5
Abelardo Rueda fue acusado de los cinco asesinatos. El reconocimiento médico al que fue sometido desveló que su grupo sanguíneo así como su Rh coincidía con el de la primera víctima, Teresa, por ello los exámenes se extendieron al departamento de genética.
El análisis de la tinta con la que fueron firmados los libros dedicados a Isabel demostró que Abelardo había estado en casa de la víctima aproximadamente media hora antes de que fuese asesinada. Este hecho ratificó la veracidad de la declaración que le había hecho a su letrado.
Goyo puso en marcha a su equipo de investigación y comenzó a intentar certificar las pruebas que el escritor necesitaba para ser exculpado. El letrado procuró conseguir la libertad condicional para su cliente sin conseguirlo.
Impresionado por la actitud de absoluta pasividad de Adela, Goyo pensó concienzudamente en cuáles podían ser los motivos que llevaban a la mujer a actuar así, sin comunicar sus conclusiones a Abelardo. La actitud de Adela, desde el primer momento, le pareció extraña. Sólo cabía la posibilidad de que estuviera implicada en los crímenes más de lo que Abelardo imaginaba. No acababa de creerse que todo fuese una consecuencia de su ambición, aunque Abelardo lo afirmase taxativamente una y otra vez. Adela le había manifestado durante una conversación telefónica las dudas sobre la implicación de su esposo en los homicidios, haciendo mención a las salidas irregulares que, en los últimos meses, había hecho. La pasividad de él frente a los primeros crímenes, la seguridad con la que afirmó que ella sería la siguiente víctima. Adela, alterada, había afirmado que tenía la convicción de que su marido padecía un trastorno bipolar. Parecía que el estado mental y físico de su marido, su reclusión, la grave imputación de la que era objeto y su posible condena no le preocupaban. Nada parecía alterarla, nada parecía tener importancia para ella, nada era vital, ni tan siquiera se sentía responsable ni obligada a involucrarse en la defensa de Abelardo. Le manifestó sin pudor alguno conocer la trascendencia que la reclusión de su marido y su presunción de culpabilidad tendrían sobre su reputación. Dijo que consideraba muy difícil, por no decir imposible, que aquello pasase al olvido sin dejar huella:
—Incluso demostrando su inocencia, su futuro y, en consecuencia, el mío son inciertos. De una forma u otra, los hechos le marcarán, las dudas en un sector amplio de la población seguirán vivas. Abelardo es un hombre débil, siempre lo ha sido, no podrá superar los acontecimientos que se le vienen encima; lo sé, lo he sabido desde el primer homicidio. ¿Crees que a estas alturas va a importarme algo más que no sea mi seguridad? No las tengo todas conmigo, querido letrado, no las tengo todas conmigo. Sea inocente o no lo sea, Abelardo no tiene futuro; incluso puede hacer que yo lo pierda todo. No creas que no lo he pensado… He tomado una decisión y voy a seguir firme hasta el final. Ya está bien de allanarle el camino. Quizá sea culpable; en todo caso, dudo que sea completamente inocente. Sé que me oculta algo, que lleva tiempo ocultando algo… Quizá sea su enfermedad; es muy probable que esté realmente enfermo. Piensa en ello. Si de verdad le aprecias deberías tenerlo en cuenta. No entiendes que ha intentado culparme de todo a mí, a mí que le he defendido siempre. Es considerado el primer sospechoso, el autor material de los crímenes, y en lugar de preocuparse de su defensa, sólo piensa en arrastrarme con él… ¿Y tiene la desfachatez de decirte que oculté pruebas de un homicidio…? Es un irresponsable, un cobarde… No creo que lo que yo estoy haciendo sea muy diferente a lo que hace él. No, querido Goyo, hasta aquí podíamos llegar. No me hables de responsabilidades, de moral, no creo en nada de eso, en nada. Sólo me guío por mi instinto de supervivencia; eso es lo único que me ha mantenido donde ahora estoy, lo que me ha llevado a una posición que no pienso perder por nada, ni por nadie…
Goyo intentó interpretar aquellas manifestaciones, intentó creer que Adela, sencillamente, era presa del miedo. Que su actitud era la consecuencia de la inseguridad que sentía. Abelardo estaba desesperado, eso era evidente, y podía poner sobre la mesa demasiadas cosas que le imputarían a él y a ella en la misma medida. Si todo lo que le había manifestado su amigo era cierto, si llegaba a demostrarse que ambos, a efectos legales, eran culpables, tenían la misma responsabilidad en los acontecimientos y cualquiera de los dos podía ser sospechoso. El miedo y la falta de confianza en su esposo, la avaricia y el egoísmo insano eran las únicas explicaciones lógicas, dentro de un marco racional, que Goyo encontraba en la actitud de Adela; eso, o que ella estuviera implicada en los homicidios. Algo que, a pesar de encontrar la actuación de ambos del todo injustificable e irresponsable, se negaba a creer. No podía ni tan siquiera dar lugar a un margen mínimo de duda. No era capaz de verlos involucrados directamente en los crímenes, a ninguno de los dos.
El viernes Goyo llegó a la cárcel alcalaína con un montón de preguntas que Abelardo debía contestar.
—Imagino que te habrán entregado todo lo que te mandé —dijo Goyo dando un abrazo a Abelardo.
—Lo recibí el lunes. Dime, ¿has averiguado algo que pueda sacarme de aquí? —le preguntó ansioso.
—Primero debo ponerte al tanto de todos los datos que he recopilado. Creo que debes enfrentarte a la realidad con entereza —contestó el letrado quitándose la chaqueta y tomando asiento—. He comprado cuatro cartones de tabaco que confío sean suficientes para los días que tendré que ausentarme.
—Por tu aspecto diría que esto no va bien, ¿me equivoco? —preguntó Abelardo abriendo uno de los cartones—. ¿Sabes algo de Adela? Aún no ha venido. Eso es lo que peor llevo. Es peor que estar aquí. Es a lo único que doy vueltas de día y de noche, aunque ya casi no distingo el día de la noche. Si no fuese porque apagan las luces, estoy seguro de que perdería completamente la noción del tiempo. Todo me parece tan increíble que a veces, cuando cierro los ojos, creo que voy a despertar en el viejo ático y que todo esto sólo será una pesadilla. Incluso he llegado a pensar que he cometido los asesinatos y que no soy consciente de ello. Comienzo a tener lagunas, espacios vacíos en la mente. No recuerdo bien, me faltan horas, días en los que no sé qué hice o dónde estuve. Me estoy volviendo loco; aquí es todo igual, demasiado igual y eso me trastorna. Me pregunto si no seré yo el que esté equivocado, si tal vez Adela haya visto algo que yo no sepa o que haya olvidado… Es terrible, terrible. Dudo de mí mismo, dudo de mi memoria, de que ésta sea la verdadera realidad.
Goyo le dio una palmada en la espalda a su amigo.
—Entiendo lo que estás pasando. Yo también me siento francamente mal. Todo me parece surrealista. Pero lo que no debes hacer es dudar de tu inocencia porque Adela te haya fallado. Menos aún por unas pruebas que pueden ser casuales. Aunque te resulte muy difícil, debes mantener la calma. Si no lo haces, nunca saldrás de aquí. Bajo ningún concepto debes decir que dudas de ti y de tus capacidades mentales. Me refiero a que no le digas a nadie lo que acabas de decirme a mí. Eso podría traernos aún más problemas. ¿Entiendes?
—Sí —contestó Abelardo—, entiendo; pero a veces no puedo evitar decir lo que pienso… Goyo, no soy capaz de recordar el estudio de la nueva casa; no recuerdo ni cómo es la finca… La única imagen que tengo de ella es la de aquel hombre… ¿Recuerdas al ciego del perro? —el letrado asintió—. Ésa es la única imagen que recuerdo, y me persigue día y noche. Tuve una corazonada las dos veces que le vi. Sentí como si algo en mi interior se abriese, algo que llevaba años encerrado. No puedo explicarte con precisión lo que sentí. Fue una corazonada, si tú no me hubieras dicho quién era, que le conocías, si Adela aquella noche no se hubiera mofado de mi desconcierto, pensaría que el ciego fue una alucinación mía, y tal vez podría haber más. Lo cierto es que no puedo quitármelo de la cabeza, y eso no es normal. Algo me está pasando, sé que algo no anda bien dentro de mi cabeza. No tendría que haber olvidado la casa, no tendría que haber olvidado nada, estoy preocupado…
—Lo que dices es normal. La privación de libertad, la magnitud de las acusaciones, todo hace que estés bajo una presión muy fuerte, y como tu cerebro no puede soportarlo, se está defendiendo e intenta desconectar de la realidad. Tu cerebro ha apagado la luz para no ver, para no recordar, se está protegiendo. No tiene nada de extraño. Lo del ciego es algo lógico; en esos momentos ya estabas sometido a presión, y ese hombre es un personaje poco habitual. Ya lo comentamos, no pasa desapercibido, y eso que no has hablado con él. Debes intentar estar tranquilo. No hagas juicios de valor sobre ti mismo, sería un error. Lo importante es comenzar a trabajar en tu defensa. El juicio se celebrará dentro de dos semanas. Tenemos que estar preparados, la opinión pública se ha interesado demasiado por tu caso, como era de esperar. Creo que la gran mayoría te considera culpable. Se habla de ti como del loco escritor que emuló a míster Hyde.
Goyo comenzó a sacar carpetillas de plástico de su cartera de cuero.
—De toda la documentación hay una copia para ti. Pensé que te gustaría tenerla. Es más, es posible que sea conveniente que te dediques a revisar el sumario; tal vez encuentres algo que nos permita demostrar la injusticia que se está cometiendo contigo. Empezaremos por todo lo referente a tu mujer —dijo extendiendo una de las carpetas hacia el escritor—. Adela prestó declaración el martes. Como verás dice que sufres una crisis de identidad desde que recibiste el Premio Ediciones. Opina que esta crisis te ha provocado un cambio de carácter, y que éste viene dado desde que comenzaste a escribir novelas de suspense. —Goyo hizo una pausa levantando su mano derecha en un signo evidente de detención para que Abelardo guardase silencio—. Deja que acabe. Entiendo cómo te sientes, pero antes debes escuchar todo lo que tengo que decirte. ¿Estamos de acuerdo?
—Perdona. Continúa, por favor.
—He tratado de averiguar si Carlos tenía conocimiento de tu estado de ánimo. Él en su declaración manifestó que sufriste un pequeño ataque de ansiedad después de recibir el premio y que le comunicaste tu decisión de dejar la literatura de suspense. Punto uno, la declaración de Adela y la de tu editor coinciden en el juicio subjetivo de tu estado anímico.
»Adela declaró que estabas bastante preocupado por los asesinatos, ya que decías haber escrito una novela de suspense en la cual el asesino cometía sus crímenes de la misma forma que lo estaba haciendo el hombre que ha cometido los asesinatos que a ti se te imputan. Afirma que dijiste haber entregado a Carlos dicha novela antes de recibir el galardón Ediciones. Novela que tras el asesinato de Teresa y en reiteradas ocasiones intentaste recuperar. Novela que intentó recuperar Tomás, al menos ésa es la versión de tu mujer, ya que ella ha manifestado que tú le hiciste el encargo a Tomás. Afirma que cuando recuperaste la novela, pudiste comprobar que ésta era una obra ya publicada. Dice que ella nunca ha visto la obra de la que hablas. Carlos, por su parte, confirma tu obcecación, tu insistencia en recuperar la copia. Él declara haberte hecho entrega del sobre el mismo día que Cosme y Tomás fueron asesinados. Asimismo, afirma no conocer el contenido del mismo. Por lo que las dos declaraciones vuelven a coincidir.
»Adela dice que sabías cuál era la palabra que el asesino estaba escribiendo con los dedos de sus víctimas en el momento que recibisteis el primer anónimo. Asegura que desde el primer momento supiste que estaba componiendo la palabra imaginación. Cuando le pidieron qué opinaba sobre tu estado anímico, respondió que desde hacía tiempo pensaba que sería conveniente para ti que visitases a un psiquiatra. Por ello, por la preocupación que tenía, comentó con Arturo la necesidad de que te sometieses a tratamiento médico. Afirma que, llevado por tu estado de ansiedad, llegaste a pensar que ella mantenía relaciones con Arturo, al cual sólo le une amistad y mutua admiración. Éste ha ratificado la declaración de tu mujer. No lo ha hecho sin embargo personalmente, porque su padre falleció el lunes en Colombia y ha tenido que ir allí para hacerse cargo del funeral y de la repatriación del cadáver. Mandó una declaración jurada bajo acta notarial. Yo he llevado los trámites de todo porque, como sabes, también soy su abogado. Como ves nada está claro. Todos los indicios apuntan a que sufres un desequilibrio transitorio de la personalidad.
—Por supuesto que sufro un desequilibrio; lo sufro desde que mataron a Teresa, pero no porque yo la matase, sino porque la mataron como el asesino de mi obra mataba a sus víctimas —dijo el escritor levantando el tono de voz—. Cualquiera en mi situación estaría desequilibrado.
—Por supuesto. Pero… lo único que podría demostrar que la apreciación que han hecho sobre tu estado de ánimo es equivocada sería la obra, y ésta no existe. No tienes ninguna copia. No está registrada, nadie la ha visto.
—Yo puedo demostrarlo. Daré todos los detalles sobre los próximos crímenes. Estoy seguro de que ese hombre seguirá matando y, una vez más, lo hará siguiendo mi texto.
—¿Y si no comete ningún asesinato más? ¿Cómo demostrarás que tienes razón?
—Lo cometerá porque yo no soy el asesino. Seguirá cometiéndolos y yo estaré aquí, recluido.
—Creo que debemos olvidarnos de la novela y centrar tu defensa en demostrar que las pruebas no son convincentes. Adela dice que tu salud mental no es buena y que la única solución es que te declaren incapacitado. Cree que no estás bien; está convencida de ello. Incluso duda de tu integridad. Dice que lo más acertado sería que te declarasen enfermo mental, que ello podría salvar, en cierto modo, tu reputación. También sopesó la posibilidad de que cumplieses condena en un psiquiátrico.
—¡Me niego! No pienso aceptar eso. ¿Cómo… cómo puede ser capaz de mentir de esta manera? Adela oculta algo; si no es así, no entiendo por qué miente tan descaradamente. Quiero que le digas que no se moleste en venir a verme. Quiero que le digas que me ha destrozado la vida y que cuando salga de este maldito lugar yo haré lo mismo con la suya. ¡Díselo! —gritó—. Está claro que quiere quedar libre de culpa. Ella, sólo ella me ha metido aquí. Soy un ingenuo, un imbécil; entré en el juego sin darme cuenta. Dile que no pararé hasta demostrar que miente. Que es una egoísta, una avariciosa sin escrúpulos. ¡Díselo!
—Se lo diré, le diré lo que tú quieras. Sin embargo, debes pensar en que esto sería una posible solución a tu encarcelamiento. Adela no va mal encaminada; tu mujer es muy inteligente. Estás metido en un lío y ella lo sabe. Creo que ha querido ayudarte con su declaración, que lo que me dijo es verdad. Entiendo que te indignen las declaraciones que ha hecho, pero ella ha pensado que ésta es una forma de sacarte de aquí. ¡Debes pensar en ello! Yo sé que ella miente, que está asustada. Ambos ocultasteis pruebas a la policía y ella está igual de implicada que tú. Miente, lo sé, pero sólo en parte. Cuando le pregunté a Arturo si ella le había pedido el nombre de algún psiquiatra para que te viese, él me dijo que el día de Nochevieja Adela le comentó lo angustiado que te sentías y que estaba bastante preocupada por tu salud. Arturo le dijo que hablaría con sus colegas, que intentaría buscarte el mejor psiquiatra. Sé que Arturo no me ha mentido.
—Todos estáis cayendo en sus redes, igual que lo hice yo. Una vez que se entra en su juego ya no se sale. ¡Esto es increíble! Es sobrehumana la capacidad que tiene para llevarlo todo a su terreno, para cambiar el rumbo de las cosas, increíble. Te juro que ella es la culpable de que yo esté donde estoy. Ella y su maldito egoísmo. Y yo, yo he sido un estúpido por dejarme llevar, ¡un gilipollas! Siempre me ha utilizado. ¿Sabes lo más triste? Lo más triste es que aún la quiero, que no puedo dejar de quererla, por eso me hace tanto daño escucharte.
—Ahora sólo queda esperar. Aún no podemos demostrar nada. Debemos esperar a que acaben con las pruebas genéticas. Si la sangre y las muestras de sudor que se encontraron en el lugar de los hechos no son tuyas, tendremos mucha ventaja. Esos exámenes pueden ser la prueba que haga que tu puesta en libertad sea inmediata.
—¿Y el antropólogo? No recuerdo cómo se llamaba. ¿Has hablado con él?
—Sí, prestó declaración ayer. Dice que no recuerda cuándo te marchaste, ni el tiempo que permaneciste fuera de la mansión. En cuanto a la joven, ha declarado que salías bastante ofuscado de la fiesta y que por tu aspecto pensó que habías bebido demasiado. Cuando le pregunté si recordaba la insinuación que te hizo sobre tu literatura, dijo que no habló contigo, que saliste muy deprisa y luego no te vio regresar. Como verás todo se complica. Sigo pensando que son simples y nefastas coincidencias, pero que han influido tanto en el contexto general de los acontecimientos que te hacen parecer culpable…
—Goyo, ¿has comprobado si alguien vio el bisturí y el martillo en la papelera del lavabo de señoras de la cafetería?
—Lo hice. Margarita vino conmigo. Nadie recordaba nada anormal. Tu mujer debió decirte la verdad, eso sin pensar que tenga razón y que nunca lo hiciese, que es lo que ella afirma. Me dijo que entró con María en el aseo y que no cerró la puerta del todo. Es más, afirma no haber visto nunca el bisturí. Para asegurarnos le sugerí a Margarita que preguntase de forma confidencial uno a uno a los empleados. Quizás algún empleado de mantenimiento sacó el martillo y el bisturí, pero nadie recuerda nada. Por el momento no hay nada que demuestre que Adela ocultó pruebas. Pero no por ello pienses que me voy a rendir; ya sabes mi opinión respecto a la ocultación de pruebas por parte de Adela. Sabes que no lo considero algo primordial para sacarte de aquí, pero sí creo que nos podría ayudar. Sería una forma de presión para que ella te apoyase con sus declaraciones. El cariz de la declaración de tu mujer es importante.
—Tal vez se deshizo de ellas antes de que yo fuese acusado. ¡Quizá me engañó! Es posible que las trajese a Madrid, o que las dejase en casa de Arturo, que se deshiciera de ellas en la casa de Arturo. No me ha dicho la verdad, ha vuelto a mentir. Todo es una mentira, una burda mentira. ¿Has averiguado la dirección de Tomás? Alguien debió ver a mi mujer en su casa, alguien debió verla.
—No ha hecho falta que lo averigüe, el fiscal tenía todos los datos. La portera de la finca no recuerda nada anormal. Las visitas acostumbradas a su hijo, todas o casi todas femeninas. No resaltó nada especial de ninguna de ellas; por contra, manifestó que todas eran raras, que las mujeres que solían visitar a Tomás eran muy poco convencionales. Insinuó que su hijo era un vividor, afirmó conocer y saber por Tomás que una de las fuentes de ingresos eran las mujeres que le visitaban. Lo cierto es que si la mujer se percató de algo, no quiere decirlo. Si Tomás estuviera vivo, podríamos solicitar una rueda de reconocimiento, pero desgraciadamente no lo está. En la empresa de mudanzas nos dijeron que la persona que pidió los datos se identificó como una empleada tuya. Por otro lado, la portera ha demostrado con un certificado médico su incapacidad para declarar. Tiene una pérdida de visión considerable en ambos ojos, y demencia senil; en realidad aún está en la finca porque sus propietarios no la pueden echar, la ley la protege. Si diésemos nuestras tesis a la policía judicial, las sospechas se centrarían aún más en ti y, por supuesto, en la complicidad de tu mujer. Creo que no sería conveniente hacerlo. No lo sería porque comprobamos el apartado de correos que me dijiste y no puedes ni mencionarlo. En el momento que lo hagas te relacionarán con Tomás, ya que estaba abierto con tu número del documento nacional de identidad. Creo que lo más prudente es omitir la relación de Tomás con vosotros; lo único que haría sería perjudicarte más. Por el momento la policía tacha su muerte de coincidencia; él estaba robando y se encontró con el asesino, algo que es evidente y del todo cierto, pero no traza ninguna línea de relación del joven con vosotros y eso, dados los hechos, a mi entender te beneficia.
—¡Es imposible! —contestó Abelardo.
—No. Ahí está la copia que me facilitaron en correos. Adela dice que el apartado de correos lo abriste para recibir correspondencia sobre información del medievo. Que habías pensado ponerte en contacto con gente que se dedicase al estudio de esa época y que querías el anonimato.
—Es cierto. Tuve esa idea, pero no la puse en práctica, no llegué a hacerlo nunca. Todo esto me parece excesivo. Comienzo a pensar que Adela se ha estado burlando de mí todo este tiempo. Tengo la certeza de que mis sospechas eran acertadas. La única persona que conocía la existencia de mi obra era ella. La única persona que pudo haber cogido la copia que faltaba era ella. Es evidente que ella y Arturo han tramado un plan para deshacerse de mí. Es evidente que todo lo tenía medido, desde el principio. ¿Cómo no me di cuenta? Tenía demasiado interés en no dar a conocer la existencia de la obra, estaba demasiado preocupada por ello. Quizá Arturo y ella ya se conociesen… Soy un incauto.
—Eso es una locura. ¿Cómo puedes pensar que Adela es capaz de mandar asesinar a alguien, y menos aún que Arturo esté metido en este asunto? Es un gilipollas, un mujeriego y un cabrón cuando hay un negocio de por medio, pero no es un asesino. Créeme, Arturo te lo diría a la cara. Estoy convencido de que no te dijo que estuvo con tu mujer porque ella se lo debió prohibir. No entiendes que es estúpido. En el caso de que Arturo y Adela estuvieran juntos, no necesitarían deshacerse de ti. Él tiene demasiado dinero, no necesita el tuyo; a tu mujer le sobraría de todo.
—En eso tienes razón, es absurdo; pero si no es así, no entiendo por qué Adela no dice la verdad. ¡No lo entiendo!
—Es posible que quiera salvarse de posibles acusaciones. Es evidente que si lo que tú dices es verdad, ella está implicada tanto como tú. Claro que los delitos de los que se le acusarían no son tan graves como los tuyos, que estás acusado de asesinato múltiple. Adela, está aterrorizada; desde luego que es cierto que no tiene principios, pero de ahí a que sea una asesina…
—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó Abelardo desesperado—. No hay nada que hacer, estoy atrapado. Todo me relaciona directamente con los crímenes, todo.
—No dudes ni por un momento que voy a defenderte hasta el final. Te sacaré de aquí. Por el momento podemos alegar que no estás en plenas facultades mentales… —sugirió temeroso Goyo.
—Me niego. Ya te lo he dicho antes. Prefiero morir en esta celda que dar opción a que alguien piense que he matado. Que, loco o cuerdo, yo soy un asesino. Nunca me declararé culpable. El asesino volverá a actuar y yo estaré aquí, y entonces ¿qué dirán? ¿Dirán que mi espíritu ha salido de prisión para seguir matando? No estoy loco. Tampoco soy un asesino. ¡Cómo puedes pedirme eso! No puedes pedirme tal cosa.
—Está bien. Haremos lo que tú quieras, pero debes pensar en lo que te he dicho, ya que todas las pruebas y los testigos te acusan. No hay nada que demuestre tu inocencia, nada Abelardo. Yo te creo, por Dios que te creo, pero eso no sirve. Estamos en un callejón sin salida, y si las cosas siguen así, si no encontramos nada que atenúe tu situación, tendríamos que plantearnos la opción, la posibilidad, de declararte incapacitado, irresponsable de tus actos. Por el momento sería una salida; después tendríamos tiempo para investigar. Además, si tienes razón, el asesino volverá a matar y eso haría que dejaras de ser sospechoso.
»Tienes que entender que tanto a efectos legales como morales, no es lo mismo un homicidio premeditado, un crimen cometido por un loco, que el cometido por una persona que está en su sano juicio. No es igual, ni tiene la misma condena. En el caso de que las cosas empeorasen, algo que intentaré evitar por todos los medios, debes meditar esa opción. Creo en tu inocencia, pero desgraciadamente esto parece una encerrona. Estoy seguro de que alguien se ha preocupado concienzudamente de inculparte y ya sabes lo que a veces sucede con la justicia: no siempre hace honor a su nombre. Eso es algo que hay que tener en cuenta; tu caso no sería el primero ni el último.
Cuando el abogado salió de la celda, Abelardo cogió la documentación que le había entregado y comenzó su lectura comprobando que Goyo tenía razón. Estaba en un callejón sin salida. Todo apuntaba a un único culpable: él. Llevado por la impotencia que le produjo el conocimiento de los datos sumariales, la angustia y la sinrazón, cogió el mechero de gasolina y encendiéndolo lo acercó a los folios que comenzaron a arder. Después, con una expresión enloquecida, los acercó a la cama y los dejó caer en ella. La manta ardió a gran velocidad y la celda se llenó de humo que se propagó por el pasillo. Se arrodilló y colocó sus manos encima de las planas que aún no se habían consumido. Cuando el humo entró en sus pulmones perdió el conocimiento. Las quemaduras que sufrió, así como la intoxicación por inhalación de monóxido de carbono le hicieron permanecer varios días en la enfermería. Durante aquella semana fue sometido a reconocimiento psiquiátrico. Abelardo se mostraba agresivo, por lo que el especialista decidió administrarle un tratamiento de shock que calmase su estado de ansiedad.
Adela permanecía en la misma actitud.
Nada parecía afectarle; ni tan siquiera el incidente protagonizado por su esposo y su convalecencia le hicieron cambiar de conducta. Se dedicaba a poner en orden sus futuros proyectos, deseando que todo aquello acabase lo antes posible para retomar su anterior modo de vida. No quería saber nada de Abelardo, tampoco se prestaba a hacer declaraciones en los medios de comunicación, alegando que su silencio era debido a que la situación le afectaba profundamente, que no tenía fuerzas para superar el trance al que estaba sujeta.
Goyo intentó volver a ponerse en contacto con ella, quiso que recapacitase. Incluso le sugirió que hiciera un ejercicio de memoria y repasase todos los acontecimientos desde el asesinato de Teresa por si se les había escapado algún detalle, algo que pudiera tener una importancia trascendental en la puesta en libertad de su marido, pero ella se negó a hablar con el letrado, que dejaba insistentemente sus ruegos en el contestador automático, preces que no recibieron respuestas.
A pesar de ello, el letrado no perdió la esperanza y llegó incluso a insinuarle que la ocultación de las pruebas por su parte no sería nunca desvelada, a cambio de que declarase a favor de su marido. Le suplicó que fuera al centro penitenciario, que hablase con su marido, pero una vez más recibió la callada por respuesta.
Adela se había desvinculado del futuro de Abelardo, lo había hecho con pleno conocimiento de causa, y esto hizo que Goyo comenzara a sopesar con mayor rigor la posible implicación de la mujer en los crímenes. El abogado estaba convencido de la inocencia de su cliente, pero las dudas sobre la participación de Adela comenzaban a afianzarse. Su actitud sólo generaba desconfianza en el letrado, que veía cómo uno tras otros sus intentos por demostrar la inocencia de su amigo se malograban.