12

Las exequias se celebraron en la más estricta intimidad. Finalizados todos los actos funerarios, Carlos, el editor, acompañó a Adela en coche a su casa.

—¡No debiste venir! El estado de María es muy delicado, deberías estar con ella —dijo Adela.

—No te preocupes, lo superará. Pronto volverá a estar embarazada. El ginecólogo ha dicho que no hay ningún impedimento para tener más hijos.

—¡Qué distintas son las vidas! ¡Qué diferente es todo! Tenéis cuatro niñas y queréis un varón a toda costa. Nosotros nunca nos planteamos tener un hijo. Tal vez si lo hubiéramos tenido todo habría sido distinto.

—Nunca se sabe. ¿Aún crees que Abelardo pudo cometer los asesinatos?

—Es doloroso. No puedes imaginar qué calvario he pasado. Siempre tuve dudas. Desde el primer crimen dudé de él, pero yo le quería. Era mi marido. El dolor que sentía era inmenso. ¡Gracias a Dios ya está superado! El tiempo lo cura todo. Es triste pero es cierto. Lo único que me importa es que no se han vuelto a cometer más crímenes. Eso también me demuestra que no hice mal declarando mis dudas sobre la implicación de Abelardo en los asesinatos. Sí, Carlos, creo que él estaba implicado en los crímenes, que fue el autor material de todos ellos. No me preguntes por qué lo hizo. Sabes de sobra que quiero seguir pensando que estaba loco, ése es mi único consuelo. Si pensase que lo hizo en plenas facultades mentales, no podría soportarlo, sería demasiado para mí. Sé que podría haberle ayudado más, pero el solo hecho de imaginar cómo murieron esas personas, no me lo permitía. Iba en contra de mis principios… Creo que es fácil de entender —dijo Adela.

—Sí, pero también es comprensible que una mujer defienda a su marido por encima de todo. Si te soy sincero, tu actitud me sorprendió mucho. Debes reconocer que es lógico que Abelardo, aparte de su estado, estuviese muy dolido por tu indiferencia. No puedes imaginar la ansiedad que sentía, el sufrimiento que le provocaba tu ausencia. Creo, Goyo y yo lo comentamos en más de una ocasión, que una vez ingresado, a pesar de tus declaraciones desafortunadas, deberías haberte interesado por su estado. Le hubiera ayudado mucho, incluso podría haber llegado a comprender tu actitud, tu desconfianza. Las cosas, Adela, toman el rumbo que nosotros les damos y creo que tú cogiste un camino equivocado. Fuiste demasiado egoísta, como lo has sido siempre. Eso no puedes negarlo. Te hablo como amigo. Creo que no estabas enamorada de tu marido, que cuando sucedió todo ya no le querías y que tu actitud le perjudicó muchísimo; no puedes negarlo.

—No tienes derecho a juzgarme. Me gustaría verte en mi situación, sólo para ver cómo reaccionabas y poder juzgarte después como tú lo estás haciendo ahora conmigo. Tienes el valor de decirme que no me porté bien con mi marido, él que me lo debía todo. Tú lo sabes mejor que nadie. Abelardo sin mí no era nadie. Tienes la poca vergüenza de decirme que debí defender a un asesino… No te das cuenta de que desde que lo cogieron ya no hubo más crímenes, que desde que fue encarcelado no se han cometido más asesinatos, ¿no te parece suficiente prueba? ¿No son de peso los motivos que me llevaron a separarme de él? Si hubiera defendido su inocencia también me habrías recriminado mi actitud. Todos habrían puesto en duda mi inocencia. En vez de hacer juicios de valor sobre mi conducta, hazlos sobre las pesquisas policiales, sobre el jurado que le condenó… Claro que es más fácil rebatir mi opinión que la de un jurado. Ése es el verdadero problema, que yo en comparación con un jurado soy insignificante.

—Adela, no he pretendido ofenderte. No es mi intención hacer que te sientas culpable, sólo quería que supieras lo que todos pensamos. Sólo he querido ser franco contigo. Es cierto que desde que Abelardo fue encarcelado no se cometieron más crímenes, pero aun así a mí me cuesta creer que él fuese capaz de cometer semejantes barbaridades, y por eso no entiendo cómo tú pudiste estar tan segura de su culpabilidad. ¿Cómo pudiste estar tan segura? —Carlos hizo una pausa—. No pretendo que te sientas mal, sólo quería saber qué pensabas, cómo te sentías y que supieses lo que yo pienso. ¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el editor, intentando desviar la conversación—. Si necesitas que te echemos una mano en algo, cuenta con nosotros. Sabes que apreciábamos a tu marido —dijo Carlos haciendo una pausa mientras ponía su mano sobre el hombro de Adela—. Tú sabes lo que yo siento por ti. No es necesario que te lo diga. Cualquier cosa que necesites… —Carlos desvió la cabeza y sonriendo hizo un guiño lleno de complicidad a Adela.

—¿Sabes?, Carlos, me hubiera gustado que Abelardo se pareciese a ti. Aún después de lo que has dicho, me sigues gustando tanto como antes, incluso más.

—No debes decir eso. El tiempo ha pasado y ya sabes que fue un error, algo estupendo, pero un error —contestó el editor—. ¿Te vas a quedar aquí?

—No. Venderé la finca. Con los derechos de autor no puedo vivir.

—Abelardo me comentó que estaba escribiendo una obra sobre El Monasterio de El Escorial. Que tenía información sobre las reliquias de Felipe II que aclararían muchas zonas oscuras de los últimos años de vida del monarca. En concreto me comentó algo sobre un libro por el que tuvo que pagar bastante y que consiguió de una forma que, según sus palabras, rozaba la ilegalidad. Esa obra podía sacarte de tus apuros económicos, podríamos tratar de acabarla. Sólo necesitaría que me pasases el material que Abelardo tenía recopilado, el resto lo haría mi equipo.

—La obra sobre el monasterio fue lo que desencadenó su primera crisis. Le tuvo obsesionado durante mucho tiempo. Sufrió alucinaciones, llenó la casa de botes de ensayo, de azufre… Tenías que haberlo visto. Por aquel entonces, no podía decirte nada, ¿qué hubieras pensado de tu escritor? El psiquiatra le mandó dejar las investigaciones. Nunca pude ver nada de sus apuntes, no me dejó leer ni una línea… No sé dónde guardó todo el material de esa obra. Creo que se lo llevó de casa y que nunca dejó de trabajar en ella. Cuando recibió el Premio Ediciones insistió varias veces en dejar la literatura de suspense, y yo pensé que en esa decisión tenía mucho que ver la necesidad que sentía de continuar la investigación sobre El Monasterio de El Escorial y Felipe II.

—No tenía ni idea de que hubiese estado enfermo antes. Deberías habérmelo contado. Te habría ayudado.

—No digas estupideces. Hubieses pensado que estaba loco y te habrías planteado la repercusión que su trastorno podría tener en su trabajo, en las ventas de sus libros… Y lo nuestro —dijo mirándole fijamente— tampoco hubiese sido lo que fue.

—No sé cómo puedes ser tan cruel. Te precipitas en tus juicios, siempre lo has hecho. Creo que anticiparte a lo que los demás van a hacer te perjudica. Conmigo te has equivocado. Estás muy equivocada.

—Sabes que puedo callarte la boca en cuanto me lo proponga. Si tuviese ese texto te lo habría dado antes de que tú me lo pidieses. Sé lo que puede valer una obra póstuma de un autor que alcanzó la fama en vida. ¿Crees que soy tonta? Desde que comenzó a escribir esa obra supe que Abelardo me ocultaba algo, que sus visitas a ese asqueroso bar tenían que ver con ese libro. Tal vez detrás de esa novela no hubiese literatura, quizá escondiera otros intereses.

—No debes pensar eso. Abelardo estaba enfermo, pero no le creo capaz de engañarte. Te quería. Nunca hubiese hecho nada que pusiera en peligro vuestra relación. Lo que sí es posible es que, como le prohibiste que siguiera escribiendo sobre el monasterio y también se lo prohibió el psiquiatra, él estuviese acabando la novela a escondidas. Prohibirle a un escritor que ejerza es un imposible, y lo sabes; para Abelardo la literatura histórica era como el oxígeno que respiraba, vital. No creo que te estuviese engañando; es difícil hacerlo, eres… demasiado inteligente —dijo con ironía—. Seguro que cuando menos te lo esperes encontrarás todos los escritos que estaba realizando. ¿Sabes cuál es la mejor forma de esconder las cosas? Dejarlas a la vista, no ocultarlas.

—¿Piensas que después de lo que ha pasado voy a tener interés en saber si fui engañada? No te equivoques. Su enfermedad destrozó mi vida. Lo hizo desde el comienzo, desde el primer crimen. Me da igual qué fuera lo que le hizo enloquecer y convertirse en un asesino, me importa un carajo. Le ayudé en su momento y no estoy dispuesta a que su sombra me persiga, y mucho menos su trabajo. No tengo el más mínimo interés —respondió Adela pensativa—. Ahora lo que más me preocupa es poder llevar a cabo mis planes. Es posible que monte una agencia literaria. Ya sabes que mi vida es la literatura, no sabría vivir de otra cosa. Hablé con Arturo hace unos días y me dijo que me echaría una mano con los préstamos bancarios. Me propuso invertir en mi proyecto.

—Ten cuidado con Arturo. Es una pequeña arpía dentro del mundo de los negocios, no se casa con nadie. Sigue mi consejo, y antes de formalizar nada con él llama a Goyo. Él te pondrá al tanto de todo. ¡Velará por tus intereses!

—¡Imposible! No nos hablamos desde hace meses —contestó Adela.

—No lo sabía, ¿qué ha pasado?

—Insinuó que Abelardo estaba en condiciones miserables por mi culpa. Que todo lo que le había sucedido había sido por mi forma de actuar. Lo cierto es que pretendía que mintiese en el juicio. Me negué. Desde entonces no habíamos cruzado una sola palabra, pero ayer me llamó para decirme que intentará reabrir el caso en cuanto pueda. Sigue insistiendo en que Abelardo era inocente. No me parece mal, le agradezco que crea en la inocencia de Abelardo. Desde el primer momento le agradecí su confianza, su total dedicación. Pero es indignante su falta de tacto. La insinuación que ha hecho no se la perdono, es de juzgado de guardia.

—No entiendo, ¿a qué insinuación te refieres?

—Ha insinuado que yo pude ser la culpable de los asesinatos.

—No creo que Goyo haya pensado eso. Él y tu marido eran muy amigos. Sé que Goyo adoraba a Abelardo. Siempre que hablaba de él resaltaba lo buena persona que era. Es evidente que esto le ha afectado demasiado. Debes perdonarle.

—No pienso hacerlo. No pienso permitirle a nadie que me acuse de nada. Lo que he sufrido ha sido demasiado. Ahora quiero vivir. Sólo pido vivir tranquila.

—Hemos llegado —dijo Carlos.

—Gracias, Carlos. Dale un beso a María.

—De tu parte. No olvides llamarnos, no vayas a desaparecer… ¿Ése no es el coche de Arturo? —preguntó Carlos mirando por el retrovisor, mientras Adela giraba la cabeza sin la más mínima expresión de sorpresa en su rostro.

—Sí. Ayer me llamó. Ya te he comentado su interés por participar en mis proyectos.

—¿Por qué no ha ido al entierro?

—No tengo ni idea. Imagino que si no ha asistido será porque no ha podido. De todas formas mi marido y él nunca se llevaron bien.

Cuando el coche de Arturo estuvo a la altura del de Carlos, los dos se saludaron levantando la mano. La puerta de la finca se abrió y el vigilante salió a su encuentro.

—No bajes —dijo Adela—. Entro con Arturo. Nos vemos. Perdona que te deje así, pero supongo que comprendes que hoy no estoy de ánimo para nada. Hasta pronto —dijo Adela cerrando la puerta del vehículo.

Carlos hizo sonar el claxon en señal de despedida. Dio marcha atrás, maniobró para poner el coche en dirección contraria a la puerta de entrada y emprendió pensativo el camino de regreso a su casa.