CAPÍTULO 5
Día nublado de un enero oscuro, frío y brumoso. Miro la temperatura en la aplicación del móvil. Dos grados. El vaho sale de mi boca y en un arrebato de optimismo, porque no hay nada mejor que poner al mal tiempo buena cara, juego a que estoy fumando y que el gélido aliento que expulso es el humo de un cigarro. Germán se ha quedado durmiendo. No le he querido despertar. Me ha prometido que solo estaremos dos o tres días en la casa de sus padres hasta que encontremos un lugar donde vivir para nosotros solos. La casa es un antiguo molino de agua reformado, construido sobre una pequeña cascada de un afluente del río Limia. De esa corriente de agua de la cascada se sacaba la fuerza motriz para mover la piedra del molino. Tiene una vivienda de seis habitaciones en la primera planta, con cocina de ensueño y dos baños con bañera y ducha de hidromasaje, los lujos que se permiten en los pueblos por no tener que pagar el metro cuadrado a precio de oro, y en el bajo hay un enorme restaurante, O Muíño, la fuente de ingresos familiares desde los ochenta. Hasta poco antes de morir, el padre vivió obsesionado con conseguir una estrella Michelín. Se fue a la tumba sin lograrlo. Y ahora es su viuda, mi suegra, y Demetrio, el hijo que trabaja con ella, los que anhelan la estrella. Simplemente por no traicionar el sueño del padre, supongo. Yo, por la tarde, ya he concertado tres citas para ver pisos. Aunque a Germán la idea de los pisos no le emociona. Aquí nos podemos pagar una casita con jardín, mira qué precios.
La cena de anoche fue bastante incómoda. Es verdad que mi suegra se esfuerza en tratar de volver a la normalidad, superar cuanto antes la ausencia de su marido, pero le cuesta. Cada vez que le preguntas qué tal está, ella siempre contesta a la gallega, con el gerundio que más nos define y que más se utiliza aquí: tirando. Que es una manera de ir muy característica. Con resignación, sin dejar de intentarlo, poniendo al mal tiempo buena cara, pero tampoco demasiada, que no está el horno para bollos. Que se sepa que vamos, que nos esforzamos, que lo intentamos, sin cejar en el empeño, pero sin llamarnos tampoco a engaño. ¿Ir? Vamos. ¿Con alegría? No, tirando.
—¿Qué tal, Claudia? ¿Cómo vas?
—Tirando.
Germán trata de animarla, pero todas las ocurrencias que en el pasado siempre aplaudía de su hijo menor ahora apenas sirven para arrancarle una sonrisa. Quería haber celebrado anoche una cena con todos los hijos, pero imaginó que llegaríamos cansados del viaje y decidió posponerla. Tiene algo importante que decirnos. Así que mañana o pasado tocará cena con todos los hermanos.
Podría ir andando hasta el instituto, pero con este frío y esta humedad en el ambiente creo que será una caminata bastante desagradable. Maldito frío gallego que te cala hasta los huesos y no hay manera de protegerse ante él, que busca cualquier rendija para colarse. Además, temo que se ponga a llover y llegue calada. No quiero que sea esa la primera impresión que tengan de mí. Así que me decido a ir en coche. Nanuk, que se ha despertado, como siempre, cuando yo lo he hecho, me sigue a todas partes y tan pronto abro la puerta del conductor se cuela dentro. Tengo que insistirle para que salga.
—Que me voy a trabajar, Nanuk. Abajo.
Ni caso. No me queda otra que cogerlo del collar. Y lo llevo hasta la casa. Cierro la puerta y oigo sus gemidos. Es un gran teatrero. El rey de la manipulación, pero yo ahora no tengo tiempo ni ganas para ceder a sus chantajes. Ya lo sacará luego Germán cuando se levante. La verdad es que da gusto verlo correr por toda la finca. Es el más feliz de estar aquí. Y supongo que ya solo por eso merece la pena.
Subo al coche, trato de arrancarlo, pero debido a la helada nocturna, no lo consigo. Estornudo por décima vez en lo que va de día. Llevo dos días estornudando. Desde que empezamos la mudanza el polvo acumulado en los libros que hemos estado metiendo en cajas ha disparado mi alergia. Voy dopada de antihistamínicos. Y para despertar del letargo de las pastillas me tomo un café cada tres horas. Antihistamínicos y litros de cafeína, así llevo desde ayer. Normal que haya dormido como he dormido. Mal, muy mal.
Vuelvo a intentar por enésima vez arrancar el motor, pero no hay forma. Así que no me queda más remedio que ir andando. Es un paseo de quince minutos, tú puedes, Raquel. Que es tu primer día, aprovecha esa energía, vale, mermada por el insomnio y la alergia y alterada por el café. Pero si buscas bien dentro de ti, ahí sigue casi intacta tu ilusión por conocer a los chavales, a tus compañeros. Como cuando eras pequeña y esperabas en secreto que llegara septiembre para empezar el curso. Ese olor a libro recién estrenado era tan maravilloso como partir una barra de pan apenas sacada del horno. Olores embriagadores. Los mejores del mundo.
Las calles parecen muertas. Apenas dos furgonetas y cuatro turismos. Supongo que los pueblos con esa alta tasa de paro no tienen necesidad de madrugar. Las luces de Navidad aún están colocadas, y no sé por qué, encendidas, creando un efecto de lo más curioso: la calle envuelta en el manto blanco y espeso de la niebla de la que solo sobresalen los haces de luz de los faros de los coches y los puntitos de colores de las bombillas navideñas.
Al cruzar uno de los pasos de cebra, siento que un coche se me viene encima. Doy un salto hacia atrás y el coche frena de golpe. Gracias a mis reflejos el vehículo no me ha embestido. Me doy cuenta de que solo dos centímetros me han separado del impacto. Lo que me faltaba, morir atropellada en este pueblo fantasma. Ha sido tal el susto que saca lo peor de mí. Y me enfrento al conductor como un miura.
—¡Tú eres gilipollas! ¡No ves que aquí se respetan siempre los pasos de cebra! ¡Y que solo se puede ir a treinta! —El conductor se ha quedado mudo, impávido. Baja la ventanilla. Y yo me acerco a él—. A ver si miramos por dónde vas, tío.
El hombre apenas tendrá los cuarenta, y niega con la cabeza. Tiene una barba castaña poblada y bien arreglada, con algunos mechones rubios. Lleva gafas de sol, algo que me extraña, porque, desde luego, con el día nublado y lluvioso, no son muy necesarias. De pronto veo una lágrima asomándose a su mejilla. Él rápidamente la aparta con dos dedos. ¿Está llorando? ¿O tiene algún problema en los ojos? ¿Alguna enfermedad y de ahí las gafas?
—¿Estás bien? —pregunto. Me ha impresionado esa lágrima, no me lo esperaba. La verdad es que, si es una táctica para evitar el enfrentamiento, funciona.
Se quita las gafas de sol. Tiene los ojos irritados, acuosos, con la cornea enrojecida. ¿Alergia? ¿Tristeza? Las ojeras pronunciadas y oscuras parecen indicar un insomnio agudo.
—Perdona, no sé ni dónde tengo la cabeza —se disculpa con una voz grave y nítida.
—Tranquilo, que no ha pasado nada. Estoy entera, ¿ves?
Intenta una sonrisa. Y esa sonrisa es como si se hiciera paso a través de una tristeza infinita. Noto el esfuerzo titánico que para él supone sonreír. E imagino lo bien que le sentaría a ese rostro la felicidad de una sonrisa completa. Sonriendo sería guapo, pienso. De hecho, lo es. Es guapo. Hay rostros que ni la tristeza puede destrozar.
—Perdóname, de verdad. No debería coger el coche.
—Pues a lo mejor no era mala idea, pero tranquilo, que no ha llegado la sangre al río.
Baja la mirada. Y se pone de nuevo las gafas. Yo me quedo ahí plantada. Sin moverme. Como hechizada. O simplemente aturdida por este encuentro raro. Miro el reloj y decido que aún es pronto y que tengo unos minutos libres.
—Oye, ¿quieres un café o algo? No sé…
Lo que no sé es por qué estoy invitando a un café a un desconocido. Pero supongo que despierta en mí un instinto de protección. O simplemente es que me intrigan sus lágrimas y sus gafas de sol en este día de lluvia.
Niega con un gesto.
—Gracias, no, si ya aparco aquí y me meto en el instituto.
Y sin dejar que le diga que yo también voy hacia allí, arranca y se pone en marcha. Le veo aparcar y salir del coche. Entra en el instituto. ¿Es profesor? Tampoco es que sea tan raro, claro, pero me sorprende. No sé por qué, pero no me lo esperaba.
Aún tengo unos minutos y decido hacer algo de tiempo y tomarme un café en la primera cafetería que encuentre. A pocos metros veo una, O Forno; me acerco. En la puerta hay un chaval rubio de unos veintipocos años, con un mandil negro, apurando un cigarro. Entro. Huele a café con leche, hay varios paisanos acodados en la barra y dos o tres desperdigados en mesas. La decoración es ecléctica, un par de cuadros con puestas de sol sobre el puente romano de Novariz, una diana para jugar a los dardos, una cabeza de ciervo disecada y varias miniaturas de hórreos diseminadas por las mesas. Me aproximo a la barra.
—Buenos días, ¿me pone un café solo?
—¿Solo? Non o queres con leite mellor? A estas horas uno solo perfora el estómago.
La señora que me atiende es una mujer oronda, entrada en carnes, y se parece a cualquier abuela gallega, o tal vez a cualquier abuela del mundo.
—Mi estómago puede con todo —le digo.
—Si tú lo dices.
Un trociño de bica? Recén feita.
—¿Por qué no?
—¡Mijaíl! Veña, para adentro. Non fago carreira do rapaz.
Mijaíl, que así se llama el chaval rubio que estaba fumando, tira el cigarro al suelo, lo apaga con el pie y entra.
—Ya va, doña Concha, ya va…
—Tanto fumar, tanto fumar…
Me sirve el café con una presteza que parece contradecir su edad y su envergadura. Corta la bica y me la pone a la vez que el café. Ni en Madrid son tan rápidos sirviendo, pienso.
—Eres a nova?
—¿Perdón?
La mujer cambia automáticamente a hablarme en castellano. Yo quiero decirle que no hace falta, que me puede seguir hablando en gallego, que no es que no la haya entendido, sino que su pregunta me ha pillado con el pie cambiado, pero como ya se ha puesto a hablar tampoco quiero interrumpirla.
—La profesora nueva, ¿no? Del instituto. Yo es que os cazo al vuelo. Por tu edad, la ropa y esas ganas de empezar que se te salen por los ojos.
—Ah… sí, sí, la nueva.
—Y qué gusto da ver gente joven con trabajo y ganas de desempeñarlo. —Baja el volumen de su voz, para que nadie se entere de lo que me dice—: Que aquí con tanto muerto en vida, esto a veces parece un tanatorio. Desde que cerraron la fábrica, todos estos van como almas en pena.
—Sí, la verdad es que tuvo que ser un palo.
—No lo sabes tú bien, miña nena. Que non se me poñan diante os Acebedo…
Está claro que no le caen muy bien los que fueran los dueños de la fábrica. Y me imagino que es algo generalizado. Le han robado el presente y el futuro a todo el pueblo y a toda la comarca. Apuro el café y le doy un buen bocado a la bica. Está rica, jugosa, calórica, muy dulce.
—Ojalá te vaya bien. Que esos rapaces bien que se lo merecen, con todo lo que están pasando.
No entiendo a lo que se refiere, pero la mujer se va a atender a otros clientes y me deja allí con la duda. Acabo la bica. Cuando trato de pagar, la mujer se niega.
—A este invita la casa. Ya luego no, tampoco te me acostumbres.
Sonrío y saco una moneda de un euro para dejarlo de propina. Pero ella lo rechaza.
—Guarda eso. A ver si tú y yo vamos a empezar con mal pie. Las propinas para los americanos. Cuando la Concha invita, invita.
—Entendido. Pues gracias, Concha.
—No se merecen. —Me mira de manera cálida y casi maternal—. Suerte, miña nena, que bien la vas a necesitar.
Salgo de la cafetería y llego hasta el instituto con una sensación extraña en el cuerpo. Es uno de los edificios más curiosos del pueblo. A estas horas y debido a la niebla, tiene un toque entre romántico y gótico. O tal vez sea que estoy con el ánimo raro debido al encuentro con el conductor y luego con Concha. Poso la vista en la gran cúpula acristalada que a lo largo del día ilumina con la luz del sol el patio central y que quizás sea lo más fotografiado del pueblo, no hay postal de Novariz en donde no salga. Varios alumnos entran en el edificio y yo sigo sus pasos. Estas paredes de piedra, hierro y cristal encierran casi dos siglos de historia. El edificio fue un antiguo balneario de aguas termales naturales que tuvo sus años de esplendor, abandonado en la década de los veinte, para acabar siendo un hospital militar en los años de la Guerra Civil, y luego una cárcel de presos republicanos. Finalmente, con la llegada de la democracia, a alguien se le ocurrió que era el lugar ideal para convertirlo en un IES.
Siento el frío y la humedad del lugar, además del característico olor a azufre que tanto me llamó la atención cuando Germán me trajo de visita. Se debe a la fuente termal que hay en el patio, que de vez en cuando aún emana agua a cuarenta grados, vestigio de esa riqueza natural que un día hizo famoso al pueblo y que ahora muchos intentan recuperar; si en la ciudad de Ourense han conseguido atraer un turismo gracias a sus termas, ¿por qué aquí no?, se preguntan. El bullicio de los chavales me saca de mi letargo romántico. Da igual los siglos de historia y la niebla; aquí dentro, los gritos, las risas y la energía contagiosa de los adolescentes me devuelven a la vida. El pueblo parecía estar muerto pero aquí están los alumnos para llevarle la contraria.
Vida y ruido a las ocho y diez de la mañana. Entre tanto barullo puedo disimular sin miedo mis ganas de empezar. Porque tampoco es bueno que a una la noten tan entusiasmada y a la vez muerta de nervios. Es por el café cargado de Concha, pienso, que no sé si perforará el estómago, pero me ha puesto como una moto.
Me cuesta llegar hasta la sala de profesores. Este edificio es un laberinto. Es lo malo de adaptar edificios antiguos a otro uso. Los dotan de personalidad, pero a veces son poco funcionales.
Consigo encontrarla y al entrar dejo atrás el ajetreo estudiantil y siento el ambiente distinto. Y no es solo porque todo esté en calma. Noto caras largas entre los pocos profesores que hay a esta hora, no sé si de preocupación, o de incomodidad, difícil adivinarlo. Claro que a veces no son ellos y soy yo la que proyecto mi estado de ánimo en los demás. Nunca es fácil llegar nueva a un instituto, sobre todo cuando el curso ha empezado hace meses y las dinámicas están más que establecidas. Los profesores carcas y hastiados por un lado, los que aún creen en la enseñanza por otro… Aún no sabes en qué grupito de profesores vas a encajar, si es que encajas en alguno, ni cómo te van a recibir. Sobre todo cuando tu estancia no va a ir más allá de unas semanas o un mes. ¿Para qué esforzarse en llevarse bien contigo si en nada desaparecerás? Tal vez sea yo, ya digo, pero entre los cinco o seis profesores que ahora mismo están en la sala noto una sensación diferente a la habitual. Apenas me saludan y cada uno parece ir a lo suyo de una manera un tanto… ¿forzada? Unos leen el periódico, otros con un café, alguno corrige algunos trabajos… Están incómodos. Como no sé muy bien qué hacer ni qué decir más allá de un buenos días, poso la mirada en uno de los muros con piedra a la vista de la sala, mientras espero turno para hacerme un café. Hasta que veo en una esquina al hombre del coche, al guapo de las lágrimas. Cruzamos una mirada, pero nada más. ¿Está avergonzado del encuentro de hace unos minutos? No podría asegurarlo.
—¿Eres la nueva? —me pregunta una mujer de unos cincuenta años.
Yo asiento, voy a decir mi nombre cuando el profesor del coche clava en mí sus ojos.
—¿Es ella? —le pregunta a la mujer que me ha hablado—. ¿Se va a hacer cargo de la tutoría?
—Aún está por decidir, Mauro, pero probablemente.
Se llama Mauro. El hombre que lloraba se llama Mauro. Y vuelvo a confirmar que debajo de esa nube negra hay un hombre atractivo y en forma, algo nada desdeñable en un tío de su edad.
—Ten mucho cuidado. No dejes que te hagan la vida imposible —me dice.
Su voz y su tono me desconciertan. ¿De qué está hablando? ¿Primero lágrimas y ahora me hace advertencias?
—Ven, que hablamos mejor en mi despacho. —La mujer me coge del brazo y me saca de allí, sin que yo pueda apenas reaccionar—. Soy Marga, la jefa de estudios.
Me lleva por los pasillos del instituto, nos cruzamos con unos cuantos alumnos que nos ignoran por completo.
—¿Oye, el tal Mauro se refería a que los alumnos me iban a hacer la vida imposible?
—No te preocupes. Ahora te cuento.
En el despacho de jefatura huele a tabaco, y enseguida localizo un paquete de cigarrillos asomando debajo de los cientos de papeles que cubren la mesa. Marga se sienta después de quitar unos cuantos papeles de su silla y me anima a que yo haga lo mismo. Tiene la piel amarillenta, los ojos hundidos tras unas gafas con montura de madera, el toque hipster y moderno para transmitir la imagen de que todavía no se ha rendido y un peinado que en la cabeza de Lady Gaga tendría su aquel, en ella, como mínimo, desconcierta.
—Raquel, ¿verdad?
—Sí —contesto reprimiendo un estornudo. Saco un Kleenex del bolso y me lo llevo con premura a la nariz.
—Bienvenida, siéntate un momento por favor. —Su voz es ronca y creo intuir cierto tufillo a alcohol, aunque no puedo asegurarlo, mi nariz está demasiado taponada como para emitir un juicio certero. ¿Se meterá algún lingotazo que otro aquí mismo? ¿O bajará al bar para exigir bien de coñac en su café solo?—. Perdona lo de mis pelos, esta mañana se me jodió el secador a mitad de secado y… bueno… voy a ser el tema de conversación durante todo el día, pero vivo con ello. —Intenta aplanarse la melena con la mano. Me mira con cierta gravedad y noto cómo cambia su tono y gesto, va a decirme algo importante y parece que no muy agradable—. No sé si estás al tanto de todo lo que ha ocurrido…
—Eh… no.
—Ya… Normal, normal. Aquí, como no se habla de otra cosa, a veces se me hace difícil que alguien aún esté al margen. Es un tema delicado. Sustituyes a la profesora de lengua y literatura de primero y segundo de bachillerato. A Elvira Ferreiro, pero todos la conocíamos como Viruca. Tenía plaza fija aquí, desde hace tres años. Era tutora de un curso de segundo y me temo que tendrás que hacerte cargo de esa tutoría.
—Si no hay más remedio —digo, intentando una media sonrisa, para que no se perciba la poca gracia que me hace.
—No lo hay, ya te lo digo. Era muy querida entre los alumnos. Sí, aún quedan de esos profesores. Sacó la mejor nota en las oposiciones cuando se presentó con veinticinco añitos, y en seis años consiguió plaza en este instituto. Algo prácticamente imposible, las plazas aquí están muy cotizadas. Es de los pocos centros con historia y cierto encanto. Le pasa como al de Celanova, que aprovecharon el claustro neoclásico de su monasterio para plantar el instituto en él. Este no es tan bonito, pero casi. Era un antiguo balneario…
—Lo conozco, mi marido es de Novariz.
—¿En serio? Vaya… Entonces ya no te lo vendo y me ahorro el recorrido turístico. El caso es que, aparte de la fuente termal, este es de los pocos centros donde los alumnos aún no se han asalvajado del todo, y no hemos salido todavía en ninguna página de sucesos. O al menos hasta ahora. Voy al grano, que me enrollo, me enrollo… Síndrome del profesor, nos dan carrete y no paramos. Viruca estaba muy implicada en el centro. Profesora vocacional, enamorada de sus alumnos y pendiente de sus problemas… La querían mucho y en el claustro también era muy valorada. De las que traían pastelitos el día de su cumpleaños y siempre estaba ahí para echarte una mano… Pero de pronto algo se torció. No sé si por culpa de la separación del marido o si pasaría algo al principio de este curso, pero ya no parecía la misma. Hace poco menos de un mes pidió una baja por depresión… Me lo esperaba de muchos, pero de ella… Su exmarido también trabaja aquí, es profesor de historia, y es el que te abordó en el claustro de profesores.
—Ah…
—Un pedazo de pan, y guapo, ya lo habrás visto, guapo de anuncio, pero está el pobre un tanto tocado, ¿cómo culparle? Le hemos pedido por activa y por pasiva que se pille unos días libres, pero nada. Se separaron este verano, pero seguían bastante pendientes el uno del otro. Yo creo que estaban condenados a volver. Hace tres semanas nos dijo que Viruca había desaparecido. Nos preocupamos, claro, pero creímos que a lo mejor habían tenido alguna pelea o que ella necesitaba separarse de verdad y no sabía cómo hacerlo…
Marga hace una pausa y mira de reojo su paquete de tabaco. Parece necesitar con premura encenderse un cigarro, pero se contiene. Respira hondo.
—Hace unos días encontraron su cadáver flotando en el embalse.
—¿Su cadáver?
Tardo en procesar la información. No sé si se debe al impacto o a los antihistamínicos que me tienen un poco grogui, pero me cuesta asimilarlo. Por un momento todo me parece irreal.
—Sí, es raro que tu marido, siendo de aquí, no supiera nada. Ya te digo que no se habla de otra cosa.
—Llegamos ayer por la noche, ni tiempo nos ha dado a deshacer las maletas… —me justifico, como si necesitara pedir perdón por no estar al tanto de lo ocurrido.
—Pues ya siento ser yo la que te da las noticias. Los chavales están bastante bien, afectados, claro, pero bien, al fin y al cabo, a los de este curso tampoco les ha dado mucho tiempo a encariñarse con ella, a los dos meses y poco de empezar el curso pidió la baja… Con los del año pasado hubiera sido más drama, supongo. Así que no creo que te encuentres un ambiente demasiado raro. Ya ha venido un sicólogo a hablar con ellos, les hemos puesto la peli esa del Profesor Lazhar… no sé si te suena. —Pausa—. Y bueno… hay otra cosa…
La jefa de estudios vuelve a mirar el paquete de cigarros. Yo, en un arrebato de osadía, lo saco de debajo de los papeles y se lo ofrezco. Ella sonríe agradecida. Veo su dentadura. La tiene muy amarilla, supongo que producto de la adicción y de una higiene descuidada. Y no sé por qué me pongo a pensar en su dentadura cuando me está contando que la profesora a la que sustituyo está muerta. Será para no pensar en su cadáver flotando. Sé que la imagen me va a acompañar todo el día. Ya no quiero más muertos en mi vida.
—¿No te importa si me enciendo uno? —dice, acercando el mechero al cigarro y sin esperar mi respuesta—. Abro la ventana y te juro que con el día ventoso de hoy aquí no queda ni rastro.
—Sin problemas.
Marga me lo agradece con un gesto y veo como la llama prende en el cigarro.
—¿Quieres?
—Gracias —niego—, lo dejé hace tiempo.
—Dichosa tú. Yo lo he intentado unas siete veces. Pero, claro, tratar con todos estos no ayuda. No ayuda nada. De todas las profesiones del mundo elegimos esta. Bueno, paso de quejarme, que no hay nada más aburrido y previsible que un profesor quejándose de su trabajo. El día que me convierta en uno de esos me meto en un convento de clausura.
Marga da una profunda calada seguida de una tos.
—Qué bien sienta el segundo de la mañana. Como te decía, Viruca pidió la baja hace un mes y vino un profesor a sustituirla. Un chico delgadito, poquita cosa, tímido a rabiar y con unas ganas de caer bien que solo tenéis los nuevos. Pues a las tres semanas, pide la baja por depresión.
—¿Y eso?
—Ni idea. Si yo creía que le iba todo bien, que se había integrado. Los chavales tampoco hablaban mal de él, que cuando no les gusta alguien bien que lo gritan a los cuatro vientos. No sé, supongo que sería algo de índole personal… O que no acabó de adaptarse. Pero ya te digo que los chavales no son unos ogros, en serio, no esperes encontrarte nada raro… Ya lo verás. Es verdad que no son las circunstancias ideales…
—Pues no, para qué nos vamos a engañar… —De nuevo estornudo.
—Tómatelo con calma. Implícate lo justo, que siempre llegáis con muchas ganas y eso a veces es contraproducente. Y al primer problema que tengas con los chavales, o cualquier duda o cosa que veas… cuéntamelo. De verdad que no solo yo, todos vamos a estar muy pendientes para que las cosas salgan bien. Pues no sé, Raquel, yo creo que ya te he dicho todo lo que te tenía que decir… Aquí está tu horario, el plan de estudios de Viruca, que no tienes que seguirlo a pies juntillas, pero para que veas cómo había planteado sus cursos, lecturas optativas y tal. La verdad es que se lo curraba.
Cojo las carpetas que me da, las miro por encima. Veo alguna de las lecturas optativas y me alegra comprobar que son de autores contemporáneos y accesibles.
—Y si tienes alguna duda de dónde están las aulas, luego te hago un tour. O le pido a alguien que te acompañe. Y poco más… Si tienes alguna pregunta…
Claro que me asaltan preguntas, muchas. Sobre todo una. Sé que no debo, pero tampoco quiero quedarme con las ganas.
—Viruca, la profesora… ¿sabéis si… se suicidó, si fue un accidente…?
Toma aire antes de contestarme. Comprueba con la mirada que la puerta del despacho está cerrada.
—Pues a ver… en la autopsia parece que no había nada raro. Y creo que hasta encontraron una nota o un vídeo en el que se despedía de su ex… Pero bueno, el juez y la Guardia Civil aún están investigando. —Marga mira la hora—. Voy a tener que dejarte, que me tocan un par de padres dentro de dos minutos.
Marga se levanta y yo la imito. Me da la mano.
—Bienvenida, Raquel.