7
Año del Señor de 1194 (cuatro años después)
Nicolás se afanaba sobre la pieza de alabastro que tenía ante sí. Sentía los brazos doloridos y la nuca le ardía tras las largas horas de trabajo. Con un movimiento enérgico sacudió la cabeza para desentumecer los músculos y entonces la capa de polvo blanquecino que le cubría los cabellos se precipitó ante sus ojos, haciéndole parpadear. Sopló con fuerza hacia lo alto para apartar el flequillo. Ante él, apoyado sobre un sólido caballete inclinado, descansaba un tablero rectangular de tres por dos palmos. Era el último ataurique que Ismail le había ordenado labrar, sobre aquel material más blando que la piedra, pero mucho más sólido que el yeso en que se solían realizar.
La humedad que rezumaba del botijo a sus pies le invitó a alzarlo para refrescarse. Primero se enjuagó la boca y escupió el líquido blanquecino en el suelo del taller. Luego se deleitó trasegando varios tragos largos.
—¿Has terminado? —preguntó Ismail desde el extremo opuesto. Allí había pasado la mañana trabajando en un hermoso capitel para la mezquita.
Nicolás, con la boca aún llena de agua, afirmó con un sonido gutural y asintió con la cabeza. En un lateral del caballete, junto al juego de cinceles, buriles, carboncillos y reglas, descansaban varios pinceles de crin. Tomó el más fino y comenzó a limpiar el polvo entre los arabescos. Sonrió satisfecho al terminar. Los motivos vegetales, las ramas entrelazadas y las hojas de cien tamaños y formas se entremezclaban en un trazado armonioso y sutil, asombrosamente semejante al dibujo en pergamino que había utilizado como modelo. Quizá aquella vez Ismail no pudiera oponer ningún reparo a su trabajo.
El anciano se acercó despacio, bajo la atenta mirada de su discípulo. Había superado los setenta y solía decir que Alá le había permitido vivir dos vidas. Sin embargo, en los años que Nicolás llevaba junto a él, en pocas ocasiones lo había visto abandonar su trabajo diario. Sin duda, era aquella actividad la que lo mantenía activo y vigoroso. El joven se apartó, limpiando el pincel contra la palma de la mano y dejó, expectante, que escrutara el resultado.
Ismail entornó los ojos. De repente, tomó la pieza de alabastro entre las manos y la levantó sin demostrar esfuerzo. Caminó con ella unos pasos y salió de la protección del tejadillo para ponerla bajo la luz directa del sol. Sus facciones se endurecieron; el corazón de Nicolás dio un vuelco cuando lo vio negar con la cabeza. Por fin, depositó la plancha en el suelo, sobre una enorme piedra sin desbastar.
—Es el trabajo de un buen alarife, a la altura de los mejores. Pero no es suficiente —juzgó el anciano señalando velozmente con el dedo una decena de imperfecciones—. No lo es para ti. A ti puedo… ¡debo! exigirte más.
—Al menos no la has hecho añicos arrojándola contra el suelo, como en las otras ocasiones —ironizó Nicolás.
—No lo merece —concedió con media sonrisa—. La usaremos con otras en la decoración de la mezquita. No eres el único que ha utilizado este modelo. Pero, si quieres ser mejor que ellos, deberás seguir perfeccionando tu técnica.
Nicolás asintió, pero su rostro reflejaba desánimo.
—Llevo años dedicando a esto todo mi tiempo, paso aquí los días festivos mientras mis camaradas se divierten en la cantina —se lamentó—. Cuando empecé jamás creí que fuera a ser… tan duro. Quizá no sea lo bastante bueno.
Ismail apretó los labios en un gesto de fastidio. Regresó al taller y volvió con una talla similar, que depositó en el suelo, cerca de la primera.
—¿Cuánto hace que terminaste esta?
—No hará un año.
—¿Ves alguna diferencia?
Nicolás paseó la mirada por ambas de forma alternativa y asintió con la cabeza.
—La veo —afirmó.
—También yo la veo. La definición, la soltura del trazo, su regularidad… Todo ello indica mayor seguridad en cada movimiento. Las imperfecciones, producto de un simple golpe mal dado, se han reducido de forma evidente —ponderó mientras señalaba varias de ellas en la pieza que acababa de traer—. Y mientras haya evolución merece la pena que sigas adelante. Cuando domines a la perfección la técnica, cuando seas capaz de escoger en cada momento el instrumento más adecuado, cuando te resulte innecesario pensar antes de dar cada golpe con la máxima destreza… entonces estarás en disposición de medirte con los mejores. Incluso con los maestros que tallaron la puerta de San Nicolás, los que ahora inician su trabajo en el claustro de la colegiata, esos a quienes tanto admiras.
—¡No estaré nunca a su altura! —Nicolás se dio la vuelta y se alejó con los dos brazos colgando a sus costados. Llegó al otro extremo del patio y le dio una patada a una cuña de madera que se estrelló contra la pared—. Si soy incapaz de reproducir cientos de hojas idénticas en alabastro… ¿cómo haré para esculpir doce rostros diferentes en un capitel de piedra?
—Con paciencia, mi joven amigo. No quieras trillar la mies antes de arar la tierra, enterrar la semilla y dejar pasar el invierno para segar las espigas.
—Esta cosecha empieza a retrasarse —repuso con sarcasmo, apoyado en el poste del lado opuesto—. Temo que no llegue a dar fruto.
—Será mejor que regreses a casa. Ahora estás cansado —le aconsejó Ismail—. O haz un alto en esa cantina y diviértete con tus amigos.
Nicolás, con el despecho aún en el semblante, se impulsó de improviso con la pierna que apoyaba en el madero a media altura. Cruzó el patio con desgana en dirección a la tina repleta de agua del pozo, donde acostumbraban quitarse el polvo de encima.
—Creo que eso haré —respondió mientras, con rabia contenida, se despojaba de la camisa—. Al menos el vino me ayudará a ver las cosas de otra manera.
Apoyó los dos brazos en el borde de la artesa y, de improviso, sumergió la cabeza entera en el agua. Permaneció así un buen rato, hasta que se incorporó para tomar aire. La sacudió con fuerza y sus cabellos rociaron las paredes de adobe con una lluvia fina. Se tomó tiempo para lavarse los brazos, las axilas y el pecho, sin hablar y sin volverse a mirar a Ismail. Luego tomó el paño que colgaba junto al viejo abrevadero y comenzó a secarse, aún de espaldas.
—Sabes dónde encontrarme —escuchó decir al anciano mientras su voz se perdía en el interior del taller—. Vuelve solo cuando creas que tu esfuerzo merece la pena.
Nicolás cruzó cabizbajo el arroyo de las ferrerías, de regreso. Ausente, tropezó sobre la pasarela de madera con un muchacho que conducía del ronzal un mulo cargado de cántaros.
—¡Mira por dónde vas, cantero! —le increpó con más tono de chanza que acritud.
Nicolás se volvió lo suficiente para reconocer a uno de los zagales que trabajaban como aguadores en la obra de Santa María. Apenas ensayó un gesto de disculpa. «Cantero». Es lo que sería durante toda su vida. Quizá debiera comprender que aquel era el destino que su existencia le deparaba, compartido con su padre, con Marcel y con el resto de los compadres del taller. Y ya era un buen cantero, de eso estaba seguro. Podría ganarse el sustento con holgura, decidirse por alguna de aquellas mozas que se volvían a su paso y hacer de ella la madre de sus hijos. Aquel era el camino que había recorrido ya la mayor parte de los jóvenes de su edad. ¿Por qué tenía que malgastar sus mejores años en un empeño que, con seguridad, jamás le llevaría a ninguna parte? No era la ambición lo que lo movía, a pesar de que los escultores de San Nicolás y de la colegiata no ocultaban sus bolsas siempre llenas, ocupaban con sus familias algunas de las mejores viviendas de la villa y se permitían adquirir propiedades en el alfoz. Había oído decir que Beltrán, aquel que había trabajado en Compostela, acababa de obtener la concesión real para abrir una nueva cantera y negociaba de tú a tú con el cabildo la venta de la piedra que él mismo y su taller trabajarían más tarde.
Temía también defraudar a los suyos. Tras la marcha de Alvar, Marcel se había volcado en él y lo trataba como lo hubiera hecho con su primogénito. Después de cuatro años sin noticias de su hijo, la inquietud y la zozobra iniciales se habían ido convirtiendo en desaliento primero, y más tarde en desesperanza. Ninguno de los que habían partido con él había regresado, y las noticias que llegaban de Tierra Santa dejaban pocos resquicios para el optimismo.
El infante Sancho había retornado con su comitiva tras dejar a Berenguela en Mesina en manos de su futuro esposo, el rey de Inglaterra. El viaje hasta allí, en compañía de la audaz Leonor, se había efectuado por tierra tras un fallido intento de embarcar en Pisa. El encuentro frente a las costas sicilianas había durado solo cuatro días, los suficientes para permitir a la duquesa de Aquitania disfrutar de la compañía de sus hijos, Ricardo y Juana, la reina viuda de Sicilia. Sancho contó a su regreso que los cruzados habían perdido el invierno en Italia, pues el rey no podía partir sin esperar a la que iba a ser su esposa: el riesgo de perder la vida en combate sin un heredero en camino era demasiado elevado. Sin embargo, las noticias que llegaban de Palestina hablaban de una situación difícil y en aquellos días de primavera soplaban vientos favorables que no podían desaprovecharse. Por ello se había decidido celebrar el enlace entre Ricardo y Berenguela en Tierra Santa. La novia acompañaría a la expedición cruzada en compañía de su futura cuñada Juana.
Todas estas noticias se habían extendido con rapidez por el reino, y habían llegado también a oídos de Nicolás. No envidiaba a los infantes, e imaginaba el dramatismo que debía de haber supuesto aquella despedida. Marcel, en aquellos días, había acudido al castillo en busca de noticias de Alvar, y allí fue informado de que había embarcado junto al resto de las tropas procedentes de Tudela y de Pamplona en el mismo navío que conducía a la infanta.
Pasaron meses antes de que, en una lluviosa tarde de otoño, las campanas de todas las iglesias de Tudela comenzaran a repicar. No era víspera de día de precepto, así que los vecinos corrieron hacia la ladera del castillo para congregarse ante la Puerta Ferrena en busca de las noticias que se anunciaban. Fue el propio titular de la Cancillería el encargado de transmitir las nuevas que acababan de conocerse en la corte. Al parecer, el viaje de los cruzados había estado cuajado de contratiempos. Según los mensajeros recién llegados, fuertes vientos habían dispersado la flota, hubo barcos que consiguieron llegar a Rodas en medio de una gran tempestad, otros se hundieron, y algunos fueron arrastrados hasta las costas de Chipre. El que conducía a Juana y Berenguela estaba entre estos últimos. Aquella isla estaba en poder de Isaac Ducas Comneno, un tirano cruel que no reconocía la autoridad del emperador de Bizancio. Apresó a los náufragos y confiscó sus bienes. Ricardo Corazón de León llegó allí unos días más tarde y la actitud poco amistosa del gobernador le decidió a intentar la conquista de la isla, empresa que había concluido con éxito, pues al cabo de pocas jornadas las tropas se habían hecho con el control de Limassol, su capital.
El motivo del repicar de las campanas y de la alegría que aquella tarde se respiraba en el entorno del castillo era lo que el canciller relató a continuación. Aleccionado de los riesgos que aquel viaje entrañaba, Ricardo había decidido no esperar más y allí mismo tomó a Berenguela por esposa, en una eucaristía oficiada por el capellán real. Y los obispos de Evreux, Dax y Bayona, que acompañaban al rey en la cruzada, fueron los encargados de dar realce a la ceremonia que tuvo lugar a continuación: la coronación y consagración de Berenguela como reina de Inglaterra.
A pesar de la lluvia, del suelo embarrado y de la escasez de luz, el pueblo de Tudela prorrumpió en aclamaciones cuando el diplomático, desde su atalaya y con gran énfasis, alzó la voz para anunciar el acontecimiento.
En los años transcurridos desde aquel día, nuevos mensajeros habían llegado a la corte. El ánimo de los habitantes de la ciudad, desde el anciano rey Sancho hasta el más humilde de sus súbditos, se había visto agitado por noticias contradictorias. Los cruzados no habían logrado recuperar Jerusalén para la Cristiandad, pero sí las ciudades de Acre, Jaffa y Ascalón, de las que pocos habían oído hablar. Según los emisarios, la lucha había sido cruenta y prolongada, demasiados los caídos, e incontables los apresados por las tropas del sultán. Se supo más tarde que el rey Ricardo y Saladino habían alcanzado un pacto que permitía a los cristianos peregrinar sin trabas a Jerusalén. Tras su rúbrica, el rey cristiano y su esposa emprendieron el regreso.
Sin embargo, no habían acabado aún las pruebas que Dios tenía reservadas para los nuevos esposos. Por prudencia, como en el viaje anterior, embarcaron en distintos navíos. Primero zarpó la reina Berenguela y días más tarde lo hizo Ricardo. De nuevo el mal tiempo lo condujo a Corfú y un segundo naufragio lo depositó en Aquileia cuando se dirigía hacia Venecia. Desde allí decidió pasar junto a sus hombres a tierras germanas, pero en su periplo fue reconocido y apresado por el archiduque Leopoldo de Austria, enemistado con él durante la toma de Acre, que lo entregó al emperador germano Enrique IV.
Mientras tanto, Berenguela y Juana habían llegado a Sicilia y desde allí pasaron a Roma en busca de la protección del Papa. Cuando obtuvieron garantías para poder continuar viaje, recalaron en Pisa, Génova y por fin Marsella, donde fueron acogidas por el rey de Aragón, que las condujo a su último destino en Poitiers.
La cautividad de Ricardo Corazón de León tuvo consecuencias inesperadas en la corte de Navarra. Aprovechando su prisión, el rey francés atacó los dominios ingleses en Francia y su propio hermano Juan, el llamado Sin Tierra, trató de hacerse con el trono de Inglaterra. El rey Sancho comprendió que tendría que defender los intereses de su yerno si quería preservar la nueva alianza anglonavarra. El detonante para tomar una decisión al respecto fue la noticia de que también el conde de Toulouse se había alzado en armas junto a otros y todos ellos amenazaban la integridad del ducado de Aquitania.
Meses atrás el infante Sancho había partido en ayuda de su cuñado al frente de ochocientos hombres, una hueste que se había incrementado con las incorporaciones de mesnadas de varios ricoshombres aquitanos afectos a Ricardo. Las últimas noticias que volaban por la ciudad lo situaban en las proximidades de Toulouse donde, según se aseguraba, había tomado numerosos castillos.
Nicolás había pasado aquellos años esperando noticias de Alvar. Cada vez que los zagales recorrían la ciudad advirtiendo de la llegada de un nuevo emisario, abandonaba sus tareas y subía sin aliento las empinadas cuestas que llevaban al castillo. Unas veces Marcel y los otros estaban ya allí, otras llegaban más tarde, siempre con el corazón palpitante y con la misma falta de resuello. Una y otra vez habían regresado a casa cabizbajos, derrotados por aquella suerte de tortura sostenida a lo largo de tantos años. Las noticias de los naufragios, de la conquista de Chipre o de las terribles luchas a las puertas de Acre habían ido minando su confianza. El relato de la decisiva y heroica participación de los hermanos templarios y hospitalarios en la toma de Jaffa había terminado con las escasas esperanzas de saber de Alvar. Ni Marcel ni Sophie eran ya los mismos desde el día en que comprendieron que, con toda probabilidad, nunca volverían a verlo. También Beñat y Martha se habían vuelto más reservados y taciturnos, y se echaba de menos la antigua alegría infantil que había inundado su casa.
Nicolás, absorto en sus pensamientos, atravesó la puerta de la morería y entró en la parte cristiana de la ciudad. No eran tan diferentes. El trazado de las calles se había alterado en las décadas transcurridas desde la conquista, pero algunos de los pasadizos y los recodos sin salida continuaban allí, muchas de las viejas viviendas musulmanas aterrazadas se mantenían en pie y los callejones seguían siendo angostos e irregulares para impedir el paso del sol y la circulación de los vientos. Sin embargo, aquel día se respiraba un ambiente especial, como si los muchos viandantes esperaran algún acontecimiento. Los zagales tomaban posiciones en las tapias, y los demás se pegaban a las paredes como si se dispusiera a cruzar la villa el séquito de algún ricohombre, quizá alguna embajada o una misión comercial. En la bocacalle más cercana divisó al grupo de jóvenes que el contacto cotidiano y el paso de los años había convertido en sus mejores amigos y se aproximó a ellos.
—¿Qué se espera, Guillén? —preguntó al más próximo, uno de los canteros del taller de Marcel.
—¿Dónde habrás estado metido toda la mañana que no te has enterado? —bromeó. Era un muchacho de su edad, pero unos feos huecos en las encías y dos amplias entradas en la frente le echaban encima media docena de años. Recientemente había tomado esposa y ya esperaba su primer hijo.
—En la morería, como siempre —respondió.
—Con ese viejo escultor, ¿no es así? —Se aupó sobre las punteras para otear el fondo de la calle, de donde parecía provenir un lejano griterío—. Deberías pasar más tiempo con los de tu raza, en vez de emplear todas tus horas con ese infiel.
—¿Qué ocurre? —insistió Nicolás, ignorando el reproche.
—Ha sido mañana de juicios en el atrio de San Pedro. Y esperamos a que se cumpla el castigo del último. Tienen que pasar por aquí.
—¿Quién tiene que pasar?
—El reo y los sayones, claro.
—¿No será ningún condenado a la horca?
—No, mucho más divertido —rio Guillén—. Varios vecinos llevaban semanas denunciando el robo de los gatos de sus casas, y ayer pillaron al bribón en plena faena, con varios de ellos dentro del saco. Al parecer los vendía por las haciendas cercanas al río para ahuyentar a las ratas, que allí son plaga. No ha tenido más remedio que confesar.
—Y no ha podido pagar la multa —supuso Nicolás. Conocía bien el procedimiento que el Fuero de Tudela establecía para un delito como aquel, pues lo había presenciado en varias ocasiones. El reo debía ser conducido a la plaza, donde los sayones sujetaban al gato por el cuello con una cuerda. El otro extremo era atado a una estaca clavada en el suelo, de forma que la longitud libre del cordel fuera de un codo. Entonces el ladrón debía tomar un saco de mijo, si lo tuviera, y empezar a verterlo por encima del gato, como cae el cereal desde la tolva a la muela, hasta que el animal quedase cubierto por el grano e incapaz de moverse. Esa cantidad de mijo era la multa que quedaba en poder del dueño del gato robado.
—Es un zagal de catorce años —explicó su colega—. El padre tiene hacienda, pero se ha negado a sacar al hijo del apuro, como escarmiento.
—Bien nos vendrá para soltar unas buenas risas, que falta nos hace —añadió otro que se había girado hacia él.
El alboroto se fue acercando hasta que la calle se vio invadida por el gentío. Los primeros andaban a regañadientes, tratando de volverse para contemplar el espectáculo que se desarrollaba en el centro del tumulto. El rapaz, desnudo de cintura para arriba, avanzaba tratando de abrirse paso entre la gente que entorpecía el paso. Llevaba un gato negruzco colgando del cuello, a la espalda, y los sayones lo seguían atosigándolo con largas varas de mimbre. El animal, espantado y furo, se defendía desgarrando la piel del infeliz, que sangraba de forma abundante.
Se vieron empujados por la gente que vociferaba y reía ante el espectáculo. De vez en cuando las varas de los sayones se posaban sobre la espalda de aquellos que trataban de impedir el avance del condenado.
—¡Adelante, que ya queda menos! —exclamó entre risas Guillén.
Nicolás sabía que la pena consistía en atravesar la ciudad de aquella guisa, desde la Puerta del Puente hasta la de Calahorra. Aún no había completado el chico la mitad del recorrido y sus ropas, sujetas a la altura de la cintura, se veían ensangrentadas por completo. Tratando de librarse de los empujones, Nicolás dio varios pasos atrás, hacia la calle que se abría a su espalda. Algo alejado del griterío, pudo escuchar una voz que por su dulzura desentonaba con el resto.
—¡Pobre chico! Duro castigo para quien es poco más que un niño…
Nicolás se volvió despacio. Sus ojos se tropezaron con los de una muchacha que se cubría el cabello y los hombros con un capuz de tela opaca y oscura, aunque ligera. Vio en ellos reflejada la piedad y la compasión que acababa de expresar en voz alta, al parecer sin poderlo remediar. Ella, medrosa y cohibida por su inesperada atención, retiró la mirada con rapidez. Nicolás se olvidó del cortejo y de los gritos de quienes lo seguían. Sintió un pálpito que nunca antes había experimentado y, aunque anhelaba volverse para contemplar de nuevo aquel rostro, permaneció indeciso un instante. Un sexto sentido le advirtió de que, si no se giraba entonces, quizá ya fuera tarde. Cuando lo hizo, la vio alejarse calle abajo con paso ligero y decidido, sin que las sandalias, que asomaban bajo sus ropas, demasiado oscuras para una muchacha tan joven, arrancaran ningún sonido del empedrado. Antes de llegar al cabo de la calle aflojó el paso y, con sutil disimulo, llegó a volverse. Nicolás, aun de manera fugaz, observó su perfil antes de que doblara la esquina.
—¿Qué te pasa? Te has quedado pasmado, ¡ni que hubieras visto un alma en pena! —Nicolás dio un respingo cuando Guillén le puso la mano en el hombro.
Otro de los canteros se acercó a ambos.
—Quizá no ha sido un alma en pena lo que ha visto —soltó entre risas—. Si no me equivoco la muchacha que estaba a su lado era María, la sobrina del prior Guillermo.
—¡Tiago, Maldita sea! ¿Por qué no has avisado? —bromeó.
—¿A ti? No está hecha la miel para la boca de los cerdos.
El cantero no vio venir el puñetazo que le asestó Guillén en la boca el estómago. Se dobló, casi sin respiración, pero no debían de ser infrecuentes aquellas chanzas entre ellos porque, en vez de devolverle el golpe, se incorporó sujetándose el vientre. Nicolás tuvo la impresión de que era más por contener la risa que por el dolor de la puñada.
Guillén volvió a pasar el brazo por el hombro de Nicolás.
—Amigo, si has podido verle el rostro, vete olvidándote de esa visión angelical. —Hizo un gesto cómico de la mano, levantándola al tiempo que agitaba los dedos como si imitara el vuelo de un pájaro—. Es la sobrina del nuevo prior y es huérfana; sin tardar acabará en la clausura del monasterio de Tulebras.
Nicolás experimentó una desazón que no se explicaba. De repente, el malestar tras el duro juicio de Ismail acerca de su trabajo parecía haber quedado enterrado por una inquietud mayor. Trató de discernir el motivo de aquel desasosiego y no tuvo ninguna duda: hacía dos años que Guillermo Durán estaba al frente del monasterio y del cabildo de la ciudad, tras la muerte repentina del prior Forto. Su fama de hombre riguroso, endiosado y lejano se había hecho proverbial.
—Ven con nosotros —propuso Guillén, risueño—. Hace tiempo que no te dejas caer por la cantina.
—Otro rato. —Nicolás trató de escabullirse, distante—. No he tenido buen día.
—¡Precisamente! ¡Nada mejor que una jarra de vino para eso! —Seguía con el brazo rodeándole el cuello, y aún lo atrajo más hacia sí, sin dejarle escapatoria—. ¿O es que el ahijado del jefe de taller no quiere mezclarse con el resto de los camaradas?
El tono de Guillén seguía siendo de chanza, pero a Nicolás no le pasó desapercibido el comentario. No era la primera vez que escuchaba alguna insinuación similar, y por nada del mundo deseaba que aquella impresión se extendiera. Se sentía aturdido por la visión de aquella joven, quizá más que Tiago tras el puñetazo de Guillén, pero ¡qué diantre!, el hecho de que fuera la sobrina de aquel hombre la situaba en posición inalcanzable. Además estaba deseando beber unos tragos…
Se mezcló con el grupo de camino a la colegiata. En su entorno, en las calles más frecuentadas de la ciudad, se concentraban las tabernas, las fondas y los figones. También abundaban los hornos, despachos de vino, pequeñas tiendas permanentes donde los artesanos vendían a diario sus manufacturas, y cien negocios que abrían sus puertas al paso de los muchos transeúntes.
Nicolás hizo ademán de detenerse en el local que solían frecuentar.
—¡Ah, no! Hemos encontrado un lugar nuevo. —Tiago, que encabezaba el grupo, se giró cuando ya pasaba de largo—. Hace pocas semanas que abrió. Te lo mostraremos.
Doblaron la esquina y entraron en una bocacalle que se abría al solar donde se alzaba el perfil desmochado del templo en construcción. Era un callejón estrecho flanqueado a ambos lados por edificios de dos y hasta tres alturas cuyos aleros, que no distaban más de dos codos, apenas permitían el paso de la luz del día. Eran de construcción relativamente reciente, levantados sin duda al calor de la gran demanda de viviendas para los nuevos pobladores. Las viejas viviendas de moros, de una sola altura, habían sido derribadas en toda aquella manzana, y los solares se habían aprovechado para levantar aquellas otras capaces de albergar a varias familias, amén de proporcionar espacio para otros usos a pie de calle. A media distancia entre los dos extremos del callejón, un tablero de madera suspendido con dos eslabones de un vástago metálico anunciaba el nombre del negocio. Nicolás no había reparado antes en él y lo observó con atención. Había sido grabado a fuego con un punzón al rojo y luego engrasado para protegerlo de la intemperie.
—La Tabla Negra —anunció Guillén desde atrás mientras le apoyaba la mano en la espalda—. Entremos. Te gustará.
Una sencilla arcada de ladrillo enmarcaba la puerta partida cuya hoja superior se encontraba abierta por completo. Uno de los canteros empujó la inferior y los demás lo siguieron cuando entró. Ya antes de pasar bajo el dintel, Nicolás percibió olores que le hicieron recordar las horas que llevaba sin probar bocado. Habitualmente comía algo en compañía de Ismail para prolongar la jornada, pero aquel día la estancia en casa de su maestro había terminado antes de tiempo y de manera abrupta.
En el interior, en penumbra, una docena de parroquianos hablaban a voces sentados a sus mesas. El local estaba iluminado por dos ventanas contiguas que daban al callejón, amén de la luz procedente de un amplio hogar ennegrecido y repleto de espetones que ocupaba la mayor parte del muro lateral. El enorme cañón de chimenea que lo cubría parecía atraer el humo hacia sus entrañas, aunque una parte de él se escapaba por los bordes para asaltar la nariz de los recién llegados. Nicolás reconoció al hombre que cuidaba las piezas de carne sobre las brasas, aunque no lo hubiera identificado como dueño de aquel figón.
—¡Vino para ocho, Tristán! —voceó Guillén mientras se dirigía a una de las mesas más alejadas del fuego—. Y pon dos pares de conejos más en esa brasa.
—Mi esposa os atenderá como merecéis —respondió ufano el posadero mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¡Alodia, sube más vino, que tenemos animada a la clientela!
Los parroquianos se repartían por el resto de las mesas que llenaban el recinto. Solo a una de ellas había llegado una cazuela de barro repleta de una carne de aspecto jugoso que Nicolás no pudo identificar. Tres hombres con indumentarias poco usuales se acababan de repartir grandes pedazos de una hogaza y empezaban a atacar las humeantes viandas. Junto al hogar, una puerta permitía vislumbrar lo que parecía una recocina y en la pared frontal se abrían otras dos. Una de ellas dejaba pasar un haz de luz desde un patio descubierto, donde Nicolás adivinó que estarían las letrinas. La otra, reforzada con piezas de hierro remachadas, mostraba un grueso cerrojo corrido. Por fin, una sólida escalera de madera adosada al muro se perdía en lo alto.
—Por la cuenta que le trae nos atenderá bien —comentó uno de los canteros—, acaba de abrir el negocio y la competencia es grande.
—También es grande la parroquia, Ezequiel; esta villa tiene ya más fuegos que Pamplona —observó Guillén—. Tú y yo sabemos de otros figones donde la brasa arde en la recocina y no a la vista…
—… Y la carne se sirve bien troceada, como si estuviera destinada a la boca de criaturas —siguió Tiago entre risas—. Así nadie se para a comprobar si aquello es conejo o gato.
Nicolás esbozó una sonrisa franca. Le caía bien Tiago. Era huérfano de madre —casi podía decirse que también de padre, pues era un borracho que nunca se había ocupado de él más allá de permitirle ocupar un rincón de su casa—, pero había sabido ganarse la vida a base de trabajar duro en la cantera, y más tarde en el taller. Lo mejor de él era el humor envidiable que mostraba a todas horas y a pesar de todo.
—O cachorros de perro recién destetados —añadió, provocando un gesto de repulsión en los demás.
—¿Acaso pensáis que el zagal de esta tarde vendía todos los gatos robados para que cazaran ratas?
—También, o para cazarlas él mismo, que tampoco dan mal sabor al puchero —siguió Nicolás.
Los gestos de asco y las risas se mezclaron alrededor de la mesa.
—¡Rediós, callad, que me vais a revolver las tripas! —gruñó Guillén con la mano en el vientre y la nariz arrugada—. ¡Alodia! ¿Viene ese vino o no?
—¡Ya va, ya va! —La voz surgió de la recocina antes de que apareciera en el umbral una mujer entrada en carnes que se secaba las manos con el delantal.
—Y tú, Tristán. Esos conejos… los sirves con cabeza, que se vean bien los dientes. —Soltó una carcajada que se extendió por toda la mesa.
—En mi casa todo está a la vista —repuso el posadero siguiendo la chanza.
La mujer asió una cántara de barro que reposaba en el suelo y pasó junto a ellos, entre dos mesas, para abrir la puerta que permanecía cerrada con candado. Cuando pasó a su lado, Guillén le tentó las nalgas con gesto lascivo. Las risas subieron de intensidad cuando la posadera se volvió y clavó en él una mirada de reproche y advertencia. Sin embargo, alzó la barbilla con gesto digno y apretó el cántaro bajo el brazo izquierdo mientras llegaba a la puerta cerrada, cuyo cerrojo liberó con brío. Una corriente de aire frío llegó hasta la mesa. Nicolás disfrutaba de un olfato fino, y notó el olor a moho propio de una bodega, pero también otros aromas tan intensos como aquel, que no supo identificar. La cantinera se perdió en la penumbra de una escalera de caracol que descendía de forma marcada.
No tardaron mucho en tener una jarra de vino fresco y aromático sobre la mesa. La comida llegó con la segunda jarra, y fue el propio posadero quien la trinchó en la fuente de barro mientras uno de ellos rebanaba una hogaza de pan de centeno. Con habilidad, ayudándose con la mano, Tristán terminó de despiezar los conejos con una daga bien afilada, mientras las manos de los hambrientos comensales se juntaban sobre el recipiente para llevarse al pan el primer bocado. También Nicolás lo hizo, ávido como los demás. Alzó la mirada cuando observó que las manos de Guillén permanecían aferradas al borde de la mesa, rígidas. El posadero, antes de retirarse, se había situado detrás de él y, con disimulo, apoyaba el filo de la daga en el cuello del cantero. Se inclinó para hablarle al oído y Nicolás tuvo que leer sus labios para terminar de comprender.
—En La Tabla Negra no se sirven gatos sino conejos —musitó con aplomo y sin rastro de broma—. Y en mi casa solo yo le manoseo las nalgas a mi mujer. ¿Lo has entendido? Porque si lo olvidas, sé lo que tengo que poner en tu vaso para que no te puedas apartar de la letrina en tres días.
Guillén, con semblante de desconcierto, asintió con cautela, tratando de apartarse del filo cortante. El posadero aflojó la presión, y compuso de inmediato una expresión afectada y risueña.
—¡Que tengáis buen provecho!
Nicolás tuvo que ahogar la risa ante la palidez del rostro del cantero. Miró a los demás, mudos y ensimismados con la comida, y comprendió que ninguno había sido testigo de lo sucedido. Por fin, Guillén carraspeó, tragó saliva y extendió la mano hacia la cazuela de barro, tratando de recomponer el gesto.
Vaciaron cinco jarras antes de sentirse ahítos. Los hombres que comían ya a su llegada se habían levantado, pero Nicolás observó que no se dirigían a la salida, sino que, más por señas que de palabra, el dueño del figón les indicaba la puerta por la que poco antes se había perdido la posadera en busca de la bodega. Los tres extranjeros asintieron y saludaron al pasar a su lado llevándose la mano a los chocantes bonetes con que se tocaban. Tristán accionó el cerrojo y les franqueó el paso. De nuevo aquel aroma extraño que se mezclaba con el olor a moho y humedad invadió la taberna. Ninguno de los dos le resultaba desagradable. Los extraños parroquianos se perdieron escaleras abajo, pero el tabernero cerró la puerta tras ellos y regresó para dar vuelta a los espetones.
—¿Qué buscan? ¿Se vende vino en la bodega? —se le ocurrió preguntar a Nicolás—. ¿Quién lo despacha?
—¡Escucha, Tristán! Nuestro amigo pregunta si despachas ahí abajo de este vino aguado —vociferó Tiago con la boca pastosa.
—¡Calla, patán! Aquí el agua no entra más que para baldear el suelo y arrastrar vuestros gargajos. Si estuviera aguado no se te trabaría la lengua —respondió con rapidez—. No te niego que aromático sí pueda resultar…
Las carcajadas llenaron el local.
—Nicolás, compadre… —Guillén trató de controlar la risa—. No hemos cambiado de cantina por el vino que sirve este truhan. Ni esos comerciantes sicilianos han entrado aquí solo a llenar la panza.
—En ese caso, bajemos. —Nicolás se levantó de improviso, irritado y harto de ser el objeto de las burlas. El banco que compartía estuvo a punto de volcarse y dar con sus ocupantes en el suelo.
Las risas de los demás se reprodujeron. Guillén miró al posadero y este asintió de forma apenas perceptible.
—Bajemos —rio—. Para eso estamos aquí.
Guillén se adelantó, liberó el cerrojo y abrió la puerta. Tiago, que parecía ser el más afectado por el vino, empujó a Nicolás tras él apoyando las dos manos en su espalda. Los demás los siguieron.
El resplandor de una tea que se adivinaba unos peldaños más abajo apenas permitía ver dónde ponían el pie. Nicolás se ayudó de los brazos para apoyarse en ambos muros y siguió a Guillén. A medida que descendían el olor se hacía más penetrante y el aire más denso, como si el humo del figón se colara escaleras abajo. Los escalones terminaban en un pequeño descansillo al que se abrían dos arcos en ángulo recto. Uno de ellos aparecía cerrado por una puerta que dejaron a su izquierda. Del otro colgaba una tosca tela de arpillera que Guillén apartó con decisión. Ante ellos se abrió una amplia estancia abovedada hecha de piedra y adobes, iluminada por varias lámparas de sebo que colgaban de lo alto y de varios soportes de hierro fijados a las paredes. El suelo estaba pavimentado con losetas rojizas de barro cocido que parecían rezumar humedad y varias alacenas horadaban los muros a intervalos regulares.
Nicolás trató de escrutar el local, pero una densa neblina se lo impedía. Las volutas de humo no surgían de ningún fuego, sino de varios artefactos en manos de algunos de los hombres que ocupaban las mesas. En la más cercana reconoció a los tres extranjeros que acababan de sentarse. Uno de ellos acercaba la mecha a la cazoleta de uno de aquellos artilugios y aspiraba con fuerza por el extremo del tubo que la unía a una boquilla.
—¿Qué hacen? —preguntó sin poder contener su curiosidad, aunque de inmediato se escucharon nuevas risas tras él.
—Es hachís.
—¿Lo queman y aspiran su humo?
Guillén asintió sonriendo.
—Algo bueno nos tenían que dejar los moros —rio Tiago—. Quizá no bebieran vino, pero no por ello dejaban de embriagarse.
—¿Se embriagan con el humo? —se asombró Nicolás.
—O masticándolo. ¿Acaso no habías oído hablar de ello?
—Sí, pero no sabía que…
La frase quedó sin terminar cuando Guillén avanzó entre las mesas rodeadas por hombres repartidos en grupos o en parejas. Fue entonces cuando algo atrajo el interés de Nicolás: el centro de cada mesa estaba ocupado por un tablero rectangular de madera al que los presentes parecían prestar toda su atención, hasta el punto de no reparar en los ruidosos recién llegados.
—¡Son tableros de juego!
—El juego de tablas.[3]
Nicolás había oído hablar de él, pero no lo había visto nunca. Se acercó a la mesa más próxima, a la que se sentaban dos hombres que frisarían la treintena. Como los demás, estaban absortos en el tablero sobre el que se disponía, sin orden aparente, una multitud de piezas circulares de madera, las tablas, blancuzcas una mitad, negras la otra. Todas ellas, sin embargo, parecían estar alojadas en una suerte de nidos separados por crestas salientes que se disponían alrededor del tablero. En el centro de cada lado, dos barras de madera enfrentadas que no llegaban a tocarse dividían el casillero en cuatro partes iguales. Uno de los jugadores acababa de lanzar tres dados en el centro, provocando un sonido que se repetía de forma periódica en todas las mesas cercanas.
Junto al borde, dos montones similares de monedas perfectamente apiladas esperaban sin duda a que el final de la partida decidiera su destino.
—¡Se cruzan apuestas!
—Ese es el mayor de los alicientes —sonrió Guillén—. Nadie jugaría por simple diversión, pronto se acabarían cansando.
—Pero la Iglesia no aprueba…
—¿Acaso permite la Iglesia los burdeles? —La risa que sonó a su espalda era de nuevo la de Tiago—. ¿Y acaso por ello cierran sus puertas? Dime ahora que tampoco has pisado ninguno…
Nicolás se guardó la respuesta. En la mesa contigua los jugadores estaban flanqueados por otros dos hombres que observaban el desarrollo del juego con atención y se hablaban en voz baja. Allí eran cuatro los montones de monedas que se apilaban a un lado.
—Claro, «La Tabla Negra». Ahora comprendo…
Mientras los demás buscaban asiento, Nicolás se entretuvo observando el desarrollo de la partida, sin llegar a comprender el objetivo de ninguno de los movimientos. Permaneció allí largo rato, hasta que vio que sus camaradas tenían dispuestos varios tableros en sus mesas. Se disponía a acercarse a la que compartían Guillén y Tiago cuando, de improviso, un estruendo surgió del fondo de la estancia.
—¡Maldita sea! ¡Que el demonio te lleve!
Un hombre joven se levantó de la mesa lanzando al suelo los dados, las tablas y los dineros que se apilaban junto al tablero. El banco que había ocupado se estrelló contra el muro. Dedicó una mirada cargada de rabia a su oponente, arrojó a un rincón la pipa de hachís aún humeante y se encaminó hacia la salida. Algunos apartaron sus bancos para dejarle paso y aun así no pudieron evitar los empellones con los que trataba de abrirse paso. Nicolás observó que vestía chilaba, a la manera de los moros.
—¡Cuida dónde pones tus sucias manos, moro asqueroso! —le increpó Tiago, al tiempo que le devolvía el empujón.
También Nicolás se metió entre dos mesas para no cruzarse en su camino. Parecía fuera de sí y mostraba los ojos inyectados. Por un instante sus miradas se cruzaron y el jugador se detuvo en seco. Lo escrutó de la cabeza a los pies mientras una expresión de sorpresa se dibujaba en su rostro. Entonces escupió al suelo con desprecio. Por fin, el nieto de Ismail siguió adelante, cruzó el arco de entrada y se perdió en la penumbra de las escaleras.
Nicolás, aún boquiabierto, pronto ató cabos. Sabía bien de los problemas de Ismail con aquel cretino; él mismo había sido testigo de varios enfrentamientos cuando Omar llegaba a casa ebrio y exigía más dinero de su abuelo. Ahora comprendía que no solo gastaba en vino y prostitutas, y que el alcohol no era lo único que lo alteraba.
De nuevo Nicolás se sintió atrapado por la congoja con la que había entrado en aquel antro antes de que el vino, al que estaba poco acostumbrado, nublara su entendimiento. Parecía haber recuperado de pronto la lucidez y, con ella, también había regresado a su mente la imagen de la muchacha.
—Creía que los de su credo tenían vetado el juego con apuestas —acertó a decir, al tiempo que lo asaltaba una repentina náusea.
—Pregúntale a Tristán, él sabe mucho de tahúres —rio Tiago—. Todo lo contrario. Asegura que el juego de tablas procede de un antiguo juego árabe llamado Nard. ¡Se lleva practicando en Tudela cientos de años! Incluso arriba, en el castillo, se juega a dados y a tablas. Dicen que el heredero es un apasionado de las apuestas, y que los cortesanos temen sus desafíos.
Por un instante envidió a sus camaradas, al parecer libres de sus preocupaciones.
—¡Mira, aquí lo tienes! —exclamó Guillén vuelto hacia las escaleras—. Tú mismo puedes preguntárselo.
Tristán, sin embargo, mostraba una mezcla de expectación y preocupación en el semblante cuando se detuvo bajo el umbral. Nicolás creyó que no habría podido evitar un encontronazo con Omar si había tenido que acudir a abrirle la puerta. Con dos sonoras palmadas llamó la atención de todos.
—Amigos, aquí no llega el sonido de las campanas, pero todas las de la ciudad han comenzado a tañer con el toque de difuntos. Los mozalbetes corren por las calles asegurando que el viejo rey Sancho ha muerto.