Prólogo
Cuando el cordero abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Animal que decía: «Ven». Y vi aparecer un caballo pajizo, cuyo jinete se llamaba Muerte…
Apocalipsis 5, 1-7, 4
Madrid. Septiembre de 1968
—¡No os riáis de él! A pesar de no saber escribir, lee mejor que vosotros. Es muy inteligente. Todos los genios tienen alguna carencia. Lo que le pasa es tan extraño que puede que su problema sea precisamente un don divino. ¡Todo tiene un sentido en esta vida! ¡Todo! Sólo Dios sabe el porqué —dijo la religiosa abrazando al muchacho con fuerza—. No está bien reírse de nadie. ¡Es un pecado! No debéis hacerlo.
—No me importa que se rían. ¡No me importa! —contestó el joven.
—¡Madre! —dijo uno de los escolares—. No nos reímos de él. Nos reímos de su comentario. Ha sido muy gracioso. Hemos pensado que era una broma. No sería ésta la primera vez. Usted sabe que todos le queremos. Siempre que puede nos ayuda. Es muy inteligente, bueno y bondadoso.
—¿Es eso cierto? —preguntó la monja.
—Sí, madre, es cierto —contestó la clase al completo.
—Y bien, entonces, ¿me contaréis lo que este truhán ha dicho a mis espaldas? Tal vez me venga bien reírme un poquito —dijo pellizcando la mejilla del muchacho.
—No era una broma —contestó el joven poniéndose frente a la sor—. Madre, yo hablaba en serio. Dije que sería un gran escritor. Lo dije porque anoche soñé con un ángel que tenía los ojos verdes. Me dijo que yo había nacido para escribir, que él me enseñaría a poner mis pensamientos sobre el papel. A cambio de ello, sólo tenía que dedicar mi vida a escribir su palabra.
—¡Virgen santísima! ¿Qué más te dijo el ángel?
—Dijo que yo era el elegido. Que sería el mejor escritor del nuevo siglo. Dijo que el último eclipse del milenio anunciaría el principio de mi era. ¡La era de la imaginación! Me contó que se me había privado de la capacidad de escribir, porque alguien no quería que diese a conocer sus palabras a los demás hombres.
—¡Dios mío! ¿Te dijo el ángel su nombre? —inquirió expectante la religiosa.
—Sí, se llama Luzbel.