5

11 de junio. Santa Eulalia, Ibiza.
Doce del mediodía.

—¡Arturo! Coge el teléfono. Es Raimundo.

—Dime —dijo Arturo.

—¡Malas noticias! —contestó Raimundo desde el otro lado del auricular.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas que te comenté que mis investigadores habían localizado a la posible autora de los anónimos?

—Sí. Dijiste que era extranjera —contestó Arturo.

—Está muerta. Alguien la ha matado esta madrugada. Han encontrado su cadáver en El Retiro. Su cuerpo estaba junto a la estatua del Ángel Caído. Al cuerpo le faltaba una mano, la derecha, que fue hallada por una indigente junto a la estatua ecuestre que hay en la Plaza Mayor. Debajo de la mano había una fusta. Era filóloga. Estaba en Madrid dando unas conferencias. Justo ayer salió por televisión. Se llamaba Cristine. La estábamos investigando porque se relacionó con Carlos días después de que Abelardo Rueda dejase el apartamento de tu padre. Fue la primera persona que alquiló el ático. ¿Tú la conocías? —preguntó Raimundo.

—Sí, la recuerdo vagamente. Creo que me la presentó Carlos. La acompañé al apartamento una noche, pero no sé nada más de ella Nunca más volví a verla. No creo que tuviese nada que ver con los anónimos —respondió Arturo aparentando calma.

—Yo creo que sí. De lo contrario, ¿por qué la han matado? Ella tenía que saber algo. Su muerte ha sido parecida a las de las otras víctimas. Le han amputado la mano.

—Tal vez este crimen no tenga nada que ver con los anteriores.

—¡Es posible! —contestó Raimundo—. Debes tener más cuidado del que has tenido hasta ahora. Nuestra hipótesis es que el autor de los anónimos la ha matado porque ella sabía algo importante…

—Raimundo —interrumpió Arturo—. Creo que deberíais investigar más a fondo a Carlos.

—¿A Carlos? Sigues obsesionado. Carlos no tiene nada que ver con todo esto.

—Aparte de mí, es la única persona que aún está viva y estuvo relacionado con Abelardo. ¡Quiero que le investiguéis!

—Lo haremos —contestó Raimundo—. Te he llamado porque he pensado que deberías saberlo. Debes permanecer alerta. Si la persona que ha matado a Cristine es la misma que te manda los anónimos, estoy seguro de que recibirás uno en pocos días. Cuando te llegue debes llamarme.

—Lo haré. Gracias por todo.

Arturo colgó el teléfono y se sumergió en sus pensamientos.

«¡Hijo de puta! Es él. Sé que es él. Ha matado a Cristine. ¡Que hijo de puta! ¡Me va a volver loco! No puede ser nadie más que Carlos; solo él podía saber que Cristine me dio la copia de la novela. ¡Sólo él! Ahora no puedo hacer nada. Debo esperar. Si le hago algo, me relacionarán con todo. Creo que esto es un cebo para implicarme. ¡No se saldrá con la suya! ¡No lo hará! Tenía que haberme percatado antes. Nadie mejor que un editor para interesarse por el texto del Santo Grial».

—¿Qué quería Raimundo? Parecía preocupado —preguntó Carlota desde el pasillo.

—Han matado a una mujer que conocíamos.

—¿No será la filóloga? —dijo ella—. Acaban de decirlo por la televisión. ¡Es horrible! Creen que ha sido obra de un psicópata.

—Sí. Es ella. La conocí una noche, hace bastante tiempo. ¡Ha sido una desgracia! Carlos estará impresionado. Era su amiga.

—¿Le llamarás?

—Pensaba que tú podías hacerlo por mí. Dile que no me encuentro bien. La verdad es que no tengo ganas de hablar con él.

—¿Te ha impresionado? Es por lo de los anónimos, ¿verdad? —preguntó ella preocupada—. ¿Tienes miedo, cariño?

—¡Por supuesto que lo tengo! Esa mujer también estaba relacionada con Abelardo. ¿Cómo no voy a tener miedo?

—Debes tranquilizarte. La policía no ha relacionado el crimen con nada. Simplemente han dicho que es un asesinato más y que parece obra de un psicópata. Sólo es una coincidencia.

—Tienes razón —dijo Arturo acariciando a Carlota, al tiempo que pensaba en lo ingenua que era.

Aquella misma tarde llegó un paquete por correo urgente para Arturo.

—Arturo, querido. Han traído un paquete para ti —dijo Carlota.

—¡Súbemelo! Estoy esperando unos tratados de odontología que le encargué a Juan Antonio. Llevo esperándolos toda la semana. ¡Ya era hora!

Carlota subió el paquete al estudio.

—¿Dónde te lo dejo? —preguntó.

—Ahí mismo, a la entrada —contestó Arturo sin levantar la mirada del ordenador.

—Cómo quieras —dijo Carlota dejando el paquete en el suelo—. ¿No crees que deberías descansar? Te vas a volver miope.

—No te preocupes por mí, querida. Más tarde hablamos, ¿vale? Estoy muy ocupado —contestó Arturo sin mirarla.

—Como quieras —dijo Carlota saliendo del estudio—. Te avisaré para el almuerzo.

—Estupendo.

Arturo alzó la cabeza y miró el paquete; su corazón comenzó latir acelerado. Se levantó y lo recogió del suelo. Era un bulto pequeño, tamaño folio, y estaba forrado de papel cromado de color marrón; el mismo papel en el que recibió la silla de montar en el hotel de Santander.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamó mientras rompía con fuerza el envoltorio y abría la caja de cartón.

En el interior había una fusta junto con un sobre rojo. Lo abrió y encontró un folio dentro de él. Comenzó a leer:

Tercera parte

El Octavo Jinete había ejecutado a la mujer de los grandes pechos tal como el diablo le había mandado. Su cuerpo yacía bajo la estatua de Luzbel. Su mano derecha fue llevada por el jinete a la Plaza Mayor y depositada bajo los pies del caballo que en un tiempo dejaba escapar sonidos de su boca, y que ahora permanecía muda por el cemento que los hombres le habían puesto.

Arturo, tu muerte ya está escrita. Yo, tu creador, así lo he imaginado. Tu boca será sellada por los siglos, al igual que el caballo de Felipe III[4]. Nunca más volverás a hablar.

Arturo rompió el folio y lo quemó en uno de los ceniceros. Cuando el papel acabó de arder, tiró las cenizas al jardín.

Aquella noche, a las cuatro de la madrugada, el teléfono de la finca de Santa Eulalia sonó reiteradas veces hasta que Arturo decidió contestar.

—Arturo, ¡ya iba a desistir! —dijo Raimundo al otro lado del hilo.

—¿Sabes la hora que es? —le preguntó somnoliento él.

—Lo sé. Pero debía llamarte. ¡Es importante! ¿Estás solo?

—No. Espera un momento. Voy al estudio. —Arturo se levantó de la cama con cuidado para no despertar a Carlota y salió del dormitorio—. Dime.

—Tienes que venir mañana a Madrid —dijo Raimundo.

—¿Estás loco? Estamos en plenos preparativos de la boda.

—Sabemos quién es el autor de los anónimos.

—Salgo en el primer vuelo. Espero que el material sea interesante —dijo Arturo.

—Lo es. Pero te exijo que no comentes nada, de lo contrario informaré a la policía de todo. Recuerda que quedamos en eso. Si decidía darte la información sería totalmente confidencial. Nadie debe saber que nos veremos; nadie debe saber adonde vas. No quiero estar involucrado en nada de lo que pueda pasar. ¿Queda claro? —exigió Raimundo.

—¡Por supuesto! ¿Quién es? —preguntó Arturo.

—No te lo diré hasta mañana. Nos veremos a las tres de la madrugada en el aparcamiento de la plaza de Las Ventas. Iré en un Renault 19 rojo. Debes dejar tu coche en el estacionamiento y dirigirte a la estatua de Antonio Bienvenida. Yo te recogeré.

—No lo entiendo. ¿Por qué no me dices quién es y acabamos de una vez?

—Hicimos un trato. ¿Quieres que te revele su identidad según habíamos acordado o prefieres que le pase la información a la policía? ¡Tú decides!

—Está bien. Pero ¿por qué tan tarde?

—He concertado una entrevista con uno de los informadores. Creo que te interesará. Es la persona con la que se veía Abelardo Rueda en La Caña Vieja.

—¿No le habrás dicho que ando detrás del asesino para cargármelo?

—No. Piensa que somos periodistas y que cobrará por sus declaraciones en exclusiva. Es homosexual…

—Era cierto. ¡Joder! Abelardo Rueda era homosexual. Si Adela aún estuviese viva, se moriría del susto —contestó Arturo.

—Entonces, hasta mañana a las tres.

—Gracias, Raimundo. Hasta mañana.

Arturo permaneció el resto de la noche en vela. Al día siguiente hizo la reserva del vuelo para Madrid. Carlota le acompañó.

—No entiendo qué prisas tienes. Justo ahora que estamos tan liados con los preparativos tenemos que irnos a Madrid.

—Carlota. En cuanto solucione este tema, podrás disponer de mi tiempo durante el resto del mes. ¡Te prometo que no te pondré ninguna objeción! Nos quedaremos en el ático. Como la cena esta noche es a las once, no creo que llegue a casa hasta las cinco o las seis, así que no me esperes despierta. ¿Por qué no quedas con alguien?

—Sí, lo haré. Aunque no sé si encontraré a alguien que esté libre. Has preparado el viaje con tanta rapidez… —contestó Carlota que seguía intrigada por las prisas que Arturo tenía en viajar a Madrid.