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María pronunció en voz alta el nombre de su esposo antes de bajar, con la intención de no sobresaltarlo. Al descender el último escalón, la luz de su vela se sumó a la que ya ardía en la bodega procedente del candil colgado de una alcayata.
—Sabía que te encontraría aquí. —En su voz queda había ternura y un asomo de piedad.
Hacía tiempo que Nicolás no usaba la casa de Ismail como refugio, pero aquel día su esposa no había albergado dudas. La puerta exterior sin atrancar confirmó su sospecha, así que entró al zaguán y se deshizo de la capa blanqueada por la nieve que seguía cayendo en el exterior. Atardecía ya y, aterida, se apresuró a descender las escaleras en busca del ambiente húmedo y templado que, bien lo sabía, iba a encontrar junto al manantial. Aquel había sido también el cobijo que en más de una ocasión habían utilizado para gozar de la soledad que se les negaba en la casa de la muralla. El frescor durante el verano y el ambiente tibio durante los rigores invernales hacían de él un lugar ideal que solo ellos frecuentaban.
—¿Y los pequeños? —preguntó Nicolás.
—Con sus tías y con sus primos. Martha les ha preparado unas rebanadas de pan con vino y miel mientras entraban en calor junto al hogar. Blanca y Guillermo han pasado la tarde jugando en la nieve —sonrió—. Amanecerán con sabañones.
También Nicolás esbozó una sonrisa. María se acercó a él y lo besó en la frente.
—¿Por qué sabías que estaría aquí?
—He pasado por el scriptorium y me han dicho que te has ido de allí después de nona.
—Apenas había luz y tengo los ojos cansados de trabajar bajo las lamparillas y las velas —dijo mientras se los frotaba con las yemas.
María se alegró de que Nicolás tuviera una razón que explicara sus ojos hinchados y enrojecidos. Sabía que aborrecía que nadie, ni siquiera ella, notara que había llorado. La inesperada muerte de Marie había supuesto un duro golpe para él. Se trataba de una anciana de sesenta y cinco años, pero dos meses atrás lucía una vitalidad envidiable. Sin embargo, tras una de las primeras heladas del invierno, había amanecido con el cuerpo empapado, la piel ardiente y la frente perlada de sudor. Una tos ronca se había adueñado de su pecho hasta hacer que respirar supusiera para ella un doloroso esfuerzo. De nada habían servido las atenciones de los dos mejores físicos de la judería, los brebajes preparados por la herbolera por indicación suya, ni los continuos cuidados de Martha, de Olaya y de ella misma.
—Deja que te eche esto sobre los hombros. —María se acercó a él mientras desplegaba la cálida manta de lana que había traído bajo el brazo—. No queremos que otra calentura nos complique más las cosas, ¿no es cierto?
Nicolás se apartó del respaldo para dejar que lo abrigara. Después le hizo un gesto para que ocupara un lugar a su lado, sobre el cojín relleno de paja que cubría la bancada. Cuando lo hizo, María se arrimó a su costado, se quitó la cofia y se acurrucó con la cabeza en el hueco de su hombro. Después tomó los bordes de la manta para envolverse con ella. Apenas entraba ya luz por la lucerna cercana a la bóveda, ya fuera por la nieve que la cubría en parte, ya fuera por la oscuridad del ocaso, y solo las dos llamas iluminaban la estancia, reflejadas sobre la superficie oscilante del pequeño estanque. Las manos enormes de Nicolás buscaron las de María, menudas y siempre heladas, para protegerlas y darles calor. Hundió el rostro en su cabello e inspiró profunda y pausadamente para llenarse de aquel aroma familiar a lavanda y jazmín.
—Era feliz cuando se fue —susurró después de un largo silencio.
—Lo sé. A pocos les es dado morir en el lecho rodeado por los suyos después de una vida tan larga. Sin embargo, es muy pronto para no echarla de menos.
—Siempre la echaremos de menos, todos. Los pequeños la adoraban.
—Es extraña esta sensación.
—¿Cuál?
—La orfandad. Mi madre siempre estaba ahí, dispuesta a ofrecer su consejo y a hablarme de padre… Era el nexo que nos unía a los antepasados. Ahora estamos solos y nos hemos convertido para nuestros hijos en lo que ella fue para nosotros.
—No es nueva para mí —le recordó María sonriendo—. Pero hace mucho que ya no echo en falta tener unos padres a quienes abrazar. Ahora te tengo a ti.
Nicolás volvió la cabeza y se encontró con la mirada tierna de María. Aquellos labios, su expresión entre inocente y provocadora, la mirada con la que sugería sin necesidad de hablar, eran los mismos que lo habían cautivado en su juventud y, como entonces, sintió el deseo irrefrenable de besarla. No fue necesario que acudiera en busca de sus labios, pues ya estaban en camino y se encontraron mientras los dedos de ambos, liberadas sus manos, se entrelazaban con los cabellos del otro.
La manta resbaló desde sus hombros, los cordoncillos sueltos del jubón y los broches del brial les abrieron el paso hacia la piel que ya no percibía la frescura del ambiente, ni siquiera cuando las vestiduras cayeron el suelo y los dos cuerpos de recostaron sobre el cojín mullido, encima de aquel banco de piedra labrado por Ismail en una época tan lejana. En aquel lugar no había oídos a los que ocultar su pasión, y el sonido de la respiración entrecortada y el eco de los gemidos de ambos reverberando entre los muros llenó el espacio durante un tiempo que a ambos les pareció fugaz. Cuando las voces de ambos se apagaron, la oscuridad en el exterior era ya absoluta, y el sudor que reflejaba la luz sobre su piel amenazaba con dejar de nuevo ateridos sus cuerpos desnudos.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó María con sobrealiento, tras un último suspiro.
Nicolás estalló en una carcajada. Aquella expresión había marcado el final de sus encuentros desde aquel lejano día en que María conoció el amor carnal.
—Ansío seguir escuchando esa alabanza durante mucho tiempo. —Riendo aún, la besó en los labios de forma fugaz y se incorporó para recoger del suelo las vestiduras de ambos—. Y pensar que estuviste a punto de renunciar a esto…
—Durante un tiempo creí que la vida en el convento era la única forma de loar a Dios. Tú me has enseñado que hay otras mejores —rio también.
—No se me ocurre una manera mejor de honrar al Creador que gozar con una de sus criaturas —le respondió en voz baja rozándole el cabello con los labios—. ¡Y si es la más hermosa entre ellas, el gozo al contemplarla se convierte en éxtasis!
María le puso una mano en el pecho y lo apartó con fuerza.
—Calla, zalamero, ¡y cúbrete!
Se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada, guardó la llave en el fondillo del jubón y se embozó en la gruesa capa antes de abrazar a María. Sus capuces les preservaban de miradas indiscretas, pero resultaban innecesarios en aquella noche oscura y heladora de diciembre, si no era para resguardarles del viento helado que había tomado el relevo a la nevada. Tuvieron que identificarse para atravesar la puerta que separaba la morería del resto de la ciudad, cerrada a aquella hora. Descendieron hacia el matadero y la calle de los carniceros para desembocar en la plazuela que se abría ante la Iglesia de San Jaime. El olor procedente de la tahona le recordó que estaba hambriento, pero tan solo lanzó una mirada fugaz al cartel que colgaba sobre la puerta. LA TAHONA DEL REY —leyó—. Todos los hornos de la ciudad podrían haber llevado el mismo nombre en realidad, pues todos habían regresado a la Hacienda del reino por el expeditivo método del rescate de las viejas concesiones. A cambio de una magra compensación, el negocio del pan, así como las almazaras y los molinos harineros habían pasado a depender del merino, tal como antes había sucedido con las tafurerías. Todos funcionaban en aquel momento bajo concesiones renovadas, mucho más provechosas para las arcas del reino, y todos debían rendir cuentas y satisfacer sus gabelas a las arcas del rey. No era aquel el único cambio que había agitado la vida de Aldara, pues por la misma época había contraído matrimonio con un rudo leñador llegado a Tudela desde el valle del Baztán en busca de fortuna, atraído por la necesidad de brazos en las obras de la colegiata. De talar pinos para el templo había pasado a partir la leña para el horno donde Aldara seguía ejerciendo el oficio de panadera. La Tahona del Roncalés bien podría haber pasado a ser la del Baztanés si el rey no hubiera revocado los privilegios que el Fuero de la ciudad había concedido a los francos asentados en ella.
Cada vez que pasaba por allí, y lo hacía a diario, un estremecimiento lo recorría. A pesar de los años transcurridos, el agradecimiento por la generosidad de Aldara y la admiración por su fortaleza ante los reveses de la vida no disminuían un ápice. Tras la salida de María del convento, las dos mujeres habían retomado su vieja amistad y toda la familia había asistido al desposorio con Eneko, que tal era el nombre del segundo esposo de la tahonera. Era un buen hombre, simple pero noble y sin doblez, y él se alegraba al ver que adoraba a su esposa y que Aldara había recuperado el brillo en los ojos perdido tras su boda con María.
Volvió la cabeza al escuchar su nombre y, gracias a la voz inconfundible, reconoció al embozado que lo llamaba.
—¡Guillén!
El maestro cantero se aproximó a ambos. Saludó a María en primer lugar y después le palmeó la espalda a su mejor amigo con una amplia sonrisa en el rostro.
—¿Os habéis perdido? —bromeó—. ¿Adónde vais con este frío?
—A casa —respondió María—. Tu camarada está hambriento.
—¡Ohh! —Guillén abrió los brazos exagerando un gesto de decepción—. Me había hecho ilusiones. ¿Vas a dejar que vaya solo a ver a Tristán? ¿Un par de esos conejos asados suyos no servirán para calmar tu apetito? ¡Yo convido!
Nicolás negó con la cabeza mientras asía sonriente a María por la cintura a modo de explicación.
—Ve con él, es viernes. Te hará bien.
—¡Esta es María! —celebró Guillén sin dar opción a que Nicolás persistiera en su negativa—. Os acompaño a casa, no te vayas a arrepentir.
Descendieron por la calle de las Verjas tratando de no resbalar sobre la nieve que empezaba a helarse.
—¿Cómo se porta Pedro en el taller? —se interesó María.
—¡Ah, sigue igual! Serio, trabajador, respetuoso con sus maestros y con los demás aprendices. Podéis estar satisfechos de él.
—Lo estamos —respondió Nicolás.
—Vi cómo te emocionabas en el camposanto cuando descubrió la talla. Me pidió permiso y trabajó en ella durante toda la jornada, sin descanso.
Pedro, aun de manera tosca por la premura, había dado forma a una piedra de desecho del taller para labrar en ella una cruz en bajorrelieve. En el punto de unión de ambos brazos se identificaban la forma y los rasgos de la Virgen Blanca, el relicario que su padre había tallado antes de que él mismo naciera. A sus pies, el nombre de Marie y el año de su nacimiento y de su muerte según la era hispánica. Él mismo la había clavado en la tierra mientras Nicolás y el resto de los varones de la familia terminaban de conformar el túmulo sobre el cuerpo de la anciana y Alvar lo aspergía con agua bendita tomada de la pila bautismal de Santa María.
—Sé que lo que hizo es poco común en un muchacho de su edad y aquel día su gesto nos emocionó, es cierto. Quizá algún día pueda desarrollar su habilidad como escultor, pero deseo que antes se convierta junto a ti en un buen cantero. Es fundamental entender a las piedras para poder sacar de ellas todo lo que esconden.
—Aprende rápido. En pocos años estará preparado para seguir los pasos de su padre.
Llegaron a la casa y despidieron a María. Los dos hombres iniciaron el camino de vuelta.
—¡Maldito cierzo! —protestó Guillén al sentir el viento helado en el rostro—. Necesito unos buenos tragos de vino.
—No te olvides del asado —bromeó—. Estoy en verdad hambriento, así que ve preparando la bolsa.
En aquella ocasión bordearon la cabecera de la colegiata de sur a norte, dejaron atrás el portón del taller de cantería y se dirigieron por la portada occidental al callejón donde se encontraba La Tabla Real. Guillén no había dejado de sonsacarle durante el camino, bromeando sobre su repentino apetito y, a juzgar por sus comentarios, Nicolás supo que sospechaba cómo había pasado las últimas horas. Embocaban el callejón entre chanzas y sin haber conseguido entrar en calor cuando Nicolás se detuvo en seco y agarró a Guillén por el antebrazo.
—¡Quieto! Vuélvete con naturalidad, como si hubiéramos equivocado el camino. Regresemos sobre nuestros pasos.
—¿Qué demonios…?
—¡Haz lo que te digo! —masculló entre dientes—. Son hombres de la guardia del rey. Sancho debe de estar en la tafurería.
—¿Y qué si lo está?
—¿No lo entiendes? ¡No quiero jugar con él!
Guillén obedecía ya y se disponían a doblar la esquina cuando una voz a su espalda, seca e imperativa los hizo detenerse.
—¡Alto ahí! —vociferó el oficial al mando—. Descubrid las cabezas.
Apenas acababa de pronunciar la orden cuando dos soldados, espada en mano, echaron atrás sus capuchas con pocas contemplaciones. Otro se acercó a ellos con una tea en la mano acompañando al oficial.
—Sois Nicolás y Guillén, los maestros de la colegiata. —Pareció aliviado al reconocerlos—. Por vuestra actitud os había tomado por malhechores.
—Había olvidado algo en el taller —improvisó el cantero.
—Id pues a recogerlo —concedió—. Vos no, escultor. El rey os espera en la tafurería.
Una sola vez se había presentado el rey en La Tabla Real tras la campaña de Levante, y Nicolás había comprendido que no era el mismo hombre de antaño. Como siempre, había descendido encorvado la escalinata de la bodega, pero en aquella ocasión, al salir del pasadizo, se había echado ambas manos a los riñones mientras componía un gesto de dolor, como si le costara enderezarse. Después salvó la distancia que lo separaba de la mesa del fondo con una cojera manifiesta y el fastidio reflejado en el semblante. Mientras se acercaba, Nicolás lo encontró envejecido y más cansado de lo que recordaba, con la barba cana y las señales del tiempo en el rostro. Aún tuvo tiempo de hacer un cálculo rápido y comprendió que aquel hombre vigoroso y de descomunal envergadura tenía la misma edad que su propia madre. Aquella noche bebió sin medida y el humo del hachís llegó a nublar el rincón en que se encontraban. El buen humor con que en otras ocasiones se tomaba los lances contrarios del juego estuvo ausente entonces, hasta el punto de que Nicolás creyó prudente exponer sus tablas en exceso para favorecer la victoria del rey. Tenía muy reciente la advertencia del prior Guillermo y, quizá por ello, había estado atento a cualquier alusión que el rey pudiera hacer acerca de su esposa. Interpretó los comentarios que en otras ocasiones había tomado por deferencia y cortesía bajo el prisma de la sospecha y descubrió en los ojos del rey el brillo de la lascivia cuando, ebrio, le mencionaba lo afortunado que era al tener junto a sí a una mujer tan hermosa como la sobrina del prior.
Afloraron a la superficie los reparos que siempre había acallado, pues, desde el primer día en que el rey puso los pies en la taberna de Tristán, algo en su interior le decía que aquella inusual relación entre el monarca y un simple escultor era contra natura. Si había ignorado la voz que le advertía era por la secreta complacencia que le procuraba, por las miradas de admiración que percibía a su alrededor, por el trato considerado que recibía por el simple hecho de gozar del favor del rey. Atemorizado sin embargo tras aquella última partida, había decidido evitar nuevos contactos con él.
En aquel momento, mientras cruzaba el figón flanqueado por dos hombres de la militia regis, se maldecía por haber supuesto de manera equivocada que el rey no podía cambiar sus hábitos para presentarse en La Tabla Real en una noche de invierno como aquella.
Tristán, ajeno a sus recelos, lo saludó de manera efusiva.
—¡Te está esperando! Ha preguntado por ti y rechaza incluso cruzar apuestas con los magnates que se han ofrecido a ello. Me disponía a salir en tu busca.
Nicolás no respondió y se limitó a avanzar hacia la puerta que descendía a la bodega. El penetrante olor de años de vino agrio que empapaba el suelo, los aromas de la leña y de los asados, y el hedor acre a sudor de tantos cuerpos, era sustituido al descender por el tufo a moho y humedad, el humo del hachís y los penetrantes perfumes de las meretrices.
A pesar del ambiente cargado, distinguió la figura del rey Sancho sentado a la mesa del fondo, la que habían ocupado desde el primer día en que puso sus enormes pies allí. Tristán se le adelantó:
—Mi señor, no ha sido necesario ir en su busca. Nicolás venía ya, esperando como cada día tener la fortuna de encontrarse con vos en mi humilde local —mintió.
El rey volvió la cabeza. Aun sentado, sus ojos se encontraban a la misma altura que los de Nicolás. Aparecían vidriosos y enrojecidos, algo que achacó al humo que los envolvía y a las dos jarras que reposaban sobre la mesa. Reparó de nuevo en su rostro avejentado, cuarteado por el sol y por el viento tras la última campaña de verano, y surcado por una retícula de tenues hilillos rojos allá donde la barba no alcanzaba a cubrir la piel. Sin embargo, había algo en su mirada que iba más allá de los efectos del vino y del hachís: un rastro de sufrimiento y desasosiego que nunca antes había visto en ellos. Quizá también resentimiento y rabia, a juzgar por el ceño fruncido, los labios apretados y el semblante hosco.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —acertó a preguntar.
El rey, por toda respuesta, señaló la silla situada frente a la suya sin apartar la mirada de él. Vació el vino que quedaba en dos vasos y empujó uno de ellos hacia Nicolás.
—¡Más vino! —reclamó con un fuerte golpe de la jarra sobre la madera.
El propio Tristán corrió en busca de las vasijas para llenar una de ellas en la espita del tonel más cercano. El rey aprovechó el espacio para disponer el tapete y el tablero que habían permanecido apartados al otro lado de la mesa, junto al muro. Tomó también con su manaza la pequeña caja donde se guardaban las tablas y los dados y la volcó sobre el casillero.
—A dos dados —señaló mientras devolvía el tercero a la caja y apuraba un vaso más. Después empujó el otro hacia Nicolás y esperó a que bebiera de él. Siguió mirándolo de frente mientras lo vaciaba, sin hacer ningún movimiento, y solo empezó a colocar las tablas en sus posiciones de salida después de volver a rellenarlos.
Tristán, sorprendido, regresó a por la jarra.
—Decid, mi señor, si deseáis algo más —se ofreció servil.
—Trae una pipa. Bien cargada —ordenó.
—Mi señor, ¿ha sucedido algo malo? —insistió Nicolás con temor—. ¿Acaso tratáis de olvidar algún sinsabor?
El rey lo miró de frente con las dos manos sobre la mesa y expulsó el aire de los pulmones en un inquietante amago de risa.
—Toma la pipa —le ofreció cuando Tristán regresó, sin responder—. ¡Ojalá todos los sinsabores se pudieran olvidar con unos vasos de vino y un poco de hachís!
—No sé si podré seguiros, mi señor. Si fumo de esa cazoleta y sigo bebiendo caeré redondo; apenas he probado bocado en todo el día.
—¡Tampoco yo, maldita sea! Desde que, a mediodía, ha llegado a la corte el emisario de Pamplona. —Extendió la mano y el oficial de la milicia real le puso en la mano un rollo que parecía estar guardándole.
Nicolás aprovechó para mirar a su espalda y comprobó que las mesas más próximas se habían ido vaciando a medida que los jugadores terminaban sus partidas. Sin duda habían comprendido que el rey en aquel estado podía resultar peligroso y ninguno estaba dispuesto a ser objeto de la ira que a duras penas parecía contener. Cerca de la entrada vio a Guillén sentado en una mesa, solo. Cuando se volvió, se topó con el pergamino que el rey blandía ante su rostro.
—¿Sabes de dónde procede y qué contiene? —le espetó.
Nicolás negó con la cabeza.
—Es el documento aprobado en el Sínodo Diocesano a instancias de Guillermo de Santonge. ¡Ese hijo de la gran perra me excomulga y proclama el interdicto para todo el reino! ¡Y todo por esos dos castillos que ambiciona! ¿Entiendes lo que esto significa? —De su boca surgió una imprevista carcajada, propia de un hombre borracho—. ¡Voy a gozar del honor de ser el único rey de la Cristiandad excomulgado dos veces!
Nicolás sintió cómo su rostro quedaba exangüe.
—¡Oh, señor! —fue lo único que acertó a decir, aunque el rey no parecía interesado en su respuesta. Seguía colocando las tablas en su lugar.
—Hoy me quiero asegurar de que no vas a dejarte ganar. Vamos a jugar fuerte, al mejor de tres partidas. Si vences, esta casa de putas será tuya con total exención de los tributos debidos. Si gano yo, me harás entrega de la casa de la muralla.
Nicolás cerró los ojos. La situación parecía un mal sueño. Se obligó a abrirlos con la esperanza de despertar en ese momento de la pesadilla. Los ojos inyectados de Sancho, en los que se reflejaba amargura y determinación, lo escrutaban a dos palmos.
—No es posible, mi señor. No puedo jugarme a las tablas la casa de mis hijos, la casa de toda mi familia. Pedidme lo que queráis, pero no…
—Todo cuanto te pertenece ha sido mío antes, en realidad. Si pierdes, tan solo volverá al lugar de donde no debió salir.
—No puedo hacerlo, mi rey —insistió. Los brazos le colgaban sin fuerza a los costados, y su mirada se clavó en aquellos dos dados que descansaban en el centro del tablero. Aborreció los dados, el tablero y todo lo que en aquel momento le rodeaba. Sintió que una intensa náusea se apoderaba de él y trató de contener una arcada.
—¡Por supuesto que lo harás! —El rey soltó una carcajada destemplada que dejaba clara la firmeza de su decisión. Entonces adelantó sus manos hacia el tablero, lo tomó por los bordes y le dio la vuelta sobre el tapete. Las tablas negras quedaron frente a él, y las blancas junto a Nicolás.
—¿Por qué me hacéis esto, señor? —preguntó con un hilo de voz.
El rey alzó la mano y pareció que iba a descargar un tremendo puñetazo sobre la mesa. Se frenó en seco dos dedos antes de alcanzar el tablero que, de otra manera, habría saltado por los aires. Mostraba los dientes apretados y sus venas eran gruesos cordones amoratados que le recorrían el cuello y las sienes.
—¡No sabes por qué! ¿No lo sabes? ¡Hay alguien aquí que te lo dirá!
Durante un instante no sucedió nada. Nicolás, perplejo, se dio la vuelta. El oficial miraba hacia el arco que comunicaba la tafurería con el lugar donde se reunían las meretrices. Escuchó voces imperiosas al otro lado, y un grito agudo, y un cuerpo cubierto con vestiduras negras atravesó la cortina a trompicones hasta que cayó al suelo. La cabeza vino a dar contra la pata de una mesa y quedó oculta bajo ella, mientras lamentos que parecían pronunciados en falsete surgían de aquel rincón.
—¡Piedad! ¡Favor, mi rey! —rogó la voz, histérica, mientras trataba de incorporarse.
Su rostro apareció a la luz de las teas y esta vez Nicolás no pudo contener la arcada; se inclinó hacia el muro para derramar el vino que llenaba su estómago. Ni la cabeza con el rostro desfigurado por los golpes pertenecía a una mujer a la que hubieran cortado el cabello, ni lo que parecía un vestido era tal. Ante sus ojos se puso en pie un fraile de cabello tonsurado y vestido de hábito, con el pánico dibujado en el semblante. Lo único femenino en él era el timbre de los gritos que emitía.
—Chantre, ¡explícale a Nicolás qué le ha pasado a tu otrora magnífica voz!
El que fuera canciller real y hombre de confianza del rey se derrumbó por completo. Cayó al suelo hecho un ovillo y, entre sollozos, trató de arrastrarse bajo una de las mesas en busca de protección.
—Yo te lo diré, mi fiel amigo… —El rey pronunció aquella palabra con despecho, en un tono bajo y en apariencia calmado, aunque resultaba evidente su estado de ebriedad—. El chantre Fortún vino a contarme lo que se tramaba a mis espaldas buscando recuperar mi favor. Lo que no sabía es que hace mucho que estoy al tanto de su doble juego, y de su costumbre de vender información al mejor postor. Por supuesto, esperó a advertirme de lo que tramaba el obispo Santonge, ese puerco francés, a que el oro de mi cruzada estuviera en poder del prior.
—¿Qué… qué le habéis hecho?
—¡Oh, nada demasiado doloroso! Tan solo delicados cortes que mis físicos judíos han practicado con sus largos y afilados estiletes en el lugar adecuado. Quizá la colegiata se termine gracias al oro que yo arrebaté al infiel, pero no será nuestro chantre quien entone las antífonas en su interior. Quizá termine sus días en Tulebras, donde su voz no desentonará entre las monjas de la Caridad.
El fraile volvió a retorcerse en el suelo al escuchar la explicación de su condena ya ejecutada. Solo sus lamentos se escuchaban en el subterráneo hasta que el rey siguió hablando.
—Si hubiera sido más diligente, si hubiera venido a mí en cuanto escuchó al prior Guillermo confiarte sus temores en el scriptorium… —La amargura y el despecho se desprendían de sus palabras mientras, con el rabillo del ojo, atendía a la reacción de Nicolás, que trató de tragar saliva sin conseguirlo. Su boca y su lengua eran en aquel momento lo más parecido a un pergamino.
—Mi señor… —acertó a decir, sin estar seguro de lo que podía añadir a continuación.
—¿Sí…?
—Sé que todo lo que pueda decir os sonará a disculpa, pero debo defender mi honor. Nunca pensé que el obispo pudiera llegar a hacer realidad su amenaza, no por un par de castillos. Por el contrario, creí que el hecho de hacer efectiva vuestra generosa donación haría imposible para el obispo convencer al Sínodo. Jamás creí que pudiera…
El peso de escrutinio del rey cayó sobre Nicolás desde los dos palmos de altura que los separaban.
—Hoy jugarás con blancas. Que el juicio de Dios decida de qué parte está la razón. Tú empiezas —ordenó mientras empujaba los dados hacia él.
Nicolás empezaba a vislumbrar el primer atisbo de esperanza desde que se había visto sentado frente al rey. Sancho había seguido llenando su vaso y, aunque trataba de evitar inhalar más humo del imprescindible, no confiaba en sus sentidos. Había ganado la primera partida con facilidad ayudado por una indudable fortuna con los dados desde el inicio. El rey, sin embargo, había iniciado el segundo juego con varios movimientos arriesgados que se habían visto recompensados al conseguir capturar dos de las tablas más adelantadas de Nicolás. El empate no había tardado en materializarse. Encaraban ya el final de la tercera partida, y un rápido vistazo al tablero, con la experiencia acumulada durante años, le daba una ventaja que parecía empezar a calmar su corazón desbocado. El rey, sin embargo, tampoco parecía preocupado. Con un doble tres pudo repetir la tirada, en la que consiguió un oportuno seis junto a un cuatro. Por fortuna, la ubicación de las tablas negras impidió que aprovechara el primero y se vio obligado a ceder turno. Nicolás había introducido ya todas sus tablas en la última cuadra, lo que le permitía empezar a evacuarlas del tablero. No habría podido soportar un final reñido que dependiera tan solo del resultado de los dados. Su pálpito se demostró cierto y un cinco doble le hizo alcanzar la meta con sus cuatro piezas más alejadas del final. El resto consistió tan solo en esperar su turno para ver cómo el rey entraba en la última cuadra con sus negras mientras, con inmenso alivio, un cuatro y un tres le llevaban a dejar caer sus dos últimas piezas blancas al borde del tablero.
—Te doy mi enhorabuena, escultor. —El rey alzó el vaso y obligó a Nicolás a hacer lo mismo para brindar con él. No siguió hablando hasta comprobar que lo apuraba. Luego se dirigió a Tristán—. La tafurería ya no es propiedad del rey. A partir de hoy tu amigo es su dueño, y el local está libre de exacciones.
—No deseo cobrar la apuesta, mi señor. Siempre he jugado con vos por placer y no por obtener ganancias —respondió Nicolás tratando de mostrarse humilde—. Demos el envite por no hecho y retirémonos a descansar. De otra manera mañana, con la mente despejada de los vapores del vino y del hachís, ambos nos lamentaríamos.
—¡Enorme generosidad la tuya! —tronó el rey—. Pero bien sabes que una parte de los dos mil morabetinos que entregué al prior irán a parar a tu taller y a tu bolsa. No, Nicolás. Conoces tan bien como yo las reglas del juego que tú mismo me enseñaste: la tafurería es tuya. Pero sabes que eso te impone una nueva obligación.
—¡No! —gimió Nicolás—. Ninguno de los dos estamos en condiciones de seguir jugando.
El rey entornó los ojos y sonrió. Tomó la jarra por el asa y se sirvió una vez más. Se inclinó para repetir el gesto, pero su pesado cuerpo se venció hacia delante y el vaso cayó al suelo con estrépito después de empapar el jubón de Nicolás.
—¡Vaya, lo lamento! Te ruego que al terminar te cobres el estropicio, cantinero. —El rey se rio de manera desaforada con su propia burla antes de seguir—. Aunque no creo que un vaso de barro te importe demasiado, eres ya un hombre de negocios. Ahora vas a comprobar cómo el juego y las putas pueden hacer rico a un hombre.
Nicolás hizo ademán de levantarse. El rey solo tuvo que alzar la barbilla en su dirección para que el oficial y uno de los hombres de la guardia se colocaran tras él y lo forzaran a permanecer sentado.
—No deseo volver a jugar con vos, señor —repitió angustiado.
—Sabes que me asiste el derecho a revancha, y es lo que vamos a hacer. Puede que, cuando te permita levantarte de esa mesa, seas uno de los hombres más ricos del reino. —Esta vez golpeó con el puño sobre la madera y las piezas saltaron sobre el tablero y sobre el tapete—. Pongo mi apuesta sobre la mesa: serás dueño del derecho de pontazgo del puente de Tudela, el mismo que tú me ayudaste a construir. Mientras vivas y con derecho a transmitirlo durante dos generaciones. Tu primogénito y su hijo serán tan poderosos como tú. Quizá podáis comprar un título y entrar a formar parte de la nobleza navarra. Tal vez yo mismo os lo venda.
Nicolás negó con la cabeza. Sus labios temblaban al hablar.
—Sabéis que con nada puedo igualar esa apuesta. Y si eso sucede, el derecho de revancha queda sin efecto. Mi única obligación en ese caso es devolver lo ganado con anterioridad. ¡Vuestro es!
Las manos de los guardias impidieron que se alzara un solo dedo de la silla.
—¡Oh, sí, la puedes igualar! ¡Con creces!
—¡No! —gritó Nicolás aterrado.
—Quiero a María —declaró el rey, arrastrando las sílabas con voz ebria y apenas audible.
Nicolás era incapaz de controlar los temblores. Sentía el contacto de la daga que el guardia del rey le apoyaba en el cuello mientras el efecto del hachís se hacía más y más evidente, haciendo que se desdibujaran las caras de los dados que el rey le ofrecía en medio de un mareo insoportable.
El envite aparecía representado sobre la mesa en el lugar que, en una partida cualquiera, habrían ocupado las monedas aportadas por cada contrincante: un sueldo de los llamados sanchetes, recién acuñado en vellón, simbolizaba la riqueza que el rey se jugaba; a su lado, la alianza de Nicolás que entre dos guardias habían conseguido arrancarle del anular entre lamentos.
—¡No lo haré! —El desprecio más absoluto impregnaba la respuesta de Nicolás. Sus dientes apretados daban muestra de ello—. ¡No dejaré la honra de mi esposa al azar de los dados! Dadme muerte ahora si queréis, pero no conseguiréis vuestro propósito.
—¿Qué ganarías con ello? —De la misma manera, el rey escupió las palabras con una expresión implacable, sin siquiera asomo de sonrisa—. Igualmente sería mía, pero no por una vez.
Nicolás se revolvió tratando de zafarse de su presa. Solo consiguió que los dedos de acero que lo sujetaban se clavaran en sus brazos y que el filo de la daga hiciera presa en su piel. Lanzó un aullido de impotencia y desesperación.
—¡No os atreveréis a mancillar a una mujer casada! ¡Va contra la ley de Dios y contra el Fuero! ¡Os deshonráis vos mismo y a vuestros antepasados!
—¡Ya estoy excomulgado! —rio con un despecho helador—. Gracias a ti, entre otros. Quizá no seas consciente, pero estoy siendo muy generoso dándote la oportunidad de esquivar la ira del rey. ¡Cualquier otro colgaría ya en el cadalso! Y recuerda: si ganas la partida, los ingresos del pontazgo serán tuyos, ¡y eso te convertirá en pocos meses en uno de los hombres más ricos del reino!
—¡No quiero vuestro oro! —Nicolás escupió sobre el tablero y aulló su respuesta—. Quiero vivir en paz junto a los míos, ganándome el pan con mis manos. ¡Maldigo la hora en que os cruzasteis en mi camino!
Sancho apenas reaccionó a la afrenta. Tenía abotargados los sentidos por el vino y el hachís. La expresión de su rostro era una mezcla de odio, despecho y determinación, hasta que una arcada y un sonoro eructo le descompusieron el semblante.
—No puedo obligarte a jugar contra tu voluntad —reconoció—. ¿Eres consciente de que si abandonas ahora das por perdida la partida?
El rey apartó el vaso y colocó en la enorme palma de su mano izquierda la brillante moneda que simbolizaba su apuesta. A continuación, tomó la alianza entre los dedos pulgar y mayor y, con un hábil movimiento, la puso a girar sobre el sueldo. Durante un instante, mientras duró el impulso, el anillo se mantuvo en pie. Cuando empezó a oscilar, el puño descomunal se cerró sobre ambos.
Nicolás, desesperado ante la condena que había de escuchar a continuación, trato de girar en busca de una ayuda, de una salida que sabía imposible. De manera fugaz comprendió que todos habían abandonado la bodega, a excepción de los hombres del rey y de un Tristán descompuesto y paralizado. Ni siquiera Guillén estaba ya allí.
—¡Prendedlo! —ordenó al oficial sin alzar demasiado la voz—. Llevadlo al castillo, ¡a las mazmorras con él!
Los guardias que lo habían sujetado tan solo tuvieron que tomarlo de los brazos para conseguir que se pusiera en pie. Otros empuñaban sus armas a un paso de distancia, atentos a cualquier reacción del reo. El rey quedó solo en la mesa, frente al tablero que mostraba en perfecto orden las tablas blancas y negras, dispuestas para iniciar la partida. Jugueteaba con la alianza entre los dedos; alzó la mirada hacia el oficial y se la lanzó. El soldado la cogió al vuelo.
—Llévale eso cuando vayas en su busca. Dile que su esposo ha perdido la partida en la que ella era la prenda.
Con las manos atadas a la espalda, lo empujaban sin contemplaciones. Las calles estaban desiertas y de nuevo se desprendían algunos copos de nieve que recordaban a Nicolás que su capa había quedado en la tafurería. Temblaba violentamente y era incapaz de contener las lágrimas. Imaginaba a los hombres del rey aporreando la puerta de la casa, el sobresalto de las mujeres y de los pequeños. Rogó a Dios para que el joven Alvar, con el arrojo y la inconsciencia de sus dieciocho años, no se enfrentara a la militia regis. ¿O quizá en el fondo era lo que deseaba? Reconoció para sus adentros que así era. Solo la resistencia de Alvar, quizá también la de su hermano Beñat, permitía atisbar una mínima esperanza de que María pudiera huir. Comprendió que estaba soñando con un imposible: los adiestrados soldados irrumpirían en la casa para sorprender a todos en el sueño más profundo, sin la menor capacidad de reacción.
Llegaron a San Nicolás, viraron por la calle de los caldereros y continuaron por la de los pelaires en dirección al castillo. Solo las teas que portaban los soldados proporcionaban alguna claridad hacia delante; el resto era todo oscuridad. Tanta como reinaba en el pozo en que se había sumido la existencia de Nicolás en tan solo unas horas. Los guardias parecían conocer bien aquellos entresijos de callejuelas, reminiscencia de la vieja medina musulmana. Se internaron en ellas desde San Miguel en dirección al puente que salvaba el foso de la fortaleza. Solo en lo alto, flanqueando la Puerta Ferrena y en la torre del homenaje ardían algunas antorchas, apenas visibles por la bruma y el aguanieve. A Nicolás le dio un vuelco el corazón: sabía que bajo aquella fortaleza se encontraban las lúgubres mazmorras de las que había oído hablar al desgraciado Omar. En un vano intento de zafarse de sus captores dio un tirón a la cuerda que le cortaba las muñecas, y ello le valió un espadazo en el hombro con el arma plana.
—No te asustes, con este maldito tiempo hasta en los calabozos se está más caliente —se burló el guardia que lo flanqueaba después de tirar de él con fuerza.
—Lástima que las ratas piensan igual —completó la mofa el de la espada, provocando la risa de los cuatro.
Había escuchado muchas veces el grito ahogado que en aquel momento surgió de la oscuridad. Era el gemido producto de un descomunal esfuerzo, el mismo que un cantero dejaba escapar al asestar el golpe definitivo sobre la cuña para conseguir que la piedra se abriera en dos. Luego el chasquido del hueso roto, antes de sentir el rostro bañado por una sustancia pegajosa y caliente. La tea que sostenía el soldado al que alguien acababa de hundir el cráneo salió por los aires hasta caer al suelo mojado. Una mano, sin embargo, la levantó antes de que dejara de arder. Bajo aquella luz vio sucumbir al resto de sus captores, dos de ellos atravesados por lanzas, y el tercero por otro golpe de mazo tan certero como el que le había cubierto la cara de sangre y sesos.
—¡Guillén! —gritó al reconocer al hombre más cercano—. ¡Tiago!
—¡Chsss! —chistó este, alarmado—. Ni una palabra más o advertiremos a la guardia del castillo, si es que no lo hemos hecho ya.
El halo de la antorcha iluminó no menos de ocho rostros, entre asustados, satisfechos y atónitos por lo que acababan de hacer. Respiraban aceleradamente y alternaban la mirada entre Nicolás y los cuatro cadáveres que bañaban de sangre la tierra. Dos de ellos aún mostraban los estertores que preceden a la muerte.
—¡Ezequiel! —musitó, esta vez con voz queda—. ¡Estáis todos aquí!
—Al menos aquellos a los que me ha dado tiempo de advertir cuando he visto que las cosas se ponían feas —aclaró Guillén con sobrealiento—. Tiago estaba en el figón y él ha avisado a los demás. Tristán nos lo ha contado todo.
—¡María! ¿Qué ha sido de María? —exclamó, saliendo de forma brusca de su aturdimiento.
La mano de Guillén se posó en su hombro.
—Tranquilízate, Nicolás. Todo está en orden. He corrido más que en el último año, pero en tu casa no queda nadie. Todos han podido escapar a tiempo, de momento están con Unai y con Martha en la vega. Todos excepto María y tus hijos.
—¿Dónde están? —preguntó con angustia—. ¿Están bien?
—Ya sabes dónde. En vuestro refugio. Vamos, iremos contigo.
Nicolás negó de manera tajante mirando lo que tenía a sus pies.
—De ninguna manera. No permitiré que por mi causa os ahorquen a todos. Vais a echar a estos desgraciados al foso, borraréis cualquier rastro de vuestra presencia aquí y, cada uno por su lado, regresaréis a vuestras casas. —Los modos del maestro tratando de tomar las riendas de la situación volvieron a estar presentes—. Nadie tiene que asociar al taller con esta carnicería. Siendo los muertos miembros de la milicia real, no se conformarán con la pena de mil sueldos por homicidio que establece el Fuero.
—Tiene razón —convino Tiago—. Un grupo tan numeroso no pasará desapercibido.
—Está bien —aceptó Guillén—. Pero debéis huir de Tudela esta misma noche.
Nicolás se cubrió los ojos con la mano derecha tratando de reprimir un sollozo.
—¿Cómo os podré compensar por esto? —masculló.
—Poniendo a salvo a tu familia y a ti mismo —respondió su amigo.
Nicolás asintió y los dos se fundieron en un abrazo, que se repitió de manera fugaz con los demás. Después, sin dejar de mirar atrás, se apartó del grupo, salió del círculo de luz y se perdió en la oscuridad.
Abrió la puerta con la llave que aún guardaba en el fondillo tras la visita a la casa de Ismail de aquella misma tarde. Le pareció que había transcurrido una vida. La oscuridad era absoluta, y se adentró en el zaguán con la mano por delante para salvar cualquier obstáculo. Llegó al muro y lo tanteó para guiarse hasta la entrada de la bodega, pero encontró la portezuela cerrada por dentro. María debía de haber echado el sencillo pestillo, tan solo una pieza giratoria de madera que encajaba en una alcayata. Con un simple empujón saltaría, pero prefirió golpear con suavidad para no sobresaltarlos. Aun así escuchó el gemido del pequeño Guillermo, seguido de un susurro de María. Fue Pedro quien apareció en el hueco con el rostro iluminado por una pequeña vela.
—¡Padre! —musitó con un alivio inmenso. Se abrazó con fuerza a su cintura y luego le tiró de la mano para acercarle los labios al oído. Le habló con un aire de madurez que le emocionó—. Madre está muy asustada, y mis hermanos no dejan de llorar.
Nicolás le puso la mano en el hombro y apretó con calidez.
—Menos mal que te han tenido a ti —respondió—. ¿Solo tenéis esta vela?
El muchacho asintió.
—Vas a tener que prestármela. Creo que sé dónde guardaba Ismail varios cabos más. Vuelve abajo y tranquilízalos, diles que todo va a ir bien a partir de ahora.
—Tienen frío —advirtió.
—De acuerdo, trataré de buscar algo de abrigo. Ten cuidado al bajar, pronto tendremos luz.
Solo encontró viejas mantas apolilladas en una de las alacenas y una túnica con capuz de Omar que Ismail había conservado. Con las ropas y las velas descendió las escaleras. Los dos pequeños corrieron hacia él y se dejó abrazar, murmurando palabras tranquilizadoras. Blanca aún hipaba. Distribuyó tres velas encendidas en la estancia y el hecho de ver las tinieblas disipadas pareció tener un efecto inmediato. María se acercó. En su rostro se reflejaba el temor y el sufrimiento, y Nicolás comprendió el esfuerzo que realizaba para aparentar una calma que no sentía. Él la tomó de los brazos y la besó con fuerza.
—Pedro, vas a quedarte aquí con tus hermanos. Madre y yo tenemos que hablar.
—¡No! —gritó Blanca estallando de nuevo en sollozos.
Pedro corrió a abrazarla. Se sentó en el centro del banco de piedra y atrajo a sus hermanos a ambos lados.
—Bajan en un momento —los tranquilizó—. Os contaré la historia de los tres hijos del rey. Padre y madre estarán de vuelta antes de llegar al final.
—Está bien —aceptó Guillermo—, pero solo a lo alto de la escalera, donde podamos oíros la voz.
María, mientras ponía el pie en el primer escalón, miró a su hijo mayor con agradecimiento.
—Hemos de escondernos, María. Huir de la ciudad. Este sitio no es seguro. Al amanecer vendrán aquí.
—Pero ¿qué has hecho, Nicolás, amor mío? —gimió—. ¿Cómo se ha podido venir abajo nuestra vida en solo unas horas?
Nicolás se vio en la obligación de poner a María al corriente de todo lo acontecido después de dejarla en casa.
—¡Maldito juego del infierno! —exclamó sin poderse contener—. ¡Maldito lugar!
Nicolás se llevó el índice a los labios rogándole silencio. Oír a sus padres disputar en aquella circunstancia terminaría de atemorizar a los pequeños.
—Trato de pensar en un lugar donde podamos estar a salvo, y no consigo… —dejó la frase en el aire mientras negaba con la cabeza—. Alvar nos podría acoger en alguna de las encomiendas de la Orden, pero el rey no tardaría en averiguar nuestro paradero. Conserva la fidelidad de muchos freires que lucharon junto a él en Tolosa.
—Las hermanas de la Caridad nos protegerán. De nadie espero mayor lealtad.
—¡Tulebras! Pero hay dos leguas y media hasta allí.
—Caminando toda la noche podemos llegar poco después del amanecer.
—¿Te crees capaz? —Nicolás la tomó de las manos, esperanzado.
—¿Qué no será capaz de hacer una madre por sus hijos?
Sus miradas se enfrentaron. Los ojos de ambos estaban arrasados y las lágrimas se precipitaron al tiempo que sus labios quedaban unidos por el beso más intenso de cuantos habían compartido en aquella jornada aciaga.
Las mantas los envolvían mientras caminaban por las calles más estrechas de la morería en busca de la salida de la ciudad. Era impensable atravesar la Puerta de Tarazona, de forma que se dirigieron hacia el norte. Bordearon la mezquita mayor y pronto alcanzaron el lugar donde un arroyo que atravesaba la villa penetraba bajo el muro. Junto a él se abría uno de los portillos que permitían abandonar el recinto amurallado, aunque, una vez cerrado desde fuera, el pestillo quedaba anclado en su lugar y ya no era posible entrar. No era la intención de Nicolás. Su pensamiento, de momento, tan solo estaba puesto en Tulebras y se negaba a ir más allá. La Providencia dispondría lo que hubiera de suceder después.
Por suerte había dejado de nevar y una brisa heladora empezaba a arrastrar las nubes. Nicolás dio gracias al cielo. Sin el tenue resplandor de la luna menguante habría sido imposible poner un pie delante de otro, en medio de la más absoluta tiniebla. Aún así, era necesario avanzar con cien ojos para evitar tropiezos y resbalones. Él caminaba delante, seguido por María, que llevaba a los dos pequeños de la mano. Pedro cerraba el grupo animando desde atrás a sus hermanos, a los que había logrado convencer de que aquello iba a ser una aventura como las que solían imaginar junto al fuego. Con la muralla a sus espaldas, inició un rodeo para bordear la ciudad a una distancia prudencial, en busca del río Queiles y del camino que les habría de conducir al lejano cenobio. Restaba tan solo un último escollo, cruzar un viejo y maltrecho puente sobre el río para tomar la calzada que discurría por el lado opuesto, pues resultaba impensable vadear al cauce aguas arriba en aquella noche heladora.
No encontraron ningún obstáculo en aquel terreno yermo que rodeaba la ciudad y que le resultaba harto conocido. Aún tuvo la precaución de cruzar solo el puente antes de regresar en busca de su familia tras comprobar que nadie se interponía en su camino. Reunidos al otro lado, se disponían a iniciar la larga marcha cuando el sonido de una rama al quebrarse hizo que Nicolás pusiera todos sus sentidos en alerta. De nada le sirvió, porque un instante después estaban rodeados por hombres del rey. Guillermo y Blanca empezaron a llorar aterrados entre los pliegues de la manta con que se cubría María, frente a aquellos hombres amenazantes que habían surgido de la oscuridad. Pedro miraba a su padre en busca de un indicio que le permitiera saber lo que se esperaba de él. Entre el grupo de soldados surgió una antorcha que alguno había logrado encender.
—No les hagáis daño —rogó Nicolás con las manos extendidas en aspa frente al brillo metálico de las armas—. Son solo niños.
María, con un movimiento lento, dejó a los pequeños junto a su hermano mayor y se adelantó hacia Nicolás y hacia los milites.
—Mi esposo no ofrecerá resistencia —aseguró sin dudar, lanzándole una mirada que no admitía réplica mientras lo asía por el brazo con firmeza—. Llevadme, es a mí a quien buscáis.
—¡Traedla!
El aroma que impregnaba el cálido aposento procedía de la tina de agua tibia de la antecámara, adonde conducían las huellas enormes de los pies descalzos del rey. Uno de los sirvientes sostenía aún entre las manos el lienzo con el que se había secado tras el baño, una costumbre que conservaba desde su estancia en la corte almohade. El rey cubría ya su cuerpo, ajado por la edad, aunque todavía robusto, con un albornoz de delicado paño. A su lado, el enjuto mayordomo del castillo resultaba insignificante.
—¿No vestís vuestra túnica? —preguntó el servidor señalando a la prenda que colgaba cerca de la lumbre.
—No será necesario —respondió Sancho al tiempo que se llevaba las dos manos a las sienes. Había despertado sin apetito y con una terrible jaqueca, pero también con la noticia que compensaba el enojo de la víspera, tras ser informado de la huida de aquella mujer—. ¿Vislumbro alguna suerte de reproche en vuestro semblante?
El mayordomo bajó la mirada al suelo.
—Haré que la traigan, señor… —se limitó a responder.
Sancho se quedó solo cuando la puerta volvió a cerrarse. Se aproximó al ventanal y contempló el gélido paisaje a través de los vidrios empañados. Comprendía que el malestar que experimentaba no era debido tan solo a los excesos de la víspera: el remordimiento y el sentimiento de culpa tenían mucho que ver. Sin duda se había conducido como lo hizo arrastrado por los efectos del vino y del hachís. Se había dejado llevar por la ira, y ello le había proporcionado un placer intenso, pero, a la luz del nuevo día, atormentado por aquel insufrible dolor de cabeza, la duda y el arrepentimiento pugnaban por abrirse paso. Sabía, sin embargo, que iba a ser capaz de acallar su conciencia, porque esta se enfrentaba a dos estímulos mucho más poderosos: el primero era el afán de venganza ante las indescriptibles afrentas de la excomunión y la traición; el otro, el deseo carnal. Durante años había mantenido a raya la pulsión secreta que sentía hacia aquella criatura excepcional. Solo con evocar su rostro, más propio de un ser angelical que de una pobre huérfana, sentía inflamarse la pasión. No le habían faltado barraganas con las que apagar aquellos fuegos, pero, durante años, la imagen de María era la que había ocupado su mente mientras derramaba su simiente en cualquiera de ellas. Aunque en su entorno hubiera manifestado su admiración por la joven, nunca había confesado aquel pecado, ni siquiera era capaz de reconocer que María era uno de los motivos que le habían llevado a buscar la cercanía del escultor, el hombre más afortunado de la ciudad y aun del reino, el que había sabido ganar el corazón de aquella mujer extraordinaria, cuya capacidad de atracción no decaía a pesar de avanzar hacia los cuarenta. Muchas veces, durante sus encuentros en La Tabla Real, había observado a Nicolás, un hombre sin duda atractivo para cualquier mujer, a pesar de su humilde origen. A través de él, aun a costa de descuidar una partida que le importaba poco, sus fantasías le habían llevado a la alcoba que compartían y, con sus manos, las mismas que lanzaban los dados y movían las tablas frente a él, había tenido la sensación de que podía acariciar la piel de María, casi había sentido sus senos firmes mientras los abarcaba con las enormes palmas, también el vientre marcado por la repetida maternidad que la hacía aún más atractiva a sus ojos. Nadie percibía las reacciones de su cuerpo mientras desplazaba sus tablas con descuido, pero era en días como aquel cuando todos sonreían al ver que, tras la partida y embriagado, el rey atravesaba la cortina que separaba la tafurería del burdel, sin esperar siquiera a regresar a los aposentos del castillo.
Mientras observaba las caballerías cruzando el puente y las columnas de humo alzándose sobre los tejados, pensaba que jamás habría podido repudiar a una esposa así, tal como había repudiado a Constanza; pero, para su desgracia, ninguna de las mujeres casaderas que había conocido guardaba el menor parecido con María ni había despertado en él la pasión que secretamente sentía por ella. Podía ocultarlo a sus hombres más cercanos, incluso a su confesor, pero ni a Dios ni a sí mismo podía negar que eran celos y envidia lo que sentía por Nicolás; un sentimiento doloroso y cruel que había crecido en intensidad con el paso de los años, al ver cómo María le daba a su esposo tres criaturas sanas y hermosas, mientras él, el rey, no contaba con un heredero legítimo que otorgara continuidad a su estirpe.
La puerta de la estancia se abrió tras la señal convenida con que el mayordomo acostumbraba anunciar su presencia. El rey, sin volverse, escuchó murmullos a su espalda, pisadas suaves sobre el pavimento alfombrado y el sonido metálico de la vestimenta de los milites que montaban guardia en el corredor.
—Mi señor, aquí la tenéis, tal como era vuestro deseo.
Con un simple gesto de la mano, el soberano despachó al lacayo. El sonido del pomo le indicó que se encontraban solos. Se giró lentamente y la vio en pie ante la puerta, cubierta por una túnica turquesa y el cabello recogido bajo una toca que en nada se diferenciaba de las que le conocía. Un estremecimiento como no había experimentado en mucho tiempo lo recorrió de la cabeza a los pies al tropezarse con su mirada. Trató de comprender qué parte de aquel rostro ya maduro era el que ejercía sobre él tal influjo, un hechizo tan poderoso que lo mantenía anclado a las losas del suelo, incapaz de hablar. Quizá sus labios aún rosados, carnosos y entreabiertos; o podría ser el contraste de su piel y de sus cabellos claros con aquellos ojos oscuros y de mirada profunda; quizá sus rasgos suaves, redondeados y sensuales o la perfecta armonía entre todo lo anterior. Fuera lo que fuese, su simple contemplación había conseguido despertar la inmediata reacción de su cuerpo, y un intenso estremecimiento lo recorrió desde el bajo vientre hasta el rostro, erizando su vello y haciéndolo enrojecer.
—¿Estás asustada? —preguntó al fin—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—Lo sé —aseguró con voz firme—. Tomad lo que deseáis, pero antes… Antes habéis de jurar por Dios Nuestro Señor que una vez satisfecho vuestro apetito liberaréis a mi esposo de vuestras mazmorras y permitiréis a mi familia abandonar la ciudad sin obstáculos de ningún tipo. Además, no habrá represalias contra nadie de quienes hayan intervenido en este asunto.
El rey no respondió de inmediato. Entornó los ojos como si valorara lo que acababa de escuchar. Vio entonces que María se llevaba las manos al cuello y liberaba las ataduras de la túnica para dejarla caer a sus pies, mostrando su desnudez al rey.
—Estoy dispuesta. Si juráis.
Sancho quedó paralizado. Pareciera que sus ojos no se podían apartar de la criatura que se mostraba ante él.
—¿Qué harás si no juro? ¿O si, jurando, no cumplo? —respondió, después de tragar saliva varias veces. La lascivia asomaba por sus ojos.
—En ese caso nunca podréis acallar vuestra conciencia diciéndoos que me entregué de buen grado. Habréis de forzar a una mujer cristiana, desposada y madre…
El rey avanzó. Pareció que algún aroma llegó hasta él porque inspiró profundamente a la vez que entornaba los ojos. Se detuvo cuando la tuvo al alcance. A su lado, María resultaba insignificante. Alzó el brazo, pero no lo extendió hacia delante, sino que se llevó la mano a la barba, sin dejar de mirarla, ensimismado. Le temblaban los labios cuando le retiró la cofia y sus cabellos se descolgaron hasta los hombros. Con el dorso de los dedos rozó su mejilla.
—Jurad…
De las mejillas bajó por el cuello, sin rozar su piel, hasta que las manos quedaron a la altura de sus senos, a cinco dedos de distancia. Temblaba violentamente. Estaba a una palabra de materializar el sueño que había ocupado sus vigilias durante años.
—¡Jurad!
—¡Lo juro! —susurró lascivo a la vez que sus palmas se apoyaban en la piel desnuda de María.
Durante mucho tiempo se preguntó si lo sucedido a continuación había sido fruto de una maldición o si, por el contrario, la Divina Providencia había intervenido in extremis utilizando al prior como herramienta. Las voces airadas de Guillermo Durán resonaron en los corredores del castillo al mismo tiempo que los gritos de los milites que custodiaban las estancias reales. Un roce en la puerta, quizá producido por el extremo de una lanza, le indicó que el clérigo se las había arreglado para alcanzar la planta superior y, quizá, tomar por sorpresa a la servidumbre y a la guardia. Sin embargo, era evidente que habían logrado reducirlo, a juzgar por el grito de dolor, las imprecaciones y las amenazas que lograban atravesar la sólida puerta de madera.
—¡Cúbrete! —ordenó el rey a María, antes de caminar hacia el acceso.
El prior se ponía en pie con esfuerzo cuando el rey se plantó bajo el dintel ocupando todo el espacio con su cuerpo. Respiraba afanosamente, al borde del colapso como si, además del enfrentamiento con la guardia, hubiera realizado un enorme esfuerzo, quizá ascendiendo a la carrera las rampas del castillo.
—¿Qué pretendes, prior? —le espetó en la cara.
—Evitaros la perdición… Mi rey —respondió escupiendo las palabras, mientras trataba de que el aire regresara a sus pulmones entre los dientes apretados por la rabia.
Sancho lanzó una carcajada.
—¿La perdición dices? ¿Conseguirías que el obispo me excomulgara por tercera vez?
—¡El delito que estabais a punto de cometer llevado por vuestro desvarío os habría llevado a la excomunión papal a perpetuidad!
—¿Y qué os hace pensar que lo habéis evitado?
El prior se detuvo, incrédulo.
—Será mejor que hablemos donde nadie nos pueda oír —murmuró lanzando una mirada de soslayo a la guardia y al servicio.
El rey se apartó de la puerta a regañadientes y Guillermo Durán penetró en el aposento. El dolor se reflejó en su rostro al descubrir a una temblorosa María, arrinconada entre el ventanal y la chimenea que proporcionaba calor a la estancia. La puerta volvió a cerrarse tras ellos y el prior no esperó un instante antes de enfrentarse al rey.
—Como prior de Santa María y con la autoridad que me da ser el más alto responsable de la Iglesia en esta ciudad en ausencia del obispo, os dictaré los pasos que habéis de dar si pretendéis evitar el anatema. No seré yo quien os tenga que recordar que una excomunión perpetua y un interdicto del reino os privarían del apoyo de vuestros magnates y ricoshombres quienes, sin duda, volverían sus ojos hacia un hombre más digno de portar la Corona de Navarra. —Hizo una pausa para recuperar el aliento, pero no tan larga como para permitir reaccionar al rey, que lo miraba boquiabierto—. No me miréis así; sabéis bien que vuestra conducta, una vez al descubierto, pondría en cuestión vuestra aptitud para ocupar el trono. Por el bien de todos, vais a ordenar la inmediata liberación de Nicolás y de su esposa; permitiréis que retomen sus vidas sin volver a importunarlos jamás, y mantendréis vuestras manos lejos de su familia y de su hacienda. A cambio, estoy dispuesto a considerar lo que he sabido como si fuera un secreto de confesión y a olvidar lo sucedido desde que ayer, en mala hora, pusisteis los pies en ese antro de perdición, origen de muchos de los males que nos afligen.
El rey soportó las palabras del prior sin dar señales de cólera. Esperó a que concluyera y se hizo el silencio. Después caminó hacia el mismo ventanal que había ocupado poco antes. El sol empezaba a iluminar el cauce del río, arrancando destellos a las hojas de los álamos mojadas por la escarcha.
—Quizá la amenaza de una nueva excomunión no sea suficiente. Quizá la pérdida de la Corona solo suponga un alivio para mis hombros cansados —respondió Sancho, con pesadumbre—. Quizá después de una larga vida de desvelos y sufrimiento merezca concederme la única recompensa por la que de verdad he suspirado durante lustros…
—En ese caso, habréis de hacerlo por vuestra propia vida. Si osáis ponerle la mano encima, os juro por Dios Nuestro Señor que más pronto que tarde nos iremos juntos al infierno.
Esta vez el rey lo miró con expresión de asombro.
—¿Tan lejos estás dispuesto a llegar, prior? ¿Amenazas a tu rey?
—Deberíais saber, mi señor, hasta dónde está dispuesto a llegar un hombre para defender la honra de su hija.