10
Ismail despertó sobresaltado. Escuchó voces que procedían de la calle, pero, aunque no estaba seguro, creía que habían sido varios golpes en la puerta los que lo habían sacado del sueño. Comprobó que la oscuridad no era completa, y que el tenue resplandor que precedía al amanecer se filtraba ya por el ventanuco de la alcoba; eso le evitaría tener que cebar el candil. Con prisa, se pasó la chilaba por la cabeza y se calzó las sandalias que reposaban al pie del camastro. El corazón le latía con fuerza y se aceleró más cuando, al llegar al zaguán, los golpes en la puerta se repitieron con mayor fuerza.
—¡Abre de una vez, viejo moro, o quizá no llegues a tiempo para ver con vida a esta escoria!
Cuando destrabó el cerrojo sabía con qué se iba a encontrar. No era la primera vez que voces como aquella lo despertaban en mitad de la noche. Sin embargo, no pudo evitar que un gemido ahogado se escapara de su garganta cuando, al abrir el viejo portón, vio sobre la tierra el cuerpo desmadejado de Omar, a la luz de la antorcha que portaba uno de los hombres que lo habían arrastrado hasta allí. Yacía boca abajo, con la cara vuelta hacia él, los ojos entreabiertos y la mirada perdida; la tierra y la sangre, que aún manaba abundante de multitud de cortes, le cubrían de un rojo sucio el mismo rostro y la chilaba, y apelmazaban sus cabellos descubiertos. El paño que había usado a modo de turbante para cubrirlos aparecía entrelazado bajo sus axilas y sus extremos reposaban en el suelo. Era evidente que lo habían utilizado para acarrear su cuerpo.
—Te traemos a casa a esta sabandija. Nos han dicho que es tu nieto —dijo el más cercano de manera entrecortada, pues al tiempo se lamía los nudillos magullados de la mano derecha—. De ti depende que se quede como está o que terminemos de abrirle la cabeza antes de que vuestro muecín se ponga a canturrear.
Ismail comprendió que aquel desconocido hablaba en serio. Nunca lo había visto, y tampoco a quienes lo acompañaban, pero no era extraño: en los últimos tiempos llegaban multitud de cuadrillas en busca de trabajo que, bien se asentaban con sus familias, o bien continuaban su viaje al cabo de un tiempo. Estos últimos resultaban los más temibles, pues normalmente eran grupos de hombres solos para quienes cometer un crimen solo suponía tener que caminar un par de jornadas hasta alcanzar como prófugos los cercanos reinos de Aragón o de Castilla, donde la justicia del rey Sancho no los pudiera perseguir.
—¿Qué queréis de mí? —musitó, seguro de la respuesta.
—Tan solo que saldes las deudas de este despojo.
Ismail se disponía a iniciar la discusión a la que ya estaba acostumbrado, usando los mismos argumentos, tan repetidos como inútiles. Alegar que ya había pagado con el castigo sufrido no serviría de nada; tampoco tratar de convencer a aquellos energúmenos de que Omar era un hombre adulto responsable de sus propias deudas. Habían llegado hasta su puerta por algo, y no se irían de allí sin conseguirlo. En caso de negativa cumplirían su amenaza, y podría dar gracias al Todopoderoso si él mismo no sufría su ira.
Omar tosió, quizá atragantado con su propia sangre, y el dolor le hizo gemir.
—¿De qué deuda hablamos? —Angustiado, Ismail decidió que era mejor acabar cuanto antes.
—Con doce morabetinos de buena ley nos daremos por satisfechos —dijo el que parecía liderar el grupo, y su respuesta provocó el asentimiento de los demás.
—¿Doce morabetinos de oro? ¡Eso es una fortuna! No dispongo de ella. —El anciano parecía al borde del colapso. Su mirada aterrorizada suplicaba piedad.
—Tu nieto no hace apuestas pequeñas —señaló a Omar con desprecio—. Parece saber que tiene las espaldas cubiertas. Y estamos al tanto de que en otras ocasiones has alegado lo mismo… Pero siempre has acabado pagando.
—Esta vez es cierto —sollozó—. Jamás había perdido tanto, y las deudas anteriores me han llevado a la ruina. Mis manos ya no son capaces de trabajar la piedra. Tendría que vender mi casa para subsistir si os entrego lo poco que me queda…
—Nos trae sin cuidado lo que tengas que vender. Nosotros queremos lo nuestro —espetó otro con acento bronco.
La luz de la antorcha iluminó el rostro de Ismail. Cerró los ojos por un instante, tratando de evitar que las lágrimas cayeran. Cuando una de ellas se deslizó por su mejilla, los abrió y asintió lentamente con la cabeza, contraídos los labios en un rictus de amargura.
—Esperad aquí —musitó—. Y por Alá Misericordioso, atendedlo. Si algo le ocurre no veréis una mealla, así me despellejéis vivo.
Cerró la puerta tras de sí y corrió el cerrojo. Atravesó el zaguán y fue hacia el guardafuego. El temblor de las manos hizo que le costara prender el candil de aceite, pero al final una débil llama surgió de su extremo. Abrió la portezuela de madera en el muro y la tenue luz iluminó los primeros escalones que descendían hacia la bodega. Los bajó apoyando ambos pies en cada uno de ellos, como hacía desde el día en que a punto estuvo de caer a trompicones cuando la sandalia le hizo resbalar por un borde desgastado.
La escalera de travesaños era nueva y permanecía ya siempre en la bodega, pues hacía años que se sentía incapaz de bajar y subir con ella a hombros. Colgó el candil, la afirmó cerca de la lucerna y, con esfuerzo, empezó a subir. Se detuvo en el tercer listón y se sujetó con toda la fuerza de sus manos, sacudido por un llanto incontenible. Allí escuchó la llamada a la primera oración del día que, a pesar de la virtual prohibición, se extendía por toda la morería desde el alminar de la mezquita, a la que aquella jornada no podría acudir.
Con temor a perder el equilibrio siguió ascendiendo hasta rozar la bóveda. Palpó con las yemas los ladrillos que ocultaban el hueco y, con enorme cuidado, tiró de la tapa. El cajoncillo se deslizó hacia él y dejó al descubierto el lugar donde ocultaba todo lo que de valor poseía. El resplandor que empezaba a entrar por la lucerna iluminó dos bolsas de cuero. Una, la que guardaba medio centenar de dineros de vellón, era la más voluminosa. La otra, lo sabía a ciencia cierta, contenía siete morabetinos. Antes de cogerla, introdujo el brazo hasta el fondo y, una vez más, volvió a palpar el resto del contenido. Comprobó que no había humedad y que las fundas de los pergaminos se encontraban en perfecto estado. Mordió el saquete mientras colocaba la tapa en su lugar, descendió por la escalera y la apartó hasta el extremo opuesto de la bodega. Tomó el candil y subió.
—Aquí está todo lo que me queda tras una vida de duro trabajo —dijo una vez en la puerta. Omar parecía seguir inconsciente, aunque movía los miembros y la cabeza, agitado—. Tendrá que ser suficiente. Son siete morabetinos.
Un murmullo de protesta surgió de varias gargantas, atajado por un gesto del cabecilla, que se colocó ante el anciano.
—Algo me hace creer que es cierto lo que dices —respondió con voz firme—. Será suficiente por ahora. Pero volveremos a por el resto de lo que es nuestro. Vete pensando en la manera de conseguirlo.
Ismail se sorprendió a sí mismo a punto de agradecérselo, pero calló. Sin embargo, deseaba evitar el oprobio de que más vecinos vieran a Omar de aquella guisa. Supo que no tenía más remedio que humillarse suplicando ayuda a quienes habían estado a punto de matar a su nieto.
—Seré incapaz de arrastrar el cuerpo de Omar hasta su camastro…
El cabecilla, sin duda el jefe de aquella cuadrilla, solo tuvo que hacer un gesto con la cabeza para que cuatro hombres lo tomaran de brazos y pies para entrarlo al zaguán sin contemplaciones.
Durante semanas Ismail se mantuvo al lado del camastro, siguiendo al pie de la letra los consejos del único médico de la morería, un joven llegado desde Zaragoza tras la muerte del anciano tabīb que había ocupado el puesto anteriormente. En los primeros días su nieto apenas había podido ingerir lo necesario para mantenerse con vida y solo las potentes pociones calmantes conseguían aliviar su dolor, aunque no la ansiedad que lo aquejaba. En medio de un continuo duermevela se sucedían los accesos de inquietud y de temblores, y no cesaron hasta que Nicolás, en una breve visita y enterado del estado de Omar, reveló al propio médico la posible causa de aquel estado de nerviosismo. El extracto de hachís vino en efecto a aliviar la situación y permitió que el médico se centrara en el problema que más le preocupaba, el color rojo de la orina del paciente.
Ismail pasaba las horas aplicando emplastos y compresas, haciendo beber a su nieto infusiones y brebajes, y cada mañana le limpiaba el sudor y los orines con agua de romero y alumbre. En el fondo sentía una profunda lástima por él y, aunque había llegado a odiarlo durante sus episodios violentos, la piedad por el joven se imponía en los escasos momentos en que su mente no estaba dominada por el alcohol y, como acababa de saber, también por el hachís. Cuando los dolores empezaron a ceder y la orina adquirió su tono habitual, Omar experimentó una recuperación rápida, visible día a día. Aun soportando fuertes molestias en la maltrecha mandíbula, empezó a alimentarse por sí mismo y pronto pudo echar los pies al suelo y dar los primeros pasos.
Cuando empezó a verse con fuerzas y dejó atrás la sensación de desvalimiento, su carácter volvió a deslizarse de nuevo por la pendiente del despotismo, la exigencia y la crueldad hacia su abuelo. Ismail, después de aquellas semanas en que la dedicación a su cuidado había sido absoluta, cayó de nuevo en el abatimiento al comprobar que aquella lección, que a punto había estado de costarle la vida, no le iba a servir para cambiar su manera de actuar. Por otra parte, las visitas de Nicolás habían cesado casi por completo. Se alegraba por el motivo de su ausencia, pero no podía evitar la sensación de soledad y de abandono que le había producido su marcha. Y para completar el círculo de la desazón… la fecha en que aquellos hombres habían de volver en busca de más oro no estaría ya demasiado lejos.
Se acercaba el inicio del Ramadán, que aquel año iba a coincidir con la canícula. Tras varias semanas de convalecencia, Omar parecía dispuesto a recuperar su vida anterior como si nada hubiera sucedido. Era el momento que Ismail temía, pero estaba decidido a poner ante los ojos de su nieto la realidad a la que se enfrentaban y, reunido el valor suficiente, lo detuvo en el zaguán la tarde en que se disponía a abandonar la casa.
—Antes de que salgas por esa puerta debes escucharme —le rogó con tono conciliador, aunque continuó sin esperar respuesta—. En todas estas semanas no has preguntado por lo que ocurrió la noche en que esos rufianes te trajeron medio muerto, pero yo te lo voy a revelar. Tuve que entregarles todas las monedas de oro que aún guardaba, hasta la última. Solo pagué con ello la mitad de tu deuda, pero prometieron regresar en busca del resto. Ahora no nos queda nada. Nada, tan solo esta casa, la que mis padres construyeron con tanto esfuerzo.
—Véndela —espetó Omar con despreocupación, sin concederse un instante para reflexionar.
—¿Que venda la casa donde he pasado mi vida entera, donde nació mi único hijo, tu padre? ¿Para que tú gastes las monedas que me den en cantinas, burdeles y tafurerías? —Negó con fuerza con la cabeza—. Escucha bien lo que voy a decirte… Antes cubriría esta casa de aceite y le prendería fuego, para que se consuma como una tea ante tus ojos. Si vuelves a contraer una deuda más, no habrá con qué pagar. Y sabes lo que eso supone.
Omar le miró con desprecio.
—Aunque no volviera a salir por esa puerta, los acreedores vendrán a por mí. La media deuda que has pagado corresponde a la última partida que jugué y perdí. Pero hay otras muchas. Nunca podré saldarlas todas, así que me resulta indiferente seguir acumulando más. —Su tono era de despecho y desengaño—. Más pronto que tarde me encontrarán muerto en una acequia, pero, mientras tanto, disfrutaré aquí de lo que el Profeta ha prometido para el más allá… aunque nadie haya vuelto del más allá para contar si decía la verdad.
—¡Blasfemo! —estalló Ismail.
—¿Quién sabe? Quizá el Todopoderoso —usó un deje socarrón— se apiade de este pobre diablo y me tropiece con una buena racha, un golpe de suerte que me haga rico.
—¿Qué he podido hacer mal para que mi nieto se haya desviado tanto del camino recto? —El anciano hablaba en voz alta, pero parecía hacerlo para sí, con una voz que reflejaba la angustia que lo ahogaba.
—¿Y cuál es el camino recto? —escupió Omar con desdén—. ¿Hacer siempre lo que otros te dicen que tienes que hacer? ¿Trabajar de sol a sol, destrozarte las manos y la espalda durante toda la vida a cambio de unas míseras monedas? Te expulsaron de tu casa, vives arrinconado en la morería sometido a leyes injustas, tuviste que ver cómo echaban por tierra la vieja mezquita sin poder alzar la voz ni rebelarte. Los alfaquíes me dicen que no puedo beber vino, los sayones que no puedo mirar a una cristiana, ambos que no puedo jugar en la tafurería… ¡Esta es mi forma de rebelarme! ¡Haciendo todo aquello que me está prohibido!
—¡No puedes ir en contra de todo! ¡No puedes buscar tan solo satisfacer tus ansias de placer! Eso es lo que nos ha llevado a la ruina y lo que va a terminar acabando contigo. Pronto cumplirás treinta años, ¡debes asentar la cabeza!
Omar había cruzado el zaguán, volviéndose tan solo para escupir las respuestas hacia su abuelo. Asió la falleba y la desplazó hasta que pudo abrir la puerta. Su abuelo lo había seguido a pocos pasos y los rostros de ambos se enfrentaron.
—Para mí ya es tarde, viejo. He vivido en estos treinta años más de lo que otros vivirían en dos vidas enteras. Cuando esto se acabe, habrá merecido la pena.
—¿Y yo? ¿Acaso no piensas en el sufrimiento que me causas?
Omar esbozó una sonrisa.
—Ven conmigo y haz lo que yo hago… Disfruta de lo poco que te queda. Embriágate y déjate acariciar por una buena hembra. —Lanzó una carcajada—. ¿Cuánto hace que no disfrutas de una mujer?
Ismail agachó la cabeza, avergonzado. Los brazos le colgaban lánguidos a los costados. Parecía que cada una de aquellas respuestas aumentara una carga que ya le resultaba difícil de sobrellevar.
—Será mejor que salgas de esta casa —musitó con los ojos arrasados de lágrimas.
Se le hacía difícil pensar. El cuidado de su nieto había ocupado sus horas en las últimas semanas, pero ahora aquellas paredes se volvían amenazadoras. Antaño habría tomado el cincel y habría empezado a labrar una pieza de piedra o de alabastro, pero en aquel momento incluso aquel recurso, que en el pasado le había ayudado a atravesar momentos de dificultad, se le antojaba inútil. Decidió que saldría de aquella casa, que empezaba a resultarle agobiante, para dejarse llevar adonde sus pies quisieran conducirle. Tomó el cayado de boj que descansaba junto a la entrada, atravesó la puerta y giró la pesada llave en la cerradura. Con ella en el fondillo empezó a andar en dirección al cercano cementerio para tomar el camino de Tarazona. El sol de la tarde, sin embargo, le dañaba los ojos. Decidió bordear la ciudad por la vereda que acompañaba al río Queiles hasta alcanzar su desembocadura y cruzar el río Ebro por el viejo puente de madera. Aún apretaba el calor, y solo se tropezó con cuadrillas de chavales que se refrescaban en las pozas, en medio de risas y gritos que le resultaban ajenos. Apenas prestó atención a las velas de las dos naves que, casi al mismo tiempo, dejaban el embarcadero y partían río abajo en dirección a Zaragoza, quizá con la intención de alcanzar el mar.
Tras salvar el cauce del río, el polvoriento Camino Real que conducía a Pamplona era el medio más rápido para alejarse de la ciudad. De alguna manera quería poner distancia de por medio. Caminó atravesando la vega, apoyado sobre el bastón para liberar de trabajo a sus gastadas rodillas. El zumbido de las abejas en torno a una colmena, una culebra deslizándose por el agua de una acequia o la manada de jabalíes que atravesaba una alameda en busca de la orilla del río empezaron a atraer su atención. Poco a poco, sus pensamientos dejaron de ser la losa que antes había amenazado con terminar de hundir su ánimo. Cuando la vereda inició el ascenso al pie de la colina que cerraba el valle, emprendió la subida con decisión. Llegó a la meseta que la remataba sin resuello, y durante un instante, encorvado, trató de recuperar la respiración con ambas manos sobre las rodillas. Una piedra plana sobre el borde de un ribazo resultó ser el asiento perfecto. Lamentó tan solo no haber llevado consigo un odre de agua para calmar la sed, pero no había pensado prolongar el paseo de aquella manera.
Ante él se dibujaba un paisaje hermoso que el sol de la tarde, de camino hacia su ocaso, comenzaba a resaltar con tonos ocres. A su derecha el cauce del río dibujaba una cerrada curva para ir en busca de la ciudad, como si se hubiera desviado de su trazado más lógico para no perder la oportunidad del encuentro. De hecho, había señales de que, en las últimas avenidas, el agua había regresado al curso más recto, que pasaba a los pies del monte donde se hallaba. Se descubrió preguntándose qué ocurriría si en alguna de aquellas formidables crecidas que tanto alteraban el cauce, el río hallaba mejor camino y decidía no regresar a su cita con el puente.
Desde allí, Tudela era apenas una mancha en medio del soberbio paisaje; los muros de la colegiata sobresalían escasamente por encima del caserío, las murallas apenas hubieran sido visibles de no ser porque más allá de ellas no había nada, y solo el castillo en lo alto de la colina conseguía recortarse contra el azul del fondo. La cinta brillante del Ebro parecía mantener sujeto todo el conjunto, como un descomunal lazo de esparto en torno al cuello de un saco.
La segunda ciudad del reino, que sin embargo acogía a su rey durante la mayor parte del tiempo, parecía desde allí una villa insignificante. E Ismail sintió que, como por ensalmo, los problemas que había dejado en ella adquirían igual perspectiva, se achicaban, hasta ocupar en su corazón el mismo espacio que la ciudad ocupaba en medio de aquel inacabable paisaje. Quizá había pensado en ello de forma inconsciente durante el camino, pero, sentado allí, veía la respuesta a sus interrogantes al alcance de la mano. El propio Omar le había dado la clave en una de sus réplicas despechadas, en la conversación de aquella tarde. Las deudas le cerraban todas las salidas a su nieto, por eso ya nada le importaba y había emprendido un camino que creía sin retorno, un camino que le conducía a la perdición de manera irreversible. Ismail cerró los ojos, alzó el rostro frente al sol y todo se volvió rojizo. Aquella era la luz que había esperado ver y dio las gracias al Todopoderoso por haberle llevado hasta allí aquella tarde. Era difícil resistirse al pensamiento de que era Él quien le mostraba desde allí el camino, en respuesta a sus plegarias. Si las deudas eran las piedras que se habían amontonado hasta cegar la salida del túnel, él las apartaría una a una. Recorrería la ciudad de cantina en cantina, visitaría cada burdel, y hablaría con los dueños de las tafurerías hasta que la última mealla saldara el último adeudo. No le quedaban morabetinos con los que llevar a cabo su plan, pero conservaba algo mucho más importante. Y era hora de que viera la luz.
Había algo que le hacía pensar que estaba en lo cierto al sopesar el valor de los pergaminos que guardaba en la bodega. Poco después de la elección como prior de Guillermo Durán, este se había aproximado a él durante una de sus frecuentes visitas a la colegiata. El hecho le había sorprendido sobremanera, y más los improvisados circunloquios que el clérigo había utilizado para terminar insinuando que conocía la existencia de ciertos pergaminos que él podría tener en su poder. Había reaccionado con rapidez, asegurando que los había vendido años atrás a un comerciante de paso por la ciudad. Pero aquella afirmación parecía no haber saciado la curiosidad del prior, que siguió interrogándolo sobre la identidad y la procedencia del comprador. Una improvisada mentira había seguido a otra, pero ninguna de ellas parecía haber convencido a Guillermo Durán, quien en los meses siguientes había vuelto a mostrar su interés en varias ocasiones más.
Echando la vista atrás, comprendió que había sido el prior Forto quien le había transmitido aquella información, quizá en el lecho de muerte sabiendo ya que Guillermo sería su sucesor. Aquello daba cuenta de dos cosas: que Forto había podido leer el pergamino por encima del hombro de Robert de Chester, o que el monje inglés le había informado de su contenido rompiendo así su juramento. En cualquier caso, se trataría de una información lo bastante relevante para el priorato como para ser una de las que hubiera de dar cuenta al nuevo prior ante el trance de la muerte.
Pues bien, si tan interesado estaba el prior Guillermo en aquellos documentos, había llegado la hora de que salieran de su escondrijo. Con un poco de fortuna, quizá fuera el cabildo quien acabara saldando las deudas de Omar en prostíbulos y tafurerías.
Apenas una tenue claridad permitía caminar cuando entró por la Puerta del Puente. Pasó junto a las obras de la iglesia de la Magdalena, ya sumidas en la penumbra, y avanzó en dirección a San Nicolás. En el camino se encontró con varios grupos de vecinos dispuestos a disfrutar del fresco de la noche conversando en torno a sus candiles. Los saludó a todos. Unos respondieron y otros no, pero aquello era lo que menos le importaba en aquel momento. Alcanzó la puerta de la morería justo a tiempo de colarse entre las hojas que ya se cerraban, y salvó la distancia hasta su casa acortando a través del cementerio. A punto estuvo de tropezar con algunas de las estelas funerarias, pues la oscuridad allí era absoluta y solo una tímida luna menguante alcanzaba a disiparla un ápice, pero el bastón cumplió con su papel. Con ganas se hubiera dejado caer sobre el banco de madera del zaguán, pero se obligó a esperar. Prendió el candil, abrió la puerta de la bodega y bajó. Allí estaba la escalera de madera, apoyada contra el muro más cercano a la entrada. Con esfuerzo la trasladó al lado opuesto y la afirmó contra las primeras filas de ladrillos de la bóveda. Comprendió que, en plena noche, tendría que sujetar el gancho del candil con los dientes si quería mantener las dos manos libres. El cansancio de la larga caminata hacía que sus piernas temblaran, de forma que puso toda su atención para mantener el equilibrio mientras subía. No tardó en encontrar el resorte con el que abrir el escondite, pero esta vez no echó mano al saquete de las monedas, sino a las fundas de cuero de los pergaminos. Cogió las dos situadas a la derecha, las que contenían la copia árabe y la traducción al latín que años atrás había hecho el fraile inglés.
Pensó en el tiempo transcurrido desde entonces y los sucesos acontecidos. Ni siquiera el rey de Navarra era el mismo, y Robert de Chester se había convertido en súbdito de su hermana Berenguela, reina de Inglaterra tras su matrimonio con Ricardo. Nueve años. Sentía en las piernas cada uno de ellos, y fue consciente entonces de que estaba a ocho codos del suelo. Con dificultad, colocó el cajón de ladrillos en su lugar. Tuvo que sujetar los pergaminos bajo la axila para emplear las dos manos y, por un momento, se apoyó sobre la escalera sin poder asirse a la madera. Estuvo a punto de perder el equilibrio y dejó escapar una exclamación. Entonces el candil que sujetaba con la boca cayó al suelo con estrépito y en la bodega se hizo la oscuridad más absoluta. Comprendió que había sido una inconsciencia subir allí de noche, pero ya era tarde para lamentarse. Se aferró con fuerza a los travesaños e inició el descenso tanteando con los pies hasta alcanzar el listón más bajo. Sin embargo, sin la ayuda de la vista, su cuerpo era incapaz de mantenerse en aquella situación inestable. No sabía si seguía en posición vertical o se inclinaba. Comprendió que iba a caer cuando sintió que la escalera se bamboleaba sobre sus apoyos, algo que él mismo provocaba tratando de recuperar el equilibrio. Trató de descolgarse usando tan solo las manos para reducir la altura de la caída, y en el intento se desolló las palmas. Los pergaminos se liberaron de la presión de la axila y también cayeron, un instante antes de que el propio Ismail diera con sus huesos en el suelo. Tumbado boca arriba, solo tuvo tiempo de sentir que le resultaba difícil respirar antes de que la escalera de madera se precipitara sobre él.
—¿Qué es esto? ¡Responde!
Omar agitaba ante sus ojos uno de los pergaminos. Ismail sintió que la náusea subía a la garganta. Se sentía aterido por la humedad, y dolorido. Solo recordaba haber despertado durante la noche, desorientado, en medio de la oscuridad. Tras apartar la escalera de encima, un agudo dolor en la cadera le había impedido levantarse y tan solo acertó a echarse encima del largo cojín del banco, que había alcanzado alargando la mano, en espera del regreso de su nieto. Eso, al menos, le había protegido algo del frío, y sin duda el cansancio había hecho el resto, porque era indudable que ya amanecía.
—Dame la mano —pidió, ya despierto por completo—. Ayúdame a incorporarme…
Omar lo sujetó por las axilas y lo alzó con pocas contemplaciones. Ismail se quejó, pero trató de mantenerse sobre las dos piernas. El dolor seguía estando ahí, pero, una vez en pie, la cadera soportaba su peso, señal de que no había huesos rotos. Resopló, en parte por el dolor, en parte por el alivio que sentía, y se dejó caer en el banco muy despacio y con la ayuda de los brazos.
Omar se agachó para recoger uno de los pergaminos que había dejado en el suelo. Las bolsas de cuero también aparecían tiradas al pie del banco.
—¿Qué es esto? —repitió. En su voz se apreciaban los efectos del alcohol y quizá del hachís.
—Son dos pergaminos, ya lo ves —respondió de forma evasiva.
—¿Qué clase de pergaminos? Solo uno está escrito en árabe.
Ismail intuyó que, a pesar de haber tratado de leerlo, no había comprendido la importancia de lo que allí se decía.
—Los encontré hace unos días en la mezquita. Los traje aquí para leerlos, en cuanto tenga ocasión los devolveré —mintió.
—¿Que los devolverás? ¡Ni en sueños! Yo me los llevaré, seguro que me dan unas meallas por ellos. Es buen pergamino, y solo se ha usado una vez.
—¡No! ¡No puedes! —se quejó Ismail atemorizado.
—Claro que puedo, ¿piensas impedírmelo? —repuso retador.
—No te darán nada por ellos —insistió—. Déjame que los devuelva y yo mismo te daré esas meallas. Un dinero por cada uno de ellos…
Omar entornó los ojos.
—¿Por qué tanto interés? —preguntó mientras examinaba ambos pliegos bajo la luz que ya se filtraba por la lucerna—. ¿Y qué hace la escalera en el suelo? ¿Acaso pensabas esconderlos en algún rincón?
El corazón de Ismail dio un vuelco cuando vio a Omar escudriñando la bóveda en busca de un escondrijo. De repente el joven se agachó y cogió la escalera en volandas, la apoyó en los ladrillos más cercanos y se encaramó a ella. Desde lo alto recorrió el contorno con la mirada, se detuvo en la lucerna y siguió hasta rodear toda la bóveda. No dio muestras de haber visto nada, pero Ismail le sorprendió siguiendo de soslayo la dirección de su propia mirada. Por fortuna, había evitado dirigirla hacia el lugar donde aún reposaba la copia original del manuscrito. Trató de mostrar indiferencia y aplomo hasta que Omar descendió.
—Me los llevo —declaró mientras se dirigía a la escalera—. Quizá alguien esté interesado en lo que aquí dice y pueda sacar algo más que unos pocos dineros. Ahora no me molestes, necesito descansar.
—Tendrás que ayudarme. No creo que pueda subir solo hasta el zaguán.
Omar no ocultó el gesto de fastidio.
Entró en la alcoba en cuanto escuchó la respiración rítmica de su nieto. Apenas penetraba hasta allí la luz del día, y se ayudó de un cabo de vela de sebo para examinar la estancia en busca de los pergaminos. Los encontró al primer vistazo, sobre el lecho, pegados a la pared al otro lado del cuerpo semidesnudo de Omar. Desde los pies de la cama no podría alcanzarlos, de forma que decidió inclinarse por encima del joven. Confió en que los vapores del vino y del hachís lo hubieran sumido en un sueño profundo. De hecho, le había oído comentar a algunos de sus conocidos que ni el canto del muecín ni todas las campanas de Tudela repicando a un tiempo conseguían arrancarlo del sueño cuando regresaba a casa tras una noche de diversión. De eso él mismo podía dar fe.
Le preocupaba más su reacción cuando, al despertar, descubriera la falta, pero aquello resultaba secundario ante la perentoria necesidad de recuperar los documentos. Tiempo tendría de inventar una justificación, quizá que había encontrado un comprador interesado en tenerlos aquel mismo día, y dispuesto a pagar unos cuantos dineros más.
Se inclinó sobre el camastro tratando de alumbrarse con la vela. Resultó más fácil de lo que había esperado, los pergaminos apenas pesaban y bastó con hacer pinza en uno de los rollos para sostenerlo con los dedos y acercárselo. Lo dejó a los pies del lecho. El segundo estaba cuatro dedos más alejado, rozando la pared encalada. Solo tenía que inclinarse un ápice más. Pero al hacerlo sintió que la vela de sebo derramaba parte del líquido caliente entre sus dedos. No pudo evitar que un par de gotas cayeran sobre el vientre de Omar. El joven dio un respingo, sobresaltado, y abrió los ojos.
—¡Maldito viejo! —exclamó—. ¿Qué tratas de hacer? ¡Me has quemado!
Se incorporó y de un manotazo arrojó lejos la vela. Como si intuyera lo que estaba sucediendo, echó la mano a la pared y asió el pergamino. Siguió tanteando en busca del otro, hasta que sus ojos tropezaron con él a los pies de la cama, iluminado por la escasa luz que se filtraba por la puerta.
Una mano de hierro aferró la muñeca de Ismail hasta hacerle gritar de dolor.
—¡Suéltame, te lo ruego! Me haces daño —exclamó desesperado—. Te lo explicaré todo.
—¡Claro que lo harás! —dijo al tiempo que echaba los pies al suelo. Cogió sin ningún cuidado los dos pliegos y arrastró a su abuelo fuera de la alcoba—. Me vas a contar todo lo que te traes entre manos sin olvidar detalle. ¡Y sin mentiras!
Ismail no contó toda la verdad. Reveló a su nieto el contenido del pergamino, y con ello su importancia, pero le ocultó que se trataba de una copia que él mismo había ordenado hacer. Nada le contó del original ni de su escondite. Aun así los ojos de Omar brillaban cuando fue consciente del valor de aquel documento que él no había sabido interpretar.
—¡Viejo imbécil! —soltó, asiendo los dos rollos con la mano derecha—. Cuando el rey Sancho conozca la existencia de este escrito… tendrá que concederme lo que le pida. ¡Y tú lo has mantenido oculto todo este tiempo! ¿Cuánto hace de eso?
—Tan solo unas semanas —mintió—. Acababa de conseguir la traducción cuando te trajeron medio muerto. Casi me olvidé de ellos.
—En todo caso el rey Sancho no se encuentra en Tudela. Pero no tardará en regresar. He de buscar la manera de hacérselo llegar. No se lo entregaré a nadie que no sea el rey en persona.
Ismail sabía que la ambición hablaba por su boca. Había visto aquella expresión en su semblante en otras ocasiones y siempre había sido presagio de problemas.
—Podemos meternos en serias dificultades, Omar. Querrán saber de dónde lo has sacado, si hay alguien más que conozca el secreto… Sabes de los métodos que utilizan la militia regis y los mismos sayones cuando quieren obtener alguna información y sospechan que algo se les oculta.
—¿Quién más sabe de su existencia? Has dicho que lo encontraste en la mezquita.
—Se hallaba entre cientos de rollos, legajos y documentos que permanecían guardados desde que la vieja mezquita fue dedicada al culto cristiano. Esperaban el momento de ocupar su lugar definitivo al concluir las obras del nuevo oratorio. Lo encontré de manera accidental.
Ismail se sorprendió por su propia capacidad para improvisar mentiras. Nunca le mencionaría el nombre de Robert de Chester, ni los encuentros con el prior Guillermo Durán en los que este había mostrado su interés durante los últimos años. Y mucho menos le revelaría la identidad del verdadero descubridor del pergamino. Pero de poco le iba a servir, si aquel insensato acudía al rey, cegado por la ambición.
—Me ocuparé de dominar el juego —adelantó Omar, regodeándose—. Para empezar solo les mostraré la traducción al latín. Si quieren tener el manuscrito árabe habrán de ofrecer una garantía de inmunidad. Nadie se atreve a importunar a alguien que muestra el sello del rey en un documento a su nombre.