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Año del Señor de 1199 (unos meses después)

—Que me traigan la Biblia —pidió el rey cabizbajo, con los dos brazos flácidos, extendidos sobre la mesa.

Uno de los sirvientes se apresuró fuera de la gran sala y regresó al poco, trayendo tres gruesos volúmenes. Los depositó con cuidado sobre la mesa ante la cual permanecía el monarca en silencio, y le alcanzó el primero. Ninguno de los cortesanos se atrevía a hablar ante aquella actitud taciturna de Sancho.

—Dejadnos solos —ordenó al fin, mientras abría el tomo por las primeras láminas—. Tú no, Martín.

En silencio, el canciller, el merino mayor y el mayordomo desfilaron hacia la salida, tan cariacontecidos como su rey. El alférez real permaneció en pie, pendiente de sus movimientos. Sancho pasaba los pliegos observando las magníficas miniaturas a la vez que leía los breves textos explicativos.

—Estamos solos, Martín.

El aludido pareció desconcertado.

—Sí, mi señor, todos han salido, como habéis ordenado.

El rey dejó escapar una sonrisa amarga.

—¡Ojalá esta fuera la única de nuestras soledades, una soledad deseada y buscada! —Alzó los ojos hacia el más fiel y más cercano de sus hombres de confianza—. Es el reino el que está solo, cercado diplomáticamente, sobre todo tras la muerte de mi cuñado el rey Ricardo.

—Recordad que poco antes de que Dios lo llamara a su lado, os había reclamado San Juan de Pie de Puerto y Rocabruna…

—Pero podía contar con él frente a nuestros enemigos, que no son precisamente los enemigos de la fe, sino aquellos con quienes debería primar el entendimiento.

—Las disputas con Castilla y con su rey Alfonso vienen de lejos, mi señor.

—No parece que Aragón esté dispuesto a atacar de nuevo Navarra tras las conquistas del año pasado, pero el rey Pedro tampoco acudirá en nuestra ayuda a riesgo de enfrentarse con Castilla. —Sancho negó con la cabeza—. Y es impensable que Portugal pueda hacer algo por nosotros.

El rey pasó de pliego, y sus ojos se clavaron en la escena representada a doble página. Un joven, ataviado tan solo con un sencillo jubón de color verde, se enfrentaba a un hombre armado y a caballo con la única ayuda de una honda.

—Fíjate, Martín, resulta curioso que el azar me haya hecho reparar en esta escena. David contra Goliat. De alguna manera, así me siento yo, vulnerable e indefenso.

La Biblia era magnífica. Terminada dos años atrás, había sido el encargo que Sancho le hiciera a su antiguo canciller y escribano, Ferrando Pérez de Funes. Tres años de trabajo habían sido necesarios para culminar aquella tarea ingente: iluminar tres volúmenes de manuscritos con ocho centenares de imágenes que representaban escenas del Antiguo Testamento y diversos pasajes de la vida de Jesús. Los colores eran muy suaves, a base de ocres, verdes, azules, rojos y violáceos, aunque también se utilizaba el oro para los atributos de Cristo como el nimbo o la cruz. Las composiciones del arcediano Ferrando eran sobrias, y se centraban solo en los personajes principales representados sobre fondos lisos y monocromos. Las imágenes ocupaban casi la totalidad de los pliegos, salvo los estrechos márgenes superior e inferior utilizados para encastrar breves textos explicativos acerca de las escenas.

—En ese caso, mi señor, pasad de página. Quizá encontréis la esperanza que necesitáis.

Sancho siguió el consejo del alférez y se encontró con tres miniaturas en las que se representaba a Goliat herido en la frente por la piedra lanzada con la honda del pastor, al gigante filisteo decapitado por el joven David y las loas y cánticos de las mujeres de Israel en presencia del rey Saúl.

—¿Quién de ellos soy yo, Martín?

—Quizá no sea casual que el Altísimo os haya hecho reparar en la escena que tenéis ante los ojos. Dejad que sea yo el brazo que esgrime el arma, quien ponga la cabeza de nuestro mayor enemigo a vuestros pies.

El rey Sancho parecía cavilar con ambos brazos, enormes, rodeando por completo el contorno de aquel volumen de la Biblia.

—No es una espada el arma que porta David. Es una simple honda con un guijarro del suelo… manejados con habilidad e inteligencia —reflexionó—. Quizá esa sea nuestra única esperanza: usar un arma diferente, cuyo uso sean incapaces de prever nuestros enemigos.

En su fuero interno, sin embargo, el rey Sancho albergaba pocas esperanzas, lo que explicaba su consternación y su apatía. El año anterior, tras las falsas acusaciones de Alfonso, que habían conducido a su excomunión, el rey de Castilla y Pedro de Aragón habían concertado una alianza general en Calatayud, que estipulaba el ataque y el reparto de Navarra según una línea que partía en dos el reino de norte a sur. El tratado se había puesto en práctica de inmediato, Pedro II ocupó Burgui y Aibar en el este, y Alfonso penetró hasta Miranda e Inzura por occidente.

Ante la gravedad de la amenaza para el reino, había tenido que acudir en busca de oro para financiar su defensa, ya que las arcas se encontraban exhaustas. El prior Guillermo, arrogante, había cerrado los oídos a sus peticiones, y desde entonces Sancho albergaba un hondo resquemor contra él.

—¡Monje ególatra! —murmuró para sí al recordar.

—¿Decíais algo, mi señor?

—Nada, pensaba en voz alta —respondió al tiempo que pasaba una hoja de la Biblia.

—La única obsesión de Guillermo Durán —sonrió Martín con picardía, revelando que había escuchado su exabrupto— es finalizar en vida las obras de la colegiata. No soportaría que las crónicas refieran la consagración del templo bajo el mandato de su sucesor.

—Poco le importa en cambio qué rey pueda estar presente entonces —dejó caer Sancho con sorna—. Es más, debe de rezar cada día para que ese rey no sea yo. Y a fe que está a punto de conseguirlo. ¡Malditos clérigos!

—No podéis quejaros de la Iglesia, mi señor. Fue el obispo García quien os prestó aquellos setenta mil sueldos providenciales. De otra forma el reino hubiera quedado indefenso.

El rostro de Sancho se tornó cárdeno por momentos. Cualquier otro menos próximo al monarca habría temblado de pavor al ver alzarse su figura descomunal, con aquella cabeza imponente que rozaba las lámparas que pendían del techo y que estaban fuera del alcance de cualquier otro cortesano. Martín, en cambio, no se inmutó; sonrió incluso, seguro de lo que iba a escuchar a continuación.

—¡A qué precio! ¡Ni el más usurero de los judíos del reino se hubiera atrevido a pedir tanto! El palacio de San Pedro en la Navarrería, que acababa de construir; el diezmo del peaje de Pamplona; el compromiso de no usar jamás la fuerza ni cobrar exacciones a ninguno de los tres burgos de la ciudad, todos bajo el dominio eclesiástico; exención de la facendera a todos los villanos sujetos al señorío de la catedral de Pamplona o de la colegiata de Roncesvalles… ¡Ni los merinos reales pueden penetrar en sus dominios!

—No os fatiguéis, mi señor, nada de todo eso tiene vuelta atrás.

—¡Me indigna la manera en que se aprovechó del rey en un momento de apuro para el reino! Ha conseguido reforzar los privilegios del clero, que ahora está libre del pago de cualquier exacción a sus personas o a los bienes de las parroquias; los eclesiásticos han quedado fuera de la jurisdicción del rey, y solo responden ante el obispo; y, por si todo esto fuera poco, tuve que firmar el compromiso de respetar todos los bienes y derechos de la Iglesia de Pamplona. ¡García tiene más poder que el rey! —estalló al fin, incapaz de asimilar con calma la lista de exorbitantes concesiones que acababa de recitar.

—Al menos salvasteis el reino…

—¡Tan solo me permitió negociar, bien lo sabéis! Y tuve que acceder a entregar a mi hermana Constanza en matrimonio al rey don Pedro.

—De nuevo ahí la Iglesia vino en vuestra ayuda.

Sancho sabía que Martín bromeaba. Sin duda, el propósito del rey de Aragón a través de aquel matrimonio era tan solo asegurarse la sucesión en el reino vecino de Navarra, conocedor como era de su falta de descendencia legítima. Solo cuando Sancho firmó por escrito el juramento, los dos ejércitos abandonaron Navarra y dejaron de saquear el territorio, aunque conservaron sus conquistas. Por fortuna, había tenido la inspiración de invocar la intervención papal, e Inocencio III consideró de justicia invalidar el juramento hecho y la promesa de boda, al considerar que ambos se habían realizado bajo coacción y que los futuros contrayentes eran parientes en tercer grado. El Papa no había acudido en su ayuda, como insinuaba su alférez con sorna, sino que se había limitado a aplicar el Derecho Eclesiástico.

—No sé qué hubiera sido mejor. —El rey caminó pensativo con las manos a la espalda y se dirigió hacia uno de los ventanales antes de seguir hablando—. ¡Alfonso ha interpretado que la cancelación del pacto y del matrimonio con Constanza conlleva el fin de la tregua! ¡Y las últimas noticias dicen que se encamina hacia Álava!

—Nuestros tenentes sabrán hacerle frente en tanto llegan las tropas de refuerzo.

—Ayer rindió cuentas ante mí el merino mayor. Los saqueos tras el ataque del año pasado arruinaron las cosechas, vaciaron los graneros y acabaron con el ganado. Los diezmos de las tierras de realengo se han reducido un tercio, cuando más preciso nos resulta el oro para armar a nuestras huestes. —El rey se mostraba inquieto y regresó a la mesa, aunque solo se inclinó sobre ella con ambos puños, de frente a su alférez real, antes de continuar—. Íñigo de Gomacín asegura que las arcas están vacías… Y si Alfonso sigue adelante con su incursión, los refuerzos de los que hablas jamás podrán ser reclutados ni armados.

—¿Abandonaremos a su suerte a nuestros tenentes?

—Si no son ellos quienes nos abandonan antes —respondió el rey con amargura—. La política del merino mayor incrementando las prerrogativas reales en detrimento de las suyas propias no alienta su lealtad a mi persona.

—Confío en la rectitud y el pundonor del nuevo tenente de Vitoria, mi buen amigo Martín Chipía. Me consta que lleva semanas aprovisionando la plaza, cuyo recinto fortificado se construyó hace solo cuatro lustros. Además, la ciudad se ubica en un buen emplazamiento, como sabéis, sobre la cumbre de una colina.

—De nada servirá la resistencia que pueda ofrecer el tenente frente a las poderosas razones de Alfonso para continuar su avance hacia el norte. Supongo que no se os oculta cuál es su principal motivación…

Martín Íñiguez no respondió inmediatamente. Mientras el rey volvía de nuevo la vista hacia la Biblia ilustrada, trató de adelantarse a su respuesta.

—Poco interés han de tener las tierras al norte de Álava para el rey de Castilla, a no ser…

—A no ser que le sean de utilidad como tierra de paso hacia la Gascuña, que Alfonso reivindica como dote de su esposa Leonor de Inglaterra.

—Si Alfonso pretendiera hacerse con el dominio de Guipúzcoa, privaría a Navarra de su salida al mar —pareció comprender el alférez—. ¡Debéis impedirlo a toda costa, mi señor!

—Somos un reino pequeño, casi insignificante. —Sancho se pasó la mano enorme por los cabellos—. Sin aliados, sin argumentos diplomáticos para invocar una intervención papal, sin oro en las arcas… No se me ocurre la manera de luchar contra vecinos tan poderosos.

—El matrimonio de vuestra hermana Blanca con el conde de Champaña os garantizará la protección de Francia e Inglaterra, mi señor —opuso el alférez.

Tras la reciente muerte de Ricardo, los Plantagenet, dirigidos por la astuta Leonor, habían tratado de buscar la amistad del rey de Francia para evitar que, en el momento de desconcierto que suponía la sucesión en el trono de Juan sin Tierra, aquel pudiera atacar el imperio familiar con el objeto de cuartearlo. Para lograr la paz, además de la decisión de Leonor de prestar homenaje feudal al rey Felipe II Augusto como dueña de Aquitania, Poitou y Maine, se buscó un matrimonio que sirviera de puente entre Francia e Inglaterra. Leonor de Aquitania puso sus ojos en el joven conde Teobaldo de Champaña quien, a pesar de rendir pleitesía al rey de Francia, era su nieto. Contaba solo dieciocho años cuando la inesperada muerte de su hermano mayor y primogénito lo había convertido en conde de Champaña. Faltaba solo buscarle la esposa adecuada.

Sancho estaba convencido de que la propuesta había partido de Berenguela. Su hermana Blanca no pertenecía al clan de los Plantagenet, pero, a través de su propio matrimonio con Ricardo, el clan estaba estrechamente ligado a la dinastía navarra. La boda, que se había concertado en solo dos meses, debía celebrarse en pocas semanas en Chartres.

—¿Olvidas que las exuberantes raíces del árbol de los Plantagenet también han arraigado en Castilla?

—¿Os referís a Leonor, la esposa de Alfonso de Castilla?

—Que Leonor de Aquitania se convirtiera en suegra de nuestro principal enemigo es la parte que todos conocemos. Pero el canciller me acaba de informar de que avanzan las negociaciones para casar a su nieta Blanca de Castilla con Luis, el heredero del trono de Francia.

El alférez compuso un gesto de asombro.

—¡Esa mujer es el demonio!

—No esperes apoyo alguno a Navarra por parte de Francia ni de Inglaterra, si ello supone un enfrentamiento con Castilla —zanjó el rey con desánimo.

—¡Reclutaremos hasta el último de los hombres, mi señor! ¡Niños, eclesiásticos, mujeres si es necesario! Todos los brazos valdrán para defender el reino.

El rey no parecía escucharle. Su mirada se había detenido de nuevo sobre la Biblia abierta.

—No, mi buen Martín. Usaremos las armas que tenemos en la mano, como David contra Goliat. Disponemos de la piedra que puede herir al gigante en la frente. Nos falta la honda con que arrojarla, y saber usar ambas con la misma habilidad con que lo hizo el pastor.

—Os referís… Al pergamino.

—El pergamino será la piedra. Pero no podemos lanzarla con nuestra mano, su fuerza es demasiado escasa. Necesitamos una honda que la arroje con la fuerza suficiente y que golpee donde es preciso.

—Los almohades…

El rey Sancho levantó la mirada y asintió despacio.

—Prepara mi partida junto a un reducido grupo de hombres de tu confianza. Será un largo viaje.

—Mi señor, ¿partís en busca del miramamolín[9] en este momento crucial para el reino? Si son ciertas las noticias que nos llegan, Yaqub al-Mansur acaba de morir, y es su hijo, Muhammad al-Nasir, quien ha ocupado el trono. Con toda probabilidad tendréis que embarcaros para acudir en su busca hasta su capital, Marraquech.

—Enviaremos emisarios anunciando nuestra llegada, quizá podamos negociar en Sevilla con el propio califa o con su representante en la capital de Al Ándalus.

—¡No podéis faltar a la boda de vuestra hermana Blanca con el conde de Champaña! Dejad que sea yo quien haga ese viaje, que por otra parte no está exento de peligros. El canciller Fortún me puede acompañar.

—Fortún es el chantre de Santa María. En el instante en que le pongamos al corriente de nuestro propósito, el prior Guillermo estará al tanto de la existencia del pergamino.

—Otros caballeros pueden acompañarme, vuestro hermano Fernando…

—No, Martín, debe ser el rey de Navarra quien negocie con el soberano almohade. Fernando permanecerá en Tudela, sí, por sus venas corre la sangre de los Ximeno; debe ser él quien acuda a la boda de Blanca. Pero serás tú quien tome las decisiones en mi ausencia. Deposito en ti toda mi confianza.