CAPÍTULO 17
Conecto el disco duro que me dio Mauro a mi ordenador portátil. Compruebo que hay cientos de archivos colocados en distintas carpetas. Viruca sin duda era metódica. Los tiene separados por cursos y luego por temas. Están los exámenes, los trabajos: comentarios de texto y redacciones personales. Voy directamente al curso que me interesa. A segundo B, del que soy tutora.
Mauro tenía razón, todos los exámenes están escaneados. Y están llenos de correcciones minuciosas, pero no con el bolígrafo rojo, sino azul o verde. Supongo que el rojo le resultaba demasiado agresivo, demasiado opresor, demasiado punitivo. Me fijo en la letra de Viruca. Es una caligrafía clara, legible, de trazos firmes. No soy ninguna experta en ese tipo de análisis, así que no voy a sacar ninguna conclusión sobre su personalidad. Pero sí que siento que, poco a poco, día a día me voy acercando más a ella. Ya sé cómo era su aspecto físico, cómo la veían alumnos y profesores, ya sé lo mucho que la quería su exmarido, y también que tenían problemas económicos graves. Y ahora sé cómo escribía y voy a empezar a ver cómo pensaba.
Leo alguno de sus comentarios, de sus notas añadidas. Es aguda, tiene gracia, a veces incluso cierta ironía, pero siempre tratando de alentar al alumno. Sugiere cambios, o incluso apunta lecturas paralelas para sustentar su opinión o para tratar de estimularles para que lean más allá de lo obligatorio del temario. Es convincente y persuasiva. Y se lo toma muy en serio. Entiendo la frustración de Mauro al ver tantas horas invertidas en estas correcciones. Desde luego, yo estoy muy lejos de examinar a los chavales de manera tan minuciosa y dedicada. Hasta en eso me supera.
Dejo por un momento sus notas y busco la materia que ya habían revisado con ella. Una vez que tengo claro los libros que ya habían leído o al menos tratado los de segundo, voy a lo que verdaderamente me importa. Porque lo tengo que reconocer, si he abierto este disco duro es para tratar de averiguar cómo pensaba, pero también para saber más sobre los chicos, los tres, Nerea, Iago y Roi. Quiero saber qué tipo de relación mantenían con la profesora. ¿La desafiaban? ¿Se metían con ella? ¿Trataban de boicotear sus exámenes, alguna amenaza velada? ¿O eran más listos que todo eso y no querían dejar ninguna evidencia escrita?
Empiezo por Nerea y enseguida corroboro la impresión que tenía de ella. Sabe componer un discurso con solvencia y se ha leído todos los libros que Viruca les había indicado. Es brillante en alguna de sus observaciones, y la profesora, al igual que yo haría, se lo hace ver en sus notas. «Sigue así», le dice. O «Nunca había pensado en este personaje de esta manera, me encanta». Las calificaciones de la chica no bajan nunca del nueve. Y no veo ningún tipo de provocación hacia la profesora. Al menos no en los primeros trabajos que reviso. Aunque hay algo que me llama la atención. Ante una respuesta elaborada e inteligente sobre el romanticismo suicida que hay en Werther, Viruca le contesta con una cita: «Ya lo decía Albert Camus: no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es contestar la cuestión fundamental de la filosofía».
Quizás no tenga ninguna importancia, y quizás quiera darle una interpretación determinada ahora que sé cómo acabó Viruca. Pero parece evidente que la idea del suicidio rondaba por su cabeza.
Sigo revisando las notas que hay en los trabajos de Nerea, pero no vuelvo a ver ninguna referencia al suicidio ni a nada que me llame la atención.
Ya volveré a ella con calma. Prefiero tener ahora una idea general de los tres.
Roi es mucho más irregular. Más vago. Y no es porque le haya cogido ya manía. Tiene algunos destellos de brillantez, sobre todo cuando se nota que se ha leído los textos. Cuando no, improvisa con más o menos gracia. Atina más de lo que cabría esperar, sabe usar la lógica y tiene una buena retórica. ¿Me fastidia admitirlo? No, tampoco voy a ser rencorosa con el chaval porque se haya enfrentado a mí. Es de estos alumnos que a nada que se esforzaran serían brillantes. Si no lo hace es porque tampoco lo necesita, porque le sale a cuenta con el poco trabajo que realiza. Nosotros, los profesores, estamos tan acostumbrados a navegar en exámenes y trabajos mediocres, que cuando te topas con un alumno como Roi, que se nota a la legua que no ha leído o estudiado todo lo que debería, pero que sin embargo sabe usar la sintaxis, lo acabas premiando por su capacidad dialéctica y por su ingenio a la hora de salir del paso. Y reconozcámoslo, sabes que ese tipo de alumnos va a tirar para delante. Porque conoce y maneja las herramientas, le echa cuento, utiliza el descaro, sabe salir de las encrucijadas con mucha habilidad, y eso, muchas veces, es todo lo que se necesita para la vida. Para llegar allí donde otros, que sí nos leímos los libros, que sí nos dejamos los codos estudiando, no llegamos. Son los chicos como Roi los que acaban dirigiendo empresas.
Busco los exámenes y los trabajos de Iago. Y mi sorpresa es que no los encuentro. No están en esa carpeta. ¿Por qué? ¿No ha entregado nada durante los dos meses que les dio clase? Se me hace muy raro. Reviso las otras carpetas. Tal vez se hayan traspapelado, tal vez utiliza otro tipo de criterios para ordenarlos. Pero por más que abro los diferentes archivos no encuentro ni rastro de Iago…
Es tarde. Estoy cansada, hoy hemos hecho la mudanza porque don Froilán nos entregó las llaves por la mañana. Tampoco habíamos traído tantas cosas en la furgoneta que nos dejó Manel. El sofá, cuatro lámparas, las dos mesas de trabajo, los ordenadores, un par de sillas, toda nuestra ropa, la vajilla que hemos ido acumulando durante estos años, la Nespresso, que a ver en este pueblo dónde conseguimos cápsulas, y unos cuantos libros distribuidos en cuatro cajas. También estaban los apuntes de la carrera, con ese afán absurdo que me da de cargarlos de un lado para otro. Dudo que los vaya a utilizar, pero me cuesta desprenderme de ellos y bien que los podía haber dejado en la casa de mi madre, pero siempre creo que los voy a necesitar. Llevo años sin mirarlos.
Demetrio nos ha traído un somier y un colchón por la tarde. No es el mejor colchón del mundo, pero servirá para siete meses. Y siempre le podéis poner una tabla debajo si veis que es muy blando, nos dijo. Germán se ha pasado el día colocando y limpiando, con una energía y una alegría que a mí me agotaban solo de mirarlo. Nanuk le ha seguido a todas partes, no se despegaba de él y no ha dejado de mover el rabo ni un segundo. Creo que ya ha decidido cuál es su rincón de la casa favorito, después de nuestra cama, claro, al lado de la chimenea. Y eso que aún no la hemos encendido, cuando lo hagamos se va a volver loco de emoción. Yo también he intentado mostrarme animosa, y aunque creía que no lo estaba haciendo mal, no he debido de dar la talla porque cada vez que me cruzaba con Germán me preguntaba si todo iba bien, si veía progresos, si me gustaba la casa.
—¿Has visto lo bien que queda el sofá? Y que tenga estanterías de obra es un puntazo.
Y luego se ha puesto a alabar el lavavajillas. ¿Cuántos años llevábamos sin uno? Y la lavadora, que estaba en un cuarto para ella sola.
—¡Si hasta hay una tabla de planchar!
—Ya te digo, vamos a vivir como ricos. —Ese comentario cínico se me ha escapado sin querer.
—Como ricos no sé, pero vamos a ir planchadísimos.
Germán animado es inmune a mis sarcasmos. Huelga decir que en el piso de Montealto no teníamos tabla porque no había espacio material para guardarla. Así que solo planchábamos cuando era estrictamente necesario y sobre la mesa de trabajo, con una toalla encima. Germán, después de colocar los libros, la ropa, la vajilla, y de diseminar fotos de él y de toda la familia con su padre, fotos que ni yo sabía que tenía, ha decidido ponerse a planchar. Vaqueros, camisas, tanto suyas como mías, hasta calzoncillos, y porque le he dicho que las bragas estaban bien como estaban, que si no también les habría dado un planchazo.
Esa noche caemos los dos rendidos en nuestro nuevo colchón, que de nuevo tiene poco, y en nuestra nueva casa.
—Qué bien, ¿no? —Germán estará cansado, pero su entusiasmo sigue incólume. Igual que el del perro, qué capacidad para ser feliz con tan poco—. Hay que comprar unas cortinas, que esas son un poco espantosas —añade—, pero por el resto, genial. ¿Cuánto hace que no teníamos una habitación así de grande?
—Hay eco.
—¿Tú crees?
—Pero me gusta —le digo, porque es verdad que no está mal la casa, y un poco de entusiasmo no me va a matar—. Y parece que los radiadores calientan de verdad. ¿Vas a dejar esa foto ahí? —pregunto, señalando un cuadro que ha colocado encima de la cómoda. Es un retrato en blanco y negro de su padre a gran tamaño, con un gesto serio y una pose algo pomposa, como de ministro franquista.
—¿Te da mal rollo?
—No, bueno, si a ti te gusta, déjala.
Me da un beso en los labios, para agradecerme que haya cedido, en lo de la foto y en todo, y que solo me haya costado cinco días reconocer que la casa ha sido una buena elección.
—¿Estrenamos la casa con un polvo épico?
—¿Tiene que ser épico o puede ser uno rapidito? Es que estoy muerta.
—A mí los rapiditos también me parecen épicos.
Sonrío. Me gusta mucho este Germán encantador. Me recuerda al del principio. Porque últimamente llevamos un tiempo muy apagados. Sexualmente apagados. Si quitamos el del otro día antes del entierro, claro, que sí estuvo bien, muy bien. Y prefiero decir que llevamos un tiempo y no concretar más. Porque si concreto más, me voy a asustar. Así que la mentira de «un tiempo» lo hace todo más soportable. La de mentiras que nos contamos para que la cosa no se derrumbe. ¿Por qué se apagarán tan rápido las ganas de follar? ¿Por qué esa pasión loca solo dura uno o dos años? Con lo fácil que sería soportar todos los envites de la vida si una tuviera las mismas ganas de sexo que al principio. Y el caso es que nuestros cuerpos se entienden, la mecánica sigue funcionando, pero ya no es lo mismo. Si me pongo tremenda, yo creo que ahora follamos para conseguir dos semanas libres de sexo. Como un «vale por dos semanas». Para no sentirnos mal durante esos quince días. Es como una manera de decir: sí, aún nos queremos, recuerda que hace poco lo hicimos. Pero en mi fuero interno siento que esos polvos en vez de unirnos nos van separando. Porque muchas veces esos polvos no son con él. Son con una fantasía. Es su cuerpo, pero pienso en el de otros. ¿Cuántas veces tengo que imaginarme a otros en la cama para lograr un orgasmo, o simplemente lubricar? Y por eso siento que en vez de conectarnos, esos polvos nos separan. Seguro que a Germán le pasa lo mismo. En la época que fui al sicólogo le contaba todo esto y él me decía que no me castigara tanto, que no me exigiera imposibles, que me olvidara de una vez de ese concepto tan edulcorado y mentiroso del amor, eso de que la pasión es infinita y que habrá perdices en la mesa hasta el final de los días, que eso era una construcción ideal que solo funcionaba en el cine y en la literatura. El amor es otra cosa. Lo que tienes con Germán es de verdad. ¿Hablas con él? ¿Te ríes con él? ¿Confías en él? ¿Te apoyas en él? ¿A quién le quieres contar las cosas que te pasan? Y como la respuesta era afirmativa, el sicólogo me decía que no me preocupara porque acudiera a fantasías. Si hasta Marge y Homer Simpson lo hacen. Eso me decía el sicólogo, que los Simpson también recurrían a fantasías para follar, y yo ahí pensaba: ¿seguro que quiero seguir pagándole a este señor sesenta euros la hora? Pero entendía lo que quería decir, que no podía echar a perder todo lo que tenía con él, por el simple hecho de que en el sexo ya no hubiera fuegos artificiales y tuviéramos que acudir a truquillos. En una balanza donde en un platillo está la vida, una buena vida, y en el otro el sexo, el sexo no puede pesar tanto como la vida, ¿no?
Ahora mismo Germán está buscando un condón en el neceser que ha dejado en el baño. Regresa con él en la mano y me lo muestra de manera triunfal.
La verdad es que malditas las ganas que tengo, pero no quiero ser yo la que le desaliente. He prometido esforzarme y que este matrimonio salga adelante. Así que vamos a darle.
No es como el del otro día. Desde luego que no. Germán también está cansado. El trámite dura lo justo. ¿Acabo de llamar trámite al sexo con mi marido? No te castigues, Raquel, no te castigues. No pasa nada. Trámite tampoco es una palabra tan cruel. No le des ese poder a las palabras. No dejes que te condicionen demasiado. No lo intelectualices tanto. No dejes que todo se vuelva un drama porque sí. Y menos por el uso inconsciente de una palabra que se cuela a la hora del sexo. No más dramas inútiles. No más. La vida tiene que ser algo más que una continua tortura sobre lo nimio, sobre la nada. Algo habrás aprendido de la cercanía de la muerte, de la verdad de la muerte. Ese es el único drama, los demás podemos trabajarlos, atenuarlos, evadirlos, evitarlos. Y si el sexo hoy ha sido un trámite, ¿qué? Tampoco es tan importante.
—Quizás nos hemos quedado un poco lejos de lo épico, ¿no? —me pregunta.
—Para que los haya épicos tiene que haber muchos de andar por casa —le digo.
—Sabias palabras —bromea—. Pues ya está estrenada la casa. Con más pena que gloria, pero estrenada. ¿Apago la luz?
—Apaga.
A oscuras solo se escuchan los sonidos del monte. El viento moviendo las hojas, un perro a lo lejos, que altera el sueño de Nanuk, con cada ladrido lejano parece querer despertarse, pero no acaba de hacerlo. Cuando estoy a punto de dormirme, me percato de algo. No sé por qué ha venido esa idea a mi mente. Me levanto rápido de la cama. No enciendo la luz, me sirvo de la que emite la pantalla del móvil para no tropezar con nada y llegar hasta el ordenador. Lo abro, como hay muy poca batería tengo que enchufarlo a la red. Hago un poco de escándalo y Germán se despierta, es de dormir instantáneo y yo creo que ya estaba en la fase REM.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces?
—Tengo que comprobar una cosa. Solo había mirado los archivos de este curso. Y puede que… puede que…
—¿De qué estás hablando?
—Cosas mías.
—Raquel, ¿no llevas ni dos semanas en el instituto y ya estás así de obsesionada?
—Que no, que no es eso. Duérmete, anda.
Entro en la página web del instituto, como aún no tenemos internet en casa, tengo que tirar de los datos de mi móvil, pero me da lo mismo. Puedo aguantar aunque vaya algo más lento. Aunque reconozco que me desespero un poquito. Voy a las listas de alumnos del año pasado. Y justo encuentro lo que busco. Iago está repitiendo curso. Él conocía a la profesora desde hacía un año.
Miro en el disco duro de Viruca, pero desgraciadamente me doy cuenta de que Mauro solo me ha grabado los archivos de este curso. Tengo que conseguir los del año pasado.
Tal vez ahí dé con alguna clave.