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Año del Señor de 1201 (dos años después)

Las temperaturas suaves de los últimos días parecían haber provocado el deshielo en las sierras cercanas, y los dos cursos de agua que ceñían la ciudad discurrían colmados, amenazantes, aunque sin llegar al desbordamiento. Nicolás, acodado en el pretil de la muralla, observaba el río embravecido que se precipitaba hacia la cercana desembocadura en el Ebro. Miraba a la parte alta del cauce hasta que veía aparecer un tronco arrastrado por la corriente y seguía su accidentado trayecto hasta que se perdía bajo el puente que daba acceso a la Puerta de Zaragoza. Pensaba, mientras tanto, en los cambios que se habían producido en su vida tras la muerte de Ismail. De la noche a la mañana, se había convertido en propietario de una hacienda en la vega que rentaba buena cantidad de morabetinos cada año, suficientes para vivir holgadamente. También era dueño de la casa del viejo escultor, desde que el zalmedina se ocupara de hacer efectivo el testamento y el título de propiedad que lo acreditaban. Su ubicación dentro de la morería había hecho impensable utilizarla como vivienda, pero se resistía a deshacerse de ella: eran demasiados los recuerdos acumulados en los cientos de jornadas empleadas en su taller, en la bodega, en la sala principal al calor de la lumbre, o delante del té en la vieja cocina. Aconsejado por el magistrado, sin embargo, había decidido ponerla en venta, aunque el elevado precio que exigía por ella había conseguido que no fueran muchas las ofertas. Incluso a estas les encontraba uno u otro inconveniente que invariablemente le llevaban a rechazar el trato. Mientras tanto, no eran pocas las ocasiones en que se encerraba en la casa, descendía las escaleras de la bodega y permanecía horas en aquel espacio aislado, íntimo, donde aún podía sentir la presencia de Ismail. Aquel lugar parecía inspirar sus pensamientos, y allí había tomado las decisiones más trascendentales en aquellos dos años. También en el patio había pasado largas tardes, dando forma al azar a algunas de las piedras que el escultor almacenaba allí cuando alguien envió a la muerte en su busca. Evitaba siempre el lugar donde había yacido su cuerpo inerte y daba un rodeo pegado a las paredes del zaguán para no pisar las juntas aún oscurecidas por la sangre que las había empapado. Lo cierto era que, a pesar de las murmuraciones que empezaban a circular en la morería, no estaba dispuesto a desprenderse de aquel lugar que era para él un refugio.

El temor lo había invadido tras la muerte del anciano. Se tomó el macabro hallazgo de la lengua cortada como una advertencia, y deseó no haberlo forzado a revelarle su secreto. Se sentía amenazado y, durante semanas, adoptó todas las precauciones que venían a su mente en las largas noches de insomnio, desvelado después de sufrir recurrentes pesadillas. No salía de casa sin asegurarse de que un puñal estaba al alcance de su mano, y guardó otro bajo el jergón; evitaba caminar solo durante la noche, y aprovechaba la vuelta a casa de sus amigos para regresar a la suya en compañía, lo que había suscitado algunas preguntas por parte de Guillén, Tiago y los demás; fue también entonces cuando llevó a casa un joven mastín que Unai le había ofrecido.

Mientras tanto, el reino se mantenía en relativa calma, a pesar de la gran incertidumbre que la inexplicada ausencia del rey producía entre sus súbditos. Desde que Alfonso de Castilla se retirara del solar navarro tras la caída de Vitoria y después de la conquista de Guipúzcoa, con las que se aseguraba una vía directa hacia las tierras de Gascuña, no se había escuchado el entrechocar de las armas.

Aun con grandes dificultades para sufragarlas, en Tudela continuaban adelante las obras iniciadas, en especial las de la colegiata. Los años de enfrentamientos con castellanos y aragoneses habían provocado una inevitable caída en las rentas percibidas por el cabildo, y el ritmo en la construcción se había resentido. En un círculo perverso, el priorato se vio obligado a renegociar los contratos con los proveedores quienes, recelosos ante la falta de garantías en el cobro, se negaban a entregar material si no regresaban con la bolsa llena y a buen recaudo tras recibir el pago al contado. También los salarios se vieron reducidos, por lo que algunas familias habían optado por abandonar la ciudad en busca de lugares alejados de conflictos fronterizos como el que agitaba el reino de Navarra. Nicolás tenía la convicción de que, en ausencia del rey, era solo el empeño del prior Guillermo el que mantenía en marcha aquel delicado engranaje y el que evitaba que las obras se detuvieran por completo. No por eso había aumentado su aprecio hacia él, pues estaba seguro de que no lo movía el bien de los vecinos, sino el mal disimulado deseo de consagrar la colegiata, durante el tiempo de su prelatura y a su mayor gloria.

Tras el regreso de su viaje, Nicolás se había reintegrado al taller del maestro Beltrán, embarcado en la empresa de rematar la escultura del ala oeste del claustro. De nuevo, la pasión por su oficio había venido en su rescate tras el desengaño con María. En todo aquel tiempo no había puesto el pie en las cercanías de Tulebras, aunque en varias ocasiones tuvo noticias de la mujer a la que había amado, siempre a través de Aldara.

Las rentas de la hacienda, junto al producto de la venta de su antigua casa, bastaron para adquirir la vivienda donde se hallaba. Se trataba de una espaciosa residencia en la antigua aljama judía, propiedad de un anciano comerciante que siempre se había resistido a trasladarse al nuevo emplazamiento de la judería, al abrigo de la muralla exterior del castillo, dentro del último recinto fortificado. Solo a su muerte había sido puesta en venta por sus deudos y Nicolás, aconsejado por Tristán, que en aquellos negocios atesoraba mayor experiencia, la había adquirido a precio razonable. Allá se había trasladado con su familia. Marcel y Sophie se negaron en un primer momento, pero Nicolás y Marie no dejaron lugar para el rechazo: pocas familias de sangre en aquella ciudad estaban más unidas que ellos cuatro. La resistencia de ambos acabó quebrándose cuando Nicolás les sugirió que en la vieja casa que iban a dejar libre podrían instalarse Beñat y Olaya con la criatura que estaba a punto de llegar.

La vivienda estaba prácticamente adosada a la muralla oriental, separada tan solo por la estrecha escalinata que, desde la calle lateral, permitía la subida hasta el adarve convertido en paso de ronda. A la escalera se podía acceder también desde el patio interior a través de una sólida puerta de madera que protegía el acceso. Le gustaba usar aquella salida para subir a lo alto del muro, casi siempre solitario, y contemplar el río desde arriba, así como las espaciosas campas que se extendían al otro lado en busca de la torre defensiva que se alzaba enhiesta en las colinas limítrofes de la ciudad por el sur. En ello ocupaba el tiempo de asueto aquella luminosa mañana invernal de domingo. Había comenzado la jornada temprano, ocupándose del caballo que guardaban en la cuadra recién acondicionada. Su nueva situación le había permitido el dispendio que suponía mantener una cabalgadura propia. Sonrió al recordar el asombro de Marcel y de las mujeres cuando se presentó en la casa llevando de las riendas el hermoso ejemplar bayo recién comprado en el mercado semanal. Había sido un impulso, pues quizá una decisión meditada le hubiera hecho desistir de la idea de emplear cincuenta sueldos en una compra que no le resultaba indispensable. En tiempos de guerra, los caballos se hacían precisos para dotar de montura a las huestes que acudían a la llamada de sus señores. Reyes y nobles distinguían a sus caballeros con una marcada preferencia y, después de Alarcos, donde tantas bestias perecieron junto a sus jinetes, el precio de uno de aquellos nobles brutos, joven y sano, llegó a equipararse al de seis bueyes o sesenta ovejas. Recordaba bien la mañana, varios meses atrás, en que el soberbio animal había llamado su atención mientras el dueño lo mostraba a un cliente interesado, un forastero que había terminado por declinar la compra. La idea rondaba su cabeza desde el día en que visitó la que poco después sería su casa, al descubrir una hermosa cuadra, abierta al patio, que permanecía vacía. Con la imagen del caballo que había dejado apalabrado en la retina, volvió a su alcoba, llenó la bolsa y, sin explicar el motivo de sus prisas, regresó al mercado, donde empleó otros diez sueldos en adquirir una silla con borrén forrado de buen cuero, cabezada, riendas, petral, freno y ataharre. Desde aquel día, él mismo se había ocupado de alimentar al animal, que resultó de carácter noble y dócil, aunque era Beñat quien más lo utilizaba con la excusa de acudir de visita a casa de Martha y Unai, de donde no era extraño que regresara con un par de sacos de avena en las alforjas, procedentes de la cosecha en la hacienda.

Había terminado de atender al caballo en medio de las muestras de afecto de Cierzo, el mastín de dos años que se había convertido en un compañero inseparable. Después, reunidos los cuatro, se dirigieron aseados y con sus mejores atuendos a la misa dominical en la iglesia de la Magdalena, lugar de encuentro de la familia en los últimos tiempos. Los cuatro hombres se habían situado en las bancadas de la izquierda, a la misma altura que las mujeres en la derecha y, al término de la celebración, todos habían formado un corro en el atrio en torno a las dos criaturas que Martha y Olaya llevaban en brazos. La mayor llevaba el nombre de Magdalena por el lugar donde había recibido el bautismo, había heredado el cabello dorado de su madre y pocos rasgos recordaban en ella a Unai. El pequeño Alvar, en cambio, era la imagen de Beñat, aunque sus ojos verdosos y espabilados recordaran a Olaya en su expresión.

Acodado sobre el muro, Nicolás recordaba las dudas de su medio hermano a la hora de buscar un nombre para su primogénito. Le confesó que Pierre era una de las opciones que había barajado, aunque enseguida la rechazó porque ese nombre, le dijo, estaba reservado para el día en que él trajera al mundo a su propio hijo. Beñat, Marcel y Nicolás quedaban descartados para evitar la confusión, algo que no iba a suceder con Alvar, ausente ya por más de diez años. Invadido por la nostalgia, pensó cómo habría podido ser aquel pequeño e imaginario Pierre al que se había referido Beñat. ¡Qué distintas habrían sido las cosas si el amor que sentía por María hubiera tenido correspondencia! Una vez más, como sucedía cada vez que pensaba en ella, el rostro malcarado del prior Guillermo se representaba ante él y sentía entonces reavivarse la llama permanente del odio. Sabía, estaba seguro, que él era la causa del rechazo de María. Aquel gesto poco antes de cruzar la puerta del convento para siempre, el aviso de que su vida corría peligro si insistía en pretenderla, lo llenaba de angustia, pero a la vez dejaba un resquicio a la esperanza. Lo interpretaba como una señal de que ella aceptaba su suerte para no exponerlo al peligro de la represalia de su tío. Sin embargo, no era lo que salía por su boca cuando aceptaba a regañadientes las cada vez más escasas visitas de Aldara. A través del torno le decía que era feliz siguiendo su vocación, y que ya nada la haría abandonar aquellos muros; su corazón se rompía cuando escuchaba aquella cruel condena en boca de la dueña de la tahona.

El chirrido de la portezuela le hizo desviar la atención de la corriente del río y de sus pensamientos; se asomó al borde de la escalinata y vio que era Marcel quien subía pesadamente las escaleras. El contacto diario le impedía apreciarlo con claridad, pero desde aquella perspectiva se apreciaba bien cuánto había envejecido. Frisando ya los cincuenta, tenía la coronilla despoblada, los cabellos alrededor de las sienes eran ya marcadamente canos y, creyendo que nadie lo observaba desde arriba, apoyaba las manos en las rodillas para ascender los escalones, encorvado. Sabía que también sufría de fuertes dolores en las manos y en las muñecas, producto de los muchos años empuñando la maza y el cincel, aunque trataba de ocultarlo. Nicolás prefirió regresar al borde de la muralla.

—Si sigue subiendo el nivel, la bodega se anegará —advirtió el cantero obviando el saludo.

—Algún defecto tenía que tener la casa —respondió Nicolás—. Por suerte disponemos de un buen almacén y de un granero espacioso. Si se inunda, ya se secará. Lo mismo sucede con la bodega de Ismail.

—Te veo optimista. —Cuando llegó a su lado, Marcel le colocó la mano en el hombro, al tiempo que se asomaba hacia el río.

—¿Por qué no habría de estarlo? —respondió—. Después de todo, las cosas nos están yendo bien. Esta mañana lo pensaba mientras me ocupaba del caballo.

Marcel se apoyó sobre el pretil para observar la corriente impetuosa. Asintió con la cabeza.

—No crecerá más —afirmó—. Tienes razón, somos afortunados.

Una ráfaga de viento llevó hasta ellos las notas del olor al guiso de carne que Marie y Sophie preparaban en la espaciosa cocina, mezclado con el humo de leña que brotaba de la chimenea solo unos codos por encima del adarve.

—¡Pocos pueden llenar la olla con otra carne distinta a la que ellos mismos crían! A nosotros no nos falta…

—He visto tu mirada hace un rato, en la iglesia, ante el pequeño Alvar…

—Una criatura adorable, como Magdalena.

—La felicidad no siempre se consigue con una casa espaciosa, un caballo en la cuadra, carne de carnero en la olla y largas noches en la tafurería. Soy un picapedrero, un bruto… pero si alguien sufre a mi lado me doy cuenta.

—Hace tiempo que asumí mi situación —respondió Nicolás, tratando de esbozar una sonrisa que no llegó a atravesar su poblada barba.

—Eres un hijo más para mí, y no es eso lo que dicen tus ojos. Todos necesitamos una mujer a nuestro lado.

—¿Y quién te dice que yo no la tengo? —respondió Nicolás, entonces sí con una sonrisa franca.

—Como no sea alguna de esas fulanas de La Tabla Negra…

—¿Y qué si lo fuera? —Mantenía la sonrisa en la boca, pero un rictus la desmentía.

—Me refiero a una esposa, una familia…

—Lo sé. Pero quizá para mí ya sea tarde —objetó.

—¿Tarde? ¿Te has mirado? ¡Hay cien muchachas casaderas en Tudela que suspiran por ti! Nadie se explica que sigas soltero, y menos ahora, cuando se puede decir que eres un hombre rico. —Marcel parecía haber roto las barreras que hasta aquel momento le habían hecho contenerse. Nunca había mantenido con su ahijado una conversación como aquella—. Harías a tu madre feliz. ¿Te la imaginas con un nieto en sus brazos? ¿Con un pequeño Pierre? Pedro, mejor…

—¡No, Marcel! —Frente a él, alzó las palmas de las manos y, con los ojos entrecerrados y una mueca de dolor, lo obligó a detenerse—. No me hagas responsable de lo que nunca ha estado en mis manos. Podrán pasar cien hembras por mi lecho, pero a ninguna podré abrir el corazón como lo abrí para ella. Nunca podré compartir mi vida con una mujer que no sea María. Sé que la haría infeliz.

Marcel, lentamente, asintió.

—¿No quedan esperanzas?

—Ya no.

Dejó la casa después del almuerzo sin decir adónde iba, pero todos lo suponían: La Tabla Negra era su destino habitual en los días de asueto desde hacía muchos años, y el traslado a la casa nueva no había alterado aquella costumbre. Allí solía reunirse con el grupo de amigos que apenas había cambiado con el paso del tiempo y, entre las conversaciones intrascendentes alrededor de unas jarras de vino y el rato dedicado a las partidas de tablas, transcurría la tarde. Tuvo que sujetar a Cierzo para evitar que lo siguiera y cerró entre ambos el portón de salida. Sin la compañía del mastín, se aseguró de tener la daga a su alcance y comprobó que nada fuera de lo habitual alterara la tranquilidad de aquellas callejuelas. Dejó atrás la antigua aljama judía y bordeó las obras de la colegiata por el lado meridional. Resultaba extraño caminar por la zona cercana al templo en construcción sin escuchar los golpes de los carpinteros, las voces de los mazoneros, los chirridos de las cabrias manejadas por los asentadores y los demás sonidos del farragoso desconcierto que parecía reinar dentro del edificio en los días de labor. A aquella hora del domingo pocos caminaban por la calle y llegó hasta la plazuela a la que se abría la iglesia de San Jaime sin cruzarse apenas con nadie. Debía atravesarla y enfilar la Rúa para entrar al callejón al que se abría el figón de Tristán, pero no lo hizo. Avanzó pegado a las fachadas de viviendas de las que surgían ruidos domésticos y se detuvo junto a una puerta que conocía bien. Se encontraba entreabierta, como era habitual, así que empujó y entró. De inmediato lo asaltaron el calor tibio y agradable del horno y aquel aroma que lo impregnaba todo dentro de la tahona. Inspiró profundamente y se volvió para cerrar la puerta tras de sí. Todos en el vecindario sabían que la panadera trabajaba durante la noche para tener listas las hogazas a primera hora de la mañana, y respetaban las horas de la tarde en que se permitía un descanso bien merecido. Nadie llamaría a la puerta en lo que quedaba de domingo, y ajustó sobre sus soportes el pasador de madera que la atrancaba, asegurándose de que los ruidos fueran audibles desde el piso de arriba. Se despojó de la pelliza que aquella tarde soleada le había estorbado incluso en la calle y la colgó en una estaca que sobresalía de la pared.

Subir por aquellos escalones de madera cubiertos de harina actuaba en él como un resorte, como un poderoso estímulo que, a fuerza de repetirse, anticipaba la reacción de su cuerpo, sabiendo lo que iba a encontrar al llegar arriba. La vieja alcoba que el matrimonio de panaderos utilizaba durante el invierno se encontraba encima mismo de la bóveda del horno que funcionaba en la planta baja. Pocos lugares en la ciudad, fuera de alguna de las dependencias del castillo, serían tan cálidos y acogedores como aquel. La puerta se encontraba entreabierta y, a través de la rendija, entrevió el conocido lecho, la sábana de lino que cubría el jergón y una parte de la piel desnuda de la mujer que lo aguardaba. Se arrancó el jubón antes de entrar, después la camisa y los arrojó ambos al suelo. Luego se descalzó apoyado en la pared, tratando de mantener el equilibrio, y solo entonces empujó la puerta. Con la respiración entrecortada y los calzones abultados por una irreprimible erección, se enfrentó al cuerpo de Aldara que, tumbada de costado, la cabeza apoyada sobre el brazo doblado, mostraba su desnudez y aquella sonrisa a la vez dulce y descarada que meses atrás había conseguido cautivarle.

Tuvo que refrenar sus pasos para no lanzarse sobre el lecho y no hubo tiempo ni necesidad de cruzar una palabra, pues sus labios y toda su piel estaban unidos en el mismo instante en que se tuvieron al alcance, ávidos el uno del otro.