6

Dos días más tarde el comisario que llevaba el caso, Armando López, se personó en el domicilio de los Depoter. Su propósito era dar a conocer a Adela el cambio de rumbo de sus investigaciones.

—Mi intención no es molestarla. Por el momento, sólo quiero hacerle unas preguntas sin mucha trascendencia sobre el que fuera abogado de su marido…

—No tengo nada que ver en lo que ha sucedido. Mi relación con el letrado no existía. Tuvimos desavenencias.

—Lo sé, la mujer del fallecido me contó la discusión que ustedes tuvieron el día que el señor Depoter y usted anunciaron su compromiso. Pero no pudo decirme de qué hablaron, cuáles fueron los motivos de la discusión que acabó con una agresión por parte de su actual marido al letrado. Agresión que no fue denunciada.

—No tengo por qué hacer ninguna declaración sin antes saber si tiene alguna acusación contra mí. Debe comprender que si es así, estoy en mi derecho de ser asistida por un letrado.

—No, señora, no tengo ninguna acusación contra usted, sólo estoy siguiendo una investigación que se remonta al asesinato de Teresa, primera víctima y en aquel momento su ama de llaves. Usted es una testigo de excepción en todo esto, y da la casualidad, tal vez, la desafortunada casualidad, de que estuvo relacionada con todas las víctimas.

—¿Supongo que ha querido decir que conocía a todas las víctimas? —El comisario asintió, mirándola expectante—. ¡Como mucha gente de mi ámbito! ¿O es que no recuerda que todas las víctimas eran personas cercanas a mi primer marido? Explíqueme cómo en ese caso no iba a conocerlas. Lo ilógico hubiera sido que no conociese a ninguna de ellas. Fue usted el que recopiló las pruebas que condujeron a Abelardo a presidio. Recuerdo haberle escuchado afirmar que estaba convencido de que mi marido era el autor material de los crímenes —dijo Adela—. ¿Me va a decir ahora que se equivocó?, ¿que el asesinato de Goyo es la prueba de su ineptitud? ¿Es eso lo que ha venido a decirme? —preguntó retando con su mirada oscura y profunda al comisario.

—No. Contrariamente a lo que se está especulando en los medios de comunicación, yo sigo afirmando que su marido era el autor material de los crímenes. Sin embargo, dados los acontecimientos, me replanteo la posibilidad de que tuviese un cómplice que ahora está acabando el trabajo. Aunque tal vez tenga usted razón y mis investigaciones no fueran acertadas, o por lo menos no todo lo acertadas que deberían haber sido.

—¿Un cómplice? Deje que me ría. Abelardo estaba loco, sufría un desdoblamiento de personalidad. Nunca tuvo más amigo que su otro yo. Era una especie de anacoreta que se recluía dentro de sí mismo, dentro de la fantasía que engendraban sus obras, y eso fue lo que le llevó a la locura…

—Permítame —la interrumpió el comisario—, antes de explicarle mi hipótesis, preguntarle el motivo de la disputa entre la última víctima y usted, que a fin de cuentas era el motivo primordial de mi visita.

—No entiendo nada de lo que está diciendo. Quiere decir que da por hecho que el asesinato de Goyo está directamente relacionado con los anteriores.

—Por supuesto. Desgraciadamente ése es un hecho del dominio público. Hay demasiados datos que lo confirman —contestó Armando López—. Y, dígame, ¿qué fue lo que motivó su discusión con el abogado? —volvió a preguntar el policía.

—Fue algo sin importancia, y creo que nada me obliga a contárselo —contestó Adela haciendo ademán de levantarse y dar por finalizada la conversación.

—Si no quiere darme detalles, tendré que considerar su negativa como una ocultación premeditada de información, información que podría conducir a la detención del culpable —le advirtió—. Pero si usted no tiene nada que ver con la muerte del abogado, no tendría por qué negarse a comentar aquel incidente que, como usted dice, carecía de importancia… Al decir esto me refiero a lo que todos entendemos en estos momentos como importante —dijo mirándola con un brillo de suspicacia en sus ojos, mientras esperaba una respuesta…

La muerte de Goyo dejó a Adela en estado de shock. Fue para ella un extraño e inesperado acontecimiento que le hizo recordar las palabras de Abelardo, sus amenazas, su implicación en todo lo que ocurrió, el proceso al que se vio sometido, las acusaciones de Goyo, la línea de investigación que éste seguía y su obcecación en demostrar la inocencia de su marido. El asesinato de Goyo la condujo por caminos inesperados donde perdió la noción de lo que pasaba a su alrededor. Sus pensamientos estuvieron pendientes sólo de la posibilidad, la remota posibilidad, de que el asesino no fuese Abelardo y ella estuviera realmente en peligro. Por ello, cuando recibió la visita del comisario, se asustó. En un principio su actitud fue situarse en la retaguardia, dejar que él hablase, mientras ella ponía en orden sus pensamientos, sus recuerdos, los temores que la asaltaban y no le dejaban razonar.

Adela no había pensado que aquella discusión con Goyo trascendiera nunca más allá de su círculo. Tampoco se había planteado aquella visita, ni que la policía se interesase por el incidente y menos aún que tuviese conocimiento de su existencia. No lo había hecho porque desde la muerte del escritor creyó que todo había terminado, contrariamente a lo que Goyo le manifestó días antes de ser asesinado. Una vez más, estaba atrapada en la telaraña, presa entre las fibras que ella misma había ido tejiendo; aunque esta vez todo era diferente. Alguien más iba lanzando hilos transparentes que se entremezclaban con los suyos… Algo no funcionaba bien.

Ana no conocía el motivo por el que ella y Goyo habían discutido. Ignoraba lo que ambos hablaron durante el transcurso de la discusión, tal como acababa de decir el comisario. Pero cabía la posibilidad de que Ana estuviera informada de todo, de que Goyo le hubiera comentado la desconfianza que sentía hacia ella, y en ese caso era probable que también supiese que Adela había ocultado pruebas. Adela tomó conciencia de que su situación era comprometida. Supo que si la policía se enteraba de lo que Goyo había averiguado, no se lo plantearía, ni tan siquiera le dejaría tiempo para la defensa; en el momento que enlazasen todos los datos, sería considerada una encubridora.

Los acontecimientos anteriores y posteriores a la muerte del abogado se agolpaban en su cabeza aturullándola. Sabía que no tenía el control y eso era lo que más le preocupaba. Mientras, Armando López la contemplaba dando claras muestras de su impaciencia ante la falta de respuesta. Adela miraba al policía pensativa, sin saber por donde retomar la conversación. Sus palabras podían perjudicarla o beneficiarla, por ello decidió no arriesgarse y decir una verdad a medias. Se levantó y se acercó a la chimenea para apoyarse contra el muro de ladrillo visto. Miró al comisario con actitud despreocupada, encendió un cigarrillo y dijo con aparente calma:

—Antes de responderle quiero que me garantice que no desvelará nada de lo que le diga.

—No puedo garantizárselo, usted lo sabe, a no ser que lo que me diga no tenga nada que ver con el crimen, que sea un tema privado.

—Lo es, si no fuese así no se lo habría pedido. El caso es que a Goyo no le pareció nada bien que yo volviese a contraer matrimonio y tuvo unas palabras desafortunadas refiriéndose a mi futuro enlace. Arturo, naturalmente, se sintió ofendido y no pudo contenerse; imagino que a usted le hubiera pasado lo mismo. No creo que sea necesario que le repita la conversación completa.

—Entiendo —dijo el inspector mirándola con desconfianza—. ¿Su marido ratificará sus palabras?

—Por supuesto —contestó ella altiva.

—Lo imaginaba. Bien, entonces le diré que la mujer del abogado me ha contado lo mucho que su marido desconfiaba de usted a raíz de cómo actuó durante el proceso de don Abelardo Rueda. —Adela le miró desafiante como si el comisario no hubiera dicho nada de relevancia. Abrió sus ojos más de lo normal, significando con su gesto que esperaba más información, y sin moverse del sitio encogió los hombros mostrando indiferencia. Sin embargo, tras las palabras del comisario se agazapaba la sombra de Abelardo. Adela, en ese instante supo que todo volvía a comenzar—. Veo que no muestra sorpresa ante las declaraciones de la mujer del letrado —dijo finalmente Armando López.

—En absoluto, son del dominio público, como usted dice. Ya le he dicho que a Goyo no pareció gustarle la idea de que yo volviera a casarme. Quizá hubiera querido que fuese la eterna viuda de su amigo —volvió a explicar Adela—. Además, ya había demostrado su desacuerdo conmigo durante el proceso de Abelardo. Me exigió que mintiese en el juicio. Quiso que cometiera perjurio. Nunca me perdonó que no le ayudase a ganar el que hubiera sido el pleito de su vida. Ganar ese caso le habría dado un gran prestigio.

—Si eso es cierto, debería haberlo denunciado en su momento.

—Sí, tiene usted razón, pero ¿cree que yo estaba entonces para esas cosas? Aquéllos fueron momentos muy duros para mí, más de lo que nadie pueda imaginarse, y parece que ahora la pesadilla vuelve a empezar. Miré, señor López, no tengo nada que ver con el asesinato de Goyo, ni con ninguno de los crímenes. Creo que estoy en mi derecho de que se me deje vivir tranquila. Abelardo Rueda fue… —dijo poniendo énfasis en esta última palabra—, fue mi marido y Goyo fue su abogado. No sé si entiende a lo que me refiero. Para mí son personas que forman parte de mi pasado.

—No creo que deba alterarse, no tiene motivos para ello…, al menos por el momento —contestó el hombre sonriendo—. ¿O tal vez me equivoco y sí los tiene?

—No le voy a permitir que insinúe nada más. Me gusta la gente que habla claro, las afirmaciones directas. ¿Cree que no sé a qué ha venido? —preguntó—. Le ruego que abandone mi casa. Le exijo que no vuelva a molestarme si no es con una citación judicial para declarar en un juicio.

—No me sorprende demasiado su reacción. Si le soy sincero, había sopesado la posibilidad de que usted estuviera ocultando algo. Tal vez que tenía conocimiento de las visitas que su marido en aquel entonces, Abelardo Rueda, hacía a un bar de la sierra… Quizá también sabía que había adquirido un libro que, según mis datos, fue robado del Monasterio de El Escorial; un libro que pertenece al Patrimonio Nacional y que días después de que Abelardo Rueda falleciera, en circunstancias no muy heterodoxas bajo mi punto de vista, misteriosamente y para sorpresa de todos se encontró de nuevo en su sitio.

—Quizá, señor López, usted esté mal informado y el libro no fuese robado, sino prestado y no fuese ese libro sino otro. ¿No cree que eso justificaría su devolución? Pedir libros en préstamo para escribir sus obras era algo que Abelardo hacía habitualmente cuando trabajaba. Imagine el tamaño de nuestra biblioteca personal si toda la información que recopilaba estuviera en nuestras estanterías. Además, no creo que sea cierto lo que dice. La información de la que dispone no puede ser fidedigna si como usted dice el libro es Patrimonio Nacional —dijo sonriendo, y añadió—: Por otra parte, sí es verdad que sabía que Abelardo iba a ese bar, por llamarlo de alguna forma. Era un excéntrico, ya sabe que, desgraciadamente, su salud mental dejaba mucho que desear. Sus visitas a ese bar no eran más que una forma de evasión. Era un lugar inadecuado dada nuestra condición social, pero en sus condiciones mentales, ¿cómo cree que me podía sorprender? En aquellos momentos no me sorprendía nada de él. Créame, Abelardo era como un bólido de fórmula uno sin piloto; no se molestaba en entrar en los boxes aunque el motor estuviese en llamas y, desgraciadamente para él, ése era el caso. No paró hasta que su motor dejó de funcionar por completo —dijo en tono de mofa—. Llegó un momento que nada de lo que hacía me sorprendía. Durante los últimos años nuestra vida estuvo completa y absolutamente descabalada. Pero uno se acostumbra a todo. La madre naturaleza es sabia y el instinto de supervivencia nos hace adaptarnos a todo, incluso a convivir con un loco.

—Me habían dicho que era usted tan inteligente como hermosa, y desde luego estaban en lo cierto —dijo Armando López impresionado por la erudición de Adela—. Pero no se deje llevar por su soberbia, no vaya a ser que ésta le anule la razón. Tenga en cuenta que siempre se nos escapan detalles. Cuando creemos que todo está controlado, es cuando menos control poseemos.

—Y no lo dudo porque a usted parece que es eso precisamente lo que le ocurrió. Desde que ha entrado en mi casa está dejando entrever que se le escapó información en el caso de Abelardo —contestó ella—. Y si eso es así, debe admitir que el trabajo que hizo entonces deja mucho que desear.

—Sigue sin entender los motivos de mi visita —dijo el comisario—. Si sabía que su marido iba a ese bar, ¿por qué no lo comunicó a la policía en su momento? Quizá la persona con la que se veía allí tenía la clave de todo. ¿Es probable que usted nos ocultara ese detalle, que como acaba de manifestar conocía, porque de no haberlo hecho las investigaciones hubieran ido por unos derroteros que le hubieran resultado poco propicios? —La miró fijamente y añadió—: Creo que usted tenía unos motivos concretos para ocultar esas visitas, ¿no es así señora Depoter?

—¡Ya está bien! ¿Cree que soy estúpida? Le ruego, una vez más, que tenga la amabilidad de salir de mi casa. No tendré ningún problema en presentarme a declarar en el momento que un juez lo solicite.

El comisario Armando López se levantó sin decir una palabra más y salió de la mansión. Sus investigaciones habían tomado otro rumbo… Ahora estaban centradas en Adela Cierzo.

No había esperado que la mujer le dijera nada nuevo; sin embargo, el hecho de que se hubiera mostrado tan exaltada confirmó sus presunciones: Adela ocultaba algo de su pasado con el escritor. Armando López decidió no perderla de vista y situarla en la lista de posibles sospechosos.

En el momento que el policía salió de la mansión, Adela llamó a Arturo y le comentó preocupada la visita.

—No debes inquietarte —le dijo él—. Imaginé que esto sucedería. Has estado muy bien. Le has dicho la verdad. No entiendo de qué puedes tener miedo. Goyo era un impresentable, un bocazas. Aunque es cierto lo que te dijo el inspector: en su momento deberías haberle denunciado. Yo tampoco entiendo por qué no lo hiciste.

—No lo encontré oportuno. Hubiera sido una forma de alargar el proceso; estaba aturdida, harta de todo aquello. Lo único que quería era que todo acabase. Sabes que creía en la culpabilidad de Abelardo. Sólo me interesaba que el proceso terminase de una vez.

—¿Creías…? ¿Quieres decir que ahora ya no estás tan segura de su culpabilidad? —preguntó Arturo.

—Pues si quieres que te sea sincera, tengo mis dudas. No estoy arrepentida de nada de lo que dije o hice, pero las dudas me asaltan. Después del asesinato de Goyo no puedo quitarme de la cabeza sus amenazas y tampoco las amenazas de Abelardo. Pienso que había alguien más implicado.

—Es posible. Abelardo era cortito, con una gran imaginación, eso no puedo negarlo, pero era débil y no demasiado inteligente —dijo Arturo—. Siempre pensé que era un cobarde. Supo desde el primer momento que le habías sido infiel conmigo y no tuvo cojones para enfrentarse a mí o para dejarte. Es evidente que tampoco los tenía para matar, y menos de esa forma… —Abelardo se interrumpió y le preguntó a Adela—: ¿Tienes miedo, verdad?

—Por supuesto. Ya te he dicho que no tengo remordimientos, pero estoy asustada. Arturo, estoy muy asustada. Si Abelardo era inocente o no lo era pero tenía un cómplice, estoy en peligro, tal como él decía y Goyo ratificaba.

—No creo que debas tener miedo. La novela de tu marido no existe… ¿o sí? —Adela no respondió—. Veo que estás demasiado nerviosa —dijo cambiando de tema—. Tranquilízate. No te pasará nada, te doy mi palabra. Mañana, cuando regrese a Santa Eulalia, hablaremos con calma. Estoy seguro de que el comisario también me hará la visita reglamentaria. Le daré unas cuantas indicaciones de cómo se llevan los temas legales, de cómo debe llevarlos para salvaguardar su profesionalidad.

Adela, aquella noche, no pudo conciliar el sueño. Estuvo reconstruyendo, una vez más, todo lo que había sucedido. Se preguntó cómo no se había dado cuenta de la importancia que podían tener las visitas de Abelardo a La Caña Vieja. Éste era el único detalle que no había omitido conscientemente. No habló de ello porque nunca le dio importancia. Tras el interrogatorio del comisario sus suposiciones cambiaron; todo se tambaleó. Si era cierto que Abelardo mantenía una relación con alguien, esa persona en cuestión podía estar informada de la existencia de la obra, incluso tener documentación que la demostrase. Pero también cabía la posibilidad de que fuese el cómplice de Abelardo o el mismo asesino. Sabía que su marido escondía algo tras aquellos desplazamientos, pero lo había achacado a una aventura que para ella no transcendería ni repercutiría en su vida si no se hacía pública. No lo tuvo en consideración porque el hecho de que Abelardo pudiera serle infiel nunca le había importado demasiado; lo único que le había preocupado siempre era que las posibles infidelidades de su marido no fuesen conocidas por su círculo de amistades. Pero nunca creyó que Abelardo le fuera infiel, a excepción del día en que Constantino, el primo y novio de Teresa, afirmó que tenía una aventura.

Adela sintió ahora la necesidad de saber qué se escondía dentro de las paredes de aquel bar. Incluso sopesó la posibilidad de ponerse en contacto con Constantino, de preguntarle qué sabía en realidad sobre Abelardo, ya que ahora las declaraciones de aquel hombre ya no le parecían tan increíbles como se lo parecieron en su momento, tras el asesinato del ama de llaves.

Miró el reloj de la mesilla y cerró los ojos al tiempo que planificaba el viaje que realizaría a Madrid al día siguiente sin tener en cuenta que Arturo regresaba el mismo día que ella se marcharía. Había tomado la decisión de visitar La Caña Vieja.