un loco anda tras mis pasos y tengo un extraño presentimiento.
—Por favor, te suplico que no vuelvas a hablar más de ello. Tendrías que pensar en la posibilidad de someterte a un trasplante. Eso sí que sería comportarse de forma práctica y, sobre todo, realista.
—Te prometo que me lo replantearé… —Y para cambiar de tema, añadió—: Entonces, ¿no crees que deberíamos aumentar el número de invitados a tu fiesta? Deberías incluir a mis amigos y socios. Anunciaremos nuestro compromiso para la semana próxima. He pensado en el doce de junio.
La fiesta se celebró sin ningún acontecimiento anormal. Raimundo recogió los dos talones y regresó a Madrid sorprendido por el anuncio del compromiso de Carlota con Arturo. Nadie, ni el hermano de ésta, había llegado a imaginar que Arturo tuviese intención de contraer matrimonio de nuevo, y menos aún con Carlota.