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Todos los reunidos en torno a la gran mesa se alzaron, inclinaron la cabeza y llevaron al pecho sus manos diestras cuando Joan de Pedriz, el gran prior de Navarra, entró en la estancia donde se desarrollaba el capítulo extraordinario. Lo hizo con solemnidad, como correspondía a una de las cinco máximas autoridades de la Orden del Hospital en la Península, solo sometido al gran comendador de los Cinco Reinos, quien a su vez representaba a los hospitalarios hispanos ante el gran maestre de la orden, Geoffrey de Donjon.
Su Ilustrísima, como el resto de los asistentes, vestía hábito y manto negros, impolutos, en los que destacaba el distintivo de la orden, la cruz blanca de cuatro brazos y ocho puntas, símbolo de las ocho virtudes que todo caballero hospitalario debía reunir. A su derecha se encontraban el comendador de Tudela y los de las encomiendas más próximas, dada la premura con la que se había convocado el capítulo, y completaban la reunión varios caballeros de porte no menos admirable que el del gran prior.
La gran sala diáfana en el último piso del edificio lucía magnífica. Hacía apenas un año que habían terminado las obras de la nueva casa prioral que servía de residencia a Joan de Pedriz, acompañado por los caballeros encargados del gobierno de la encomienda: aparte del propio gran prior y del comendador, compartían techo el tesorero, un capellán y el hospitalero, así como el pañero encargado de la intendencia y un escribano que hacía las funciones de secretario. El resto de los freires, tanto fratres milites como fratres sirvientes, los clérigos encargados de la atención espiritual de todos ellos y dos hermanos enfermeros, residían en el cercano convento que hacía las veces de albergue de peregrinos y de hospital.
Las cruces que eran símbolo de la orden aparecían por doquier, iluminadas con mayor o menor intensidad según su ubicación respecto a las lámparas y las antorchas que daban luz al recinto. También su lema lucía en lugar destacado, pintado con letras de oro que refulgían sobre una tabla: TUITIO FIDEI ET OBSEQUIUM PAUPERUM.[6]
Antes de que el gran prior tomara la palabra, solo el comendador de Tudela mostraba el gesto propio de quien conocía el motivo de aquella reunión, una media sonrisa de suficiencia que había acompañado a su silencio ante las preguntas del resto de los hermanos. Todos ellos, sentados en torno a la mesa del capítulo, mantenían una actitud expectante.
La primera oración, iniciada en pie por Joan de Pedriz y secundada por todos, dio paso a un breve himno. Después ocuparon sus asientos, con las miradas fijas en él, ávidos por conocer el asunto que los había llevado allí de forma tan imprevista y apremiante.
—Hermanos —empezó, recorriendo a los reunidos con la mirada—, durante los más de cien años de historia de nuestra sagrada orden, nacida en Tierra Santa para atender a quienes acudían en peregrinación hasta el Santo Sepulcro, muchas vicisitudes y contratiempos han venido a empañar los logros de nuestros correligionarios en aquellas lejanas tierras, donde vino al mundo nuestro redentor. Aún lloramos, pasados dos lustros, la pérdida de Jerusalén a manos del perverso Saladino. Después, convocada la Cruzada, muchos de los nuestros, convertidos en soldados, dieron su vida por Dios y por la Iglesia en la toma de Acre. Todo esfuerzo es poco para conseguir arrebatar de nuevo Jerusalén de manos de los infieles, y solo ese objetivo persigue la expansión de nuestra orden por occidente. Aquí, lejos del peligro que corren nuestros hermanos, dedicamos todas nuestras energías a recaudar fondos, a conseguir donaciones y, desde la última de nuestras encomiendas, a aportar al tesoro común el tercio de nuestras rentas. Solo de esta manera, con las aportaciones de los prioratos de toda la Cristiandad, se pueden sostener los gastos de la empresa hospitalaria en Tierra Santa.
El gran prior hizo una breve pausa, y continuó su alocución.
—Muchos os habéis lamentado por no poder empuñar las armas en el campo de batalla, como hicieron aquellos de los nuestros que en su día emprendieron el camino de la Cruzada para luchar junto al buen rey Corazón de León. Pero quizá pronto Dios nos libre de esa espina que tenemos clavada en el corazón, y nos permita compartir la suerte de nuestros fratres allende los mares, luchando contra un peligro mucho más cercano: los sarracenos que amenazan nuestra patria. No en vano el Papa nos concedió el cuarto voto, el de armas, añadido a los de pobreza, castidad y obediencia.
—Tal cosa no sucederá mientras Sancho sea nuestro rey —murmuró el comendador—. Si por algo se ha distinguido es por desoír las admoniciones del Papa y por su afán de entrar en tratos con esos malditos almohades.
Por un momento el gran prior siguió como si no lo hubiera escuchado, pero un instante después se había vuelto hacia él.
—Quizá antes de lo que creemos ese sea también un problema antiguo, al menos si el joven rey Pedro de Aragón y Alfonso de Castilla llevan a cabo sus propósitos.
—Entonces… ¿Vuestra Ilustrísima apoya las intenciones de los dos reinos vecinos de repartirse el reino de Navarra? —tanteó con prudencia uno de los caballeros.
El comendador se adelantó a su superior para responder.
—Los hermanos hospitalarios sirven solo a un rey y a una reina: el Papa y la Santa Madre Iglesia. Quién ostente el poder terrenal en este trozo de tierra o en cualquier otro nos importa bien poco, sobre todo si el actual titular se opone a las directrices de Roma. Por otra parte, el abuelo del rey usurpó el trono que, por herencia del rey Alfonso el Batallador, correspondía a nuestra orden, al Temple y al Santo Sepulcro.
—Si hemos de ser justos, Sancho, su padre, y antes su abuelo, nos han compensado la renuncia al testamento con generosas donaciones que antes eran tierras de realengo y ahora albergan muestras encomiendas. En cuanto a la participación en la lucha contra el infiel, el rey reunió a sus huestes para luchar contra los sarracenos en Alarcos —recordó el prior.
—Quienes entonces formamos parte de la expedición sabemos por qué llegamos tarde a la batalla decisiva. —Había hablado otro de los caballeros que se sentaban al lado opuesto de la mesa.
—¿Insinuáis que a Sancho le interesaba la derrota de Alfonso? —Otro hermano se levantó airado.
—¡Solo hay que ver cuál fue su reacción, aprovechando la debilidad del de Castilla tras el desastre!
—¿Y vos os decís navarro?
—¡Como bien dice el gran prior, solo a Dios servimos!
—¡Haya paz! —terció Joan de Pedriz, alzándose con toda su envergadura para imponer respeto—. Mal comienzo es este. Nada de lo que discutimos tiene la importancia de lo que he de revelaros hoy.
De nuevo el rostro del comendador se iluminó, disfrutando de la posición de privilegio que suponía estar al tanto del asunto. El resto, tras haber tomado partido en uno de los dos bandos, mudaron las expresiones airadas ante la aparente inminencia de la explicación.
—La Divina Providencia ha querido que seamos nosotros, algunos de los que componemos el Gran Priorato de Navarra de la Orden de San Juan de Jerusalén, quienes nos encontremos en situación de arrostrar un gran peligro que podría amenazar a todos los reinos cristianos de la Península y, por tanto, a toda la Cristiandad. Pero antes de continuar es preciso que, de manera extraordinaria, cada uno de vosotros preste voto de sigilo respecto a todo cuanto vais a escuchar en este capítulo. El comendador, que está al corriente, juró ante mi persona. Ahora debéis jurar los demás con la mano diestra sobre la Biblia, poniéndoos en pie por turno, para repetir las palabras que yo os indicaré. Vos seréis el primero, hermano hospitalero.
El freire se alzó, algo azorado, dispuesto a ocupar el primer turno.
—Repite conmigo, hermano: «Yo, Esteban de Funes, hermano de la Sagrada Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, miembro del Gran Priorato de Navarra, juro sobre los Evangelios guardar sigilo acerca de los asuntos que se van a tratar en este Consejo, y acepto la pena de separación inmediata de la orden, interdicto y excomunión en caso de romper este solemne juramento».
El ejemplar de la Biblia recorrió la mesa a medida que los presentes repetían la fórmula. Cuando el gran prior la tuvo de nuevo en sus manos, la expectación era máxima. Carraspeó dos veces y tomó de nuevo la palabra.
—Hace años que circulan rumores acerca de la existencia de un documento, un pergamino que, en caso de ver la luz, podría poner en riesgo la lucha que durante siglos nuestros antepasados y nuestros actuales correligionarios han mantenido contra los infieles en este solar cristiano, católico y siempre fiel al Papa de Roma. Se trata de un manuscrito que habría debido permanecer oculto por siempre, o en posesión de quienes hubieran sabido darle buen uso. Sin embargo, hace apenas dos días tuvimos constancia cierta de que ese pergamino existe, ¡de que se encuentra en esta ciudad!… Y no en las manos adecuadas.
Un rumor de asombro y temor recorrió la gran sala.
—Confiamos en el hombre que nos dio noticia del hecho y que, sin embargo, por circunstancias que no vienen al caso, no consiguió poner el documento en nuestras manos como era su deseo. No renunciaremos a su posesión y, de hoy en adelante, alcanzar tal objetivo será nuestro cometido fundamental. Todos los miembros de la orden permanecerán en sus encomiendas y no se concederán dispensas para emprender más viajes que los estrictamente necesarios. En caso de ser reclamados, abandonaréis las tareas que tengáis encomendadas y acudiréis prestos a mi llamada.
El hospitalero, el más anciano de los freires, carraspeó para mostrar su deseo de intervenir. El superior le cedió la palabra con un solo gesto de la cabeza.
—Si, como decís, el documento no está en nuestras manos… ¿En qué manos se encuentra? ¿Y cómo estamos tan seguros de lo que dice ese pergamino?
Los años pasados en comunidad, toda una vida, le hacían hablar en plural, como si toda la orden fuera un solo hombre representado por el gran prior. Este esbozó una sonrisa pues esperaba que, como siempre, las preguntas más agudas y certeras vinieran de él.
—Estamos seguros de su existencia porque ya nos habían hablado de él, sabíamos que ese manuscrito había circulado en el pasado, pero ignorábamos su paradero. En cuanto al contenido del mismo, todos podréis conocerlo esta noche. Disponemos de una transcripción del texto que nos ha sido entregada, Dios sea loado.
El escribano desenrolló en aquel momento el pergamino que en todo momento había permanecido junto a él. Esperó el gesto de autorización del prior y empezó a leer. Lo hizo con parsimonia, como si le costara esfuerzo entender lo que leía, y todos comprendieron que estaba traduciendo del árabe al latín antes de ponerle voz. Escucharon en un silencio tan absoluto que en las pausas del escribano solo se escuchaba el crepitar de la chimenea, y lo mismo sucedió durante el largo silencio que siguió al final de la lectura. Todos los presentes parecían meditar acerca de las implicaciones de lo que acababan de escuchar.
—¿Comprendéis ahora por qué os he reunido esta noche?
—¿Quién tiene en sus manos el manuscrito original? —insistió el hospitalero.
—El rey Sancho lo tiene —reveló con tono grave.
De nuevo un murmullo, esta vez de desaliento, surgió de los reunidos.
—¿Y sabe el rey que sabemos lo que ahora sabemos?
Joan de Pedriz negó con la cabeza.
—Confiamos en que no sea así. Nuestro… benefactor —utilizó un tono distinto y casi burlón— asegura que nadie sabe nada de su contacto con nuestra orden.
—Ese documento en manos del rey puede ser una tentación demasiado difícil de resistir —explicó el comendador—. Con Navarra a punto de ser invadida por reyes mucho más poderosos, la posesión del manuscrito puede ser su tabla de salvación, aunque para ello deba darle un uso abyecto.
Todos reflejaban en sus rostros una profunda preocupación al considerar las consecuencias.
—Debemos confiar en la protección del Todopoderoso. Nunca consentirá que ese pergamino caiga en manos equivocadas, el daño a Su obra podría ser irreparable. La sangre de millones de hispanos derramada en defensa de la fe verdadera en las cuatro últimas centurias podría resultar inútil.
—Imaginad la colegiata derruida sin haber finalizado su obra, para elevar en su lugar una nueva mezquita. ¡A eso nos enfrentamos si no sabemos manejar esta situación! —dramatizó el comendador.
—No todo está en contra. Nuestra orden será el brazo que ejecute la voluntad del Altísimo —aseguró el gran prior—. Contamos con una ventaja que puede resultar decisiva y una herramienta que nos ayudará.
—¿A qué os referís? —preguntó el hospitalero—. ¿Acaso pensáis en nuestro hombre en la corte del rey Sancho?
—En efecto, mi buen hermano Esteban. A partir de hoy es vital para todos estar al corriente de cuanto sucede en el castillo y, en concreto, en las reuniones de la curia real. El chantre Fortún, por la providencial cercanía que mantiene con el rey en su función de canciller, se ha de convertir en nuestros ojos y nuestros oídos. Como todos vosotros lo habéis de ser en vuestros quehaceres diarios.
—¿Serán nuestros medios suficientes para recuperar el pergamino? —se preguntó uno de los caballeros—. Perdonad el atrevimiento, pero… ¿Un asunto de tal trascendencia no debería ponerse en conocimiento del gran maestre?
Joan de Pedriz asintió.
—Geoffrey de Donjon será informado en pocos días por los mensajeros que ayer mismo se pusieron en camino. De la misma forma que se ha mandado aviso al gran comendador de los Cinco Reinos, al nuncio del Papa y al propio Santo Padre en Roma.
—¡Que Dios nos ampare! —musitó el anciano hospitalero, mientras posaba la mano sobre la cruz blanca que le cubría el pecho.