7

El coche de Adela circulaba sobre el negro alquitrán despacio. Las curvas cerradas, sin señalizar, de peralte pronunciado e irregular, hacían que extremara su precaución. Frente a ella, vigilando la sierra del Guadarrama, se alzaba el Monasterio de El Escorial, exhibiendo su situación privilegiada con orgullo, dejando que una parte pequeña y concreta de su tejado brillase como si estuviera hecha de oro. Al llegar a la primera recta, Adela retiró unos instantes la vista de la carretera y contempló cómo el sol alumbraba el monumento y esto le hizo recordar algunos de los comentarios que Abelardo le había hecho cuando comenzó a escribir la obra que hablaba del monasterio, «el microcosmos», como lo llamaba él: «Todo lo tenemos frente a nuestros ojos —había dicho—, pero estamos ciegos. Ése es nuestro verdadero problema: que no vemos más allá de lo que nos han enseñado a ver. El monasterio encierra la clave para resolver un jeroglífico; sus piedras, su diseño, los secretos que se ocultaron en su arquitectura, en su geometría, todo, incluso la meridiana solar que recorre el suelo del comedor, tienen un sentido. Está construido según coordenadas astrológicas casi perfectas, con una desviación de siete grados respecto a los puntos cardinales. Siempre se ha dicho que es un templo al Sol, pero no es cierto. En el Monasterio de El Escorial se juntan los dos planos, la vida y la muerte. La eternidad y la mortalidad. El mal y el bien, uno arriba y otro abajo. Para conocer el secreto de la vida hay que conocer la muerte; para creer en el diablo hay que creer en la existencia del Dios. Ése es el verdadero misterio de la creación: unir los dos planos y permanecer en un punto medio. Es la única forma de entenderlo todo. La neutralidad es la única que te permite apreciar la verdad. Felipe II buscó el polo opuesto de Dios, del bien, y construyó su templo encima de una de las bocas del infierno. Sabía que era la única forma de llamar al mal, de hacer que mostrase su cara. Conjugando las dos fuerzas se haría con lo que iba buscando, lo que erróneamente llamaba “el elixir de la inmortalidad”. El verdadero elixir sólo tiene un nombre: el conocimiento. Eso es lo que se nos ha vetado, lo que Dios le había dado a Lucifer y tuvo que quitarle porque éste, al recibir el conocimiento, se convirtió en su igual. El conocimiento es el arma más potente que existe. El saber es lo que el ser humano ha perseguido desde sus comienzos. No tienes más que darte una vuelta por la historia de la humanidad. Lo que, siglo tras siglo, insistentemente se le ha negado al pueblo para tenerlo bajo el yugo de la esclavitud ha sido la información; siempre el poder ha vetado el conocimiento, sea del ámbito que sea, toque los temas que toque».

El recuerdo de las palabras de Abelardo le hizo replantearse su recorrido. Pensó que tal vez la clandestinidad de las visitas de su marido estuviera allí, dentro de aquel monumento cuya historia había sido la que motivó su locura. Sopesó la posibilidad de que en realidad las visitas de Abelardo a La Caña Vieja fuesen sólo lo que ella había supuesto, una forma de evasión, y que el verdadero enigma estuviese enclavado en la ladera del Abantos, ante sus ojos.

Como solía decir Abelardo: «La mejor forma de esconder algo es dejarlo a la vista de todos».

Cuando su marido le hizo aquellos comentarios, ella pensó que formaban parte de la obsesión que tenía en que sus textos fuesen verosímiles. Creyó que con aquellas hipótesis, un tanto desproporcionadas, intentaba conseguirlo. Por ello no le prestó mucha atención y le tachó de metafísico de mercadillo. Le dijo, una vez más, que ese tipo de literatura no daba ni dinero ni prestigio. Le avisó de que con sus teorías se estaba desviando de lo que en realidad era la novela histórica y que sus afirmaciones podían ser puestas en cuestión por más de uno. «No eres don Quijote —le había dicho—, y si te metes con la Iglesia, puede que salgas más que escaldado. Ten cuidado con lo que escribes, ten mucho cuidado».

Aquellas conversaciones que había mantenido con Abelardo, en un tiempo lejano; aquellas deducciones de su marido que le habían parecido descabelladas y peligrosas ahora tomaban sentido para ella. Tenían más de tesis que de hipótesis. Sin pararse a meditar su cambio de rumbo, buscó el primer desvío y se dirigió a San Lorenzo de El Escorial.

Cuando llegó al término municipal buscó el lugar más idóneo dentro del casco urbano y estacionó el vehículo. Caminó por las calles empedradas, que a pesar del sol estaban excesivamente húmedas, hasta llegar al monasterio. Ya en el patio que daba acceso al monumento un hombre vestido de negro, que sujetaba una cadena de eslabones de acero a la que se asía un perro negro, se paró frente a ella interrumpiendo su camino. Adela lo reconoció al instante. Supo, nada más verlo, que era el ciego que vieron caminado por la urbanización la noche en que se publicaron las declaraciones de Constantino en la prensa. Adela relacionó en décimas de segundo toda la información de los últimos meses. Sabía que el ciego vivía en el pueblo, que lo llamaban trashumante, pero también recordó la obsesión que tenía Abelardo con aquel personaje, que para ella no dejaba de ser un invidente con aspecto novelesco.

Ambos permanecieron uno frente al otro, separados por una distancia de apenas un metro, en silencio. El perro sentado en posición de espera, a los pies del ciego. Adela no sabía si pedirle que se retirase o apartarse hacia uno de los lados para que el hombre pasara. Le extrañó la actitud del perro, ya que sabía que los perros lazarillo sortean los obstáculos; por eso no entendió por qué se había parado frente a ella y se había sentado. Sólo cabía la posibilidad de que el ciego hubiese tensado la cadena, por lo que Adela decidió retirarse hacia la derecha para continuar su camino. Al hacerlo el hombre levantó la mano y se quitó las gafas de cristales oscuros dejando al descubierto el verde intenso de sus ojos.

—¿Encontró su marido lo que andaba buscando en el libro que me pidió? —le preguntó—. No he vuelto a tener noticias suyas. Ya le dije que el texto no era lo suficientemente antiguo y que en él no encontraría lo que estaba buscando.

Adela se detuvo estremecida por las palabras del ciego que seguía en la misma posición. En un instante el miedo se apoderó de ella. No entendía cómo aquel hombre la había reconocido, cómo sabía quién era y la existencia de aquel libro. Sin pensarlo fue hacia él, pero una voz femenina que venía de atrás le hizo detenerse de nuevo.

—Ya sabe usted cómo es Sebastián, a pesar de sus recomendaciones sigue manteniendo que debajo de la casa está el verdadero enclave de esa capilla que no existe en registro alguno, que sólo forma parte de su imaginación. No hay forma de que venda la propiedad. Nos hace falta el dinero, pero debido a su obstinación acabaremos perdiéndolo todo. ¡Por supuesto que consultó el libro! Pero los planos no son lo antiguos que él quisiera… —decía una mujer que hablaba en tono familiar con el ciego.

En ese instante Adela entendió su confusión. La mujer venía caminando tras ella, el perro debió conocerla y por eso se había parado. Ambos seguían hablando, mientras ella, sobrecogida, los miraba con descaro. Aquello no había sido una simple coincidencia. La actitud del ciego le había parecido muy extraña y estaba segura de que sus palabras habían ido dirigidas a ella. Tenía el presentimiento de que el invidente había medido su pregunta: «¿Encontró su marido lo que andaba buscando en el libro que me pidió?». Pensó que el hombre había elegido muy bien sus palabras para que éstas tuvieran sentido para la mujer con la que estaba hablando ahora y al mismo tiempo llamaran su atención.

A pesar de no estar hablando con Adela, el ciego no dejaba de mirarla. Su cabeza permanecía girada hacia donde estaba ella, como si esperara que le diera una respuesta.

El hombre concluyó la conversación con la mujer y emprendió su camino. Adela, que seguía atenta sus movimientos, lo llamó entonces:

—¡Oiga! Perdone. —El ciego se paró y esperó a que Adela se acercase—. Me gustaría saber si conoce el monasterio. Verá, vengo buscando el rastro de un escritor que anduvo recopilando información sobre este enclave. En concreto buscaba un libro por el que estuvo interesado y que por lo visto desapareció de la biblioteca del monasterio durante un tiempo… Al oír su comentario de hace un momento, he creído que tal vez usted sepa algo sobre ello.

—Claro que conozco el monasterio. Conozco todos y cada uno de sus rincones, los de abajo y los de arriba. Me refiero a la parte del panteón, también a los pasadizos y corredores subterráneos que lo atraviesan. Llevo aquí una eternidad. —Adela se sobrecogió ante aquella manifestación—. Es una forma de hablar, no se asuste. Soy muy viejo y el tiempo trascurrido en este mundo me parece eterno. Tendrá que darme algún detalle más. Estos treinta y cinco mil metros cuadrados tienen demasiados visitantes y muchos misterios escondidos dentro de sus muros, incluso bajo su suelo. Sabrá que se ha escrito largo sobre la magia que rodea este lugar. Ya sabe usted que el hombre siempre anda a la caza y la captura de un Dios, de una respuesta, de algo que le dé muestras de que no es un animal más, que verifique que el adjetivo humano no es sólo una palabra con la que él mismo se ha condecorado. He conocido a varios escritores, nacionales y extranjeros. Todos venían en busca de lo mismo: la magia, el origen de la vida, la inmortalidad.

—Verá, éste se llamaba Abelardo Rueda y estuvo buscando un libro, al menos ésa es la información de la que dispongo, un libro que desapareció y volvió a encontrarse en su sitio de una forma extraña, según me han dicho.

—¿El escritor asesino?, ¿el que murió?

—¿Le conoció?

—Usted sabe de sobra que mi respuesta es afirmativa.

—No entiendo —dijo Adela azorada.

—¿No es usted su mujer?

Adela se quedó sin fuerzas para vocalizar. Como pudo intentó salir de aquella encrucijada.

—Lo era. Después de su muerte volví a contraer matrimonio.

—Decisión acertada. Es usted hermosa y joven… Aparentemente con mucha vida por delante —dijo irónico.

—¿Cómo ha sabido que era su esposa? —preguntó Adela—. ¿Cómo puede saber que soy hermosa? Usted no me conoce y además es ciego, ¿o no lo es?

—Depende de lo que usted entienda por ciego —contestó él—. Conocí a su marido hace bastante tiempo. Cuando era un escritor de novela histórica, vino buscando un libro que está en la biblioteca del monasterio, como bien apuntó usted. Un libro que, contrariamente a lo que se ha dicho, nunca fue robado. Como debería saber, los libros de la biblioteca son para consultarlos en ella. Nada puede salir de las instalaciones. Al menos nada que tenga registro de entrada —dijo con ironía—. Usted no sabe lo serios que son los monjes agustinos para estas cosas. Es imposible que un visitante saque un libro o cualquier tipo de documento de la biblioteca. Jamás ha sucedido. Lo curioso es que el libro del que hablamos, según los registros, no se encontraba en la biblioteca. Así pues, lo extraño no fue su desaparición, sino su aparición. Algo en lo que nadie ha caído, porque evidentemente nadie sabe cuál era el libro que le hicieron llegar a su marido de estraperlo; se le dio en préstamo y él devolvió el libro antes de lo previsto, ya que así se lo exigieron los acontecimientos.

—Me está diciendo que todo fue un engaño; que la desaparición del libro no fue real.

—No se engañó a nadie, simplemente se omitieron detalles. Ese texto a todos los efectos no existe. Cuando se hizo pública su desaparición, el título no fue dado a conocer, sólo se dijo que pertenecía a la colección de libros herméticos de Juan de Herrera, cosa cierta, pero, como ya sabe, sólo en parte. Se dio a conocer un título perteneciente a otro volumen que sí está considerado material de consulta para los investigadores que acceden a la biblioteca. Pero en realidad el libro que tuvo en sus manos su marido a todos los efectos desapareció, como otros muchos, en el incendio que hubo en 1617. Por lo que no figura en ningún registro posterior al incendio, y sí consta como destruido. Estará conmigo en que sólo cabe pensar que alguien está mintiendo. El libro que su marido andaba buscando contenía una tesis que no interesa desvelar, y por ello, al igual que las otras obras que forman parte de la colección, no puede salir del monasterio.

Adela permanecía frente al hombre impresionada por la información de la que disponía.

—Si quiere comprobarlo usted misma, entre y pregunte a los monjes. Si consigue acceder a la biblioteca, diríjase a los libros que están en las estanterías del revés, los que no muestran su lomo, sino el canto de sus hojas, y pregunte. ¡Hágalo! El bibliotecario le dará una respuesta de lo más convincente. Siempre dicen que es una forma de airear las páginas. Pero seguramente usted, al escuchar sus explicaciones, sacará otras conclusiones. Seguramente se dará cuenta de que lo que se intenta ocultar son los títulos de esas obras y el nombre de su autor.

—No entiendo qué quiere decir. Si la existencia del libro es un secreto, quiero decir, si no quieren que se sepa que el libro existe, ¿por qué dieron a conocer su desaparición?

—La mejor manera de recuperar una cosa es hacer pública su desaparición, hacerle saber al supuesto ladrón que se ha percibido la ausencia del objeto y, de paso, decirle que se anda tras él. Si el objeto es «especial», es decir, si se trata de algo que los otros poderes del Estado desconocen, el resultado es aún más satisfactorio. Piense que el ladrón de un objeto de estas características se ampara en que su desaparición no es denunciable a efectos policiales, ya que el libro supuestamente no existe y, por tanto, lo que menos espera es que se dé a conocer públicamente su robo. Por eso, al publicarse que ese libro había desaparecido del monasterio, se le estaba diciendo al ladrón que su recuperación era más importante que seguir manteniendo oculta su existencia, y que nada impediría que la obra fuera restituida a su lugar de origen. Fue un golpe de mano, un jaque mate en toda regla; inteligencia analítica del más alto nivel eclesiástico.

—¡Increíble! —exclamó Adela impresionada—. Toda una trama literaria —dijo mirando el intenso verde de los ojos del ciego. Había observado cómo éste, mientras hablaba, acariciaba el lomo del perro despreocupado, como si sus palabras no tuvieran la menor trascendencia—. Es usted todo un erudito. Puede que sepa lo que mi marido andaba buscando y cuento con que quiera compartirlo conmigo.

—Al principio su marido vino en busca de respuestas, pero luego se desvió del camino. Suele pasarle a la mayoría; les puede la curiosidad, saber de dónde procede su especie, encontrar la respuesta a la necesidad de un dios, tener la prueba fehaciente de que existe y, sobre todo, saber que es como necesitamos que sea, como nos dijeron que era. Ya le dije que el ser humano es débil. Sí, señora mía, el ser humano no es más que una ficha de ajedrez en las manos de un dios aún desconocido. Como dijo Borges: «Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y tiempo y sueño y agonías?»[2] Dios creó al hombre para jugar una partida con su igual, al que llamó Luzbel, una partida de ajedrez eterna, de infinitas estrategias. Ése fue el verdadero principio. Uno escogió las blancas y otro las negras. No somos más que el fruto de una apuesta, el arma elegida para librar la batalla, el territorio que conquistar. La vida del ser humano no es más que una disputa entre dos dioses, una partida de ajedrez.

—¡Qué barbaridad! Lo que acaba de decir es una tremenda blasfemia —dijo Adela sobrecogida por las palabras del ciego que le habían recordado la hipótesis que Abelardo mantenía mientras escribía aquella novela sobre el monasterio: «Dios, Adela, no desterró al diablo porque él fuese el portador del mal, sino porque Luzbel se había convertido en un igual, en otro dios que ponía en peligro su reinado. Lo echó de su lado porque desconfió de él. Adela, nos han estado engañando, lo han hecho durante siglos».

Adela, al escuchar las palabras del ciego, pensó que las teorías de Abelardo no eran fruto de sus deducciones personales, sino que pertenecían a la información que había sacado de aquel misterioso libro. Dedujo que su texto era complejo y de un alto contenido filosófico y que esto fue lo que hizo que Abelardo entrara en un mundo complejo. No le cabía duda de que en ese libro su marido había encontrado unas afirmaciones que desmoronaban los cimientos de la sociedad y se las creyó. Adela pensó que, tal vez, comprender las teorías que contenía esa obra fue el motivo de que Abelardo perdiera el juicio y dejara de mantener el contacto con una realidad que ya no sentía como suya, que se derrumbaba ante sus ojos.

—No he hablado mal de Dios, por lo tanto no he blasfemado —respondió el ciego alzando el tono de voz y sacando a Adela de su ensimismamiento—. Me he limitado a decir la verdad, a interpretar correctamente los textos escritos, los textos de todas las religiones. En todas las doctrinas hay que ponerse de un lado o de otro, se le exige al creyente decantarse. Blanco o negro, bueno o malo, dios o el diablo —dijo sonriendo con ironía—. ¿No le parece a usted que es algo extraño? Si verdaderamente Dios fuese como dicen que es, si en realidad nos amara como dicen que nos ama, no cree que evitaría darnos a elegir. El que ama no da a elegir. El que ama une. Y por otro lado están esas estúpidas afirmaciones. Cuando alguien muere se dice que es voluntad de Dios, incluso cuando la muerte llega por mediación de un criminal, incluso cuando el malvado sobrevive y se alza victorioso, se dice que es voluntad de Dios. Todo es voluntad de Dios, lo bueno y lo malo. ¿Contradicciones o falta de conocimiento?

—Creo que usted le está dando al diablo el lugar que ocupa Dios. Se confunde. Dios no es responsable de las desgracias, tampoco de los actos malvados que cometemos. Sabemos de sobra qué es bueno y qué es malo. No hace falta leer ningún catecismo para darse cuenta de ello. La culpa de las desgracias no es de Dios, es del diablo.

—¿De veras piensa eso? Quizás estén todos equivocados. Tal vez fue el hombre quien le cambió el nombre al verdadero dios de la Tierra. El ser humano siempre se ha empeñado en demostrar su parentesco con el supremo, en atribuirse características y rasgos divinos… ¿Por qué ese afán? ¿No se lo ha preguntado nunca? —preguntó—. ¿No cree que el hombre tiene más de diablo que de dios? Basta con que le eche un vistazo a lo que está ocurriendo en el mundo, ¿de quién piensa que es este reino?, ¿a quién cree que se parece más el ser humano según rezan sus libros de teología? —dijo carcajeándose—. Es sabido que uno siempre se avergüenza de sus orígenes. Eso no es algo que se desconozca.

Adela, en aquellos momentos, ya estaba incómoda.

—Está claro que sabe mucho sobre teología, y le agradezco que comparta sus conocimientos conmigo, pero no es de mi interés. Además, la profundidad y la intención de sus palabras me están revolviendo el estómago. Le agradecería que dejásemos el tema y me dijese cuál era el libro que mi marido sacó del monasterio y qué contenían sus páginas, que es lo que a fin de cuentas me interesa.

—Ya se lo he dicho. Acabo de hacerlo. Le he dado todos los detalles sobre el texto que su marido leyó. El origen del ser humano se desvela en sus páginas y éstas van más allá de la ciencia, de los misterios del cosmos. Su información muestra la otra dimensión, la que se nos ha ocultado. Saber es peligroso, muy peligroso; la imaginación y el conocimiento son la clave de la existencia de esta especie. Eso contiene el libro, conocimiento. Pero no creo que usted llegue a ver esa obra, ya le he dicho que no existe. El agustino que hizo posible que saliese del monasterio está muerto. Ya no quedan contactos con el exterior. Con su muerte la existencia de esos textos ha quedado sepultada. Murió el topo y se cerró el acceso a los túneles.

—¿Qué quiere decir? ¿No estará insinuando que ese monje fue asesinado?

—Murió del mismo modo que los personajes de la novela que escribió su marido. Novela que, como sabe, no vio la luz de la imprenta, pero que fue igualmente alumbrada, convertida en una realidad. Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o no conoce la primera versión, la original de la novela de su marido?, ¿o es que tal vez su esposo lo sacó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?

—Mi marido no escribió más obras que las que están publicadas. La novela de la que usted habla no existió nunca. Formaba parte de su imaginación, de su locura. Creo que usted y todas esas patrañas que cuenta le hicieron perder la razón. ¿Sabe?, pienso que usted es un embaucador, un timador de poca monta, un ilusionista profesional. Es probable que ni tan siquiera esté ciego. Todo lo que me ha contado son mentiras adornadas con información que ha sacado de la prensa. De no ser así, no entiendo cómo me ha reconocido, cómo ha sabido quién era yo. ¿Estaba esperándome? Quizá sabía que vendría en busca de información, pidiendo el libro. ¿Qué se cree? Yo no soy tan ingenua como lo era Abelardo.

—Creo que después de lo que ha dicho dejaré que siga su búsqueda sola, aunque es seguro que volveremos a encontrarnos. No olvide cambiar de perfume y de gel, de lo contrarío seguirá sin conseguir pasar desapercibida —dijo el hombre y, dándose la vuelta, emprendió el camino que conducía fuera del recinto.

En aquellos momentos, Adela se dio cuenta de que era evidente que su marido había hablado con más gente sobre la obra. Todos los acontecimientos la conducían a esa maldita novela. Sintió como si su vida estuviera en el centro de un carrusel y éste girara en torno de una misma cosa, una y otra vez sin detenerse. Comprendió que nada había de casualidad en todo lo acontecido, ni tan siquiera el encuentro con el ciego se lo parecía. Se percató de que Epitafio de un asesino había pasado irremediablemente a formar parte de su destino.

Los recuerdos se agolpaban con rapidez en su mente. Todo le llevaba a lo mismo: el libro que supuestamente Abelardo sacó del Monasterio de El Escorial era el hilo conductor de todos los acontecimientos. Y si era así, aquella obra histórica que su marido no llegó a concluir por prescripción facultativa y de la que ella no había encontrado rastro alguno, podía ser el origen de todos los crímenes. Tras aquella escalofriante conclusión tomó conciencia de su error, el gran error de su vida: creer que Abelardo era un asesino, que estaba llevando a la realidad su propia obra, y anteponer su estabilidad económica y social a todo. Ahora todo eso podía costarle la vida. Adela entendió la magnitud de su error y esto le angustió más que la inesperada visita del comisario la noche anterior.

Hasta aquel momento, aquellos crímenes le habían parecido obra de mentes enfermas, pero ahora, para Adela, la visión de los acontecimientos había alcanzado otras cotas más elevadas, menos comunes. Tras ellos parecía haber una intención premeditada que tenía un objetivo concreto, y éste podía ser evitar que Abelardo diese a conocer lo que había descubierto en aquel libro.

De pie, mirando la entrada del edificio, seguía relacionando datos, detalles que no había tenido en cuenta, y así llegó hasta el psiquiátrico. Recordó que no había querido llevarse el trabajo que Abelardo había hecho durante sus últimos días de vida en el hospital y comprendió que, una vez más, se había vuelto a equivocar, porque en esos papeles podía encontrarse la clave, el comienzo de toda la historia.

De repente, sus juicios sobre su marido dieron un giro tan espectacular que le hicieron tambalearse. Ahora sus recuerdos no le mostraban al mismo hombre. Se dio cuenta que lo que había ocurrido era que Abelardo se convirtió en la última época en un loco con demasiada información, un demente que tal vez hubiera hallado la única verdad que importa: el conocimiento de la verdadera naturaleza de Dios y que esto le hubiera llevado a ser el blanco de un chantaje. Sopesó la posibilidad de que los crímenes que se describían en Epitafio de un asesino hubieran sido llevados a la realidad como forma de presión o destrucción dirigida a Abelardo.

Los turistas caminaban a su alrededor mientras ella seguía inmóvil sin percatarse de que se había quedado parada frente a la entrada del edificio obstaculizando parte del recorrido de los visitantes.

—Señora, ¿le ocurre algo?, ¿se encuentra bien? —le preguntó un fraile apoyando su mano en el hombro derecho de Adela.

—Sí, padre, me encuentro bien. Un poco desorientada, pero bien, gracias… —dijo mirando con expresión de sorpresa al sacerdote que estaba ante ella—. Estaba absorta en mis pensamientos, tal vez usted pueda ayudarme.

—Dígame. ¿Qué necesita?

—Estoy buscando el camino para acceder a la biblioteca del monasterio.

—La Real Biblioteca —contestó el fraile remarcando el adjetivo de «real»—. Está en el segundo piso de la fachada oeste.

—No conozco bien las instalaciones, si fuese tan amable de explicármelo de una forma más clara. Ni tan siquiera sé cómo acceder al monasterio.

—Pues me parece muy mal —dijo el fraile en tono de broma—. Sepa usted que este monumento es la meca española; todo español debería conocerlo, al menos visitarlo una vez en su vida. —Adela dejó entrever con su expresión lo mucho que le sorprendía aquella afirmación—. ¿O es que usted no es española? —le preguntó el monje al percatarse de su desconcierto.

—Sí lo soy, pero no tenía ni idea de que el Monasterio de El Escorial estuviera considerado un lugar de peregrinación obligado.

—No es ése el concepto exacto, pero se aproxima. Si quiere, puede acompañarme. Precisamente me dirigía a la Real Biblioteca cuando la he visto parada como si fuera una estatua de sal. La verdad es que su inmovilidad era preocupante, llamaba la atención.

—Sí, puede ser. No sé por qué se me fue el santo al cielo… —contestó Adela—. Le agradezco mucho que me permita acompañarle.

—Si no lo considera una indiscreción —dijo el fraile mientras echaban a andar—, ¿podría decirme cómo es que sin conocer el real sitio del monasterio está interesada en visitar la biblioteca?

—Vengo buscando información sobre unos libros, en concreto sobre los libros herméticos de Juan de Herrera.

El sacerdote dejó de caminar y poniéndose frente a ella dijo en tono secó y cortante:

—Imagino que traerá la documentación necesaria para efectuar las consultas.

—¿Documentación? No entiendo, ¿qué documentación? —preguntó Adela contrariada.

—Señora mía, la Real Biblioteca es un centro de investigación especializado y por eso se requiere que todas las personas que consultan las obras que hay en ella justifiquen debidamente cuál es el objetivo de sus investigaciones. Creo que es algo que usted debería haber supuesto. La naturaleza e importancia de los fondos de nuestra biblioteca hacen necesario que se cuide en extremo su seguridad y conservación. No pensará que cualquiera puede consultar nuestros textos. Eso sería una barbaridad, aparte de un manifiesto peligro.

Adela contemplaba al monje en silencio.

—No pensé que fuese para tanto —dijo sarcástica—, a fin de cuentas no es más que una biblioteca. Con presentar el documento nacional de identidad debería ser suficiente, ¿no?

—Pues no. Si el motivo de su consulta no está acreditado no puede hacer uso del material que hay en la biblioteca.

—¿Me está diciendo que tendré que volver otro día?

—Yo no estoy diciendo nada, lo dicen las normas. ¿Se puede saber qué información está buscando?

—No creo que sea de su incumbencia —respondió Adela al darse cuenta de que el monje parecía tener demasiado interés en saber qué era lo que andaba buscando.

—Respondiendo de esa forma demuestra que su visita no esconde un interés demasiado bueno. Lo que se oculta siempre tiene un motivo pecaminoso.

—Oiga —exclamó Adela mirándole de frente—, ¿quién se cree que es para hablarme de esa manera?

—Un curioso, igual que usted —respondió el monje con ironía—. Imagino que está interesada en los libros de magia y de alquimia, en esas historias que carecen de valor testimonial. La mayoría de esos textos son cuentos chinos que pretendían llenar la cabeza de fantasías a los hombres. Novelas de ficción, no son nada más que eso, pura invención. Fueron concebidas en su mayor parte por paletos. Y lo que se cuenta sobre este lugar no deja de ser anecdótico y fruto de la superchería popular de la época, que ha llegado a nuestros días gracias a la infinidad de herejes que hay repartidos por la Tierra. Si está interesada en los libros herméticos de Juan de Herrera, es seguro que viene encaminada en esa dirección, y si es así, imagino que sabrá quién era Hermes Trismegistos o Raimundo Lulio.

—Hermes era un alquimista egipcio y Lulio un filósofo —dijo desafiante—. Y Herrera, el arquitecto de Felipe II. Pero mi interés no es que usted sepa hasta dónde llegan mis conocimientos, y tampoco, contrariamente a lo que usted piensa, quiero conocer el texto de esos libros, ni verificar si lo único que contienen son mentiras. Sólo estoy interesada en uno de ellos. Para localizarlo, necesito saber qué libros consultó en su labor de investigación el escritor Abelardo Rueda, que fue mi esposo y antes de morir estuvo realizando un trabajo sobre el monasterio que no llegó a concluir. Voy a escribir su biografía.

—No puedo ayudarle; es más, creo que no podrá hacerse con esa información, es confidencial. Las fichas y los datos de los investigadores no pueden darse a conocer a personas ajenas al centro. Sería violar el derecho a la intimidad. Pero si me da algún detalle sobre el libro que busca, quizá pueda orientarla y ayudarle a que lo encuentre en el caso de que le permitan entrar en la biblioteca.

A Adela le extrañó el repentino cambio de actitud del monje. Primero se había mostrado receloso y arisco, casi insultante, y ahora, tras dar el nombre de Abelardo, daba muestras de estar interesado en ayudarla. El evidente cambio en las maneras y las formas del agustino la llevó a la conclusión de que tras las paredes del monasterio se ocultaba algo que Abelardo había localizado. Sus pasos no iban mal encaminados.

—Lo único de lo que dispongo es de algún recuerdo vago e inexacto de las conversaciones que mantuvimos mi marido y yo —dijo Adela sonriente—. Debía tratarse de un libro sobre teología, un ensayo, y por los comentarios de mi difunto esposo, qué Dios lo tenga en su gloria —dijo dando a su voz un tono de falsa aflicción—, creo que su contenido era un tanto heterodoxo. Abelardo hablaba por aquel entonces de que la verdadera naturaleza de Dios no es la que conocemos…

El fraile no la dejó continuar.

—Debe disculparme, mis obligaciones me reclaman —dijo mirando el reloj de pulsera que no llevaba, detalle que Adela percibió inmediatamente—. La Real Biblioteca está allí —añadió, señalando un corredor, y sin decir nada más comenzó a caminar apresurado por el gran pasillo abovedado.

Adela no dijo nada, había previsto la reacción del eclesiástico. La mujer se decantó por la segunda hipótesis y caminó decidida a intentar encontrar una respuesta.

Como había supuesto y como le había dicho el agustino, no le permitieron ver la documentación que Abelardo había utilizado. Tampoco le dejaron consultar ninguno de los libros de la biblioteca.

—Deben respetarse las reglas; incluso los miembros de la congregación deben hacerlo. Nadie tiene aquí un trato de favor. Puede solicitar el carné que tendrá que renovar anualmente —dijo el monje dándole un impreso—. En relación con su solicitud sobre el material de consulta que utilizó su marido, tiene que pedir un permiso por escrito y aportar documentación que justifique el motivo por el que solicita esos ficheros. Creo que para ello es necesaria una orden judicial. Por otra parte, estamos a su disposición para ayudarle en sus investigaciones. Sobra decir que siempre que sea cumpliendo escrupulosamente la legalidad —concluyó el bibliotecario.

—¿Y ni siquiera puede darme el título del libro que se dijo que había desaparecido o el del último que consultó mi marido? Me bastaría con hojearlos un poco. Nadie a excepción de nosotros sabría que lo hemos hecho —dijo en tono suplicante.

—¡Por Dios!, ¿cómo puede pensar que haré semejante cosa? —preguntó ofendido el monje—. Sepa usted que de aquí no desaparece nada, jamás ha pasado tal cosa.

—Pues eso no fue lo que salió publicado en la prensa.

—¡Ah! Se refiere al libro que se dio por desaparecido… Estaba colocado en un lugar que no era el suyo; nunca salió de la biblioteca. Cundió el pánico. Imagine si hubiera sido cierto. La responsabilidad de semejante pérdida. Pero, gracias a Dios, ese libro en realidad nunca desapareció.

—De acuerdo; entonces, ¿podría decirme el título del libro que supuestamente se cambió de sitio?

—Nada de «supuestamente». Su ironía es de muy mal gusto. Si dice que sabe lo que dijo la prensa en relación con la desaparición del libro, ¿cómo no conoce el título? —preguntó el bibliotecario—. Vuelva a consultar los periódicos donde vio publicada la noticia.

—El problema es que tengo la certeza de que el título que figuraba en la prensa nada tiene que ver con el real, el que correspondía con el verdadero libro.

—No tengo ni idea de dónde ha sacado tal teoría, pero es del todo incorrecto, una mentira. ¡Con la de cosas importantes que quedan por hacer en el mundo! —exclamó mirando al hombre que permanecía detrás de Adela, esperando para ser atendido—. Si me disculpa, tengo que seguir con mi trabajo. No olvide que estamos para atenderla. Rellene el impreso y adjunte la documentación que se solicita. Encantado de haber resuelto sus dudas —concluyó haciendo un gesto a la persona que permanecía a la espera para que le entregase el carné.

Adela tomó el impreso y se retiró dejando paso al hombre que esperaba. Abstraída en sus divagaciones, miraba el papel sin moverse del recinto.

La reacción del monje bibliotecario no hacía más que demostrar la importancia que habían tenido las investigaciones de Abelardo y lo valioso que debía ser el libro que había consultado. Era evidente que allí no le iban a dar facilidades, que no encontraría respuestas a sus preguntas, porque el contenido de esa misteriosa obra consultada por Abelardo hacía tambalear los cimientos de la Iglesia. Ahora se daba cuenta de que el ciego tenía razón.

Por otra parte, ahora veía con claridad que Epitafio de un asesino y el hecho de que los crímenes narrados en sus páginas hubieran sido llevados a la realidad estaban relacionados con la obra sobre el monasterio, y ésta a su vez con la adquisición del códice por parte de Abelardo.

Adela pensó que todo lo acontecido hasta la fecha era una trama bien urdida en la que ella estaba inmersa y en la que había participado sin darse cuenta, beneficiando con su actitud al asesino. Y ahora, al investigar por su cuenta, presa una vez más de su codicia, de su egoísmo, se había situado en el punto de mira de ese criminal. Si su hipótesis estaba bien encaminada, el asesino sopesaría la posibilidad de que ella conociera la existencia del códice o que hubiese tenido acceso a su contenido, y en ese caso su vida corría verdadero peligro. Si los crímenes tuvieron como objetivo dejar fuera de juego a su marido, restar credibilidad a sus palabras, convertirlo en un apestado de la sociedad, si ésa había sido su intención real, era evidente que lo que Abelardo había averiguado al leer aquel libro era excesivamente peligroso. El asesino debió considerar la posibilidad de que Abelardo decidiese hacer públicos sus conocimientos, y llegó a la conclusión de que la mejor forma de desvirtuarlos ante la opinión pública era, sin lugar a dudas, convertir al escritor en un asesino o en un desequilibrado, algo a lo que ella contribuyó y que ahora le hacía sentir tremendamente culpable.

No podía olvidar las palabras de advertencia de Abelardo: «Cuando te des cuenta de que yo no soy el asesino, será demasiado tarde, porque estaré muerto y no podré ayudarte».

Adela, por un momento, tuvo la sensación de que había perdido el control de su vida. Sus pensamientos la traicionaban llevándola de un recuerdo a otro. Recordó una de las preguntas que el ciego le había formulado momentos antes: «Usted olvidó la existencia del fraile, ¿o es que su esposo lo quitó de la trama de Epitafio de un asesino por seguridad?».

Adela se dio cuenta de que el fallo más grande que había cometido había sido quemar las copias del Epitafio y despreocuparse de las rectificaciones que Abelardo realizó en la obra. No haberlas leído la situaba en la cuerda floja. No sabía si el fraile del que le había hablado el ciego formaba parte de la historia antes de que ella leyera la obra o si Abelardo lo incluyó o lo quitó antes de su lectura. Si era así, si el eclesiástico al que se refirió el ciego formaba parte de la trama antes de haberla leído o después de rectificarla, Abelardo lo mantuvo oculto desde el primer momento, y lo que ahora temía Adela era que ése fuese el primer asesinato descrito en la obra que el criminal llevó a la realidad, algo que ella desconocía. Pero también cabía la posibilidad de que ese crimen no hubiese sucedido nunca y que el ciego hubiese mentido.

Siguiendo la misma línea de pensamiento llegó a la más terrible de las conclusiones: Abelardo la había utilizado. Ella estaba en lo cierto. Él también ocultaba algo, algo que ella había sospechado en su momento y que manifestó a su marido durante más de una de sus disputas. El hecho de que Abelardo acatara sin más las primeras decisiones que ella tomó después del asesinato de Teresa siempre le había parecido extraño. Quizá detrás de esa actitud se escondía el oscuro secreto de la muerte del monje. Tal vez, cuando asesinaron a Teresa, Abelardo ya sabía que aquel crimen no era el primero que se inspiraba en su obra, y por eso pensó, igual que ella, que era más seguro ocultar la existencia de la novela, a fin de que no se les relacionara con los lamentables hechos que estaban ocurriendo.

Llegada a este punto de reflexión, Adela se sintió como un actor consolidado y reconocido al que de repente le dicen que no sabe interpretar. Se sentía perdida en un mundo que se le antojaba hostil, peligroso y desconocido.

Reflexionó sobre ello intentando mantener la calma mientras salía del edificio bajo la mirada atenta y desconfiada del bibliotecario, que hablaba por teléfono sin perderla de vista, observando cómo las manos de la mujer apretaban el impreso descargando en él su furia interior, haciendo del papel una especie de gurullo blanco que perdía a cada apretón su volumen.

Cuando estaba en el exterior, el agustino que la condujo hasta la biblioteca se acercó a ella.

—He comentado sus preguntas con mis superiores y me han rogado que le manifieste nuestro deseo de que sus investigaciones lleguen a buen término. Asimismo, le rogamos que no involucre al monasterio en ellas. También, y esto es a título confidencial, queremos hacerle saber que hemos consultado la bibliografía que utilizó su marido durante las investigaciones que realizó aquí y el libro del que me habló y del cual solicitó información al bibliotecario no estaba entre sus consultas —dijo el monje—. Es posible que no le hayan informado bien. Confío en que sepa encauzar correctamente sus investigaciones y que éstas no le conduzcan por caminos empedrados donde el mal se agazapa fácilmente. En nombre de la congregación, le aconsejo, porque así nos lo exige nuestro deber evangelizador, que no se aparte de la senda del bien. Todo no es conocimiento. Sin el raciocinio no es posible adquirir conocimientos, por eso debe tener presente que todo lo que se dice, todo lo que se escucha, incluso todo lo que está escrito —dijo enfatizando esta palabra—, tiene tanto de cierto como de incierto. El mal está esperando siempre para tentarnos —concluyó cambiando su expresión y mirándola maliciosamente.

—No diga usted tonterías —contestó llevada por la indignación que le produjo la amenaza solapada tras la fingida amabilidad del monje—, el conocimiento siempre es conocimiento. Y parece que ustedes se niegan a facilitarlo, que quiera ocultárnoslo.

—Veo que aún no entiende nada de lo que le digo, de lo que he intentado decirle. En ese caso tendré que ser más claro. Olvídese del libro que venía buscando. No existe. Y ya que veo que no respeta nada y que nada le importa, sólo me queda pedirle que tenga en cuenta mis recomendaciones por su propia seguridad. Ese libro no existe y por ello es imposible que en algún momento saliera de aquí —concluyó, y dándose la vuelta comenzó a andar.

—¡Pero, bueno!, ¿me amenaza y se queda tan tranquilo? ¡Será posible! —gritó Adela mirando al monje que se alejaba de ella indiferente como si sus palabras no fuesen con él—. Ya sabía yo que el libro existía. El ciego me lo dijo antes de entrar —grito con fuerza.

El monje se detuvo y mirándola fijamente contestó:

—El ciego es Mefistófeles, el mismísimo diablo en persona. ¿Qué va a decir el señor del mal de su propia obra? —dijo tajante y dándole de nuevo la espalda a la mujer reemprendió su camino.

—Sí, hombre, y yo soy María Magdalena —respondió Adela carcajeándose.

—Nunca se sabe —respondió el clérigo, que ya se encontraba lejos de ella, por lo que Adela no oyó sus últimas palabras.

En aquel momento las dudas sobre la importancia del libro se disiparon. Adela pensó que debía tratarse de un incunable que por motivos de peso no formaba parte del registro de la biblioteca, tal como le había dicho el ciego.

Era evidente que en el monasterio no tenían la más mínima intención de echarle una mano en sus investigaciones; al contrario, le avisaban, en un tono amenazante, del peligro que corría si continuaba con sus indagaciones. Aquel texto no tenía sólo un valor físico o monetario, parecía ser la clave de la sabiduría y la gnosis que por lo visto contenía sus páginas había costado la vida a demasiadas personas.

Recordó lo que Goyo había dicho sobre la existencia de ese texto y pensó que lo más probable fuera que él también conociese su contenido y que eso fuera el verdadero motivo de que se hubiera convertido en la última víctima. «Si Goyo no hubiera seguido removiendo papeles, ahora estaría vivo», pensó.

Del mismo modo llegó a la conclusión de que sus investigaciones también la habían puesto a ella en peligro. Había llegado hasta el Monasterio de El Escorial buscando una respuesta a las incógnitas que le había planteado el comisario de policía. Su intención había sido obtener datos que la sacasen de un apuro ante la justicia; quería saber lo que estaba haciendo Abelardo antes de que un juez la llamase a declarar: preparar el terreno para la siembra, como siempre hacía. Pero se encontró un terreno que ya había sido sembrado y cuya cosecha ya había sido recolectada, un terreno que en aquellos momentos era baldío.

Estaba en un callejón sin salida, y pensó que lo más prudente era desaparecer. Sin embargo, llevada por el miedo y la rabia se planteó que quizá lo único que podía ponerla realmente a salvo era dar con el asesino. Adela había decidido llegar hasta el final.

Se dirigió a paso ligero a su vehículo. Ya en el interior consultó la guía de carreteras y emprendió el camino hacia La Caña Vieja.