5

Ismail apenas había podido conciliar el sueño. Hubiera podido achacarlo al calor, pero se habría engañado a sí mismo. En realidad, había pasado la noche dando vueltas al asunto, que no conseguía apartar de su cabeza desde que aquel joven cantero le había visitado. El documento estaba guardado a buen recaudo en el único lugar seguro de la casa, un escondrijo cuya existencia ni siquiera conocía su nieto Omar. Sonrió al recordar la inteligencia que había mostrado el alarife que lo construyera, quizá su propio abuelo sin conocimiento de nadie más, al levantar las paredes de la bodega. Se trataba de un hueco practicado en lo alto del muro, a salvo de las periódicas inundaciones que anegaban la estancia. Estaba ubicado al lado mismo del ventanuco de ventilación, de forma que quien mirara hacia él se veía deslumbrado por la poca luz que entraba y no reparaba en los sutiles detalles que alteraban la uniformidad en la obra de ladrillo. De noche, la luz del candil no lo alcanzaba, de manera que siempre permanecía en la penumbra. La tapa era una losa labrada con esmero siguiendo la curvatura de la bóveda. A ella se habían pegado con mortero los frontales de varios ladrillos, idénticos a los adyacentes, y que encajaban a la perfección en el dibujo general del muro abovedado. El ingenio del cantero había llegado al extremo de que la losa se continuaba hacia el interior con una prolongación de la misma piedra en ángulo recto, de forma que toda la pieza se sostenía en su lugar por el peso propio, como si del cajón de una mesa se tratara. Solo a quien conociera la existencia del escondite se le ocurriría alzarse hasta allí con la ayuda de una escalera de travesaños y tirar de aquella pieza para tener acceso al hueco que horadaba la pared. En él había guardado hasta la fecha el saquete de morabetinos que constituían los ahorros de toda una vida de trabajo. Desde aquella noche compartía el espacio con el pergamino que, por fortuna, iluminado por los argumentos que Alá había traído a su cabeza, pudo arrebatar de las manos del joven infiel.

No, aquel documento, fuera cual fuese su origen, no podía caer en manos de cristianos. Excepto a cambio de un altísimo precio. Y otros habría que, sin duda, estarían dispuestos a pagar un precio mayor. En cualquier caso, la existencia de una sola copia era un riesgo que no podía asumir. Pero ¿cómo conseguir una copia exacta del pergamino? Se consideraba absolutamente incapaz de hacerlo él mismo: con esfuerzo podía leer aquel árabe culto y recargado, pero acometer la tarea de copiar el texto con sus medios resultaba impensable. Era alarife y escultor, incluso se mostraba capaz de aportar valiosas sugerencias al maestro de obras que construía la nueva mezquita, pero no era un buen escribano, de forma que tendría que confiar en alguien. Durante toda la noche había tratado de pensar en la persona más adecuada, pero solo al amanecer un resquicio en su memoria había abierto paso a la esperanza.

En Tudela, la vieja Tutila musulmana, funcionaba desde tiempo inmemorial un centro de traducción que, con altibajos, había resistido el paso de los lustros. La ciudad, desde sus orígenes, se encontraba en tierra de frontera y, por tanto, de contacto entre las dos civilizaciones enfrentadas que se habían disputado el dominio de la península Ibérica. Había oído decir que los monjes de los primitivos monasterios cercanos, como el de Leyre, y los eruditos musulmanes que alcanzaban tierras tan septentrionales se habían mostrado siempre interesados en el intercambio de obras escritas en sus respectivas lenguas, el latín y el árabe. Para ello era preciso un lugar de contacto entre hombres conocedores de ambas, un scriptorium donde llevar a cabo la traducción de sesudos volúmenes de las más diversas materias. Y en Tudela, desde que él tenía memoria, existía un lugar como aquel, en el que desarrollaban su tarea traductores locales, pero también hombres procedentes de Córdoba y otras ciudades musulmanas, por un lado, y gentes venidas del norte, por otro.

Por el contenido del pergamino descartaba por completo la posibilidad de ponerlo en manos de un musulmán. De inmediato llegaría la noticia de su existencia a las autoridades de la morería y se vería obligado a entregarlo, algo que, al menos de momento, no entraba en sus planes. En esto había mentido al muchacho. Establecer contacto con un monje del priorato no sería mucho más seguro, pues de igual manera podría exigírsele la devolución de lo robado. Pero recientemente se había hablado de la llegada desde Aquitania de un clérigo procedente de la lejana Inglaterra, súbdito según decían del rey Enrique, que había aprendido la lengua árabe en su juventud, durante su viaje a Tierra Santa, al final de la segunda Cruzada. No recordaba su nombre, pero quizá le fueran ajenos los asuntos de la política peninsular, y contaba con la ventaja añadida de que su estancia sería sin duda temporal. A esa posibilidad se aferraba cuando los primeros rayos de luz iluminaron la estancia. Tendría que tomar precauciones si quería contar con su ayuda, pero, a pesar de todo, se sentía optimista cuando se incorporó en el lecho, recreándose con el frescor del barro cocido bajo las plantas de los pies desnudos.

La ablución matinal le sirvió para espabilarse y, tras la primera oración del día, acudió a la cocina en busca de algo que llevarse a la boca. La impaciencia apenas le permitió saborear el pan y el queso de cabra que guardaba en la alacena preservado del calor y de las moscas con una envoltura de hojas de parra. Se aseguró aguzando el oído de que Omar dormía, aunque no habría sido necesario: siempre regresaba de madrugada de la cantina, y jamás se despertaba para cumplir con sus obligaciones como creyente. Tranquilizado por los ronquidos procedentes de la alcoba, tomó la escalera de mano y descendió con cuidado los escalones de la bodega.

Ismail abandonó la casa cuando los primeros rayos del sol se alzaban sobre el perfil imponente de los nuevos muros de la colegiata, orientada precisamente hacia levante y no hacia el meridión como sus mezquitas. Caminó pegado al muro que bordeaba el viejo cementerio y poco después atravesó la puerta que comunicaba la morería con el resto de la ciudad. El recinto amurallado estaba poblado en aquel momento por cristianos de diversas procedencias que se habían sumado de manera progresiva a la reducida comunidad mozárabe que ya vivía allí en tiempos de la dominación musulmana. Quienes participaron en la conquista obtuvieron casas —entre ellas la que había pertenecido a su familia—, tierras y los privilegios contenidos en el fuero otorgado por aquel rey llamado Alfonso. Pero en todos esos años, los mismos que él contaba, la ciudad había asistido a la llegada de nuevos pobladores francos, quienes se acogían de igual manera a los derechos establecidos por el Fuero de Tudela. De tal manera, la ciudad se había convertido en un hervidero de gentes que vivían hacinadas en adarves y en estrechas callejuelas, en las cuevas excavadas en los cortados arcillosos de los montes y, en los últimos tiempos, en el exterior de las murallas, aunque todavía bajo su sombra y su amparo.

Quienes habían visto cambiar de forma drástica en los últimos lustros sus condiciones de vida eran los judíos, mal queridos por el resto de los vecinos quizá por la impopular actividad que desarrollaban. De prestamista a usurero había pocos pasos, que en ocasiones se recorrían con facilidad; la misma distancia separaba al comerciante del acaparador: algunos artesanos judíos se habían confabulado para establecer precios en exceso elevados en sus manufacturas. Quienes así actuaban eran minoría, pero lo cierto era que la animadversión se había generalizado y los conatos violentos habían comenzado a sucederse desde hacía unos cuatro lustros. El rey Sancho, entonces, había adoptado una solución que solo estaba al alcance de un hombre con su poder: había trasladado la judería, desde el sector suroriental de la ciudad hasta la falda de la colina donde se alzaba el castillo recién reconstruido para albergar la residencia real. El nuevo barrio judío se había ubicado dentro del segundo cinturón de murallas que rodeaban la fortaleza, bajo el amparo directo del monarca. Además, el rey Sancho había confirmado para sus habitantes el ventajoso Fuero de Nájera que el rey Alfonso concediera a los de su credo tras la toma de la ciudad.

El anciano alarife musulmán recorrió la ciudad, que despertaba al nuevo día con el canto de los gallos, con la bolsa de cuero sujeta bajo el brazo, esquivando los charcos y el barro que formaban las aguas que los vecinos arrojaban sin recato desde las viviendas. Acababa de sonar una campana, anunciando los oficios matinales en el priorato. Durante años había echado en falta la llamada del muecín, pues las ordenanzas del concejo la habían prohibido cuando él era solo un niño. Sin embargo, el veto se había relajado con el paso de los años, a medida que la convivencia se iba asentando. Sabía que tras la hora prima se retomaban las actividades dentro del monasterio, así que aligeró el paso en busca del viejo edificio donde desarrollaban su labor copistas y traductores, tan próximo a la colegiata como próximo había estado a la mezquita mayor desde su construcción. El movimiento en torno a la nueva edificación era ya frenético a aquella hora, pero, compungido, evitó alzar la mirada hacia los muros de su viejo oratorio, que aún se alzaban sobre su cabeza, del todo inútiles desde que no tenían un techo que sostener. Traspasó el umbral, contento por librarse de aquella visión y de la hiriente luz de la mañana, y se encontró en un pequeño atrio del que partía la escalera que llevaba al piso superior. Ascendió entre crujidos los gastados escalones de madera y desembocó en una sala diáfana donde la luz, de nuevo, entraba a raudales, a través de amplias ventanas abiertas a aquella hora y de tragaluces practicados en el techo. Bajo estos se alineaba una hilera de sencillas mesas de madera rodeadas de escabeles. Algunos estaban ocupados por monjes dedicados ya a su labor, cuyas tonsuras destacaban sobre los hábitos oscuros de la orden. Otros caminaban en silencio por el recinto con pliegos de pergamino en las manos, otros en busca de alguno de los volúmenes que se almacenaban en los polvorientos anaqueles de madera que cubrían las paredes. En el extremo opuesto reconoció a dos miembros de la comunidad musulmana con quienes no tenía trato habitual, pero que identificó como ulemas y maestros en la escuela coránica de la morería. Todos parecían abstraídos del bullicio que llegaba desde la calle y desde las cercanas obras de la colegiata.

Se detuvo junto al balaustre de madera y examinó el recinto. Nadie parecía prestarle atención; no sabía a quién dirigirse. Notó que la mano con la que sujetaba la bolsa de cuero le sudaba de forma copiosa a pesar del frescor de la mañana, algo que le sucedía cuando vivía una situación que no era capaz de dominar y la inquietud y la incertidumbre se apoderaban de él. La figura de un monje alto y desgarbado llamó su atención. Salía de una estancia situada en el lado opuesto del scriptorium con un volumen en las manos, y sus miradas se cruzaron por un instante. Tenía los ojos extrañamente claros y era patente que su cabello, aunque blanqueaba, había sido rubio en su juventud. Algo le dijo que era aquel a quien buscaba, y le hizo un gesto con la mano que sostenía el pergamino.

El monje pareció dudar, pero, extrañado por la llamada, dirigió sus pasos hacia él. Su altura se hizo más evidente cuando lo tuvo cerca. Ismail quedó pasmado cuando lo oyó dirigirse a él en árabe, y apenas acertó a responder a su saludo.

—Mi nombre es Ismail ibn Ammar. Busco a un clérigo llegado hace pocas fechas desde Inglaterra —dijo en su propia lengua—. Por vuestro aspecto he pensado que quizá…

El monje alzó las cejas con expresión de asombro.

—Supongo que es a mí a quien buscas… Mi nombre es Robert de Chester. ¿En qué crees que puede ayudarte este siervo del Señor?

—Se trata de algo relacionado con la tarea que desarrolláis aquí. —Señaló con un ademán la sala de escritura.

—¿Y por qué yo, recién llegado?

—Preciso de la ayuda de alguien que domine mi lengua y el latín.

—En ese caso ahí tienes a dos de tus correligionarios… Ninguno de nosotros —señaló a los monjes cercanos— alcanzamos el conocimiento que ellos tienen de vuestra lengua. De hecho, recurrimos a ellos de forma continua para resolver nuestras dudas. Incluso cualquiera de estos hermanos míos se maneja mejor…

Ismail se sintió aturdido por la lógica del argumento con la que el de Chester había desbaratado su petición.

—Digamos… —balbució— que no puedo recurrir a ellos. Se trata de un encargo que no puedo hacer a alguien cercano. En ningún caso deseo que trascienda en la ciudad el contenido del documento que deseo que copiéis y que traduzcáis después.

—Así pues, ¿lo que deseas es traducir el documento que portas en esa bolsa?

El anciano asintió, expectante.

—En ese caso —continuó el monje—, he de decirte que no me dedico a realizar traducciones por encargo. Se acerca el día de mi regreso, y son muchas las tareas que debo concluir para entonces. Las horas de luz son cada vez más preciosas para mí. Tendrás que hablar con alguno de mis hermanos…

Ismail no tuvo más remedio que retener por el brazo al monje, que ya hacía el ademán de volver sobre sus pasos.

—Os pagaré generosamente —probó—. En vuestro viaje de regreso podréis gozar de mayores comodidades. Incluso adquirir nuevos volúmenes para vuestra biblioteca, allí donde se encuentre. Hablo de una generosa cantidad de morabetinos de oro.

Robert de Chester esbozó una sonrisa.

—Nunca ha sido el brillo del oro lo que ha guiado mis decisiones —se limitó a responder.

—En ese caso solo os pido que accedáis a leer el pergamino —ofreció con desesperación—. Con vuestro excelente conocimiento del árabe no os llevará mucho tiempo. Quizá en el propio documento encontréis razones más poderosas que el oro.

El monje lo miró con interés.

—Solo hay una manera de comprobarlo —se decidió—. Permíteme leerlo y tendrás mi respuesta.

Ismail miró a los amanuenses que se aplicaban sobre sus pergaminos.

—¿Hay algún lugar donde podáis hacerlo a salvo de miradas indiscretas? No deseo que este negocio sea de conocimiento general.

—Solo los pecadores se esconden para cometer sus faltas. ¿Acaso voy a incurrir en pecado accediendo a vuestro ruego?

—No hay pecado en el conocimiento, sino en el uso que se haga de él.

—Una sentencia de cierta profundidad —concedió mirándolo con interés—. Tendré que pensar en ella. Quizá cobre sentido cuando me permitas leerlo. —De nuevo miró la bolsa de cuero, e Ismail creyó percibir en sus ojos el brillo de la curiosidad.

—La escuché en cierta ocasión, hace mucho tiempo, en labios de un hombre al que admiro —respondió—. ¿Tenéis aquí un lugar reservado donde leer sin ser visto?

El monje negó con la cabeza.

—Será mejor que me acompañes. Las dependencias del priorato son accesibles debido a las obras en el claustro. Supongo que el refectorio estará a estas horas desierto.

Abandonaron el scriptorium utilizando una escalera de caracol situada en el extremo opuesto del edificio, un acceso utilizado sin duda de forma exclusiva por los capitulares del monasterio. En efecto, el muro occidental del claustro era tan solo un tapial de piedra y barro, horadado para permitir el trasiego continuo de obreros y materiales. Robert de Chester se movía con soltura por el lugar, levantándose el hábito para evitar en la medida de lo posible el polvo que cubría sus sandalias y sus pies hasta la altura de los tobillos. Recorrieron el ala oriental, la única que parecía ya terminada, donde se encontraban el dormitorio común y la sala capitular. Después doblaron el recodo, para continuar por la crujía meridional hasta llegar a la entrada del refectorio.

El monje empujó el portón de madera y entraron a una sala en penumbra donde destacaban dos largas y robustas mesas de madera rodeadas por escabeles sin respaldo. Sobre ellas, dos crucifijos en paralelo reforzaban la casi perfecta simetría de la estancia. A su izquierda, adosado al muro de entrada, solo un estrado provisto de un atril rompía aquella uniformidad.

—Uno de los monjes nos ilustra con lecturas de los textos sagrados mientras dura nuestro yantar —explicó Robert de Chester ante la mirada interrogadora de Ismail, mientras se dirigía a las ventanas que ocupaban la pared opuesta para abrir los postigos.

Dos intensos haces de la luz de la mañana inundaron el refectorio y se proyectaron sobre la primera de las mesas. Al trasluz, el polvo de la obra parecía ocupar todo el espacio, y las diminutas partículas atravesaban la zona iluminada en caótico desplazamiento.

—Aquí tendremos buena luz para leer tu enigmático pergamino. —El monje tomó asiento con decisión, e invitó a Ismail a hacer lo mismo apoyando la mano sobre el escabel más cercano.

El anciano escultor hizo ademán de abrir la bolsa de cuero que contenía el pergamino a la vez que tomaba asiento.

—Antes —se detuvo—, me es imprescindible estar seguro acerca de vuestra discreción. Conozco algo sobre las costumbres cristianas, y he oído hablar de una práctica que lleváis a cabo en ciertos ritos. Si no me equivoco, vuestros creyentes confiesan sus faltas ante el sacerdote, y este está obligado a respetar el secreto de cuanto escucha.

—Así es, es el llamado secreto de arcano, y es inviolable. Pero lo que sugieres solo es aplicable en el contexto del sacramento de la penitencia. Yo he sido ordenado sacerdote y, por tanto, tengo capacidad de absolver… a cualquier cristiano que acuda a mí solicitando confesión. Pero de ninguna manera podría administrar el sacramento a un infiel.

Ismail pareció contrariado y de nuevo dejó caer la bolsa a su costado. Durante un instante no dijo nada, perdido en sus reflexiones. Pensaba en Nicolás; el muchacho sí era cristiano, pero no entraba entre sus planes revelarle que pensaba realizar una copia del pergamino. Se sentía atrapado; en la obligación de arriesgar, pero sin contar con seguridad absoluta con la discreción del clérigo inglés. Entonces escuchó su voz.

—Estoy dispuesto, sin embargo, a jurar que mantendré el secreto de cuanto conozca, del mismo modo que lo haría bajo el sigilo de confesión.

Ismail lanzó un suspiro aliviado. Alzó la bolsa, aflojó el cordón de la embocadura y, con cuidado, extrajo el pergamino para depositarlo en la mesa ante los ojos expertos del monje. Robert de Chester adelantó su mano derecha para soltar la cinta azulada que lo mantenía enrollado. Ismail lo detuvo colocando la suya encima. Los dedos largos y huesudos del monje, la piel arrugada y pálida, y las uñas bien recortadas contrastaban con su propia mano, fuerte, encallecida y de articulaciones deformadas; la comparación le hizo pensar que podría tener solo unos años más que el inglés, pero habían dedicado su vida a tareas bien distintas.

—Jurad primero —le pidió.

Robert de Chester asintió, mientras le miraba a los ojos.

—Juro por mi honor y por mi ministerio que mantendré en secreto cuanto conozca tras la lectura de este documento… y por boca de este hombre, Ismail ibn Ammar —añadió.

El escultor mostró una amplia sonrisa.

—No me habrían satisfecho más tus palabras si yo mismo las hubiera dictado. Solo habéis escuchado mi nombre una vez.

—Si el pecado de orgullo no estuviera acechante, podría asegurar que tengo buena memoria —respondió el monje con una ligera sonrisa—. Me es muy precisa para mi tarea.

Ismail retiró la mano y Robert de Chester empezó, con parsimonia, a desenrollar el pergamino.

—No es muy antiguo —aseguró—. Quizá de la época de la capitulación de la ciudad.

Lo dispuso en la posición correcta y dirigió la vista al ángulo superior derecho para empezar la lectura. Solo le hizo tres consultas acerca del significado exacto de alguna de las expresiones. Su vista se deslizaba con rapidez siguiendo la escritura cuidada que cubría la totalidad del pliego, y que apenas respetaba márgenes para aprovechar todo el espacio posible.

A medida que avanzaba hacia el final su expresión se ensombrecía. Cuando dejó de sujetar los bordes, el pergamino volvió a enrollarse solo, agitando de nuevo la nube de partículas que brillaban en el aire. El monje se llevó las manos a la cara y se la cubrió con ellas. Durante un momento no dijo nada, y solo suspiró de manera profunda. Ismail callaba a su lado.

—Tan solo alcanzo a intuir las implicaciones que esto tiene para todos nosotros —dijo al fin, descubriendo el rostro—. Y comprendo por qué me has elegido precisamente a mí, a un monje procedente del lejano reino de Inglaterra, que pronto regresará a su isla. Pero, si no me equivoco, la revelación de este secreto podría acarrear graves consecuencias para los reinos cristianos de la Península y para toda la Cristiandad.

—Soy un simple escultor, no me pidáis que vaya más allá de lo que puede leerse en ese rollo. Tan solo busco a alguien capaz de proporcionarme una copia lo más exacta posible y una buena traducción.

—¿Y será posible que me expliques el uso que piensas darles?

Ismail se encogió de hombros.

—Creedme cuando os digo que ni yo mismo lo sé. Tan solo intuyo que de alguna manera podrá serme útil en el futuro. ¿Os dice algo el sello al pie? —preguntó al tiempo que señalaba una marca en caracteres cúficos.

—Me lo dice todo. Lo he visto antes. Es el sello de los jerifes hashimíes, los descendientes de Mahoma encargados desde siempre de la custodia de los lugares sagrados en La Meca y Medina. Si algo puede certificar la veracidad de lo que dice este pergamino, es ese sello.

—¿Llevaréis a cabo el encargo?

El monje se llevó la mano a la frente y suspiró. Después miró al anciano a los ojos.

—Veo determinación en tu mirada. Si no soy yo quien lo hace, otro lo hará; y serán más los ojos posados sobre este texto.

—Entiendo que aceptáis…

—Que Dios me perdone si no es la decisión acertada —murmuró con la preocupación reflejada en el semblante.

—Jurad que haréis una copia exacta del pergamino y que lo traduciréis al latín de manera fiel. Os pagaré tres morabetinos de oro por cada uno de los documentos… para que los dediquéis a aquel fin que consideréis más adecuado.

—Lo juro —asintió despacio.

—¿Cuándo podréis hacerlo? —inquirió Ismail impaciente, sin ocultar su satisfacción.

—Me llevará dos días —estimó el monje.

—Quiero estar presente mientras lo hacéis. No me separaré del pergamino. Y no podréis trabajar en el scriptorium delante de testigos.

Robert de Chester asintió con ligeros movimientos de la cabeza.

—Este será el lugar más adecuado, pero solo podremos venir en ausencia de los monjes, así que quizá la tarea se alargue un día más. Acudiremos aquí tras la hora prima, después de la colación de la mañana; me esperarás en mis ausencias durante las citas de la liturgia y descansaremos tras el almuerzo a la hora nona. Regresaremos por la tarde hasta vísperas.

—Mañana después del amanecer os aguardaré junto a la entrada del claustro. —Una sombra de duda ensombreció entonces su semblante—. ¿Vendréis?

El monje tardó en responder.

—Llevado por una curiosidad malsana he empeñado mi palabra. Cumpliré con mi compromiso.

Habían transcurrido cuatro días. La jornada de la quinta feria resultó provechosa, a pesar de tener que sortear la presencia de la comunidad en el refectorio. Al día siguiente, en cambio, Ismail no pudo eludir el precepto que le obligaba a estar presente en la mezquita para la oración del viernes, como sucedió durante toda la jornada del domingo, de forma que en la tarde siguiente se reunieron en el lugar convenido para ultimar lo poco que restaba de la traducción. El calor durante aquellos días había sido bochornoso, y los trabajos en la colegiata se desarrollaban penosamente, en medio del polvo que lo invadía todo y que obligaba a los peones a buscarse la manera de protegerse de él. Muchos se cubrían las cabezas al modo musulmán, de forma que el sudor no se deslizaba hasta los ojos y podían respirar a través del extremo de la tela con la que se protegían también el rostro. Poco después del mediodía las montañas cercanas, al sur, comenzaron a cubrirse con grandes nubes algodonosas que fueron mudando su color hasta convertirse en una amenazante tormenta. Cuando Robert de Chester e Ismail entraron en el refectorio, los primeros truenos empezaban a escucharse en la lejanía, y la luz que entraba por los ventanales se convirtió en penumbra. Sin embargo, ambos deseaban finalizar el trabajo aquella misma tarde. El monje terminó de transcribir el texto latino a la luz de dos cirios, de frente a la ventana para aprovechar la escasa luz que conseguía atravesarla, y en medio de los estallidos periódicos que sucedían a los relámpagos, del repiqueteo del agua y del olor a tierra y polvo mojados. De tanto en tanto, cuando un rayo descargaba demasiado cerca, Robert de Chester se santiguaba y rezaba una breve letanía. Ismail observaba la cortina de agua y granizo que se abatía sobre la ciudad cuando la voz del monje le sobresaltó.

—¡No os había oído entrar, padre prior!

Ismail se volvió sobresaltado y vio a un hombre de escasa talla que permanecía en pie a la espalda del traductor. Era cierto que algo en su porte dejaba traslucir la relevancia de su cargo en la comunidad, aunque el hábito y la tonsura fueran idénticos a los de los demás miembros de la orden. Lo había visto antes en sus visitas a la colegiata, pero lo había tomado por un monje más. Se sorprendió al comprender que estaba en presencia del prior Forto.

—Sin duda los truenos os han impedido escuchar el sonido del picaporte —dijo el recién llegado con tono de estudiada neutralidad—. El hermano cillerero me ha informado de que lleváis varios días aquí encerrados.

—Así es, padre. Me he avenido a ayudar a este hombre con este escrito que le resulta preciso traducir. He considerado que no me haría mal practicar mis conocimientos de la lengua árabe en presencia de alguien como él para resolver mis dudas.

—¿Y no sería el scriptorium el lugar más indicado para llevar a cabo esa tarea? Por otra parte, me resulta extraño que, a pesar de que vuestros días entre nosotros estén contados, dediquéis varias jornadas a un trabajo ajeno a la labor que os ha traído aquí. Tenía entendido que a duras penas ibais a poder acabarla antes de partir.

—He decidido que quizá no sea descabellado retrasar mi marcha unas semanas. —Aunque Ismail tenía serias dificultades para seguir la conversación en latín, intuía lo fundamental—. Pensé que su presencia en el scriptorium podría importunar al resto de los monjes. Ese es el motivo por el que hemos buscado este lugar más apartado.

—En adelante sería buena idea que un huésped del monasterio informe al prior de sus andanzas y de su intención de utilizar dependencias pensadas para otros fines. Y más si es en compañía de alguien ajeno al priorato… e infiel para más señas.

—Tenéis razón, y así lo haré en lo sucesivo —repuso abochornado, con una lenta inclinación de respeto.

Ismail observó que el inglés se había puesto en pie de espaldas a la mesa y que, con habilidad, había quitado las pequeñas pesas que mantenían desenrollado el pergamino en que trabajaba. No se había molestado en ocultar el original árabe, por lo que supuso que el prior no dominaba su lengua. Ignoraba, sin embargo, el tiempo que habría permanecido allí el prior Forto, leyendo quizá por encima de los hombros del clérigo. El hecho de que no preguntara acerca del contenido del pergamino le resultaba inquietante y maldijo para sus adentros la inoportunidad de la tormenta que les había impedido percatarse de su llegada.

—Haced el favor de terminar y dejar libre el refectorio.

—Estoy concluyendo. El tiempo justo para secar la tinta y entregar el pergamino a su dueño.

—No os demoréis —dijo tajante, antes de dar media vuelta para abandonar la estancia.

Salieron del claustro con el zurrón que contenía los tres pergaminos. Había dejado de llover, pero la tierra se había convertido en barro, y cualquier depresión, surco o zanja era ahora un charco. Robert de Chester lo acompañó hasta el extremo opuesto, dispuesto a despedirse, tras haber renunciado a mantener las sandalias libres de légamo. Tras la visita del prior Forto parecía ansioso por que llegara aquel momento. Un instante antes de separarse, Ismail le introdujo en el fondillo de su hábito una pequeña bolsa de cuero.

—Es el pago por vuestros servicios. Os ruego que lo aceptéis —le dijo sin darle tiempo a reaccionar—. Y por vuestro silencio.

Antes de doblar la esquina, el escultor se volvió… Y se detuvo. Robert de Chester había abierto el saquete, y con la mano derecha repartía las seis monedas de oro de su interior a los primeros que se cruzaban en su camino, sin que pareciera que le importaran su condición o su raza. Las cogía y las sacaba de la bolsa como si le quemaran entre los dedos. Sin pararse a ver la algarabía que empezaba a formarse alrededor del monje, Ismail giró en dirección al muro de la morería.

El riachuelo que discurría junto a la muralla se había convertido en un barranco que arrastraba ramas, maleza y tierra. Lo superó por el sencillo paso de madera construido sobre el cauce, y en un instante entró en su zaguán. Prendió el candil en la mecha de sebo que había tenido la precaución de dejar encendida antes de salir de casa tras el almuerzo, y descendió con seguridad la escalinata que conducía a la bodega. El cielo en el exterior permanecía gris y plomizo, y la luz que entraba por la lucerna apenas disipaba las sombras. Dejó la lámpara colgada de una alcayata, apoyó las tres bolsas de cuero en el banco de piedra y regresó al zaguán en busca de la escalera. Bajó de nuevo con ella y la apoyó contra el muro abovedado. Como cada vez, se asombró de la perfección del ingenio que permitía acceder a la cámara oculta. Retiró su cubierta y metió el brazo hasta el fondo para comprobar que no había humedad que pudiera perjudicar los rollos. Palpó la bolsa con sus ahorros, ya un tanto menguados y, por un momento, su mente regresó al revuelo producido cuando el monje arrojó sus monedas entre el gentío, unas monedas que para él representaban el trabajo de años. Trató de sacudirse el enojo por aquel inútil despilfarro centrándose en lo que le ocupaba. Arrastró el borde de la mano por el piso de la oquedad y examinó los restos que le quedaron en la palma para comprobar que no había rastro de roedores. Solo entonces descendió en busca de los tres pergaminos. Los depositó en paralelo dentro de sus bolsas de cuero y no se entretuvo más. Empujó la tapa, que encajó como un preciso resorte en su lugar. Se separó tanto como le permitía el equilibrio sobre la escalera y comprobó satisfecho que, incluso a aquella corta distancia, le resultaba difícil distinguir el engaño.

No suspiró con alivio hasta que se dejó caer sobre el banco de piedra, con la escalera apoyada ya en el extremo opuesto de la bóveda.

A Nicolás no le resultó extraño recibir aviso de Ismail a través de un descarado mocoso de la morería que, sin duda, se habría ganado una propina. El aguacero había convertido la obra en un barrizal impracticable, igual que las calles de la parte baja, surcadas tras la tormenta por las profundas huellas de las torrenteras que se habían precipitado en busca de los cauces de los dos ríos que circundaban la villa. Los trabajos que el calor asfixiante no había conseguido detener habían cesado sin embargo cuando el fresco de la tormenta permitía llenar los pulmones del olor a tierra mojada, a tomillo y a romero. El muchacho disfrutó de la sensación producida por aquel inesperado asueto y, con las albarcas totalmente embarradas, caminó por el centro de las callejuelas metiéndose en los charcos hasta los tobillos.

El arroyo próximo a las herrerías bajaba ya sin la fuerza que, a juzgar por las marcas de la ribera, había mostrado un rato antes, y lo cruzó sin usar la pasarela para que el agua arrastrara de las suelas el barro pegajoso. Terminó de limpiarlas con las hierbas de la orilla, y se internó en la morería en busca de la casa del escultor.

Lo encontró en el patio, pero esta vez lo había oído llegar y lo saludó con cierta efusividad.

—Me has mandado recado…

—Así es, así es. Teníamos algo pendiente —respondió al tiempo que le señalaba un bloque de piedra para que se sentara.

—¿El pergamino?

Ismail asintió.

—Tengo estupendas noticias para ti. He conseguido un buen trato con los ulemas. —Al tiempo que hablaba extrajo el saquete de cuero del fondillo. Introdujo los dedos y sacó dos monedas relucientes—. Son tuyas…

—¿Son morabetinos de oro? —exclamó Nicolás boquiabierto mientras Ismail los dejaba caer sobre su palma.

—Reconozco que, ante ellos, he exagerado algo la importancia del hallazgo… y el mérito de que un cristiano haya tenido la deferencia de ofrecérselo a nuestra comunidad. —Bajó la voz y se acercó a su oído para hablarle con tono de confidencia—. Les he dicho que apareció en un hueco del muro de la qibla.

Nicolás abrió los ojos con sorpresa, pero permaneció callado. ¿Acaso Ismail sabía algo más de lo que contaba? Descartó la posibilidad de inmediato y trató de pensar alguna respuesta que rompiera el silencio.

—Son muchos sueldos… Dieciséis.

—¡Casi doscientos dineros! —rio Ismail—. Confío en tu responsabilidad, y en que sepas darles buen uso.

Nicolás apenas escuchó el consejo del anciano. Trataba de responderse a las preguntas que se le amontonaban en la cabeza. ¿Le confesaría a su madre el origen de aquel inesperado regalo? ¿Y a Marcel? Estaba seguro de que sería incapaz de ocultárselo a Alvar: después de todo a él le debía estar allí. La fortuna había acabado premiando su atrevimiento, y ahora apretaba en el puño dos monedas de oro, a cambio tan solo de unos cuantos moratones. ¿Cuántos muchachos de su edad habrían tenido la ocasión de tocar siquiera una moneda como aquellas?

—¡Nicolás! —exclamó el anciano riendo.

—¡Ah, perdóname! —musitó—. Estaba…

—Imagino lo que estabas pensando —siguió sin perder la sonrisa—. Espero que ahora no te olvides de mí y que vuelvas por aquí. Esa piedra sobre la que te sientas aguarda a que alguien extraiga de su interior las imágenes que esconde. Me gustaría ayudarte para que seas tú quien lo haga, algo me dice que sabrás sacar provecho de lo poco que yo pueda enseñarte.

—Será una nueva deuda que se sumará a esta —repuso mostrando las dos monedas.

—Créeme, Nicolás. Soy yo quien estoy en deuda contigo. Tus visitas me han reconfortado —añadió.