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14 de octubre de 1998
Aquel día el jardín de la finca de Arturo en Santa Eulalia fue cubierto en su totalidad por una imponente carpa blanca. Debajo del techado de loneta estaban distribuidas, por grupos, las mesas y sus correspondientes sillas. El mobiliario había sido vestido con tela de algodón y raso de color salmón. Todas las mesas tenían un hermoso centro floral de rosas naranjas bordeadas por pequeños ramitos de paniculata, que permanecían inclinados con aire nostálgico. Alrededor de toda la carpa se habían colocado farolas térmicas que hacían que la temperatura evocase una tarde de primavera. Al fondo, una tarima tapizada en el mismo tono que el resto del mobiliario, lucía un gran centro de tulipanes azules que se alzaba jactancioso presidiendo la ceremonia. Todos los invitados vestían de rigurosa etiqueta y se sugirió a las damas que no utilizasen el color azul celeste en sus vestidos ya que la novia tenía el deseo de ser la única que lo llevase.
Arturo llevaba chaqué, camisa de seda blanca y pajarita de raso. El alcalde de Santa Eulalia aceptó gustoso casar a Adela y al hijo de su gran amigo, tristemente desaparecido.
Carlos y María fueron los testigos. La mujer del editor lucía un elegante vestido de gasa gris pastel, cuya tonalidad se asemejaba al color de sus ojos. La amplitud del atuendo a la altura de la cintura constataba su embarazo.
Cuando la novia entró del brazo de Carlos, los asistentes no pudieron contener una comedida expresión de admiración.
Adela llevaba un traje que evocaba los vestidos de las princesas en la Edad Media. Confeccionado en seda azul celeste, estaba hecho de varias capas para evitar que se transparentase. Su escote era redondo. Muy ceñido desde el pecho hasta la cintura, caía recto a la altura de las caderas. La sutil y casi incorpórea tela sin vuelo se mecía con cada uno de los pasos de Adela, haciendo que el contorno de su hermoso cuerpo se perfilara de forma exquisita a través de las sensuales fibras. Su espalda estaba casi descubierta, ya que la abertura terminaba prácticamente a la altura de las vértebras lumbares, que asomaban de forma sugerente a cada movimiento de la novia. Los zapatos de raso malva sólo dejaban ver su afilada puntera accediendo placenteros al roce delicado de la volátil tela.
El hermoso pelo negro había sido rizado en tirabuzones y separado de la cara con un recogido trenzado a modo de diadema. El cabello caía sobre la espalda desnuda y entrelazadas a él había infinidad de pequeñas violetas. El contraste de las dos tonalidades le daba una belleza mágica a la profusa melena. Apenas llevaba maquillaje. Un suave colorete le otorgaba un sonrosado tono a sus mejillas. Sus labios estaban cubiertos de carmín transparente y el contorno de sus ojos negros había sido perfilado con una línea muy fina que confería a su mirada aún más profundidad. Adela no llevaba ningún tipo de joya. Sus orejas, que lucían un esplendor de campesina, sonrosadas y pequeñas, se dejaban acariciar por algún que otro mechón que, anárquico, había escapado del recogido y rozaba el lóbulo y sus mejillas llevado por el sutil viento que comenzaba a dejarse sentir. El blanco nacarado de sus manos realzaba las uñas esmaltadas en tono violeta traslúcido.
—¡Qué hermosa estás! —dijo Arturo impresionado—. Eres como una ninfa. Pareces recién salida del bosque.
—¡Todo es por ti! —exclamó ella mientras Arturo le cogía la mano con suavidad y se la besaba.
Cuando la ceremonia terminó, los invitados tomaron asiento y dio comienzo la cena. Después todos pasaron al interior de la mansión. El gran salón con salida al porche se había acondicionado para dar un cóctel de bebidas exóticas y licores hasta entrada la madrugada. Adela subió al dormitorio para cambiarse. Se puso un conjunto color arena compuesto de pantalón de línea ancha y una chaqueta tres cuartos debajo de la cual no llevaba nada. Se calzó unas sandalias rojas sin tacón, cepilló su pelo y se lo recogió en una coleta baja con un pañuelo escarlata.
Cuando bajó al salón, Carlos y su marido estaban enfrascados en una conversación que parecía apasionante. Adela miró alrededor, todo el mundo estaba abstraído en alguna tertulia, excepto María, que sonriente caminaba hacia ella con dos vasos llenos de líquido rojo.
—Estás espléndida. Siempre he envidiado tu estilo —le dijo.
—¿Mi estilo? ¡Qué agradable eres! El estilo no existe, de veras. Para tener estilo sólo hace falta tener dinero.
—No es cierto, hay gente que tiene muchísimo dinero y no tiene nada de estilo.
—Querida, todo se compra. ¡Todo! El que tiene dinero y no tiene estilo es porque no ha querido pagar para tenerlo.
María sonrió.
—¿Has visto qué enfrascados están? —inquirió María señalando a los dos hombres.
—Los negocios. Creo que Arturo está interesado en la editorial de tu marido. Recuerdo que me comentó algo.
—¿Arturo? Creía que sólo le interesaba la odontología —respondió María con extrañeza.
—No tengo ni idea. Estará interesado en la edición de manuales de odontología.
—Nosotros no tratamos ese tipo de temas. Sólo publicamos literatura de ficción.
—Era una broma. No tengo ni idea de lo que pueden estar hablando. Lo único que recuerdo es que Arturo me comentó que tenía pensado hacerle una oferta a Carlos, pero no sé qué tipo de oferta. Hablando de cosas más interesantes. ¿Cómo llevas el embarazo?
—Bien, estamos muy contentos. Me hice la amniocentesis y todo ha salido bien.
—Cuánto me alegro —respondió Adela con una sonrisa hipócrita—. ¿Otra niña?
—No. Es un varón —contestó María sonriente mientras se acariciaba la barriga con satisfacción.
—Imagino que le llamaréis Carlos.
—No. Yo siempre pensé que si Dios me daba un varón le llamaría Daniel. Me gusta el nombre de Daniel. Carlos está entusiasmado. Es feliz. Hace tiempo que no le veía tan ilusionado.
—No os entiendo. Yo estoy segura de que no aguantaría a un solo enano. Y vosotros ya vais a por el quinto.
—No somos todos iguales. ¡Gracias a Dios no lo somos! Si todos fuésemos como tú, la especie humana estaría en peligro.
—Ya lo está. Lleva en peligro desde que apareció en la Tierra. El verdadero peligro del ser humano es… ¡el ser humano!
—Adela, es el día de tu boda. Creo que no deberíamos tener estas conversaciones tan desagradables. Permíteme que te diga que es una pena que no tengas hijos. Serían hermosos, muy hermosos, porque tú lo eres.
Adela le dio un beso a María en la mejilla derecha y le susurró:
—Tal vez no haya encontrado al hombre que merezca ser el padre de mis hijos. Pero te agradezco tu halago. ¡Dios te bendiga por ser tan buena!
—Ya me ha bendecido. Mi vida es maravillosa. Y la tuya lo será. ¡Te llevas a un gran hombre!
—Vamos con Teresa y con su marido, el eminente antropólogo, nos reiremos. ¿Qué apuestas a que aún sigue con su famosa tesis de los frontales? —dijo Adela riendo.
—¡Genial! —contestó María.
Las dos mujeres fueron al encuentro de Teresa y de su marido…
Mientras, Arturo y Carlos salían al jardín.
—¡Joder! Eres el primero que rechaza una oferta como la que te estoy haciendo. Sabes lo que podría significar para ti. ¡La seguridad para toda la vida! Tranquilidad, el futuro asegurado, sin riesgos, sin preocupaciones. Ahora que estáis en pleno proceso de cambio. Imagina dedicarte sólo a tu mujer y a tus hijos, un lujo —dijo Arturo.
—No venderé la editorial. Tú sabes que es absurdo hacerlo. Creía que eras mi amigo. Veo que desde que estás con Adela se te ha olvidado lo que significa la amistad. Claro que no es de extrañar, después de lo que ha pasado con Goyo. Nunca entenderé cómo has podido romper una amistad después de tantos años. Debiste entender cuánto quería Goyo a Abelardo. Debiste comprender que a él le afectase más que a cualquiera de nosotros. Él no sólo era su amigo, también era su abogado. En cierto modo se siente responsable de todo lo que le pasó. Y la actitud de tu mujer no fue nada normal. Actuó egoístamente, eso tienes que reconocerlo. Es normal que Goyo tenga sus dudas sobre ella. La frialdad de Adela estremece…
—Ése es otro tema. No tiene nada que ver con los negocios. No quiero hablar de ello. La situación que vivió Adela fue muy poco corriente y nadie puede saber cómo reaccionaría en circunstancias semejantes… Lo que sí es verdad es que Goyo se ha comportado como un sinvergüenza con Adela.
—No creo que Goyo haya intentado sobrepasarse. Estoy convencido de que sólo dijo lo que pensaba; si de algo peca es de sincero. Tú lo sabes igual que yo. Y tu oferta tiene que ver mucho con todo esto. Adela es la responsable de que ahora estés hablando conmigo. Ella es quien quiere comprar la editorial. Sé por qué tiene ese interés, igual que lo sabes tú. Es demasiado inteligente para haberte ocultado nuestra relación. La conozco mucho antes que tú. ¡No olvides eso! Sé que quiere vengarse de mí. Imagino lo que te habrá contado. Te habrá dicho que jugué con ella, que la engañé. Si ha sido así, te ha mentido. Le dije desde el primer momento que nunca llegaríamos a nada que no fuese una relación sexual. Se lo advertí desde el primer momento y ella estuvo de acuerdo. Quiero a mi mujer, la quiero más que a nada ni a nadie. Pero ella pensó que mis palabras no tenían validez frente a su obstinación. Está acostumbrada a tenerlo todo. Se obsesionó conmigo y tuve que pararle los pies… Créeme si te digo que fue muy desagradable para mí. No lo entendió y creo que aún sigue sin entenderlo. Juró que se vengaría de mí y veo que lo está intentando. Su avaricia no tiene límites y su falta de escrúpulos menos.
—Tú no eres el más indicado para hablar de escrúpulos. Tienes la misma responsabilidad que ella. Ambos os liasteis de mutuo acuerdo. No me vengas ahora conque quieres a tu mujer. ¡Pamplinas! Has estado hablando con Goyo, ¿verdad que lo has hecho? Él te ha dicho que Adela quiere comprar la editorial.
—Arturo, sé que Adela quiere vengarse de mí. Eso es todo lo que sé, y estoy seguro de ello porque ella misma lo juró el día que le dije que lo nuestro tenía que acabar. No le dolió que acabase, lo que le dolió fue que fuese yo quien la dejara. Es de chiquillos, lo sé, pero no parará hasta conseguirlo —dijo Carlos, y añadió—: ¡Nunca venderé la editorial! Nunca trabajaré para ti. Al menos mientras sigas casado con Adela.
—¿Me estás diciendo que no quieres saber nada de mí?
—No. Estoy diciendo que no quiero tener ningún vínculo laboral en el que pueda meter las garras tu mujer. Deberías haber hablado con Goyo. Sé que Adela oculta algo. Él también lo sabe. Entiende lo que te digo; no me malinterpretes. No acusa a tu mujer de ningún crimen, sencillamente Goyo piensa que ha mentido y que la novela existe. Por algún motivo Adela no quiso decir en el juicio que Abelardo había escrito esa obra, y eso, junto con las acusaciones tan aberrantes y la indiferencia que mostró, llevó irremediablemente a Abelardo al psiquiátrico. Lo único que pretendo al decirte esto es hacerte saber que te has casado con una mujer cuya admirable inteligencia está guiada por una maldad ilimitada. Lo único que quiero es tener mi conciencia tranquila. Goyo me pidió que te lo dijese y ¡dicho está!
—Te lo agradezco, ¡pero estoy hasta los cojones de la novela inexistente y hasta los cojones de Abelardo! ¡No quiero volver a oír nada más de esa maldita historia! ¡Nada más! Mi vida no tiene nada que ver con las alucinaciones de uno de tus escritores. No permitiré que nadie vuelva a relacionar a mi mujer con esa macabra historia. Adela ha sido una víctima de la locura de Abelardo. ¿Te queda claro? —preguntó ofuscado Arturo.
—Bastante claro. ¡Tú sabrás lo que haces!
—Siempre lo he sabido. No tengas dudas sobre ello. Respecto a la relación que mantuvisteis Adela y tú, estás en lo cierto. Entre ella y yo no hay secretos. Sin embargo, la compra de tu editorial no tiene nada que ver con ella. Tengo demasiado capital para invertir. Mi padre me dejó demasiados negocios inmobiliarios y Adela necesita ocupar su tiempo en algo. Es demasiado activa. Yo estaré fuera la mayor parte del año. Le sugerí que se ocupase de los negocios inmobiliarios, pero no quiere saber nada de ese sector empresarial. Su mundo es la literatura. Es tan sencillo como eso. Sabes que tengo capital suficiente como para comprar tu editorial por un precio tres veces superior a su valor real. Sabes que puedo crear una editorial y hacerte la competencia. Es más, si Adela me lo pidiese estaría dispuesto a arruinar tu vida.
—No pienso discutir contigo. Sé que si Adela te convence para que me arruines estaré perdido. No tengo nada contra ti, nunca lo he tenido. Deseo que seas feliz. Deseo que ella también sea feliz. Lo único que quería era dejar las cosas claras.
—Entonces estamos de acuerdo. Has entendido lo que te he dicho a la perfección. Olvídate de Adela. A partir de hoy es parte de mi vida. Lo que le hagas a ella me lo estarás haciendo a mí. Imagino que tú sentirás lo mismo por María.
—¡Por supuesto! Ahora te pido que nunca más vuelvas a mencionarme la venta de la editorial. Quiero que te quede muy claro que nunca la venderé —dijo Carlos tirando al césped el resto del bourbon que había en el vaso—. Me voy a buscar a María, es demasiado tarde. ¡Nos vemos!
Carlos entró en el salón y llamó a su mujer desde la puerta. Ella se acercó con expresión de extrañeza ante la seriedad de su marido.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal? —preguntó.
—Nos vamos —contestó Carlos.
—Pero cariño, estoy pasándomelo genial. Es muy pronto todavía. Creía que íbamos a estar hasta el amanecer.
—¡Nos vamos!
—Carlos, ¿a qué viene tanta prisa? No quiero marcharme.
—¡Vamos! De camino te lo contaré todo. No hagas más preguntas y vámonos.
Adela, al darse cuenta de que Carlos, con apariencia hostil, había agarrado a su mujer del brazo y salía con ella del salón, se fue tras ellos hasta el jardín.
—María, Carlos, ¿os vais sin despediros? Ya sabía yo que los licores no eran de primera calidad. Le dije a Arturo que debería haberte consultado a ti antes de comprarlos —dijo Adela refiriéndose a Carlos—. Eres el único experto consolidado en variedades alcohólicas.
Carlos y María esperaron a Adela mientras ésta se aproximaba hacia ellos sonriente.
—Bien, ¿a qué viene esta estampida? ¿Te encuentras mal? —dijo cogiendo el brazo de Carlos—, ¿porque no me irás a decir que es María la que está indispuesta? Tu mujer está como una rosa, doy fe de ello. —María sonrió, mientras que Carlos permanecía mudo mirando a Adela con expresión de desagrado—. ¡Ah!, ya entiendo. Ha debido de ser mi marido. Te propuso la compra de la editorial y tú te enfadaste. ¿Ha sido eso, verdad? —inquirió palmeando la espalda de Carlos.
—Sí —contestó el editor.
—Se lo dije. Le dije que te dejase en paz; que nunca venderías la editorial. Pero tú ya sabes cómo es Arturo, lo sabes mejor que nadie. Cuando una empresa funciona la quiere para él. Le gusta la perfección. No deberías haberte enfadado; al contrario, deberías sentirte halagado. Mi marido tiene un don especial para ver el futuro de los negocios. Si él ha querido comprarte la editorial, seguro que es porque ha visto que tu empresa tiene un espléndido futuro. ¡Sólo se enamora de lo mejor!
—Tú también —contestó Carlos irónico—. Por eso le sugeriste la compra. Adela, a mí no me engañas. ¡Olvídame!
—Carlos, ¡por favor, no seas grosero! Adela sólo está intentando ser amable. No entiendo tu comportamiento —dijo María apurada—. Es el día de su boda, deberías ser más condescendiente y ante todo educado.
—María, déjale, no te preocupes. No tiene importancia. En realidad, la culpa es mía por meter las narices en los temas de Arturo. Discúlpame —dijo Adela dándose la vuelta y regresando al salón.
—¿Por qué has sido tan desagradable con Adela? ¿Qué tiene que ver ella con los negocios de Arturo?
—Tienes razón. Me he dejado llevar por los nervios. Arturo me propuso la compra de la editorial. Hizo una oferta demasiado alta. Me negué. Se sintió ofendido y amenazó con arruinarme la vida.
—¿Qué Arturo te amenazó? No puedo creerlo. ¿Para qué quiere Arturo la editorial? Le sobra el dinero. Le sobran los negocios. No entiendo nada.
—Es un capricho de Adela. Estoy seguro de que fue ella la que le sugirió la compra.
—¿Adela? No lo creo. Ahora tiene de todo. No creo que se moleste en romperse la cabeza con algo más que no sea la organización de un sinfín de fiestas.
—Desde que la conozco siempre quiso dirigir una editorial. La nuestra la conoce a la perfección.
—Creo que habéis bebido demasiado los dos, Arturo y tú. Dejemos pasar los días, verás como con el tiempo se te pasa el enfado.
Carlos acarició la mejilla de su mujer y sonriendo dijo:
—Eres estupenda…, y yo no te merezco.
—Carlos, creo que vas a tener que plantearte dejar de tomar alcohol —dijo María dando un beso a su marido.
Aquella noche, Adela, ofuscada comentó con Arturo la negativa de Carlos.
—¡Qué cabrón! No sólo se ha dado cuenta de nuestras intenciones, sino que también está conchabado con el estúpido de Goyo.
—¿Nuestras intenciones? —dijo Arturo—. ¡Tus intenciones! Te recuerdo que fuiste tú quien se interesó en adquirir la editorial. Yo te estoy dejando jugar.
—Sí, pero aparte de mi venganza, no me negarás que el negocio es redondo. ¿Sabes el dinero que factura Carlos?
—No. Pero no creo que sea para tanto —respondió Arturo mientras se servía un bourbon—. ¿Quieres una copa?
—No. ¿Qué haremos ahora?
—Menos acostarte con él, puedes hacer lo que quieras. Tienes todo el dinero que necesitas. Monta una agencia literaria. Debe ser un trabajo apasionante. Tener a tu disposición la posibilidad de encontrar un nuevo baluarte de la literatura, como lo fue el loco de Abelardo, porque estoy seguro de que tú fuiste su agente antes de casarte con él.
—¿De qué vas? ¿Quieres empezar a joderme? —inquirió Adela quitándole la copa a Arturo con brusquedad.
—No. Quiero que te indignes, que te cabrees. Hacer el amor contigo cuando estás cabreada debe ser… ¡joder, debe ser la leche! —dijo Arturo acariciando con su mano derecha los glúteos de Adela, mientras que con la otra le quitaba el vaso y lo tiraba contra el suelo enmoquetado del estudio.
—¡Vete a la mierda! Recuerda nuestro trato. Si no conseguías que la editorial fuese mía, no había boda; tú me prometiste conseguirla. ¡Lo prometiste! Pero no parece que vayas a poder cumplir tu promesa, y eso hace que ahora mismo me parezcas muy poco deseable. Es más, yo hago las cosas cuando me apetecen, con independencia de los sentimientos o las necesidades de los demás y ahora no me apetece.
—¿Te has casado conmigo exclusivamente para conseguir la editorial de Carlos?, ¿iba en serio lo que dijiste? —Arturo la miró con curiosidad y añadió—: No lo creo. Sé que hay algo más.
—¡Por supuesto! Y tú lo sabes. De no ser así, ¿por qué me iba a casar contigo? Lo único que quiero de ti es tu sexo, la satisfacción sexual que me proporcionas, y eso ya lo tenía, no hacía falta casarme contigo para tenerlo.
—No me negarás que también aceptaste por mi dinero. Tú no puedes vivir sin gozar de una buena posición económica y social. Eso es lo único que te importa. Eres una ambiciosa.
—Tengo dinero suficiente para mantener un ritmo de vida más que alto. Abelardo tenía dinero invertido en Bolsa. Bastante dinero… No necesito el tuyo. Tengo lo suficiente para montar mi agencia literaria, pero no lo bastante para comprar la editorial de Carlos y hacer que se arrodille a mis pies.
—¡Eres una hija de puta! Dijimos que seríamos sinceros.
—Y lo estoy siendo. Te estoy diciendo la verdad —contestó Adela sarcástica.
—Cierto, pero demasiado tarde… —Arturo hizo una pausa, tratando de recuperar la calma—. Bien, no me importa. Yo también te he mentido. Yo también te estoy utilizando. ¡Estamos empatados! Pero no te diré en qué te he mentido. Tal vez nunca te lo diga. Si llego a decírtelo, será porque has ganado la partida. No puedo hacerlo antes porque quizás echarías a correr, te morirías de miedo. Veremos quién es el más fuerte y logra sobrevivir —dijo, dejando escapar una sonrisa maliciosa—. Hagamos el amor. Te doy mi palabra que pensaré en cómo joder a Carlos; sólo por ti. Únicamente porque en realidad me tienes entre tus garras y te lo prometí, cumpliré mi promesa; sólo es cuestión de tiempo.
Adela sonrió al tiempo que comenzó a desprenderse de la ropa. Luego se aproximó a la puerta del estudio y echó el pestillo. Mientras, Arturo presionó el mando eléctrico y la persiana del gran ventanal que daba al jardín empezó a bajar lentamente.
—¡Me gustaría tanto fastidiar a Carlos y al maldito picapleitos de Goyo!, ¡no sabes cómo! —dijo Adela.
—¿Es cierto que existe la novela? ¿Tú llegaste a leerla?
—¿Tú qué crees?
—Creo que sí. Y Goyo también lo cree —dijo Arturo.
—No me preocupa. Yo no he matado a nadie. Lo que me molesta es que se ha empeñado en seguir removiendo la mierda y puede llegar a salpicarme. Abelardo mató a esa gente; estoy convencida. Estaba completamente loco. No sé a dónde quiere llegar Goyo con sus investigaciones.
—¡Qué más da! No te preocupes.
Adela apoyó su pubis sobre el cuerpo de Arturo.
—Sé que te enamorarás de mí. Estoy seguro, y por ello debo advertirte de algo: no lo hagas porque será el mayor error de tu vida —dijo Arturo acariciando la espalda desnuda de Adela mientras ella se contoneaba—. ¡Odio a las mujeres enamoradas! Cuando una mujer se enamora, olvida la pasión sexual. Ninguna mujer enamorada hace bien el amor. No olvides que sólo me casé contigo para convertirte en una de mis posesiones, y como tal puedes dejar de interesarme en cualquier momento.
Adela le miró maliciosamente mientras dejaba escapar una sonrisa irónica.