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Año del Señor de 1233 (catorce años después)

El carbón apilado en torno a la redoma de vidrio producía un fuego sin llama que parecía oscilar ante los ojos al ritmo de corrientes de aire imperceptibles. Blanca había observado con expectación cómo se fundía el azufre del fondo y se mezclaba con el mercurio brillante para dar lugar a una masa de desagradable color negro y olor más que peculiar. Sin embargo, sabía que, si seguía calentando el recipiente con aquel fuego lento que había aprendido a dominar, la mezcla acabaría por volatilizarse. Sonrió al ver los primeros vapores azules saliendo por la boca de la redoma cubierta por un trozo de teja, pero no hizo nada, salvo contemplar el hermoso espectáculo. Tampoco cuando el azul viró a amarillo, aunque entonces tomó las tenazas, dispuesta a apartarla del fuego. Lo hizo cuando el vapor adquirió un tono color rojo intenso y una sustancia de color parduzco empezó a depositarse en el cuello del recipiente. Sabía que, una vez recogido en el mortero y reducido a polvo, aquel precipitado adquiriría el bello tono rojo vivo del bermellón.

A veces la obtención de los colores era fruto de operaciones muy simples como el molido de pigmentos naturales, pero en otras, y aquella era una de ellas, era la alquimia la que entraba en juego transformando unas sustancias en otras, de modo que ningún profano podría ser convencido de que la mutación de aquella pasta oscura en hermoso polvo rojo no era producto de la magia. No lo era, bien lo sabía: se trataba de procesos que podían repetirse con resultados idénticos si las condiciones eran las mismas; los fracasos, por el contrario, estaban asegurados a poco que se alteraran las condiciones. El bermellón como el que estaba fabricando dejaba de mostrar su hermoso tono si el calor aplicado no era el correcto, o si las proporciones o la calidad de sus componentes, el mercurio y el azufre, se modificaban en lo más mínimo.

El que antaño había sido el patio de la casa de Ismail, en la morería, era el lugar que Blanca había elegido para preparar sus colores con las técnicas aprendidas durante años junto al viejo Salvador, el maestro policromador. Además, el acceso al scriptorium le había abierto una nueva ventana a recetarios que se había hecho traducir, dado su desconocimiento del latín. Así, las copias en romance de De coloribus faciendis o De coloribus diversis descansaban siempre abiertas por alguna de sus páginas, manchadas con los polvos del color que enseñaban a preparar. Nicolás, en su búsqueda continua de inspiración para la Puerta del Juicio, había dado con un manuscrito traducido por Robert de Chester de un alquimista árabe llamado Geber que revelaba las fórmulas para obtener, entre otros, el precioso azul ultramar.

Hacía años que Salvador repetía que ya no era él el maestro, pues nada le quedaba por enseñar a aquella muchacha fascinada desde niña por la pintura. Era ella la que, excitada, acudía a mostrarle el resultado de una variación en una receta, sorprendida por un nuevo tono, un poder de cubrición mayor o la similitud de un pigmento obtenido por alquimia con otro más raro y costoso.

Recogido en un tarro todo el precipitado de bermellón, se acercó al otro fuego que ardía en la vieja chimenea cubierta por el porche. Allí, uno de los oficiales de Salvador se afanaba con el segundo componente que habrían de usar para obtener el color rojo definitivo. El joven llevaba el agotamiento reflejado en el rostro, después del laborioso proceso de preparación del minio. El blanco de plomo dispuesto en una orza de barro debía tostarse durante dos días con sus noches en un fuego fuerte, pero sin llama que penetrara en el cántaro. Para ello era preciso amontonar el carbón hasta que alcanzaba la mitad de la altura del recipiente, un carbón que debía ser grueso para permitir que el aire circulara entre los fragmentos incandescentes y la combustión fuera viva. Al calentarse empezaba la tarea de agitado con una cuchara, de manera que la sustancia caliente en contacto con las paredes de la orza se mezclara de manera uniforme con la parte tibia del centro. Este proceso debía repetirse cuatro o cinco veces en el espacio de dos o tres horas. El oficial y un aprendiz se habían turnado durante aquellos dos días, tras los cuales el blanco del albayalde había dado lugar a un pigmento de color rojizo, brillante y con un excelente poder cubriente.

Solo restaría saber mezclar minio y bermellón de la manera adecuada a la hora de pintar para obtener un color más intenso, más cubriente y más duradero que cualquiera de sus componentes por separado.

—Anochece ya, Samuel. Yo me quedaré —sugirió—. Regresa con tu esposa. Por la mañana estará terminado.

El oficial negó con la cabeza.

—No os dejaré sola en la casa.

Los oficiales y aprendices respetaban a aquella joven a la que algunos doblaban la edad. El proceso de aceptación había sido gradual y los acontecimientos se habían sucedido de la forma más natural entre los miembros del taller de pintura. La simpatía hacia la niña curiosa que jugaba a colorear piedras había dado paso al asombrado reconocimiento de sus aptitudes y, desde ahí, a la admiración por los progresos introducidos que iban un paso más allá de lo que el propio Salvador era capaz de aportar. Las murmuraciones habían llegado de fuera: no eran pocos los hombres que, compartiendo los trabajos en la colegiata, se burlaban de los pintores que aceptaban sin protestar las indicaciones de una mujer. No eran pocas las que aportaban su fuerza y su pericia a las obras: se había convertido en algo usual verlas mezclando la cal, la arena y las cenizas para preparar la argamasa, portando los calderos o trenzando el cáñamo de cabos y sogas, pero siempre ocupando el último eslabón de la cadena, sin nadie por debajo que tuviera que obedecer sus órdenes, ni siquiera los más jóvenes y bisoños aprendices. El salario que recibían era siempre menor que el de los varones, algo que a nadie resultaba extraño, y todas lo aceptaban como algo inmutable.

—No estará sola, Samuel. —La voz de Nicolás a sus espaldas los sobresaltó—. Puedes irte tranquilo.

—No te había oído entrar, padre. ¡Ah, y Salvador! —saludó Blanca también al ver el rostro del anciano tras él.

El pintor se dirigió a la mesa donde había trabajado la muchacha y, con cierto temblor, tomó una varilla para remover el contenido del tarro.

—¡Buen trabajo! Será un bermellón excelente. Y lo vamos a necesitar en cantidad, ¡tu padre no está escatimando las escenas del Infierno en esa puerta!

Blanca tomó el cucharón de la mano de Samuel y siguió removiendo con habilidad el contenido rojizo de la orza. El oficial se limpió las manos en el cubo de agua manchada que descansaba junto a la mesa y se despidió. El cercano y familiar sonido del muecín llamando a la oración vespertina desde el alminar de la mezquita les advirtió de lo avanzado de la hora.

—Tu madre no tardará en llegar con la cena —le informó Nicolás—. Adivinaba que no dejarías ese caldero solo esta noche y se ha quedado preparando una empanada. Iba a pasar por el horno de Aldara para cocerla.

—Y vendrá a toda prisa para que no se enfríe —sonrió Blanca agradecida—. Y yo que pensaba conformarme con un par de huevos duros…

Señaló dos grandes hueveras de alambre llenas de huevos de gallina. Se usaban sus yemas, solas o mezcladas con aceite de lino, tanto como aglutinantes para los pigmentos en la preparación de la pintura como en la imprimación de la piedra.

—Lástima que no sea un buen guiso —bromeó Nicolás mirando el caldero humeante de minio.

El maestro pintor esbozó una ligera sonrisa que al instante se apagó en sus labios y Blanca reparó en ello.

—¿Estás bien, Salvador? —preguntó mientras también de su rostro se borraba la sonrisa. El anciano cabeceó afirmando.

—Estoy bien —afirmó—. Es tan solo que debo hablar con ambos. Sentémonos.

Padre e hija intercambiaron una mirada. Blanca, con la piel del rostro perlada por el sudor, se sentó en la banqueta dispuesta junto al fuego. Nicolás pareció agradecer la silla que le ofreció el pintor y se dejó caer en ella con un sonido que denotaba alivio. El año anterior había cumplido los sesenta y, aunque su actividad incesante en aquellos años de construcción de la Puerta lo había mantenido fuerte como un toro, agradecía encontrar un lugar donde sentarse al final de la jornada.

El rostro de Salvador sí que aparecía cubierto de arrugas, acentuadas por las sombras a la escasa luz de las brasas. Se pasó las manos por la larga barba y después se las miró. Bajo las uñas quedaban restos de pintura, e inició una tarea inconsciente y sistemática para sacarlos de allí con las dos manos apoyadas en el regazo.

—Durante todos estos años y, sobre todo al final de la construcción de la Puerta, hemos trabajado hombro con hombro. —Miró a Nicolás con aprecio y respeto—. Ha llegado el momento que tanto esperábamos, el día en que estos colores empezarán a darle vida.

—Será tu gran obra. Vas a poder demostrar tu habilidad y tu experiencia.

Salvador, muy despacio, negó con la cabeza y permaneció callado un instante.

—No, Nicolás —respondió al fin, consternado—. De esto precisamente quería hablaros; ya no me siento capaz.

El escultor se incorporó, sinceramente alarmado.

—¿Quién sino tú es capaz de llevar a cabo esta tarea? Hemos pasado jornadas enteras pergeñando las escenas, imaginando los colores, preparando la piedra para recibir la imprimación y las capas de pintura que están por dar. Conoces cada dovela, cada escena… La simbología que hemos querido representar ha de cobrar todo su sentido con las combinaciones de matices que ya hemos discutido. El código de colores que apliques ha de servir para diferenciar escenas y personajes, para indicar la clase social según el tono de las carnaciones, para ordenar la lectura de la puerta según las secuencias narrativas que hemos propuesto, para guiar la mirada del visitante hacia la figura del Juez Supremo…

—¡Nada de eso se me olvida, Nicolás! —objetó el policromador—, pero…

—¡No puede haber un «pero»! —le cortó asustado.

—Y sin embargo, lo hay. —El tono de su voz era ahora de tristeza, que se transformó en angustia para continuar—. ¡Apenas veo nada, Nicolás! ¡No puedo arruinar la obra de tu vida por mi ambición y por mi orgullo! El trabajo que espera en esa portada es meticuloso, las últimas capas de imprimación deben aún cubrir las imperfecciones de la talla, dar continuidad a las figuras en las juntas de unión entre las piedras… Y yo pierdo la vista a pasos agigantados. ¡Ni siquiera puedo leer ya tus anotaciones!

—¡Oh, Salvador! —gimió Blanca al tiempo que dejaba el cucharón dentro de la marmita para acercarse. Se colocó a su lado y le pasó la mano por la mejilla arrugada en un gesto de cariño. Aquello hizo que terminara de esfumarse el fingido aplomo del anciano, quien se inclinó sobre las manos para cubrirse el rostro, atrapado por el llanto.

—¿Desde cuándo te sucede? —Fue lo único que se le ocurrió preguntar a Nicolás.

—Hará dos años, aunque en los últimos meses se ha acentuado de forma notable. Por eso he tenido tiempo de reflexionar y de preparar este momento. Solo me preocupa no poder serte útil, no servirte de ayuda en la etapa final, aunque sé que el mejor resultado está garantizado.

—¿Samuel? ¿Norberto quizá? —De manera egoísta, Nicolás se sorprendió a sí mismo pensando en el mejor sustituto para el maestro.

Salvador se volvió hacia Blanca y le cogió la mano que aún apoyaba en su hombro.

—No, Nicolás. —Ambos son excelentes pintores, pero sabes mejor que yo que su trabajo no soporta ninguna comparación con el de tu hija. Se puso en pie y entonces la tomó por ambas muñecas—. Tú, Blanca. Debes ser tú quien dirija el taller en adelante y hacerte cargo de la policromía de la Puerta.

La joven tragó saliva y durante un instante pareció incapaz de decir nada. Escrutó los ojos vidriosos de su maestro y, antes de hablar, volvió la mirada hacia su padre.

—No negaré que me siento capaz de asumir la tarea —se sinceró al fin—. Llevo toda mi vida preparándome para ello. Pero sabéis que esto os podría acarrear problemas. El resto de los maestros no aceptará fácilmente a una mujer entre ellos. Quizá ni siquiera el prior lo acepte. No quiero poner en riesgo el contrato de obra que rubricasteis con el cabildo. Tu decisión podría ser motivo para una rescisión; hay otros muchos talleres de pintores en el reino.

—Miguel de Monzón es un hombre de inteligencia aguda y la intransigencia no está entre sus defectos —respondió el maestro—. Llevo ocho años tratando con él, desde que ocupa el puesto de prior, y sé que me apoyará en esta decisión. Conoce bien el trabajo que las mujeres pueden desarrollar como iluminadoras; sor Isabel, la hermana pintora del monasterio de Tulebras, es buen ejemplo de ello.

—Ellas pintan sobre pergamino y sobre tabla en la intimidad de sus celdas. Nada comparable con la tarea que espera en la Puerta —siguió objetando Blanca, tal vez buscando argumentos para convencerse a sí misma.

—No veo la diferencia —insistió Salvador—. Me has demostrado con creces que también en la pintura sobre piedra eres la mejor.

—¿Estás seguro, Salvador? —Aunque tratara de ocultarlo, la emoción estaba presente en la voz y en los ojos de Nicolás.

—Tan seguro como que tú te sientes ahora el hombre más afortunado del mundo —rio—. Has trabajado quince años codo a codo con tu hijo Pedro y con tu cuñado Bernardo labrando esa puerta magnífica, y ahora vas a culminar la tarea dándole color con Blanca. Nadie como ella conoce tus intenciones y tus deseos, mejor incluso que yo, pues ha consultado los mismos textos, conoce a la perfección la simbología de los colores, ha contemplado los mismos pergaminos iluminados y juntos habéis pasado cien veladas con esa portada como único tema de conversación.

Blanca se volvió hacia su maestro y, en un arranque, se abrazó a él murmurando palabras de agradecimiento. Después fue el turno de Nicolás. Por fin, padre e hija quedaron frente a frente, se tomaron entre los brazos y dejaron que las lágrimas fluyeran hasta que la necesidad de seguir removiendo el caldero obligó a la joven a regresar junto al fuego.

Dos voces infantiles en el zaguán les advirtieron de la llegada de visitantes. El rostro de Blanca se iluminó y con los dedos terminó de borrar las señales del llanto. Al instante, los dos pequeños que protagonizaban el alboroto atravesaron la puerta que comunicaba la casa de Ismail con el taller.

—¡Madre! —gritó el mayor arrojándose a las telas de su brial.

—¡Madre! —imitó la pequeña, despertando las risas de todos.

—¡María, pequeña! ¡Nicolás…! ¡Oh, qué sorpresa! Saludad a Salvador y dad un beso a vuestro abuelo —les indicó.

—No he visto inconveniente en que me acompañaran —trató de excusarse María mientras hacía sitio para depositar la aromática empanada sobre la mesa—. Querían verte antes de dormir.

—Has hecho bien —respondió Blanca mientras hundía los dedos en el cabello rubio de sus dos hijos. Después su mirada se vio atraída por otra figura que permanecía bajo el dintel—. ¡Leandro!

—Han venido todos y yo no he tenido más remedio que seguir el olor de esa empanada —bromeó mientras se adelantaba unos pasos para besar a su esposa en la mejilla.

—Bajo a la bodega —anunció Nicolás risueño—. Ven conmigo, Leandro. Tu esposa tiene algo que anunciarte, y necesitamos buen vino para celebrarlo.

El joven se quedó parado mirando fijamente el vientre de su esposa.

—¿Otra vez…? ¿Estás…?

Nicolás, Salvador y Blanca estallaron en una carcajada.

—No, cariño, no estoy encinta de nuevo, al menos que yo sepa —rio—. Esta vez es mucho peor.

Juan Pérez de Baztán, el alférez real, llamó a la puerta antes de entrar al aposento y empujó la hoja al no recibir respuesta. Lo recibió el insufrible hedor que en los últimos tiempos colmaba cualquier estancia que ocupara el rey Sancho. Ninguno de los físicos que lo atendían había conseguido atajar el mal que afectaba a su pierna, y la úlcera se había extendido por toda ella. El anciano parecía dormitar sobre el lecho, cubierto tan solo por un largo camisón blanco que no lograba ocultar su gordura excesiva. La cojera que había arrastrado durante lustros, desde las lejanas campañas de la Cruzada de Levante junto a Rodrigo Ximénez de Rada, lo habían conducido de forma inevitable a la inmovilidad y a una obesidad que lo avergonzaba hasta el punto de negarse a aparecer en público salvo en muy contadas ocasiones. La llaga aparecía cubierta tan solo con un paño blanco que, además de refrescarle la pierna, ocultaba a la vista de los demás la desagradable visión de las carnes podridas.

Pronto regresarían los médicos para aplicarle sus remedios y, con ellos, los gritos y las maldiciones del rey cuando estos trataran de limpiar la úlcera para cambiar los trozos de carne de gallina que a modo de emplasto la cubría. Juan desconfiaba de aquel remedio, pero, si los mejores físicos del reino aseguraban que era el más adecuado, poco podía oponer, salvo manifestar de forma discreta sus reparos cuando se quedaba a solas con el rey. Discutían los médicos a menudo, a grandes voces incluso delante de la servidumbre: unos opinaban que la mejor manera de luchar contra aquel cangrejo que desde el interior le devoraba las carnes al rey era darle gallina fresca para que así dejara de carcomer la pierna con la que se había cebado; otros iban más allá y, estando de acuerdo en que la gallina era el remedio más eficaz, prescribían que se aplicara viva a la herida. Desplumaban el trasero del ave y colocaban la cloaca sobre la úlcera, mientras le echaban el pico hacia atrás para obligarla a succionar por la parte posterior, en medio de las imprecaciones y los gritos de dolor del desdichado paciente. Después se le daba a beber la medida estipulada de triaca y el rey reposaba calmado durante unas horas, como en aquel momento. Sospechaba el alférez que el efecto beneficioso se debía más al opio y al vino caliente que contenía la triaca que a los méritos de las gallinas, vivas o muertas. En ocasiones el rey despertaba atormentado por el dolor y era entonces cuando el hedor de la llaga se disimulaba con el aroma de las pipas de hachís a las que, decían, se había aficionado en tiempos pasados, en alguna de las tafurerías de la ciudad.

—Ah, eres tú, Martín. —El anciano rey abrió los ojos cansados que posó en el rostro barbado del cortesano—. Por fin estás de vuelta.

Juan Pérez no se molestó en contradecirle. No era la primera vez que, en su desvarío, lo tomaba por Martín Íñiguez, el oficial que décadas atrás se había convertido en su hombre de confianza y que, al parecer, no había regresado nunca de una de las misiones que Sancho le había confiado.

—El maestro de obras manda recado para advertiros de que se acerca la fecha. Hoy es segunda feria y lo que esperáis debería tener lugar en el amanecer de la cuarta.

El rey pareció espabilarse.

—¡Dos días! —exclamó—. Preparadlo todo para mañana, antes de vísperas.

Las visitas de José de Tolosa al castillo para explicarle la marcha de las obras se habían hecho habituales. Hacía mucho que a él caminar se le hacía imposible y montar su cabalgadura le suponía un esfuerzo y una humillación, al tener que ser ayudado por media docena de milites para sentarse sobre la silla. Aun entonces, el lomo del animal se arqueaba por las muchas arrobas que tenía que soportar y las miradas de sus asistentes revelaban el temor a que terminara por partirle el espinazo. Hacía mucho mucho tiempo, que no había visitado la colegiata, aunque pasaba horas muertas contemplando los trabajos desde la atalaya en que había convertido su ventanal, con el lecho alzado sobre sólidos caballetes junto a él.

El maestro de obras le había puesto al corriente de la forma en que se habían alzado las bóvedas, aunque le había costado comprender los conceptos que él manejaba con soltura: le hablaba de nervaduras, tensiones, plementos, pilares de descarga, de proporciones áureas, de la orientación del templo según los astros, y solo con el tiempo había logrado captar la dificultad, la ciencia y el oficio que había detrás de una construcción como la que se alzaba allá abajo, a los pies del castillo. Apenas había sido consciente del avance de los trabajos en aquellos años, que habían conseguido completar el abovedado de todas las naves, excepto los tramos más cercanos al acceso de poniente. Recordaba bien el momento en que las enormes cabrias alzadas sobre el suntuoso edificio habían depositado con precisión la clave del crucero, el eco de los vítores de la ciudad entera que habían remontado el cerro para colarse en sus aposentos, antes de que todas las campanas de Tudela estallaran en un concierto desaforado de bandeos y repiques.

A pesar de los ojos llorosos y la vista cada vez menos aguda, había contemplado cómo en el último año se había avanzado de manera vertiginosa en el cubrimiento de las bóvedas con las formidables estructuras de madera destinadas a soportar las cubiertas de teja, cocidas en los dos grandes hornos instalados en las laderas del castillo y que él mismo había contribuido a sufragar.

Lo cierto era que, tras la muerte del prior Guillermo y la elección de Ramiro como obispo de Pamplona, las relaciones con el cabildo se habían normalizado. Las arcas del reino habían empezado a rebosar, las donaciones a la colegiata se habían sucedido y, de manera apenas perceptible, comenzó a considerar el templo como una obra suya. Así, cinco años atrás se había iniciado la elevación del campanario que albergaba ya las dos campanas de bronce más pesadas de la ciudad. En aquel momento había estado en condiciones de exigir que el cabildo se comprometiera a colocar perpetuamente veinticuatro cirios de cera, cada uno de una libra, en las diez solemnidades principales del año litúrgico en sufragio por su alma. Desde entonces, cada día de Navidad, Epifanía, la Candelaria, la Anunciación, el Domingo de Resurrección, la Ascensión, Pentecostés, la Asunción, la Natividad de la Virgen y Todos los Santos, las dos docenas de cirios ardían durante la celebración de la misa mayor y durante el rezo de las vísperas y los maitines.

Aquel martes, el vigésimo día del mes de junio, la ciudad asintió atónita al espectáculo extraordinario que se ofreció a sus ojos. Ya existía curiosidad por los preparativos que se habían sucedido en torno a la Puerta del Juicio, cubierta todavía por los andamios y las lonas colocados catorce años atrás. Por encima del rosetón que presidía la nave central había asomado la víspera el brazo articulado de una enorme cabria y de sus poleas se descolgaban dos gruesas maromas que alcanzaban el pavimento a sus pies, justo ante la embocadura de la calleja donde se abría la puerta de La Tabla Real. Cuando se corrió la voz de que el rey había abandonado el castillo y se dirigía hacia allí, los guardias de la milicia se vieron obligados a intervenir para acotar el paso en las calles adyacentes. José de Tolosa y el prior Miguel esperaban bajo la torre nueva que se alzaba sobre sus cabezas. Se hizo el silencio cuando la comitiva entró en la plaza. Fue un silencio producido por el asombro y el estupor, seguido por un murmullo creciente de comentarios que, de boca en boca, empezaron a circular hasta alcanzar a quienes no tenían visión directa de lo que sucedía. Sancho apenas se tenía sobre el caballo. Obeso hasta la deformidad, enormemente envejecido y demacrado, la que antaño había sido una barba espesa se mostraba rala y amarillenta. Solo sus ropajes, sin duda arreglados añadiendo tela aquí y allá para adaptarlos a sus carnes, le daban un toque de realeza y dignidad. Varios milites se apresuraron hacia él para ayudarlo a descabalgar, bien aleccionados para evitar cualquier roce de su pierna izquierda con los aparejos de montar. El alférez real, Juan Pérez de Baztán, se colocó a su costado tras descender de su propia montura.

—Mi señor, todo está preparado según vuestras órdenes —declaró José de Tolosa al recibirlo tras el saludo del prior—. Los carpinteros han construido esta plataforma. ¿Creéis que podréis sujetaros o es preciso que… se os ate?

Más que una plataforma se trataba de un cajón de madera cerrado en todo su perímetro excepto por una abertura provista de una portezuela con bisagras. Cuatro gruesas cadenas pareadas partían de los ángulos de la base y convergían en dos argollas de hierro a las que se habían anudado las maromas que descendían de lo alto.

—Me bastaré solo —respondió Sancho al tiempo que se sujetaba de las cadenas y, cojeando, se situaba en el centro del armazón.

—En ese caso yo subiré por las escaleras interiores. ¿Preparados arriba? —gritó el maestro tras indicar al rey adónde debía asirse.

El deseo expresado por el rey de ascender a lo alto del templo había supuesto un continuo dolor de cabeza para el prior y para él mismo. La escalera de caracol que ascendía por el interior del templo tal vez hubiera permitido que el rey, aun con enorme dificultad, fuera elevado hasta la cumbrera. Sin embargo, era imposible hacerlo atravesar las estrechas puertas que, a distintas alturas, daban acceso al pasillo ante el rosetón, a los tejados de las naves laterales y, por fin, al caballete del tejado sobre la nave principal. José de Tolosa había optado por trasladar hasta allí la cabria que había sido utilizada para alzar las pesadas claves de cada tramo de bóveda. Cualquiera de ellas sobrepasaba las doce arrobas que, calculaba, sería el peso del rey Sancho. Se trataba de un artefacto de doble polea que permitía la elevación de grandes pesos evitando que este girara sobre sí mismo, aunque era necesario acompasar la tensión en cada lado para evitar la inclinación. El maestro cerró la portezuela con un pasador.

—Sujetaos con todas vuestras fuerzas, mi señor. Antes de lo que pensáis estaréis en lo alto.

—No me tratéis como a un inútil. He librado cien batallas y por algo mis súbditos me conocen como el Fuerte —protestó Sancho, orgulloso.

Nunca hubiera osado llevar la contraria al rey, pero por la mente de José de Tolosa se cruzó el recuerdo del apelativo que se había extendido entre el pueblo como el fuego entre la yesca. «El Encerrado» resultaba, sin duda, más apropiado, pues no era de fortaleza sino de fragilidad la imagen que en aquel momento transmitía.

El primer tirón de la maroma estuvo a punto de hacer caer al rey. Lo hubiera hecho de haber tenido que apoyar la pierna izquierda, pero fue la diestra la que soportó el empellón con la ayuda de sus dos brazos, aún poderosos.

Sancho era consciente del murmullo de asombro que surgía de las gargantas de sus súbditos allí congregados. A medida que era alzado, sus figuras se empequeñecían y los rostros dirigidos hacia él perdían la definición de los rasgos. Vio al maestro de obras y al prior con su hábito negro perderse hacia el interior de la colegiata, entre las lonas que cubrían los andamios de la Puerta del Juicio. Escuchaba el rechinar de las maromas que soportaban su peso mientras la plataforma oscilaba junto a los andamios. Miró a su izquierda para contemplar el castillo y el ventanal desde el que había seguido los trabajos de aquella obra que allí, colgado a unos codos de sus muros, adquiría su verdadera dimensión. Una racha de viento le acarició el rostro en aquella tarde calurosa y, cuando giró la cabeza, vio que a su diestra esa misma brisa había alzado repentinamente un lienzo de la lona que cubría el andamiaje. Tras él, dos rostros con una expresión tan atónita como la suya, casi al alcance de su brazo, lo miraban inmóviles. Fue solo un instante, pues la lona recobró su lugar con un fuerte azote, pero había resultado suficiente para reconocer sus rasgos. Sancho sintió que el corazón le dio un vuelco. Tuvo que sujetarse con fuerza a las cadenas y la plataforma osciló. ¡Hacía años que no veía a Nicolás! Pocas veces había visitado las obras de la Puerta del Juicio durante aquellos tres últimos lustros, pero en ninguna de ellas el maestro escultor había estado presente. Sin saber bien por qué, aturdido, se asomó por el borde del cajón y miró hacia el callejón a sus pies: a media carrera se divisaba el viejo cartel de madera que señalaba la entrada a La Tabla Real, el lugar donde aquel hombre y él habían pasado decenas de veladas separados tan solo por un tablero. Hasta que… No quiso pensar en ello, porque los rasgos de la mujer que había aparecido junto a él lo hacía todavía más doloroso. ¡Era María veinticinco años atrás!: los mismos cabellos rubios bajo la cofia que los recogía; la misma mirada serena de ojos azules; y aquellos labios que eran el paradigma de la sensualidad. Sin duda se trataba de Blanca, su hija, aquella que según José de Tolosa iba a ser la encargada de la policromía de la portada.

La voz del maestro de obras le impidió seguir pensando en la visión que acababa de tener.

—¿Os encontráis bien? —preguntó por encima de su cabeza, desde la pasarela que discurría ante el soberbio rosetón, a la altura de las naves laterales.

Respondió solo con un gesto, mientras los radios de la enorme lucerna, de tamaño imperceptible desde el suelo, se deslizaban frente a él y lo guiaban hacia la cumbrera. Los hombres que manejaban la cabria tomaron forma ante sus ojos y, una vez a su altura, hicieron girar el brazo del artefacto mediante una rueda dentada; el cajón dejó entonces de colgar sobre el vacío. Vio a otros cuatro hombres, tan fornidos como los mejores soldados de su hueste, respirando sudorosos dentro de la rueda que habían hecho girar con la fuerza de sus pies. Una barra de hierro ancló el mecanismo, justo en el momento en que el prior y José de Tolosa, a quienes se había unido el alférez real, salían de una de las torres menores que flanqueaban la nave central. El mismo maestro de obras abrió la cancela y lo ayudó a descender de la plataforma.

Se encontraban en un espacio reducido, delimitado por un reborde bajo y flanqueado en sus lados más largos por dos abismos. La fachada de la colegiata por la que había sido alzado era uno de ellos; el otro, quizá más imponente, se precipitaba hasta el suelo de la nave central de la colegiata a través de los únicos tramos que quedaban sin abovedar. Más allá, el tejado cubría ya el resto de la cruz latina que la nave principal conformaba junto al transepto y, sobre el crucero, se alzaba un esbelto pináculo con cubiertas de plomo y dos ventanales opuestos que permitían el paso de la luz a su través.

—He mandado que dispongan este sillón tal como ordenasteis —dijo el maestro de obras—. Es el más cómodo de cuantos hay en el priorato. Me he permitido añadir una manta y una jarra de buen vino para que calméis vuestra sed.

—Señor, permitid que permanezca junto a vos. Este lugar es estrecho y harto peligroso —rogó Juan Pérez de Baztán, mirando con aprensión al vacío—. Hay más de sesenta codos de aquí al suelo.

El rey apenas prestaba atención y solo fue su pierna cansada lo que le llevó a tomar asiento en el amplio sitial tapizado de terciopelo, situado de frente al pináculo y alineado con el caballete central del tejado.

—Excusad las molestias que os he causado, contáis ambos con mi agradecimiento —respondió el rey con voz apagada—. Y vos, alférez, descuidad, no he de caer al vacío pues no es mi intención moverme de aquí. Ahora deseo estar solo. Regresad en mi busca después del amanecer.

Sancho apoyó el codo en el brazo del sitial y la sien sobre el puño entrecerrado. El sol, a su espalda, caía hacia el ocaso y las sombras empezaban a alargarse sobre la ciudad que lo había visto nacer. Un agudo escozor le obligó a alzar la pierna izquierda en busca de un alivio que no había de llegar. Los físicos le habían aplicado un ungüento calmante antes de vendar, pero el voraz cangrejo del que le hablaban aquellos inútiles no parecía saciar su hambre de carne de rey; antes bien, parecía querer huir de emplastos y cataplasmas escarbando más y más hondo en busca del hueso. Varias veces había expulsado de sus aposentos al carnicero que le sugería la posibilidad de amputar. No estaba dispuesto a sufrir aquel tormento para alargar unos meses una vida que, bien lo sabía, tocaba ya su fin. En mucho debía tener el Altísimo su valía para mantenerlo con vida hasta rozar los ochenta años. En el silencio del ocaso, roto tan solo por las decenas de golondrinas que evolucionaban a su alrededor, el dolor de la pierna quedó eclipsado por un desgarro más profundo, un padecimiento que no era del cuerpo sino del alma. ¿Por qué Dios se empeñaba en mantener en él el hálito de la vida cuando se había llevado a todos cuantos habían formado parte de su existencia? Hacía mucho tiempo de la muerte de su hermano Fernando; cinco años ya que los despojos de Ramiro reposaban en la catedral de Pamplona; un año más tarde había dejado este mundo su hermana Blanca, cuando su enfermedad le impedía ya siquiera pensar en desplazarse a la lejana Champaña para las exequias; y después Berenguela, que había sobrevivido a Blanca apenas año y medio. Su cuerpo reposaba en la abadía de Notre Dame de L’Epau, que ella misma había fundado.

¡Vivir como un rey! ¡Vivir como una reina! Que Dios le perdonara, pero cien veces había añorado la vida plácida de cualquier campesino ocupado tan solo de labrar la tierra, apacentar al ganado y dar de comer a su prole. Cerró los ojos y volvió a ver a aquella niña atemorizada que abandonaba Tudela para partir en busca de un esposo, el rey de Inglaterra, a quien nunca antes había visto. Recordaba la expresión de inmenso agradecimiento cuando él le anunció que pensaba acompañarla hasta su encuentro; y las lágrimas incontenibles en el momento de la separación, a punto de embarcar en aquel cascarón que habría de conducirla a Tierra Santa. ¡Cuarenta años y no habían vuelto a verse!

Habían muerto sus hermanas, habían muerto sus hijos, hasta sus enemigos habían muerto. Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón, Alfonso de León… Y allí estaba él, al final de su vida, en lo alto de aquella colegiata que representaba el único de sus logros: haber conseguido que el reino de Navarra se hiciera respetar ante las ambiciones de sus vecinos, a los que había sabido mantener a raya empleando la cabeza más que los brazos, el poder del dinero antes que la fuerza de la espada. Pasaba por ser, en aquel momento, el príncipe más rico de la Cristiandad, pero ¿a cambio de qué? De pasar por avaro y usurero, de soportar reclamaciones sin fin de quienes habían pretendido ver vulnerados sus derechos. ¿Acaso creían que solo el rey debía contribuir a armar la hueste que defendiera el reino, que lo hiciera grande como él lo había hecho en Las Navas y, sobre todo, en la Cruzada de Levante? Las arcas no se llenaban solas con un maná caído del cielo. Si había establecido exacciones nuevas, si se había enfrentado al clero, lo había hecho por el bien del reino. ¿Acaso habían olvidado que Navarra había estado en varias ocasiones a punto de ser troceada y repartida entre los soberanos de Castilla y de Aragón? En el momento de mayor debilidad, Alfonso le había arrebatado Álava, Guipúzcoa y el Duranguesado y, con ellos, la salida al mar. Una espina que no había conseguido arrancar de su corazón. Dejaba pendiente a quien le sucediera en el trono devolver aquel golpe, pero el reino seguía en pie.

Las cadenas arrebatadas a Al-Nasir estaban a pocas varas de distancia, bajo el pináculo que tenía ante la vista. Allí, en Tolosa, había comenzado la década de mayor esplendor que hubiera vivido el reino; después, en la cruzada dictada por el Papa y dirigida por aquel hombre excepcional que era Rodrigo Ximénez de Rada, había sabido obtener provecho de su política de adquisición de castillos a cambio de préstamos siempre impagados, sembrando de fortalezas navarras la línea que unía el reino con Albarracín y con Levante. El botín y las riquezas arrebatados a los infieles desde la protección de esos enclaves constituían ahora el tesoro real que descansaba en las mazmorras del castillo y que era su legado.

Miró hacia el puente del Ebro, sobre el que se alzaba el mayor molino del reino. ¿Cuántas fanegas de grano se habrían molido allí en aquellos treinta años? Los campesinos regresaban ya desde Traslapuente con los mulos del ronzal para recogerse al abrigo de las murallas que su padre había reconstruido. Pronto se celebraría la feria anual y el río se poblaría de las velas de centenares de embarcaciones que acudían a Tudela cada año en busca de un mercado que él había hecho célebre. Quizá, una vez que ya se había mostrado a su pueblo en aquel lamentable estado, se hiciera trasladar entonces a las campas para presidir las justas que cada año atraían a mayor número de caballeros.

Le sobresaltó el sonido de la campana que, sobre su cabeza, en lo alto de la torre nueva, llamaba a vísperas a los monjes del priorato. ¿Cuántos priores había visto pasar por la colegiata durante su reinado? Guillermo, Bernardo, Raimundo, Miguel de Monzón… ¿Cuántos obispos de Pamplona? Martín de Tafalla, García Ferrández, Juan de Tarazona, Espárago de la Barca, Guillermo de Santonge, su propio hijo Ramiro y el actual, Pedro Ramírez.

Hasta él llegó, atenuado por la distancia, el canto monódico de los monjes que, allá en lo alto, se convertía en una caricia para el espíritu. Anochecía ya y muy lejos, sobre el horizonte, quizá sobre la ciudad que era la capital del reino, se alzaban nubes grises y blancas, nubes de calor que de tanto en tanto se encendían con el resplandor de los relámpagos. Quizá de nuevo había tormenta sobre Pamplona, pero nunca sería tan dañina como la que se había abatido sobre aquella ciudad con la guerra entre los burgos de San Cernin, de San Nicolás y la Navarrería, un enfrentamiento que a duras penas habían conseguido apaciguar su hijo Ramiro y él mismo. La luna creciente, que solo en un par de días sería llena, se alzaba ahora sobre los nubarrones lejanos, proporcionando un espectáculo hermoso que completaba la puesta de sol rojiza que acababa de tener lugar a sus espaldas.

Las sombras se apoderaban del edificio y empezaban a envolverlo. Comprendió que iba a ser una noche larga, sin poder levantarse de aquel sitial si quería evitar precipitarse al vacío que lo rodeaba. Sin embargo, el espectáculo que al amanecer se iba a desarrollar ante sus ojos, si José de Tolosa tenía razón, compensaría la espera. La dosis de opio había sido generosa y confiaba en que su efecto perdurara hasta la madrugada.

Era lástima que el opio no aliviara también las heridas del alma, aquellas que habían amargado toda su vejez. ¿De qué servía que las arcas rebosaran si no había sido capaz de dar al reino un heredero de su estirpe? Diecisiete reyes de la dinastía Ximena se habían sucedido en el trono desde que Enneco Arista fuera alzado sobre el pavés cuatrocientos años atrás. Ahora, aquella relación iba a verse interrumpida de la manera más abrupta pues, fuera quien fuese su sucesor tras la muerte que tan cerca sentía, no sería un Ximeno. Tomó la copa de vino que tenía a su diestra mientras los recuerdos se agolpaban en su cabeza.

Cuando su salud comenzó a empeorar, y de ello habían pasado ya ocho largos años, se había hecho urgente determinar quién sería su heredero. Tres eran las opciones de las que disponía: recurrir a una rama colateral, a través del joven Teobaldo, nacido del matrimonio de su hermana Blanca con el conde de Champaña; optar por reconocer a uno de sus hijos bastardos, Guillermo quizá, ya que Ramiro ocupaba entonces el obispado de Pamplona; o la búsqueda de un prohijamiento en la figura de otro monarca con quien pudiera mantener una relación de amistad.

Sin duda, la opción de Teobaldo era la que más le agradaba. Había llegado a la mayoría de edad en el año del Señor de 1222 y había asumido el gobierno del condado que hasta entonces había estado en manos de Blanca como regente. Las relaciones con Champaña eran excelentes desde que Ramiro asumiera el cargo de canciller antes de ser nombrado obispo. Al empeorar su salud tres años después, Teobaldo había viajado a Navarra con el propósito de reforzar los lazos y asegurar su sucesión. Sin embargo, muchos de sus magnates se habían negado entonces a prestar homenaje como heredero a un conde llegado de allende los Pirineos, pues preferían al bastardo Guillermo. Se habían constituido entonces dos grupos de nobles, uno en torno al noble francés y otro que arropaba a su bastardo. Este ganó la partida y Teobaldo hubo de volver a Champaña humillado y con las manos vacías.

Guillermo estaba dotado de su misma fortaleza física. Su condición de hijo fornecino y las humillaciones recibidas por ello a lo largo de su vida habían hecho de él un hombre soberbio y ambicioso, conducido por el deseo de alcanzar un destino que solo por el hecho de su nacimiento se le hurtaba. Su carácter incontinente y fogoso les había llevado a la desavenencia y el enfrentamiento y, tras el enésimo choque entre padre e hijo, Guillermo abandonó Tudela para enrolarse como mercenario en tierras de Aragón. La última noticia sobre él lo situaba en la conquista de Mallorca, sirviendo en mesnadas a las órdenes del rey Jaime de Aragón. Desde entonces nada se había sabido, salvo confusas noticias que lo daban por muerto. La nostalgia lo golpeó de nuevo al recordarle.

La ausencia de Guillermo dio alas de nuevo a los partidarios de Teobaldo. Los sucesos ocurridos tres años atrás, sin embargo, habían supuesto un impulso a la tercera opción. Tras la muerte de Alfonso IX de León, su sucesor, Fernando III, había unido bajo su corona los reinos de León y de Castilla. La noticia era funesta para los intereses y la seguridad de Navarra, pues se perdía un aliado que hostigase la frontera occidental de una Castilla deseosa de expandir sus fronteras. Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya y alférez real de Castilla, comenzó a saquear las fronteras del reino desde sus posesiones de Haro y Nájera.

Así las cosas, la única forma de frenar las ambiciones de Castilla era una alianza con el joven rey de Aragón quien, a sus veinticinco años, había tomado con inusitada energía las riendas del reino hasta el punto de sumar la conquista de Mallorca a la lucha en tierras musulmanas de Levante. Sancho envió a su canciller y el joven rey Jaime se presentó en Tudela respondiendo a su llamada. Hacía de aquello dos años y medio. Recordaba perfectamente que las campanas de la colegiata llamaban a los canónigos al rezo de vísperas cuando Jaime I hizo su entrada en el castillo. Durante el abrazo, le había sorprendido su envergadura, que en poco envidiaba a la suya propia. La visión de aquel joven y la primera entrevista que mantuvieron en solitario terminaron de convencerle. Aquella noche rezó por que la decisión que había tomado fuera la mejor y, tras oír misa juntos poco después del amanecer, le puso al corriente de su problema y de su propuesta. Aún recordaba las palabras con que la había expresado:

—Quiero prohijaros y que vos me prohijéis, a sabiendas de que es normal que yo muera antes que vos, pues me acerco a los ochenta años y vos no habéis llegado a los veinticinco.

El ofrecimiento suponía que aquel que sobreviviera al otro heredaría su reino. Recordaba la expresión de sorpresa del rey de Aragón, pero no fue capaz de responder pues existía un escollo. Jaime, a pesar de su juventud, había estado casado con la infanta Leonor de Castilla, hija de Alfonso VIII y del matrimonio había nacido su hijo Alfonso. Aunque el Papa había anulado aquel enlace, Alfonso seguía siendo el heredero legítimo del reino.

Tras consultar el asunto con sus consejeros, Sancho respondió que estaba dispuesto a prohijar a ambos como a una única persona, de forma que el reino de Aragón pasaría a Navarra solo en caso de muerte de padre e hijo. La única condición era que Aragón debía comprometerse a acudir en ayuda de Navarra en caso de que Castilla hostigara sus fronteras. Al día siguiente se rubricó la carta de prohijamiento redactada a toda prisa por los escribanos.

La reunión en la que debía materializarse el acuerdo entre ambos reinos tuvo lugar tres semanas más tarde. Jaime I regresó a Tudela en compañía de los ricoshombres aragoneses y de dos delegados de cada villa. Por Navarra, estuvieron presentes los doce representantes de la alta nobleza y hombres de cada una de las buenas villas de Navarra. La reunión conjunta de las cortes se prolongó durante días, en los que se habló de asistencia mutua, de la aportación de hombres para la guerra contra Castilla, dos mil por parte de Jaime, mil por parte de Sancho. Se negociaron también nuevos préstamos concedidos a Aragón: catorce mil morabetinos a cambio de cinco castillos.

Desde entonces, sin embargo, ninguno de los acuerdos se había materializado, y Sancho desconfiaba de la sinceridad de su prohijado, volcado de nuevo en la conquista de Valencia tras su éxito en Mallorca. Tenía la sensación de que el único interés había sido la obtención de aquellos cien mil sueldos de préstamo, cuyos plazos habían transcurrido sin realizarse pago alguno, por lo que contaba con cinco castillos más en su nómina de posesiones, a cambio de continuar sumido en la incertidumbre en cuanto a su propia sucesión.

Abrió los ojos en medio de la oscuridad y trató de aprehender el sueño que acababa de vivir, antes de que los detalles se difuminaran en su mente. ¡Era tan real, tan vívido! Los brazos poderosos del joven rey Jaime lo abrazaban con fuerza. Pocos hombres lo habían abrazado sin tener que alzarse, y aquello le proporcionaba una seguridad y una tranquilidad absolutas. Su gesto terminaba con todas sus incertidumbres y garantizaba la sucesión de un rey moribundo como él. Alegre por ello, henchido por un alivio que llegaba tras lustros de angustia, se vio un instante después alzado hasta lo alto de la colegiata. Pero no ocupaba la cesta un hombre anciano, obeso y desvalido, sino el arrogante y poderoso Sancho de antes de las Navas; y no estaba solo: junto a él, María, que durante el ascenso había saltado desde el andamio, contemplaba fascinada el horizonte, y sus manos se entrelazaban rozando las aras de compromiso que ambos lucían en los anulares. Después, de alguna manera, se había visto transportado al lecho que, por fin, tras tantos años de anhelo, acababan de compartir. Se había revelado contra la evidencia de que estaba despertando, había tratado de perpetuar aquel momento de plenitud, pero fue en vano: al dolor en la pierna se sumaba el del cuello, temblaba de frío, y la realidad se había abierto paso de manera inevitable.

No creía haber dormido apenas, pero al abrir los ojos por completo la luna se encontraba ya a su espalda. Echó mano de la manta que yacía junto al sitial y se cubrió con ella. Prestó atención al horizonte y descubrió una tenue luminosidad que empezaba a teñir de añil el negro de la noche. No quedaba mucho para el amanecer. Dejó que su mente vagara y fue entonces el recuerdo de Nicolás el que acudió a ella. Había vuelto a ver su rostro de cerca unas horas antes, el rostro de un hombre que se encaminaba hacia la vejez, algo que le recordó lo inexorable del paso del tiempo. Sus vidas se habían visto entrelazadas durante tres largos lustros, hasta que el episodio que, en vano, había tratado mil veces de borrar de su memoria, se interpuso entre ambos. El destino había querido que fuera precisamente aquel el día de su reencuentro, el momento en que habían vuelto a mirarse a los ojos transcurridos otros tres largos lustros. Una vez más, la nostalgia se adueñó de su corazón al evocar las largas partidas en aquel antro, La Tabla Real, donde, ayudado por el juego, el vino y el hachís, había conseguido evadirse de las cuitas que, sin descanso, acosaban a un rey.

No tardó mucho en escuchar la llamada del muecín en el lejano alminar de la morería. El añil del horizonte se tornó rojizo, naranja y, por fin, el color amarillento sobre la línea que dibujaban los montes anunció que había llegado el amanecer.

Sancho se incorporó en la silla. Según José de Tolosa, aquella mañana del vigésimo primer día de junio tendría lugar el solsticio de verano; había sido, según él, la noche más corta del año, contradiciendo al prior que aseguraba que tal circunstancia se produciría tras la noche de San Juan. Teniendo en cuenta que los cálculos del maestro habían llevado a que aquellas magníficas bóvedas se mantuvieran en pie sobre sus cabezas, no había tenido dudas. El sitial estaba situado en el extremo de la línea que, desde el pináculo, seguía el caballete de la cumbrera, en el eje que dividía el templo en dos mitades simétricas. Sintió que el corazón se le aceleraba cuando el color amarillo se hizo tan intenso que se volvió blanco. En ese momento, el primer rayo de sol que emergió tras los montes atravesó el pináculo por el hueco de sus ventanas opuestas y cegó sus ojos. Sintió que un nudo le apretaba la garganta, al tiempo que un intenso escalofrío lo estremecía de la cabeza a los pies, erizándole el vello. Fue consciente de que en aquel momento no sentía ningún dolor, a pesar de que las dos piernas se apoyaban firmemente sobre el piso. Llenó de aire los pulmones y disfrutó del espectáculo que Dios, en su generosidad, le permitía contemplar en aquel instante. Intuía que no podría hacerlo de nuevo. Y ya no le importaba.

Cuando puso los pies en el suelo, una improvisada plataforma de madera le esperaba para ayudarle a montar. José de Tolosa, el alférez y el prior rodeaban el cajón cuando se abrió la cancela.

—Teníais razón, maestro. Vuestros cálculos eran exactos. Y el espectáculo, aunque fugaz, hermoso como pocos.

José de Tolosa sonrió mientras el alférez tomaba al rey del brazo para conducirlo hasta el robusto caballo que debía llevarlo de regreso al castillo.

—¡Esperad! —El rey se volvió deshaciéndose de su mano—. Deseo contemplar la Puerta una vez terminada.

—No lo está, mi señor —respondió el prior—. Resta aplicar la policromía.

—Lo sé. Mostrádmela de todas formas —ordenó sin admitir réplica.

—Tendréis que hacerlo entre los andamios, sería una locura intentar encaramaros a ellos —advirtió el maestro siguiendo los oscilantes pasos del rey.

El mismo Sancho apartó la lona y se asomó al interior del recinto. Recorrió el lugar con la mirada, sin encontrar lo que al parecer buscaba.

—¿Dónde está el maestro escultor?

—Ha partido al amanecer para examinar una nueva cantera —explicó un azorado Samuel, el oficial del taller, que aplicaba albayalde a las últimas dovelas colocadas en lo más alto.

—¿Y su hija?

—Blanca se encuentra en el taller, preparando los pigmentos.

El rey pareció decepcionado, pero no hizo ningún comentario. Observó la portada, cubierta ya en su mayor parte por un fondo difuso de color, azulado en la parte izquierda, rojizo en la derecha. Las figuras de las asombrosas escenas, sin embargo, permanecían aún impregnadas por el color blanquecino del aparejo, blanco de plomo mezclado con aceite de linaza y cola. Recorrió con la mirada el magnífico trabajo de casi tres lustros del taller de Nicolás. Ansiaba vivir lo suficiente para verlo concluido, luciendo todos sus colores. Los andamios apenas le permitían reparar en los detalles, pero su mirada se detuvo en una de las dovelas.

—¿Por qué aquella figura no ha sido tallada por completo? —Indicó con el índice.

—¿Cuál de ellas, mi señor? —preguntó el maestro de obras.

—En la cuarta arquivolta —contó—. La tercera dovela.

José de Tolosa tuvo que moverse para verla entre los postes de los andamios. No había reparado en ello, pero así era. Solo un demonio aparecía tallado con claridad dando la mano a un personaje que era solo un bulto de piedra.

—Lo ignoro, mi señor, no había reparado en el detalle. Quizá el maestro duda aún y ha descuidado la talla. Sin duda a su regreso podrá responderos.